lunes, 26 de noviembre de 2012

27 DE NOVIEMBRE: FESTIVIDAD DE NUESTRA SEÑORA DE LA MEDALLA MILAGROSA

¡Oh, María sin pecado concebida, 
rogad por nosotros que recurrimos a vos! 




Historia de la Medalla Milagrosa 

SANTA CATALINA LABOURÉ
Virgen  (1806-1876)
Vidente de las apariciones de la Medalla Milagrosa

Santa Catalina Labouré, llamada Zoé en familia, nació en Bretaña, Francia, el 1806. Sus padres eran agricultores. Zoé era la novena de once hermanos supervivientes, de los diecisiete que nacieron.

Cuando Zoé tenía nueve años murió su madre. Zoé tiene que ocuparse de las tareas de la casa. Se prepara intensamente para la sagrada Comunión. Va mucho a la iglesia, sobre todo a la capilla de la Virgen.

Zoé toma la decisión de hacerse religiosa, como su hermana mayor. Su padre se opone. La envía a París para que conozca mundo y cambie de idea.

Por fin su padre consiente y entra en el noviciado de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Adopta el nombre de Catalina. Era muy cumplidora, pero sin cualidades extraordinarias ni virtudes llamativas.



Y es a ella a quien la Virgen María se le aparece varias veces el 1830. Catalina había deseado con ansia que la Virgen se le comunicase. La primera aparición fue en el mes de julio. Catalina cuenta candorosamente la aparición, con la intervención del Angel de la Guarda.



La principal aparición fue en noviembre. Su confesor, el P. Aladel, la cuenta así: «La Virgen se le mostró en un retrato de forma oval. Estaba sobre el globo terráqueo, con vestido blanco y manto azul. De sus manos salían rayos resplandecientes que caían sobre la tierra. Arriba estaba escrito: ¡Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!... En el reverso del retablo estaba la letra M, sobre la que había una cruz descansando sobre una barra, y debajo los corazones de Jesús y de María. Después oyó estas palabras: Has de acuñar una medalla según este modelo. Los que la lleven puesta y recen devotamente está súplica, alcanzarán especial protección de la Virgen. Y desapareció la visión».



Más tarde, en 1832, el P. Aladel visita a monseñor Quelen, arzobispo de París, y consigue permiso para grabar la medalla, según la Virgen había manifestado a Catalina. El mismo arzobispo de París pudo comprobar los frutos espirituales de la medalla en varias ocasiones.


La medalla se propagó muy rápidamente. Catalina se preocupó mucho de ello, pero con tanta discreción que se mantenía en secreto el nombre de la vidente. Ella sólo hablaba con su confesor y seguía su vida normal.

El pueblo la llamó la Medalla Milagrosa por los muchos prodigios que obraba. El más famoso fue la conversión del judío Alfonso de Ratisbona. Ratisbona acepta por cortesía una medalla de la Virgen Milagrosa, con la recomendación del rezo diario del «Acordaos» de San Bernardo. Visita en Roma la Iglesia de San Andrea delle Fratte. Se acerca a la capilla de la Virgen que se le aparece tal como venía grabada en la medalla. Se arrodilló y quedó transformado. Se bautizó, se ordenó sacerdote, convirtió a muchos judíos y fundó las Hermanas de Sión para este apostolado.

Mientras tanto, Catalina sigue en la humildad y el anonimato. Atiende a los ancianos, trabaja en la cocina, en el gallinero, en la enfermería, en la portería. Sufre en silencio la falta de comprensión del nuevo confesor. Consigue que se levante el altar, con la estatua que perpetúe las apariciones, en la capilla donde había recibido las confidencias de la Virgen.

Catalina murió en París el 1876. Su cuerpo, que reposa en el altar de la Virgen del Globo, fue encontrado incorrupto 56 años más tarde, intactos los bellos ojos azules que habían visto a la Virgen. Beatificada por Pío XI en 1923, fue canonizada por Pío XII el año 1947.
Fuente: http://www.magnificat.ca/cal/esp/11-28.htm

Cuerpo incorrupto de Santa Catalina Labouré 


Aparición del 18-19 de julio de 1830
En relación con esta aparición y con otras visiones pre­vias, santa Catalina redacta un documento, al parecer a petición de su director el P. Aladel. Lo hace en 1857, «26 años después de los acontecimientos», como ella misma precisa al principio (n.° 564 de la edición crítica de Laurentín-Roche, «Catherine Labouré et la Médaille Mira­culeuse», pp. 334-338. Para la traducción de los docu­mentos de este capítulo he contado con la colaboración experta del P. Benjamín Romo, C. M.).

Padre, usted quiere que le detalle brevemente lo sucedido hace 26 años; me siento incapaz de hacerlo, pero voy a intentarlo con toda la sencillez posible.
Ruego a María, mi buena madre, que me ayude a recordar todas las circunstancias. Oh María, haz que sea para tu mayor gloria y la de tu divino Hijo.
Comienzo:
Yo llegué (al seminario) el 21 de abril de 1830, que era el miércoles antes de la traslación de las reliquias de San Vicente de Paúl, feliz y contenta por haber llegado para este gran día de fiesta, me parecía que no tocaba la tierra.

Pedía a San Vicente todas las gracias que me eran necesa­rias, y también para las dos familias y para Francia entera. Me parecía que ellas tenían mucha necesidad de esas gracias. En fin, pedía a San Vicente que me enseñara lo que era necesario que yo pidiera con una fe viva. Y todas las veces que volvía de San Lázaro (en donde había visitado la urna de San vicente) sentía tanta tristeza, que me parecía encontrar en la comunidad a San Vicente, o al menos su corazón, que se me aparecía todas las veces que regresaba de San Lázaro. Tenía el dulce consuelo de verlo encima del relicario donde estaban expuestas algunas reliquias de San Vicente.

Se me apareció tres veces distintas, tres días seguidos: Blanco color de carne, que anunciaba la paz, la calma, la inocencia, la unión. Después lo vi rojo de fuego, que debe encender la caridad en los corazones: me parecía que toda la Comunidad debía renovarse y extenderse hasta los confines del mundo. Y luego lo vi rojo oscuro, lo que llenó de tristeza mi corazón; sentía una tristeza que me costaba mucho superar; no sabía ni por qué ni cómo, esta tristeza se relacionaba con el cambio de gobierno; tuve que hablarle de esto a mi confesor, que me calmó lo más posible, apartándome de estos pensa­mientos.

Y después fui favorecida con otra gran gracia, la de ver a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento, que lo vi todo el tiempo de mi seminario, exceptuadas las veces en que dudaba (es decir, cuando me resistía); entonces, la vez siguiente ya no veía nada, porque quería profundizar y dudaba de este misterio y creía equivocarme. El día de la Santísima Trinidad, Nuestro Señor se me apareció como un Rey, con la Cruz sobre su pecho, en el Santísimo Sacramento, fue durante la santa Misa en el momento del Evangelio, y me pareció que la Cruz se caía a los pies de nuestro Señor, y me pareció que Nuestro Señor era despojado de todos sus ornamentos, todos caídos por tierra. Ahí fue cuando tuve los pensamientos más negros y más tristes, ahí fue cuando pensé que el rey de la tierra se vería perdido y despojado de sus vestiduras reales, todos los pensamientos que tuve no sabría explicarlos…

Y después llegó la fiesta de San vicente, en cuya víspera nuestra buena madre Marta nos dio una conferencia sobre la devoción a los santos y en particular a la Santísima Virgen, lo que me dio tal deseo de verla que me acosté con el pensamiento de que esa misma noche vería a mi buena Madre, ¡hacía tanto tiempo que lo deseaba!, al cabo me dormí. Como se nos había distribuido un trozo de tela de un roquete de San Vicente, corté la mitad, me la tragué y me dormí, pensando que San Vicente me obtendría la gracia de ver a la Santísima Virgen.

Por fin, a las once y media de la noche, oí que me llamaban por mi nombre:

—Hermana, Hermana, Hermana.

Me desperté y miré al lado donde escuchaba la voz, que era el lado del corredor, descorrí la cortina y vi a un niño, vestido de blanco, como de cuatro o cinco años, que me decía:

—Venga a la capilla, levántese pronto y venga a la capilla, la Santísima Virgen la está esperando. Enseguida me vino al pensamiento:

—Pero me van a oír. El niño me respondió:

—Esté tranquila, son las once y media, todos están bien dormidos; venga, la aguardo.

Me apresuré a vestirme y me, dirigí a donde el niño, que había permanecido sin apartarse de la cabecera de mi cama.

Me siguió, o mejor, yo le seguí, él siempre a mi izquierda, llevando rayos de claridad por donde pasaba; por donde quiera que íbamos las luces estaban encendidas, lo que me extrañó mucho; pero quedé más sorprendida al entrar en la capilla, cuando se abrió la puerta apenas tocarla el niño con la punta del dedo; y mi sorpresa fue más completa todavía cuando vi encendidas todas las velas y todos los cirios, lo que me hacía recordar la Misa de Medianoche.

Sin embargo, yo no veía a la Virgen. El niño me condujo al presbiterio, junto al sillón destinado al Director. Alli me puse de rodillas y el niño se quedó de pie todo el tiempo. Como la espera se me hacía larga, miraba por si pasaban las veladoras por la tribuna.

Llegó por fin la hora. El niño me previno diciéndome: —Ya viene la Virgen, aquí está.

Escuché como un rumor, como el roce de un vestido de seda que salía del lado de la tribuna, cerca del cuadro de San José, y venía a sentarse en un sillón parecido al de Santa Ana, la Santísima Virgen solamente; no era la figura de Santa Ana y yo dudaba si era la Santísima Virgen, pero el niño, que seguía allí, me dijo:

—Es la Virgen.

Me sería imposible decir lo que experimentaba en aquel instante, lo que pasaba dentro de mí, me parecía que no veía a la Santísima Virgen. Entonces el niño me habló no como niño, sino como el hombre más enérgico y con las palabras más enérgicas. Mirando a la Santísima Virgen me puse de un salto a su lado, arrodillada sobre las gradas del altar, con las manos apoyadas en sus rodillas.

Allí pasé el momento más dulce de mi vida, me sería imposible decir todo lo que sentí. Ella me dijo cómo debía comportarme con mi Director y otras cosas que no debo decir, la manera de conducirme en mis penas, el venir al pie del altar, que me mostraba con su mano izquierda. Me echaré al pie del altar y expansionaré alli mi corazón y recibiré todos los consue­los de que tenga necesidad. Le pregunté el significado de todo lo que había visto y ella me lo explicaba todo.
Estuve allí no sé cuánto tiempo. Lo único que sé es que, cuando se marchó, sólo vi algo que se desvanecía, en fin, sólo una sombra que se dirigía al lado de la tribuna por el mismo camino por donde ella había venido. Me levanté de las gradas del altar y vi al niño donde lo había dejado. Me dijo: Se fue.

Desandamos el mismo camino, siempre todo iluminado, y el niño iba siempre a mi izquierda. Creo que este niño era el ángel de mi guarda, que se había hecho visible para hacerme ver a la Santísima Virgen, pues yo le había rezado mucho para que él me obtuviera ese favor. Estaba vestido de blanco, llevando consigo una luz milagrosa, es decir, iba resplandeciente de luz, y representaba unos cuatro o cinco años de edad.

Al volver a mi cama eran las dos de la mañana, que oí dar la hora, y ya no me dormí.

Más tarde todavía, el 30 de octubre de 1876, año de su muerte, escribe la Santa, también por obediencia, otros dos relatos en los que trata de decir no los hechos sino las palabras de la Virgen en esa aparición de la noche del 18 al 19 de julio de 1830. Según los críticos, el primer relato es como un borrador y el segundo es el definitivo. Tradu­cimos este último a continuación (Nos. 637-638 de la edición crítica de Laurentín-Roche, pp. 352-357).

1830, 18 de julio, encuentro con la Santísima Virgen, desde las 11 horas hasta la 1, 30 de la mañana del día 19, San Vicente.

Hija mía, el buen Dios quiere confiarte una misión. Sufrirás mucho, pero lo superarás pensando que lo haces por la gloria del buen Dios. Sabrás lo que es el buen Dios, y eso te atormenta­rá hasta que lo digas a quien tiene a cargo suyo tu guía (el P. Jean-Marie Aladel). Te contradirán, pero tendrás la gracia, no temas, dilo todo con confianza y sencillez. Verás ciertas cosas, cuéntalas. Te sentirás inspirada en la oración.

Corren muy malos tiempos. La desgracia va a caer sobre Francia, el trono será derribado, sacudirán al mundo entero infortunios de toda clase (la Santísima Virgen tenía la expre­sión muy apenada al decir esto), pero venid al pie de este altar, donde se derramarán gracias sobre todas las personas que las pidan con confianza y fervor, sobre los grandes y los pequeños…

Hija mía, gusto particularmente de derramar gracias sobre la Comunidad: la amo mucho. Siento dolor, pues hay grandes abusos: no se observa la Regla, la regularidad deja que desear, hay gran relajación en ambas Comunidades. Dilo a quien se encarga de ti, aunque no sea superior. Dentro de poco se le encomendará la Comunidad de modo particular. Tiene que hacer cuanto esté en su mano para poner de nuevo en vigor la Regla, díselo de parte mía… Que vigile las malas lecturas, la pérdida del tiempo y las visitas… cuando la Regla haya sido restaurada en su vigor, otra Comunidad se unirá a la vuestra. Eso no se acostumbra, pero yo la amo…, di que se la reciba.Dios las bendecirá, y gozarán de una gran paz. La Comunidad se hará grande…

Sobrevendrán grandes males, el peligro será grande: no temas; el buen Dios y San Vicente protegerán a la Comunidad… (la Santísima Virgen seguía triste): yo misma estaré con vosotras, siempre he velado por vosotras. os concederé muchas gracias… Llegará un momento de gran peligro, cuando se dará todo por perdido; estaré entonces con vosotras, tened confian­za, reconoceréis mi visita y la protección de Dios y de San Vicente sobre ambas Comunidades.

Mas no será lo mismo con otras Comunidades, habrá vícti­mas (la Santísima Virgen tenía lágrimas en los ojos al decir esto), en el clero de París habrá muchas víctimas, monseñor el Arzobispo morirá. Hija mía, la cruz será despreciada, la sangre correrá por las calles (aquí la Santísima Virgen ya no podía hablar, la tristeza llenaba su rostro). Hija mía, me dijo, todo el mundo estará sumido en tristeza.

Yo pensaba cuándo será esto: 40 años, y 10 años después de la paz.

Un día le dije al P. Aladel: La Santísima Virgen quiere que usted comience una Asociación de la que será fundador y director. Una Asociación de Jóvenes de María: la Santísima Virgen le concederá muchas gracias y se le otorgarán indulgencias. El mes de María se celebrará con gran solemnidad en todas partes. El mes de San José también se celebrará con mucha devoción, será grande la protección de San José. Tam­bién habrá mucha protección y devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

Aparición del 27 de noviembre de 1830

En 1841, 11 años por tanto después de las apariciones de la Medalla Milagrosa, escribió Santa Catalina tres relatos autógrafos de las mismas. Parece que lo que la movió a hacerlo fue su deseo de que se levantasen un altar y una estatua en honor de la Virgen del Globo, aspecto de las apariciones que había quedado en penumbra. Hacemos un ensamble de los dos primeros relatos, traduciéndolos de la edición crítica de Laurentín-Roche (nn. 455-456, pp. 290-299, París 1976). Lo que va en letra cursiva pertenece al segundo relato y lo demás al primero. El tercer relato es mucho más breve y no aporta ninguna novedad. La traducción es casi literal. La puntuación es mucho más libre, para mejor entendimiento del texto.

El sábado 27 de noviembre, víspera del primer domingo de Adviento, nuestra buena Madre Marta nos dio una instrucción muy bella sobre la devoción a los santos y a la Santísima Virgen, lo que me dio tan gran deseo de verla, que pensé que ella me haría esta gracia; pues ese deseo era tan fuerte que tenía la convicción de que la vería bella en su mayor belleza; yo vivía con esa esperanza.

El mismo día, a las cinco y media de la tarde, en el momento de la oración, después del punto de meditación, en medio de un profundo silencio, de pronto me pareció oír un ruido como el roce de un vestido de seda, que venía de la tribuna. Volviendo los ojos a aquél lado vi a la Santísima Virgen cerca del cuadro de San José, teniendo bajo los pies una esfera blanca.

La Virgen estaba de pie, vestida de blanco, estatura mediana, el rostro tan bello que me sería imposible decir su belleza. Llevaba un vestido de seda blanco-aurora, hecho, como se dice, al estilo virgen, sin escote, mangas lisas. La cabeza cubierta con un velo blanco que le descendía por ambos lados hasta los pies. Debajo el velo llevaba el cabello partido y liso bajo una especie de pañoleta, guarnecida de una puntilla de dos dedos de anchu­ra, sin fruncido, ligeramente apoyada sobre el cabello, el rostro muy descubierto. Los ojos tan pronto levantados hacia el cielo como bajados. Los pies apoyados sobre una esfera, es decir, la mitad de una esfera, o al menos a mí me pareció la mitad. Las manos elevadas a la altura del estómago de una manera muy natural, sosteniendo en ellas una esfera que representaba al mundo. Su rostro era bellísimo, no podría describirlo.

De pronto vi en sus dedos anillos revestidos de piedras preciosas, más bellas unas que otras, unas grandes y otras más pequeñas, que despedían rayos, unos más bellos que otros. Estos rayos salían: de las piedras más gruesas, los rayos más grandes, siempre extendién­dose, y de las más pequeñas los más pequeños, siempre alargándose hacia abajo. Los rayos que salían de las piedras resplandecían por todas partes y llenaban toda la parte baja, de modo que ya no se veían los pies. No sabría decir lo que experimenté, los pensamientos, y todo lo que percibí en tan poco tiempo. En ese momento en que yo la contemplaba, la Santísima Virgen bajó los ojos mirándome, y una voz se hizo escuchar desde el fondo del corazón, que me dijo: «Este globo que ves representa al mundo entero, especialmente a Francia, y a cada persona en particular». Aquí no sabría expresarme sobre lo que experimenté, la belleza y resplandor de rayos tan bellos: «Estos rayos son el símbolo de las gracias que distribuyo a las personas que me las piden», haciéndome comprender cuán agradable es la oración a la Santísima Virgen y cuán generosa es ella con quienes la rezan, cuántas gracias dispensa a las personas que se las piden, qué felicidad experimenta otorgándo­las… En ese momento yo era y no era, yo gozaba, yo no sé…

Se formó un cuadro alrededor de la Santísima Virgen, un poco ovalado, donde había en torno estas palabras escritas en letras de oro: «Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosostros que recurrimos a ti». Entonces se hizo escuchar una voz que me dijo: «Haz, haz acuñar una medalla según este modelo; todas las personas que la lleven recibirán grandes gracias…, esas gracias serán abun­dantes para quienes la lleven con confianza».

Después de haber contemplado este cuadro, me pareció que daba la vuelta. Fue entonces cuando vi el reverso de la Medalla. Inquieta por saber lo que había que poner en el reverso de la Medalla, después de muchas oraciones, un día, en la meditación, me pareció oír una voz que me decía: «La M y los dos Corazones dicen bastante».

Y todo desapareció como algo que se apaga y quedé repleta de yo no sé, no sé de qué, de buenos sentimientos y de gozo de consolación.

Ella se me apareció una tercera vez, no recuerdo cuándo. Ahora, después de dos años, me siento atormentada y obligada a decirle que se levante un altar, tal como ya se lo he pedido, en el lugar mismo donde la Santísima Virgen se apareció. Será privilegiado con muchas gracias e indulgencias y con abundancia de favores para usted y toda la Comunidad y todas las personas que vendrán a pedirlas…

Se lo pido, mil y mil veces, para mayor tranquilidad de mi conciencia. Creo que el buen Dios y la Santísima Virgen lo quieren de usted. Le ruego que lo demande de nuestro muy Honorable Padre. Soy, en los Sagrados Corazones de Jesús y de María, su afectísima y humilde hija, indigna Hija de la Caridad sirvienta de los pobres Enfermos.

Para completar con un detalle las palabras de la Virgen a Catalina, traducimos una nota autógrafa de la vidente, escrita a lápiz. Data de la primavera de 1876 (n. 631 de Laurentin-Roche, o. c., p. 344).

Hija mía, esta esfera representa al mundo entero, particu­larmente a Francia; y a cada persona en particular.

Fijarse bien: el mundo entero; particularmente Francia; y cada persona en particular.

Estos rayos que ves son las gracias que derramo sobre las personas que las piden; estas piedras de las que no salen rayos, son las gracias que dejan de pedirme.

Estas líneas deben ponerse debajo del cuadro con caracteres que todo el mundo pueda leer.

Precisiones sobre la Virgen del globo

A instancias de Catalina llegó el momento en que el P. Aladel comenzó a tomar en cuenta la visión de la Virgen con el globo en sus manos. Entonces debió de pedir a la vidente que pusiera por escrito los datos de esta visión. Lo que se conserva es una hoja con orientaciones para el croquis que iba a realizar el pintor Letaille, en conformi­dad sin duda con lo apuntado por Sor Catalina (cf. nn. 460-461 de Laurentín Roche, o. c., pp. 300-301).

Sobre un cielo azul, estrellado en lo alto, de aurora en lo bajo, en un sol, la Santísima Virgen: velo aurora, vestido blanco, manto azul celeste, los pies sobre una media luna, aplastando la cabeza de la serpiente con el talón. Doce estrellas alrededor de su cabeza, un ligero nublado sobre la media luna.

Particularidad esencial: La Santísima Virgen tiene suave­mente el globo del Mundo en sus manos y ella lo ilumina con una luz viva. Es importante expresar bien esta luz que ilumina vivamente la tierra, particularmente contra las manos de don­de parte el haz de luz. La Santísima Virgen, con ternura maternal, mira a esta pobre tierra. Habrá alrededor: Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros…

Nota manuscrita de Sor Catalina Labouré sobre la Virgen del globo. Arriba de la primera página, una mano no identificada escribió: «Notas a lápiz sobre la estatua de la Santísima Virgen que sor Catalina quería colocar en el lugar de la aparición» (n.° 632, ib., p. 345).

La estatua debe ser de tamaño natural, un velo sobre la cabeza que desciende hasta abajo, debe tener el rostro descu­bierto, en las manos un globo de oro, teniendo las manos elevadas a la altura del estómago como si ella lo ofreciera a Dios, y los dedos guarnecidos de piedras preciosas; de la mayor parte de esas piedras salen rayos que descienden hasta los pies y cubren todo lo de abajo.

En la parte inferior de la columna deben ser puestas estas lineas:

— Hijos míos, este globo representa al mundo entero, especialmente a Francia, y a cada persona en particular… Las piedras de las que no salen rayos son las gracias que dejan de pedirme.

Oh qué bello será oír decir: ¡María es la Reina del Universo, particularmente de Francia!, y los niños gritarán con alegría y júbilo: ¡Y de cada persona en particular! Será un tiempo largo de paz, alegría y dicha. Ella será llevada en andas y dará la vuelta al mundo…

Testimonio de Sor Tanguy, Proceso del Ordinario para la Beatificación de Catalina Labouré, sesión 24, día 24 mayo 1897, 9 horas, pp. 265-270 (cf. Laurentín-Roche, o. c., II, n.° 906, pp. 228-229).

Lo que sé en relación con la orden que la Santísima Virgen dio a la Sierva de Dios de hacer que se acuñara una Medalla representando la Inmaculada Concepción y asegurándole que esta devoción produciría un gran bien en la Iglesia, lo sé por Sor Dufés, superiora de nuestra casa de Enghien, quien, a su vez, lo sabía por una confidencia que le hizo la Sierva de Dios algunos meses antes de su muerte, en 1876.

Esta confidencia se la hizo a su superiora hacia las 10 de la mañana y le permitió que me la comunicara. Sor Dufés me la refirió en la tarde del mismo día. Parecía muy impresionada, y muy convencida de la verdad de las apariciones. Revelaré especialmente un detalle respecto a la actitud de la Santísima Virgen en esta aparición. Sor Catalina se quejaba a Sor Dufes de que en la Medalla no se había representado exactamente a la Santísima Virgen tal como ella se le había aparecido. Afirmaba que la Santísima Virgen, ante todo, tenía en sus manos el globo (o la bola de la tierra, como ella decía) y parecía ofrecérselo al Padre eterno. Entonces Sor Dufés le dijo:

—Pero, Hermana mía, yo jamás he oído hablar de ese detalle; si usted lo dice van a decir que está loca.

La Sierva de Dios respondió:

—Oh, no sería la primera vez que lo dirían. Mientras viva, diré siempre que así es como se me apareció la Virgen.

Sor Dufés le preguntó entonces:

— Pero, ¿qué pasó con esa bola? Y la sierva de Dios respondió:

— Ah, Hermana mía, yo no sé nada. Lo que sé es que no vi más que rayos que caían desde las manos de la Santísima Virgen sobre esa bola, y especialmente sobre un lugar donde estaba escrito: Francia. Sor Dufes le preguntó entonces:

— ¿Hay alguien que pueda confirmar lo que dice?

— Está Sor Grand, que en aquel tiempo trabajaba en el Secretariado y que ahora es superiora de Riom y que escribió algunas notas al dictado del P. Aladel. Puede escribirle y preguntarle.

De hecho, Sor Dufés escribió y Sor Grand contestó afirmati­vamente, confirmando la verdad del relato de la Sierva de Dios. Añadió, además, que se había hecho un croquis por entonces. Finalmente, la Madre Dufés le preguntó:

— ¿Que será de la Medalla milagrosa si se publica eso? Ella exclamó:

— Oh, no es necesario tocar la Medalla milagrosa.

Tengo a disposición del Tribunal el original de la respuesta escrita por Sor Grand a Sor Dufés.

Sé también por Sor Dufés un pequeño detalle que me parece debo poner en conocimiento del Tribunal: Sor Catalina se quejaba al P. Aladel del retraso en hacer acuñar la Medalla y en levantar un altar en el lugar de la Aparición, como se lo había pedido la Santísima Virgen. Ella le dijo (sin duda con un poco de pesadumbre):

— Le he dicho a la Santísima Virgen: «Pues mi confesor no quiere hacer lo que Vos pedís, eha pues, dirigíos a otra y no a mí».

Fue entonces cuando dijo el P. Aladel:

¡Méchante guépe!…


Añadimos un fragmento del testimonio de Sor Dufés en el PO (Proceso del Ordinario para la Beatificación de Catali­na Labouré), sesión 6, 18 mayo 1896, 14 horas, pp. 86­91, sobre las virtudes de Sor Catalina (cf. Laurentín­Roche, o. c., II, n.° 874, p. 186).

… Dio prueba de gran fortaleza cristiana en lo que concierne a la Medalla Milagrosa y a la estatua de la Santísima Virgen (del Globo), cuya realización le había sido confiada. Hablando de esta estatua me dijo en los últimos días de su vida:

— Es el martirio de mi vida y no quiero presentarme ante la Santísima Virgen sin antes haber hecho cumplir su volun­tad.

La verdad es que se vio apremiada a mostrar gran fortaleza para sobrellevar las contradicciones del confesor, que no creía o por lo menos no quería parecer que creía en sus revelaciones.

Fuente: http://somos.vicencianos.org/blog/2012/11/13/relatos-de-santa-catalina-laboure/



Capilla donde la Virgen Santísima se apareció a Santa Catalina Labouré.

Un lugar santo de peregrinación. Allí también fue el Beato Juan Pablo II, y rezó:

"Bendita tú eres entre todas las mujeres!
Has sido íntimamente asociada a toda la obra de nuestra Redención, asociada a la Cruz de nuestro Salvador: tu corazón fue traspasado junto a su Corazón.
Y ahora, en la gloria de tu Hijo, no cesas de interceder por nosotros, pobres pecadores. Velas por la Iglesia, de la que eres la Madre. Velas por cada uno de tus hijos, y alcanzas de Dios, para cada uno de nosotros, todas las gracias que simbolizan los rayos de luz que emergen de tus manos abiertas, con la sola condición de que nos atrevamos a pedírtelas, de que nos acerquemos a Ti con la confianza, la osadía, la sencillez de un niño.Y así, nos llevas sin cesar hacia tu divino Hijo."