jueves, 28 de julio de 2016

Hora Santa: Dolores morales de Cristo

GETSEMANÍ

Los textos que se presentan a continuación corresponden a San Alberto Hurtado y Mons. Fulton Sheen respectivamente, sobre la Pasión de Nuestro Señor en Getsemaní.

Dice San Alberto Hurtado en “Un disparo a la eternidad”

«"Mi alma está triste hasta la muerte". Estas palabras nos permiten responder a quienes piensan que Jesús Nuestro Señor tenía en su dolor algo que lo aliviaba, que disminuía su carga. ¿Qué podría ser esto?
Objeciones:
El sentimiento de su inocencia: Todos sus perseguidores estuvieron convencidos que condenaban a un inocente: "Condené sangre inocente" (Judas, cf. Mt 27,4). "Estoy limpio de la sangre de este justo" (Pilato, cf. Mt 27,24); "En verdad era justo" (Centurión, cf. Lc 23,47)...

Si los pecadores atestiguaban su inocencia, ¡cuánto más su propio corazón! Y todos experimentamos que del sentimiento de nuestra inocencia o de nuestra culpabilidad depende nuestra fuerza de resistencia al dolor, en Él el sentimiento de su santidad debía aniquilar su vergüenza. Además, Él sabía que su dolor era breve, que sería condenado por el triunfo: es la incertidumbre lo que más nos atormenta... No podía conocer la incertidumbre, el abatimiento, ni la desesperación, porque nunca fue abandonado!!
Respuesta:
Todo esto es cierto, lo que quiere decir que Nuestro Señor fue siempre "Él mismo", que jamás perdió su equilibrio. Lo que sufrió lo padeció porque deliberadamente se expuso al dolor: con deliberación y perfecta calma. Así como dijo al Paralítico: quiero, sé sano; al leproso: sé limpio; al centurión: iré y sanaré; a Lázaro: sal fuera... Así ahora dijo: voy a comenzar a sufrir. La tranquilidad es la prueba del dominio absoluto de su alma. Abrió la compuerta y las olas del dolor inundaron su corazón. San Marcos, que lo supo de San Pedro, nos dice: "Vinieron al lugar llamado Getsemaní... tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y comenzó a ser invadido por el miedo y el abatimiento" (cf. Mc 14,33). Obra deliberadamente: va a un sitio, después dando una orden levanta, por decirlo así, el apoyo de la Divinidad a su alma y se precipitan en ella el terror y la angustia. Entra en su agonía moral en forma tan definida como si se hubiera tratado de un tormento físico: de los azotes o las espinas. 

Siendo esto así no se puede decir que Nuestro Señor haya sido sostenido en su prueba por el sentimiento de su inocencia o la anticipación de su triunfo, ya que la prueba consistía precisamente en retirar esos sentimientos, como todo otro motivo de consuelo. Su voluntad se abandonaba a sí misma a todas las amarguras: así como los que son dueños de sí mismos pasan de una reflexión a otra, Nuestro Señor se rehusó deliberadamente todo consuelo y se empapó en el dolor. En ese momento su alma no pensaba en el porvenir. No pensaba sino en la carga presente que pesaba sobre Él y que había venido a llevar.

Y ¿cuál era esta carga que cayó sobre Nuestro Señor cuando abrió su alma al dolor? Una carga que conocemos bien, que nos es familiar, pero que para Él era un tormento indecible. Tuvo que llevar un peso que nosotros llevamos con inmensa facilidad, con tanta naturalidad que nos parece raro llamarlo "carga", pero que para Él tuvo el olor envenenado de la muerte. Tuvo que llevar el peso del pecado... nuestros pecados, los pecados de todo el mundo. El pecado nos parece poca cosa; nos es familiar... casi no comprendemos por qué Dios lo castiga y cuando vemos que aún aquí Dios lo castiga buscamos otra explicación o desviamos nuestra atención.

Pero pensemos que el pecado en sí mismo es una rebelión contra Dios, es el gesto de un traidor que trata de derribar a su soberano y matarlo. Es un acto -la expresión es muy fuerte- que si fuera capaz aniquilaría al Dueño de todo. El pecado es el enemigo mortal del tres veces santo, de modo que el pecado y Él no pueden vivir juntos, y así como el Santísimo lanza de sí al pecado a las tinieblas; así también, si Dios pudiera no ser Dios, o ser menos que Dios, sería el pecado el que tendría la capacidad de hacerlo.

Notemos que cuando el Amor todopoderoso al encarnarse entró en este sistema de cosas creadas y se sometió a sus leyes, inmediatamente este adversario del bien y de la verdad, aprovechando la oportunidad, se lanzó sobre esta Carne Divina y la rodeó hasta hacerla perecer. La envidia de los fariseos, la traición de Judas y la demencia del pueblo no eran más que el instrumento y la expresión de la enemistad del pecado contra la Eterna Pureza puesta ahora a su alcance. El pecado no podía herir a la Divina Majestad, pero podía atormentarlo -como Dios mismo consentía- por intermedio de su humanidad. Y el desenlace del drama, la muerte de Dios Encarnado, nos enseña lo que es el pecado en sí mismo y cuál va a ser el fardo que caerá con todo su peso sobre la naturaleza humana de Dios, cuando Él permita que su naturaleza sea invadida de miedo y terror ante la perspectiva de este asalto.

En esta hora horrible el Salvador del mundo se puso de rodillas, dejando de lado sus privilegios divinos, alejando a su pesar a sus Ángeles que hubieran querido por millones venir a rodearlo, abrió sus brazos, descubrió su pecho para exponerse inocente al asalto del enemigo, de un enemigo cuyo aliento era pestilencia, cuyo abrazo era agonía. Estaba de rodillas inmóvil y silencioso mientras que el demonio impuro envolvía su espíritu de una ropa empapada de todo lo que el crimen humano tiene de más odioso, y que se apretaba junto a su corazón; mientras que invadía su conciencia, penetraba todos sus sentidos, todos los poros de su espíritu y extendía sobre Él su lepra moral hasta hacerlo sentirse -si fuera posible- tan repugnante como su enemigo hubiera querido hacerlo.

Cuál no sería su horror cuando al mirarse no se reconoció, cuando se encontró semejante a un impuro, a un detestable pecador, por este amasijo de corrupción que llovía desde su cabeza hasta la falda de su túnica. ¡Cuál sería su extravío cuando vio que sus ojos, sus manos, sus pies, sus labios, su corazón eran como los miembros del malvado y no los del Hijo de Dios! ¿Son éstas las manos del Cordero de Dios antes inocentes y rojas ahora con 10.000 actos bárbaros y sanguinarios? ¿Son éstos los labios del Cordero, estos labios que no pronuncian oraciones, ni alabanzas, ni acciones de gracias sino que manchan los juramentos falsos y las perfidias y doctrinas demoníacas? ¿Son éstos los ojos del Cordero, ojos profanados por visiones malignas, por fascinaciones idolátricas por las cuales los hombres han abandonado a su Creador? Sus oídos escuchan el ruido de fiestas y de combates. Su corazón helado por la avaricia, la crueldad y la incredulidad... Su memoria está cargada con la memoria de todos los pecados cometidos desde el de Eva en todas las regiones de la tierra, la lujuria  de Sodoma, la dureza de los egipcios, la ingratitud y el desprecio de Israel. ¿Quién no conoce la tortura de una idea fija que vuelve y vuelve sin cesar y nos obsesiona ya que no nos puede seducir? O de un fantasma pavoroso que no nos pertenece pero que desde fuera se impone a nuestro espíritu... He aquí los enemigos que os rodean por millones, mi Salvador, que se abaten sobre vos en plagas más fuertes que las de la langosta o los gusanos de los sembrados, o las moscas enviadas contra el Faraón!

Todos los pecados de los vivos y de los muertos, de los que aún no han nacido, de los condenados y de los escogidos: todos están allí. Y vuestros bienamados están también allí, vuestros santos, vuestros escogidos, vuestros Apóstoles Pedro, Santiago, Juan, no para consolaros sino para aplastaros "lanzando el polvo contra el cielo" (cf. Job 2,12) como los amigos de Job y amontonando maldiciones sobre vuestra cabeza... Allí están todas las creaturas, menos una, la que no tuvo parte en el pecado. Ella sola podría consolaros, y es por eso que no está allí! Vendrá junto a vos, en la Cruz, pero en el jardín no estará. Ella ha sido vuestra compañera, confidente toda la vida, ha conversado con vos durante 30 años, pero sus oídos virginales no sabrían captar, ni su corazón inmaculado concebir, lo que se ofrece ahora a vuestra vista. Sólo Dios podía llevar esa carga. Vos habéis presentado a vuestros santos la imagen de un solo pecado tal como aparece ante vuestra Faz, la imagen de un pecado venial, no mortal, y nos han dicho que habrían muerto a su vista si tal imagen no la hubierais removido rápidamente. La Madre de Dios, a pesar de toda su santidad, o mejor por su misma Santidad, no habría podido soportar la vista de una de esas obras de Satanás que os rodean. 

Es la larga historia del mundo y no hay más que Dios que pueda soportar su peso. Esperanzas engañadas, votos rotos, luces extinguidas, advertencias despreciadas, ocasiones fallidas, inocentes engañados, jóvenes endurecidos, penitentes que recaen, justos perseguidos, ancianos alejados, sofismas de la incredulidad, pasiones devastadoras, orgullo concentrado, tiranía del hábito, gusano roedor del remordimiento, angustia de la vergüenza, desesperación... tales son las escenas desgarradoras, enloquecedoras que se ofrecen a Jesús.

Todo esto reemplaza frente a Él la paz inefable que no ha cesado de bañar su alma desde su concepción. Estas imágenes están en Él, son casi suyas; invoca a su Padre como si fuera el criminal, no la víctima. Su agonía toma la forma de la culpabilidad y de la compunción. Hace penitencia. Se confiesa. Hace acto de contrición de una manera infinitamente más real, más eficaz que todos los penitentes reunidos, porque es para nosotros todos la única víctima, el único holocausto expiatorio, el verdadero penitente, sin ser -sin embargo- el verdadero pecador. Se levanta deshecho y se vuelve para ver al traidor y su banda que furtivamente se deslizan en la sombra. Mira, y ve sangre en su ropa y en las huellas de sus pasos. ¿De dónde vienen estas primicias de la pasión del Cordero? Las varas de los soldados no han tocado todavía sus espaldas, ni los clavos del verdugo sus manos y sus pies. Ha derramado su sangre antes de la hora; su alma agonizante ha roto su envoltura de carne para hacerle saltar afuera. La Pasión ha comenzado en su interior. Este corazón en suplicio, sede de ternura y de amor, se ha puesto ha palpitar con una vehemencia que va más allá de su naturaleza: "se han roto las fuentes del gran abismo"... Su sangre ha caído en tal abundancia y furor que sale por los poros, forma como un rocío espeso sobre su cara, su cuerpo, y gotas pesadas mojan sus vestidos y caen al suelo.

"Mi alma está triste hasta la muerte" (Mt 26,38). Su pasión comienza por la muerte: no conoce fases ni crisis, toda esperanza está perdida desde el principio, lo que aparece como evolución no es más que el proceso de disolución. La Víctima si no murió fue porque su omnipotencia prohibió a su corazón partirse y a su alma separarse de su cuerpo antes de haber sufrido la Cruz.

Nuestro Señor no había agotado todavía todo su Cáliz. El arresto, la acusación, la bofetada, los azotes... la Cruz, todo esto faltaba por llegar. Es necesario que una noche y un día pasen lentamente, hora por hora antes que venga el fin, antes que la expiación sea consumada».

Dice Fulton Sheen, en “Vida de Cristo”:
“Sólo hay un pasaje en la historia de nuestro Señor en que se nos diga que entonó un cántico, y ello fue después de la última cena, cuando salió de la casa para encaminarse hacia la muerte, y sufrir su agonía y congoja en el huerto de Getsemaní.
“Y cuando hubieron cantado un himno, salieron al monte de los Olivos”. Mc 14, 26
Los cautivos de Babilonia colgaron sus arpas en los sauces porque sus corazones eran incapaces de hacerles entonar un cántico en tierra extraña. El manso cordero no abre la boca cuando es conducido al matadero, pero el verdadero Cordero de Dios, cantó lleno de gozo ante la perspectiva de la redención del mundo. (...)
“Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea”. Mt 26, 32 

“Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba hágase tu voluntad”. Mt 25. 39

En esta plegaria estaban envueltas sus dos naturalezas, la divina y la humana. Él y el Padre eran uno; no se trataba de «Padre nuestro», sino de «Padre mío». Seguía inquebrantable la conciencia del amor de su Padre. Pero, por otro lado, su naturaleza humana sentía miedo a la muerte como castigo por el pecado. La natural aversión que el alma humana experimentó ante el castigo que el pecado merece fue sobrellevada por la divina sumisión a la voluntad del Padre. (…)

Esta escena queda envuelta en el halo de un misterio que ninguna mente humana puede penetrar de un modo adecuado. Sólo podemos suponer de una manera vaga el horror psicológico de los momentos progresivos de temor, ansiedad y tristeza que le dejaron postrado antes de que se hubiera descargado un solo golpe sobre su cuerpo. Se ha dicho que los soldados temen más la muerte antes de la hora cero del ataque, que durante el ardor de la batalla. La lucha activa suprime el temor a la muerte, temor que se presenta al ánimo cuando uno lo contempla en la inactividad. (…) Es muy verosímil que la agonía en el huerto le ocasionara mayores sufrimientos incluso que el dolor físico de la crucifixión, y quizá sumió a su alma en regiones de más obscuras tinieblas que ningún otro momento de la pasión, con la excepción tal vez de cuando en la cruz clamó: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46)

Sus sufrimientos humanos eran completamente diferentes de los de un simple hombre, puesto que, sobre tener inteligencia humana, Jesús poseía una inteligencia divina. (…) En el caso de nuestro Señor debemos mencionar dos cosas que le diferencian de nosotros.

Primeramente, lo que predominó en su mente no era el dolor físico, sino el mal moral o el pecado. Había ciertamente ese natural temor a la muerte debido a su naturaleza humana, pero no era un temor tan vulgar como éste el que dominaba en su agonía. Era algo mucho más mortal que la muerte. Sobre su corazón gravitaba el peso del misterio de la iniquidad del mundo. En segundo lugar, además de su entendimiento humano, que se había desarrollado por medio de la experiencia, poseía el entendimiento infinito de Dios, que conoce todas las cosas y ve como presente tanto el pasado como el futuro.

Los pobres humanos llegan a estar tan acostumbrados al pecado, que no se dan cuenta de su horror. Los inocentes comprenden el horror del pecado mucho mejor que los pecadores. La única cosa de la que el hombre nunca aprende algo por experiencia es pecar. Un pecador se infecta con el pecado. Llega a compenetrarse tanto con el pecado, que incluso puede considerarse a sí mismo virtuoso, de la misma manera que el que tiene fiebre puede creer que no está enfermo. Únicamente la persona virtuosa, que se encuentra fuera de la corriente del pecado, es la que puede mirar hacia el mal de la misma manera que un médico observa una enfermedad, y comprende todo el horror del mal. 

Lo que nuestro Señor contempló en aquellos momentos de agonía no eran precisamente los azotes que le darían los soldados o los clavos con que taladrarían sus manos y sus pies, sino más bien el terrible peso del pecado del mundo y el hecho de que el mundo se disponía a renegar de su Padre al rechazarle a Él, su divino Hijo. ¿Hay ciertamente algo peor que la exaltación de la propia voluntad contra la amorosa voluntad de Dios, el deseo de ser un dios para sí mismo, tachar de locura la sabiduría de Jesús, y su amor de falta de ternura? La aversión que sentía no era por el duro lecho de la cruz, sino hacia la participación que el mundo tenía en construirla. Quería que el mundo pudiera ser salvado de perpetrar: la más negra acción jamás llevada a cabo por los hijos de los hombres, la de matar a la Bondad Suprema, a la Verdad y al Amor. Los grandes caracteres y las grandes almas son como las montañas: atraen las tormentas. Sobre sus cabezas retumban los truenos; en torno a sus cimas brillan los relámpagos y lo que parece ser la ira de Dios. Allí, en aquellos momentos, se encontraba el alma más solitaria y triste que el mundo había conocido, el Señor en persona. Más alto que todos los hombres, alrededor de su cabeza parecía azotar la tormenta de la iniquidad. Parecía un camafeo en el que se hubiera resumido la historia de toda la humanidad, el conflicto entre la voluntad de Dios y la voluntad del hombre. 

Darse cuenta de cómo experimentó Dios la oposición de las voluntades humanas, es algo que trasciende el poder humano. Tal vez lo que más se aproxima a ello es lo que un padre siente ante el extraño poder de la obstinada voluntad de sus hijos, que se oponen y desprecian la persuasión, el cariño, la esperanza o el temor del castigo. Un poder tan intenso reside en un cuerpo tan ligero y en una mente tan pueril; sin embargo, es la débil imagen de los hombres cuando han pecado voluntariamente. ¿Qué otra cosa es el pecado, sino un principio independiente de sabiduría y una fuente de felicidad que trabaja por su cuenta, como si no hubiera Dios? El Anticristo no es sino el desarrollo incontrolado de la propia voluntad. Éste fue el momento en que nuestro Señor, en obediencia a la voluntad de su Padre, tomó sobre sí las iniquidades del mundo y se convirtió en víctima expiatoria. Sintió toda la agonía y tortura de aquellos que niegan la culpa o pecan impunemente y no hacen penitencia. Era el preludio de la terrible deserción que Él había de soportar y pagar a la justicia de su Padre, la deuda debida por nosotros; ser tratado como un pecador. Fue tratado como un pecador aunque en Él no había pecado.

Fue esto lo que ocasionaba su agonía, la agonía más grande que jamás ha visto el mundo. Así como los que sufren miran el pasado y el futuro, también el Redentor miraba el pasado y todos los pecados que en todo tiempo se habían cometido; miraba también el futuro, todo pecado que se cometería hasta el fin del mundo. No era el pasado dolor lo que traía al momento presente, sino más bien todo acto manifiesto de maldad y todo oculto pensamiento vergonzoso. Allí estaba el pecado de Adán, cuando como cabeza de la humanidad perdió para todos los hombres la herencia de la divina gracia; allí estaba Caín, teñido con la sangre de su hermano; allí estaban las abominaciones de Sodoma y Gomorra; la ingratitud de su propio pueblo, que había adorado a las falsas deidades; la grosería de los paganos, que se habían revelado incluso contra la ley natural; todos los pecados: los pecados cometidos en el campo, que hicieron sonrojarse a la naturaleza entera; los pecados cometidos en la ciudad, en la fétida atmósfera de pecado de la ciudad; pecados de los jóvenes, por los cuales estaba traspasado el tierno corazón de Jesús; pecados de los viejos, que ya debían haber dejado la edad de pecar; pecados cometidos en la obscuridad, donde se creía que no llegaba la mirada de Dios; pecados cometidos a la luz y que hacían incluso estremecer a los malvados; pecados que se resisten por su horror a toda descripción, demasiado terribles para que se les pueda nombrar : ¡Pecado! ¡pecado! ¡pecado! (...)

Los pecados de los comunistas, que no expulsarían a Dios de los cielos, pero expulsarían a sus embajadores de la tierra; vio los votos matrimoniales quebrantados, las mentiras, las calumnias, los adulterios, los homicidios, las apostasías... Todos estos crímenes se acumularon en sus manos como si hubieran sido cometidos por Él. Los malos deseos pesaban sobre su corazón cual si Él los hubiera concebido. Las mentiras y los cismas gravitaban sobre su mente como si de ella fueran producto. En sus labios parecía haber blasfemias como si realmente las hubiera proferido. Desde los cuatro puntos cardinales las pútridas miasmas del pecado del mundo venían, sobre Él a modo de inundación; como un nuevo Sansón, tomó sobre sus espaldas toda la culpa del mundo como si fuera culpable, pagando la deuda en nuestro nombre a fin de que pudiéramos una vez más tener acceso al Padre. Se estaba preparando mentalmente, por así decir, para el gran sacrificio, poniendo sobre su alma sin pecado los pecados de un mundo delincuente. "Para la mayoría de los hombres el peso del pecado es algo tan natural como el de los vestidos que llevan, pero para Jesús el contacto de lo que los hombres tan fácilmente aceptan era la más terrible de las agonías. " (...)

Él pecado se halla en la sangre. Todos los médicos lo saben: incluso los no iniciados pueden darse cuenta de ello. La embriaguez brilla en los ojos, en las mejillas. La avaricia está escrita en las manos y en la boca. La lujuria aparece también en los ojos. No hay libertino, criminal, fanático o perverso que no tenga su odio o su envidia impresos en cada centímetro de su cuerpo, en cada célula de su cerebro. Si el pecado está en la sangre, debe ser derramado. (...)

Cualquier alma puede imaginar, aunque no sea más que vagamente, la clase de lucha que Jesús tuvo que librar aquella noche de luna en el huerto de Getsemaní. Todo corazón sabe algo de esto. 

Nadie llega a cierta edad sin que haya reflexionado sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea, y sin conocer la terrible tensión que el pecado ha causado en su alma. Las faltas y locuras cometidas no se borran del registro de la memoria; las píldoras somníferas no pueden imponerles silencio; los psicoanalistas no pueden suprimirlas con sus explicaciones. Puede que la alegría propia de la juventud las haga perderse en un recuerdo vago, desdibujado, pero nunca faltarán instantes de silencio, en un lecho de enfermo, en noches de insomnio, en alta mar, un momento de tranquilidad, un instante en que la inocencia se refleja en el rostro de un niño, cuando estos pecados, como espectros o fantasmas, aparecerán con todo su horror en nuestras conciencias. (...) Por terribles que sean las agonías y torturas de un alma, no serán más que una gota perdida en el océano de la culpa humana que el Salvador sintió como propia en el huerto. “

Coloquio: Oh Corazón de Jesús, Oh Vos todo amor, os ofrezco estas humildes oraciones por mí mismo y por todos aquellos que se unen en espíritu a mí para adoraros. Oh Santísimo Corazón de Jesús me propongo renovar estos actos de adoración por mí mismo, miserable pecador, y por todos
aquellos que se han asociado a vuestra adoración hasta el último suspiro. Os encomiendo, Oh Jesús, la Santa Iglesia vuestra querida Esposa y nuestra dulce Madre, a los que practican la justicia, todos los pobres pecadores, los afligidos, los moribundos y todo el género humano. No sufráis que vuestra sangre se haya derramado en vano por ellos, y dignaos aplicar sus méritos al alivio de las benditas almas del purgatorio, en particular por aquellos que en su vida os han devotamente adorado. (P. Hurtado)

Fuente: P. Gustavo Lombardo
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