sábado, 20 de agosto de 2016

Plegaria del Intelectual

Plegaria del intelectual (Salmo 130)

Plena confianza en Dios

Cántico gradual; de David.


1Señor, mi corazón no es vanidoso,
ni son altaneros mis ojos;
no busco realizar grandes proezas,
ni hazañas que excedan a mis fuerzas.
2Me porto con mesura y en sosiego,
como un niño recién amamantado;
¡soy como un niño recién amamantado,
que está en brazos de su madre!
3Israel, ¡confía en el Señor
desde ahora y para siempre!



Demasiadas palabras, Señor, demasiadas ideas. Hasta la oración he traído el peso de mis razonamientos, la carga irracional de la razón. Tengo el vicio del silogismo, soy esclavo de la razón y víctima del intelectualismo. Enturbio mis oraciones con mis cálculos y emboto el filo de mis peticiones con la verborrea de mis discursos. Reconozco mi defecto y quiero volver a la sencillez y a la inocencia del niño que todavía vive en mí. Eso me da alegría.

"Mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre".

Acallo mis deseos, Señor. Acallo mi mente, mis conceptos, mis conocimientos, mis teorías, mis elucubraciones. He pensado tanto, tantísimo, en mi vida, que del entendimiento que me diste para encontrarte he hecho un obstáculo que no me deja verte. Me doy por  vencido, Señor. Doma mi razón y refrena mi pensamiento. Acalla mi entendimiento y pacifica mi mente. Acaba con el ruido de mi alma que no me deja oir tu voz dentro de mí.

Déjame descansar en tus brazos, Señor, como un niño en brazos de su madre. ¡Cuánto me dice esa imagen! Cierro los ojos, desato los nervios, siento el cálido tacto, el cariño, la protección, y me quedo dormido en plena sencillez y confianza. Esa es la oración que mayor bien me hace, Señor.

Fuente: extraído del libro de Carlos Vallés: "Busco Tu rostro"

lunes, 15 de agosto de 2016

María asunta al cielo en cuerpo y alma, ruega por nosotros

 UNA MUJER VESTIDA DE SOL



ISRAEL-MARÍA-IGLESIA


El capítulo 12 del Apocalipsis nos recuerda el relato del Génesis (3,15), donde se anuncia la perenne enemistad entre la mujer y la serpiente, entre la descendencia de ésta y la descendencia de aquella, hasta que la descendencia de la mujer aplaste la cabeza de la serpiente, "serpiente antigua, que tiene por nombre Diablo y Satanás y anda seduciendo a todo el mundo" (Ap 12,9). También evoca el Exodo, con la alusión al desierto (v.6) y con "las alas de águila" dadas a la mujer para volar hacia él (v.14): "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí" (Ex 19,4). Este trasfondo permite reconocer en la Mujer al Israel de la espera y, sobre todo, al nuevo Israel del cumplimiento.

Al centro aparece una figura gloriosa: es una mujer vestida de la luz del sol, como lo está Dios mismo (Sal 104,2), apoyada sobre la luna, coronada de doce estrellas. Esta mujer evoca a la del Cantar de los Cantares: "¿Quién es ésa que surge como la aurora, bella como la luna, esplendorosa como el sol, terrible como escuadrones ordenados?" (6,10). Esta Mujer es la Madre, la Esposa, la Ciudad Santa, símbolo de la salvación, encinta del Mesías. Los dolores del parto aparecen en los profetas como imagen del preludio de la llegada del Mesías.

Por ello, en esta Mujer, vestida del sol, del Apocalipsis, encontramos un gran símbolo del misterio de María, la Virgen Madre que da a luz al Mesías.1 En la Tradición se ha visto en esta Mujer misteriosa el símbolo de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, y el símbolo de María, la Madre de Jesús. Pero, para entender este simbolismo, hay que partir viendo en esta Mujer el símbolo, en primer lugar, de Israel, la Hija de Sión, la Madre Israel, de la que ha nacido el Mesías: "la salvación viene de los judíos" (Jn 4,22). Jesús, en cuanto hombre, tiene una ascendencia judía, es hijo de la Mujer Sión. Pero, en el Nuevo Testamento, la Mujer Sión es la Iglesia. Y, uniendo a Israel y la Iglesia, aparece María, donde desemboca la esperanza de Israel y se inicia la Iglesia.

1 En el v. 5 se cita el salmo 2, que anuncia al Mesías.

La mujer vestida de sol es el símbolo arquetípico de la Iglesia indestructible, de la Iglesia eterna. Ella soporta siempre sufrimientos y persecuciones; pero no es nunca abatida. Y al final alcanza la victoria como Esposa del Cordero. Sión-María-Iglesia es siempre la Mujer, que no pertenece a la tierra. Es una figura celeste, "vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas" (Ap 12,1). El adorno de esta Mujer del Apocalipsis es el que ya describiera Isaías: "Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh alborea sobre ti... Ya no será el sol tu lumbrera de día, ni te alumbrará el resplandor de la luna, sino que Yahveh será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu esplendor. Tu sol no se pondrá jamás ni menguará tu luna, porque Yahveh será tu eterna luz" (Is 60,1.19-21). Por eso, al final, como Jerusalén celestial, "desciende del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su Esposo... La Ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, tenía la gloria de Dios" (Ap 21,2.10-11). "El trono de Dios y del Cordero estará en la Ciudad y los siervos de Dios le darán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche ni tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos" (Ap 22,3-5).

La luna puede ser muy hermosa. Cuando es luna llena, la naturaleza se nos ofrece magnífica en el profundo silencio de la noche. Todo produce una sensación de tranquilidad, de calma, de paz. Pero esta luz de la luna no le pertenece, es una luz recibida. La belleza de la luna no es más que un reflejo del esplendor del sol. Brillando con la luz que recibe del sol es maravillosamente hermosa. Los Padres han aplicado este simbolismo a la Iglesia y a María: "hermosa como la luna" (Ct 6,10). Pero la luz, el esplendor de la Iglesia, y de María, es gracia. En la Escritura y en la liturgia, la imagen del sol se aplica a Dios y a Cristo. El es el Sol de justicia: "Dios es luz" (lJn 1,5) y la fuente de la luz (lJn 1,7). La Mujer vestida del sol es la Iglesia vestida de Cristo. Pero, además, está "coronada con doce estrellas", donde la Tradición ha visto a los "doce apóstoles del Cordero" (Ap 21,14), fundamento de la nueva Jerusalén, que a su vez nos remiten a las doce tribus de Israel.

Así, la Mujer coronada de doce estrellas es una imagen del antiguo y del nuevo Israel en su perfección escatológica.

La Sión escatológica, que resplandece en todo su esplendor, no brilla con luz propia, sino gracias a la gloria de Dios: está revestida de la gloria de Dios: "Porque la gloria de Dios la ilumina y su lumbrera es el Cordero" (Ap 21,23). En la Tradición patrística yen la liturgia ha tenido una gran resonancia el símbolo de la luna: "el misterio de la luna".2 Sión-María-Iglesia no tiene luz propia, sino cual luna misteriosa, junto al Sol, devuelve reflejada hacia los hombres la claridad de El, que resplandece en su rostro (LG 1).

La mujer estaba encinta y, precisamente por ello, revestida de sol. Dios mismo la había preparado su traje de bodas, cubriéndola con el Espíritu de gloria. Es la nube que guió al pueblo del éxodo, la que cubrió la cima del Sinaí, la que llenó la tienda de Dios en el desierto y el templo en el día de su dedicación. Es la gloria de Dios que, según el anuncio de Isaías (4,5), se extenderá sobre la asamblea reunida en el monte Sión, cuando lleguen los días profetizados. Es la nube que cubrió a Jesús en la transfiguración (Mc 9,7). Esta espesa nube de luz, cargada de la gloria de Dios, cubrirá a María, revistiéndola de luz. María es la mujer rodeada de la gloria de Dios. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de la gloria de Dios (1P 4,14), envolverá a María con su sombra luminosa, nube de fuego. El Espíritu de gloria y de poder (Rm 6,4; 2Co 13,4; Rm 8,11) desciende sobre María y la hace madre del Hijo de Dios en el mundo.

2 Cfr. H. RAHNER, "Mysterium lunae", en La Eclesiologia dei Padri, Roma 1971.

Esta Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada con doce estrellas, es la Mujer en trance de dar a luz. Es la Mujer que está encinta y que grita con los dolores de parto. Son los dolores escatológicos de la Hija de Sión en cuanto madre. Así la describe el profeta Oseas: "Retuércete y grita, hija de Sión, como mujer en parto" (Mi 4,10). Y con gran vigor Isaías describe este gran acontecimiento escatológico: "Voces, alborotos de la ciudad, voces que salen del templo. Es la voz de Yahveh, que da a sus enemigos el pago merecido. Antes de ponerse de parto, ha dado a luz: antes de que le sobrevinieran los dolores, dio a luz un varón. ¿Quién oyó cosa semejante? ¿Quién vio nunca algo igual? ¿Es dado a luz un país en un día? ¿Una nación nace toda de una vez? Pues apenas ha sentido los dolores, ya Sión ha dado a luz a sus hijos. ¿Voy yo a abrir el seno materno para que no haya alumbramiento?, dice Yahveh. ¿Voy yo, el que hace dar a luz, a cerrarlo?, dice tu Dios. Alegraos con Jerusalén y regocijaos con ella todos los que la amáis. Llenaos de alegría con ella los que con ella hicisteis luto" (Is 66,6-10).

El hijo, que la Mujer Sión da a luz, son todos los hijos del pueblo de Israel, del nuevo pueblo mesiánico. Jesús recurre a la misma imagen en la última cena, inmediatamente antes de la Pasión y Resurrección (Jn 16,19-22). Los dolores de parto de la mujer, con los que se compara la tristeza de los discípulos, son un signo del nuevo mundo que ha de hacerse realidad para ellos en el acontecimiento pascual. A través de la Cruz y la Resurrección tendrá lugar el alumbramiento doloroso del nuevo pueblo de Dios. La conexión entre las angustias de la mujer, el odio de la bestia y la elevación del hijo hace presente el misterio pascual, como nacimiento de la muerte a la vida del nuevo pueblo de Dios. La resurrección es expresada como concepción en la predicación de los apóstoles (Hch 4,25-28).

El varón que la Mujer da a luz es Jesús ciertamente (Ap 12,5), pero no se trata del alumbramiento de Belén, sino del nacimiento de Cristo, que tiene lugar en la mañana de Pascua. El nuevo Testamento describe en varias ocasiones la Resurrección como un nuevo nacimiento, como el día en que el Padre dice: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy" (Hch 13,32-33). La Resurrección es el momento del "nacimiento" del Cristo glorificado, el comienzo de su vida gloriosa, de la "elevación del Hijo hacia Dios y su trono" (Ap 12,5), victorioso sobre el gran dragón.

El hijo es, ciertamente, el Jesús histórico resucitado y glorificado. Pero también es el Cristo total, Cabeza y miembros, "el resto de su descendencia", sus hermanos, que "son los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (12,17). Todos éstos son también hijos de la Mujer, los hijos que María ha recibido de Cristo desde la cruz, los hijos que la Iglesia da a luz a lo largo de los siglos. La maternidad de María se halla ligada al Gólgota. Allí María es llamada "Mujer" lo mismo que en el Apocalipsis. Es allí donde la madre de Jesús se convierte en madre del discípulo, de todos los discípulos de Jesús. Al pie de la cruz tiene lugar el nacimiento del nuevo pueblo de Dios, de la Iglesia, de la que María es a la vez imagen y madre: "Que el dragón designa al diablo, ninguno de vosotros lo ignora, ni que esta mujer designa a la virgen María, que, en su integridad, ha traído al mundo a nuestro jefe, y que expresa en ella la imagen de la Iglesia".3

La pirámide mesiánica, que se eleva desde su ancha base (Gn 3,15), peldaño a peldaño, pasando por la raza de Sem, el pueblo de Abraham, la tribu de Judá, el clan de David, llega en María a su vértice. Las líneas ascendientes convergen en un solo punto: la primera Iglesia, cristiana por su maternidad, viene a identificarse con María. Alégrate, le dice el mensajero de Dios: la complacencia divina, que reposa sobre Israel, a causa del Hijo que ha de nacer, reposa sobre ti. Gabriel recoge la invitación a la alegría tantas veces dirigida a la hija de Sión. Toma el relevo de los profetas y trae la invitación a aquélla a quien, desde siempre, ha estado destinada.4

Por ello, tras la victoria de Cristo, cuando "se enfureció el dragón contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (12,7), la Mujer tiene que "huir al desierto", al lugar donde se selló la alianza entre Yahveh y el pueblo, lugar donde Israel vivió sus esponsales con Yahveh, lugar de su refugio, donde es especialmente protegido y conducido por Dios (1R 19,4-16). El desierto es un lugar de protección y defensa contra el peligro de los enemigos, porque es el lugar privilegiado del encuentro con Dios. Rodeada de pruebas y persecuciones, la Mujer, la Iglesia, huye al desierto para permanecer por un tiempo aún, hasta que sea definitivamente derrotado "el gran dragón, la antigua serpiente, llamada Diablo y Satanás" (12,7), enemigo de la Mujer desde el comienzo hasta el final de la historia.

3 QUODVULTDEUS, De symbolo ad catech umen os 3,1: PL 60,349.
4 Za 9,9; So 3,14-17; Le 1,28.30.

La Iglesia, nuevo Israel, conoce el tiempo de los dolores de parto y es objeto de la persecución del dragón. Pero así como su Señor ha salido vencedor de la muerte y del antiguo adversario en su resurrección, también la Iglesia superará la prueba y será salvada por el poder de Aquel que está junto al trono de Dios. El triunfo pascual del Hijo de la Mujer es anticipación y promesa segura del triunfo escatológico de la Iglesia, aun cuando en el tiempo presente viva en medio de los dolores de parto, atravesando su "desierto", que es tiempo de prueba y de gracia. Puede cantar: "Ya está aquí la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios. Ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba delante de nuestro Dios. Ellos mismos lo han vencido por medio de la sangre del Cordero y por el testimonio que dieron" (Ap 12,10-11).

Este tiempo es el período del testimonio de la Iglesia en el curso de su historia sobre la tierra. La Iglesia como testigo de Dios se ve sometida a pruebas, pero goza de la protección del Señor y tiene garantizada la victoria. María, su figura escatológica, es para ella el signo seguro de esperanza. La serpiente acechará su talón, pero será finalmente aplastada por el talón de la Mujer. La Iglesia, probada con la persecución, evoca a la Madre de Jesús, la Mujer, como el "gran signo" de esperanza frente a todas las amenazas del dragón a lo largo de la historia. En María, la Iglesia de los mártires ha reconocido la imagen triunfante de la victoria del Hijo que ella dio a luz, como aliento para su combate.

Por ello este tiempo es tiempo de combate. La Mujer esplendente, "hermosa como la luna, resplandeciente como el sol", es también " terrible como escuadrones ordenados" (Ct 6,10). Este sorprendente juego de imágenes,que expresa tanto el esplendor de la Mujer como su victorioso poder, muestra a la Mujer Sión y también a María. En María alcanzan su cumplimiento todas las promesas hechas a la Hija de Sión, que anticipa en su persona lo que será realidad para el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. En la liturgia se ha cantado a María con esta antífona: 'Alégrate, Virgen María, porque tú sola venciste a todas las herejías en el mundo entero". La resonancia de los dogmas sobre la Virgen, vistos e integrados en el misterio de Cristo y de la Iglesia, asegura la solidez de la fe y fortalece en la lucha contra todas las herejías. En este sentido, María es "terrible, como escuadrones ordenados". Con la fe en todo lo que en María se nos ha revelado, la Iglesia está segura de la victoria final sobre las fuerzas del mal.

La "Mujer" simboliza, pues, al pueblo de Dios que da a luz al Mesías y a los creyentes. Es la figura de la Iglesia y de aquella que la personifica, María, la Madre de Jesucristo, la Madre de Dios, la "Mujer", nueva Eva, Madre de los creyentes.



 LA ASUNCIÓN DE MARÍA A LOS CIELOS


En María tenemos el primer testimonio de la victoria de su Hijo sobre la muerte. Con su asunción al cielo en cuerpo y alma, María es la primera testigo viviente de la resurrección. En su persona misma, María nos testimonia que el reino de Dios ha llegado ya. Ella proclama el triunfo de la obra salvadora del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En el "cielo aparece como signo" de esta victoria para toda la Iglesia. La asunción de la bienaventurada Virgen en cuerpo y alma al cielo afirma sobre María aquello que confesamos para nosotros en la fórmula de fe del símbolo apostólico: la resurrección de la carne y la vida eterna.

La maternidad divina y la virginidad perpetua (los dos primeros dogmas) y la concepción inmaculada y la asunción en cuerpo y alma a los cielos (los dos últimos) salvaguardan la fe cristiana en la Encarnación del Hijo de Dios, salvaguardando igualmente la fe en Dios Creador, que puede intervenir libremente sobre la materia y nos garantiza la resurrección de la carne. Las dos primeras expresiones mariológicas se formularon en el contexto de las controversias cristológicas; las dos últimas responden a las cuestiones de antropología teológica sobre el estado original, el pecado original, la donación de la gracia y el destino final del hombre.

Las fiestas marianas del 15 de agosto y del 8 de diciembre representaron un fuerte estímulo para profundizar en el misterio de María: como glorificación de Dios en María se afirmó su Inmaculada concepción en el comienzo; y en el final, su Asunción a los cielos en cuerpo y alma. Así los dos últimos dogmas marianos son un "acto de culto" a Dios, a quien se da gloria por las maravillas realizadas en María, como signo de las maravillas que desea realizar en todos nosotros. Esta intención se señala expresamente en la bula de la definición: "Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios declaramos"; "para gloria de Dios omnipotente..., para honor de su Hijo...,para mayor gloria de la misma augusta Madre..., proclamamos, declaramos y definimos".5

Al mismo tiempo estas definiciones se proclaman "para gozo y regocijo de toda la Iglesia". Es la dinámica de la fe eclesial la que se expresa en estos dogmas, en su deseo de profundizar en el conocimiento del misterio cristiano, dentro de una contemplación creyente y adorante del mismo: "después que una y otra vez hemos elevado a Dios nuestras preces suplicantes e invocado la luz del Espíritu de verdad".6

5 Bula Ineffabilis Deus del 8-12-1854: DS 2803; y constitución apostólica Munificentissim us Deus del 1-11-1950: DS 3903.
6 DS 3903.

Junto a esta intención primera, estas dos últimas definiciones responden a dos reduccionismos opuestos en el ámbito de la antropología teológica: por un lado se responde a la exaltación moderna del hombre en su subjetividad y en su protagonismo histórico, llevado hasta el extremo de negar a Dios. Y por otro lado se responde al pesimismo de la Reforma protestante, que, para exaltar a Dios, anula al hombre. Entre estos dos extremos -la gloria del hombre a costa de la muerte de Dios y la gloria de Dios a costa de la negación del hombre- se sitúa la fe de la Iglesia, que une lo humano y lo divino en la unidad de la persona del Verbo encarnado. Y, como en los dos dogmas primeros, también ahora María es el vehículo para presentar la auténtica fe de la Iglesia.

En contra de la idea del hombre como árbitro absoluto de su propio destino, en el dogma de la Inmaculada concepción de María se afirma la absoluta primacía de la iniciativa de Dios en la historia de la redención: "Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el mismo instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles".7

7 DS 2803.

La Inmaculada nos muestra la soberanía de Dios sobre la creación. María es vista, en el proyecto de salvación de la Trinidad santa, totalmente referida a su Hijo. La elección por parte del Padre, absolutamente libre y gratuita, se realiza para María -como para todos-a través de la mediación única y universal del Hijo Jesús, por cuyos méritos ante el Padre quedó preservada inmune del pecado original desde el momento de su concepción. María viene a la existencia por obra del Padre mediante el Hijo en el Espíritu. Esta visión celebra el triunfo de la gracia de Dios. En el comienzo del misterio de María todo es gratuito. Ella queda colmada de la gracia de Dios desde el primer instante, antes de haber podido hacer ningún acto meritorio. Ella entra en el mundo envejecido llena de la gracia de Dios, que devuelve en ella la creación a su origen primordial.

Y María, la transformada por la gracia de Dios en el instante mismo de su concepción, terminada su peregrinación por la tierra, es asunta en cuerpo y alma al cielo. Frente al pesimismo de la reforma en relación al hombre, la Iglesia proclama con el dogma de la Asunción que Dios no rivaliza con el hombre y su gloria, sino que la afirma. En la Asunción de María se verifica el antiguo axioma de San Ireneo: "La gloria de Dios es el hombre vivo". El Dios que actúa en la historia de la salvación se complace en la salvación del hombre, que la acoge. Lo mismo que María es inmaculada porque el Espíritu de Dios la colmó de gracia y la preservó del pecado en atención a los méritos del Hijo, así la victoria sobre la muerte, realizada en Cristo resucitado, resplandece plenamente en María, que tiene con El un lugar en el cielo. Recogiendo la tradición eclesial, el sensus fidei, la constitución Munificentissimus Deus, del 1 de noviembre de 1950, afirma: "Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial".8

8 DS 3903. La tradición eclesial escrita arranca con la homilía de SAN MODESTO DE JERUSALEM, In Dormitionem Virginis Mariae: PG 86B,3277-3312.

Las razones de este acto divino se evocan en los títulos que se atribuyen a María en la misma definición: Inmaculada, Madre de Dios, siempre Virgen. Estos títulos remiten a la relación de María con su Hijo, en el marco de la elección por parte del Padre y bajo la acción del Espíritu Santo. En el misterio de María se manifiesta anticipadamente lo que su Hijo divino realizó por nosotros al resucitar de entre los muertos, es decir, la victoria sobre el pecado y sobre la muerte. En María resplandece para nosotros el proyecto divino sobre el hombre. La dignidad y vocación del hombre aparece plenamente iluminada en la Virgen María, elevada a la gloria celestial. De este modo es para nosotros un signo de esperanza, ya que manifiesta el destino de nuestra peregrinación terrena y alimenta la fe de nuestra resurrección, garantizada por la resurrección de Cristo.

La virginidad de María es ya un anuncio de su glorificación escatológica. Isaías había entrevisto la gloria eterna de Jerusalén como centro del mundo (Is 2,2-3), llamándola "virgen hija de Sión" (Is 37,22-29). Así Jerusalén era figura de la Jerusalén celestial (Ap 22,9), Esposa del Cordero. La visión de Isaías ha hallado su cumplimiento en María. Cristo, nuevo Adán, en su concepción virginal inicia una nueva genealogía de la humanidad. María virgen es, en su persona, el signo de este mundo nuevo, la primera elegida, anticipación del estado de resucitados, en el que los hombres serán igual a los ángeles (Lc 20,34ss). De este modo la Virgen María es el anuncio de la ciudad celeste, Esposa del Cordero (Ap 19,7-9; 21,9), morada de todos los elegidos, que serán llamados vírgenes (Ap 14,4), porque siguen al Cordero dondequiera que va.

Quedando en pie la absoluta primacía de Dios, gracias a su voluntad e iniciativa libre y gratuita en Cristo, Dios y Hombre, lo humano queda redimido y la vida divina se hace accesible, de modo que la gloria de Dios es el hombre vivo y la vida plena del hombre es la visión de Dios.9 La Inmaculada concepción y la Asunción de María no son el fruto de un nuevo mensaje de Dios, sino una explicitación de lo revelado por Dios en la historia de la salvación a la luz del Espíritu Santo, que conduce a la Iglesia a la verdad plena de lo que Cristo enseñó (Jn 14,26; 16,13). Su definición "es el sello de dos intuiciones de la Iglesia relativas al principio y al final de la misión de María, que se fueron aclarando progresivamente al profundizar en las relaciones de la Virgen con Cristo y con la Iglesia".10 Ningún cristiano puede renunciar a la verdad sobre la Virgen porque comprometería la verdad salvífica sobre Cristo y sobre Dios, Trinidad santa:

María, por su íntima participación en la historia de la salvación, reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe. Cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre (LG 65).

La representación de María -en la imagen de la Medalla milagrosa, según las apariciones de 1830 a santa Catalina Labouré- une los dos puntos, inicial y final, de su existencia. Es la Virgen de Nazaret, que apoya sus pies sobre el mundo y aplasta la cabeza de la serpiente: el mal no tuvo poder sobre ella. Y es la Virgen glorificada, inundada de luz, mediadora de gracia, que derrama los dones divinos sobre el globo.11

9 SAN IRENEO: "Gloria Dei vivens horno est; vita hominis vicio Dei".
10 R. LAURENTIN, Compendio di mariología, Roma 1956, p.113.
11 S. DE FIORES, María en la Teología contemporánea, Salamanca 1991, p.491.



IMAGEN E INICIO DE LA IGLESIA GLORIOSA


Hoy es preciso mirar a María, verla en el Evangelio como ella se presenta y no como nosotros nos la imaginamos. Es necesario mirar a María para contemplar el papel esencial que ella tiene en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia. En ella, como imagen de la Iglesia, se nos muestra el sello con el que nosotros debemos ser modelados: cada cristiano y la Iglesia entera. Más que mirar a renovar la Iglesia según las necesidades del tiempo presente, escuchando las críticas de los enemigos o siguiendo nuestros propios esquemas, es necesario alzar los ojos a la imagen perfecta de la Iglesia, que se nos muestra en María.

La Iglesia contempla a María "como purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser" (SC 103; MC 22). Basándose en la tradición patrística y medieval, H. de Lubac dice que la conciencia cristiana "percibe a María como la figura de la Iglesia..., su sacramento..., el espejo en el que se refleja toda la Iglesia. Ella la lleva ya y la contiene toda entera en su persona".12 María es el inicio, el germen y la forma perfecta de la Iglesia; en ella se encuentra todo lo que el Espíritu derramará sobre la Iglesia. En María se celebra la promesa y la anticipación del triunfo de la Iglesia. De este modo, María "no eclipsa la gloria de todos los santos como el sol, al levantarse la aurora, hace desaparecer las estrellas", como se lamentaba santa Teresa de Lisieux de las presentaciones de la Virgen. Al contrario, la Virgen María "supera y adorna" a todos los miembros de la Iglesia.13

12 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, p.251-252.
13 SAN BUENAVENTURA, De nativitate B.M. V., sermo 3.

El dogma de la Asunción fue promulgado no el 15 de agosto, sino el 1 de noviembre, en la fiesta de todos los santos. No se trata de glorificar a María en sí misma, sino de glorificar en ella la bondad y poder del Salvador. La Asunción no es un privilegio singular, sino la anticipación de lo que espera a todos los creyentes, destinados desde su bautismo a la gloria del cielo, pues "si perseveramos con El, reinaremos con El" (2Tm 2,12). María es la garantía de lo que todos esperamos. La Asunción es una profecía para nosotros. Después de Pentecostés María no sale, como los apóstoles, a predicar, pero con su Asunción proclama y testimonia el anuncio de todos los apóstoles: que la muerte ha sido vencida por el poder de Cristo resucitado: "Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido devorada en la victoria" (1Co 15,54).

María, entre los santos, es la primera salvada, la primera en quien el poder de Dios se ha realizado plenamente. Pero, como la gracia de la Inmaculada Concepción, no la substrajo de la condición humana, tampoco la Asunción ha separado a María de la Comunión de los Santos, sino que la ha situado en el corazón de la Iglesia celeste. María, revestida del Sol de la gloria de Dios, nos manifiesta luminosamente la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. María, la primera redimida, es también la primera glorificada.

María, "figura de la Iglesia", es el espejo de la Iglesia. En ella se refleja la luz de Cristo y en ella la Iglesia se ve a sí misma en todo su esplendor y belleza. Confrontándose con esta imagen la Iglesia se renueva y embellece cada día para presentarse como Esposa de Cristo. Contemplar a María como figura de la Iglesia y como Palabra de Dios a la Iglesia tiene que llevar a "poner por obra la Palabra y no contentarse sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo, pero, apartándose, se olvida de cómo es" (St 1,22-24).14

María es el inicio y la primicia de la Iglesia. La Iglesia nace de la Pascua de Cristo. Pero el fruto de la Pascua se anticipa en María. Las fiestas de María nos llevan a celebrar en María lo que esperamos que se realice en nosotros. Por eso, en la liturgia, se la llama repetidamente "tipo", "inicio", "exordio", "aurora de la salvación", "principio de la Iglesia". María nos enseña a vivir, como ella, abiertos al Espíritu, para dejarnos fecundar por su sombra. En la Eucaristía invocamos al Espíritu para que "santifique los dones de pan y vino aquel Espíritu que llenó con su fuerza las entrañas de la Virgen María" (Misal mariano).

"Del mismo Espíritu del que nace Cristo en el seno de la madre intacta, nace también el cristiano en el seno de la santa Iglesia")15 Como María, la Iglesia "da a luz como virgen, fecundada no por hombre, sino por el Espíritu Santo".16 La total apertura y acogida de la Virgen a la acción del Espíritu Santo es la que le llevó a ser Madre de Dios. En eso aparece como imagen y primicia de lo que la Iglesia es y está llamada a ser cada vez más: arca de la alianza, esposa bella "sin mancha ni arruga", "pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4).

14 R. CANTALAMESSA, María, un espejo para la Iglesia, Milán 1992.
15 SAN LEÓN MAGNO, Sermo 29,1: PL 54,227B.
16 SAN AMBROSIO, De Virginibus I,6,31: PL 16,197

María es realmente imagen de la Iglesia, su mejor realización completa, en perfecta comunión con Cristo. María, por ello, es llamada "hija de Sión", como personificación del pueblo de Israel y del nuevo Israel, la Iglesia. El prefacio de la fiesta de la Inmaculada canta a la Virgen "como comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura". Y en la fiesta de la Asunción la celebramos, gloriosa en el cielo, "como inicio e imagen de toda la Iglesia". En ella celebramos lo que Dios tiene preparado para nosotros al final de la historia. Por ello el prefacio de la fiesta canta: "hoy ha sido llevada al cielo la Virgen Madre de Dios: ella es figura y primicia de la Iglesia, que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo todavía peregrino en la tierra". Recogiendo esta expresión de la fe del pueblo de Dios, el Catecismo de la Iglesia Católica llama a María "icono escatológico de la Iglesia" (n.972). Otro de los prefacios marianos del Misal romano da gracias a Dios porque "en Cristo, nuevo Adán, y en María, nueva Eva, se revela el misterio de la Iglesia, como primicia de la humanidad redimida".

Como primera cristiana nos invita con su palabra y con su vida a seguir a Cristo: "haced lo que El os diga"; a acoger la palabra de Dios: "Hágase en mí según tu palabra"; a vivir en la alabanza: "proclama mi alma la grandeza del Señor". Como la llama Juan Pablo II, María "es la primera y más perfecta discípula de Cristo" (RM 20). Como primera creyente es la primera orante, la que escucha la palabra y la medita en su corazón. Como dice otro prefacio: "María, en la espera pentecostal del Espíritu, al unir sus oraciones a las de los discípulos, se convirtió en el modelo de la Iglesia orante". Como primera discípula de Cristo es también maestra, que nos enseña la fidelidad a Cristo. En la santidad de María, la Iglesia descubre la llamada de todos sus hijos a la santidad:

Mientras la Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos (LG 65).

La Iglesia, contemplando la santidad de María, aprende el camino de la santidad. María testimonia a todos los cristianos la experiencia del Espíritu, que la ha colmado de gracia, les remite a Cristo, único mediador entre los hombres y el Padre, para asemejarse cada día más a su Esposo, como María se conformó a El en la fe. Mirando a María, esperanza realizada, la Iglesia aprende a vivir con los ojos puestos en las cosas de arriba, afianzándose en la certeza de los bienes futuros, sin instalarse en lo efímero y caduco de la escena de este mundo que pasa.

La Virgen Madre es el Icono de la Iglesia. En ella resplandece la elección de Dios y el libre consentimiento de la fe a esa elección divina. En ella se ofrece a los ojos del corazón creyente la ventana del misterio. Lo mismo que "el icono es la visión de las cosas que no se ,ven",17 así también María es, ante las miradas puras de la fe, el lugar de la presencia divina, el "arca santa" cubierta por la sombra del Espíritu, la morada del Verbo de vida entre los hombres. Pero, si lo visible del icono es perceptible para todos, lo invisible se ofrece a quien se acerca a él con corazón humilde y con docilidad interior. Sólo acercándose a María con esta actitud se puede descubrir en ella el misterio de Dios actuando en ella.

17 p. EVDOKIMOV La mujer y la salvación del mundo, Salamanca 1980, p.14.

En la singularidad de María la Iglesia se reconoce a sí misma. La Iglesia, pueblo de Dios, es más que una estructura y una actividad. En la Iglesia se da el misterio de la maternidad y del amor esponsal, que hace posible tal maternidad. La Iglesia es el pueblo de Dios constituido cuerpo de Cristo. Pero esto no significa que la Iglesia sea absorbida en Cristo. La expresión "cuerpo de Cristo", Pablo la entiende a la luz del Génesis: "dos en una sola carne" (Gn 2,24; 1Co 6,17). La Iglesia es el cuerpo, carne de Cristo, en la tensión del amor en la que se cumple el misterio conyugal de Adán y Eva que, en su "una carne", no elimina el ser-uno-frente-al-otro. La Iglesia, pueblo de Dios constituido cuerpo de Cristo, es la esposa del Señor. Este es el misterio de la Iglesia que se ilumina a la luz del misterio de María, la sierva que escucha el anuncio y, en absoluta libertad, pronuncia su fíat convirtiéndose en esposa y, por tanto, en un cuerpo con el Señor.

En la figura concreta de la Madre del Señor, la Iglesia contempla su propio misterio. En ella encuentra el modelo de la fe virginal, del amor materno y de la alianza esponsal a la que está llamada. Por eso, la Iglesia reconoce en María su propio arquetipo, la figura de lo que está llamada a ser: templo del Espíritu, madre de los hijos engendrados en el Hijo, pueblo de Dios, peregrino en la fe por los senderos de la obediencia al Padre. El Vaticano II, con San Agustín, ha confesado a María en la Iglesia como "madre de sus miembros, que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza".18 "Por este motivo es también proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, y a quien la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera como madre amantísima, con afecto de piedad filial" (LG 53).

18 SAN AGUSTÍN, De sancta virginitate, 6.

Virgen-Madre-Esposa, icono del misterio de Dios, es, por tanto, análogamente icono del misterio de la Iglesia. Como en María, la comunión trinitaria se refleja también en el misterio de la Iglesia, "icono de la Trinidad". La comunión eclesial viene de la Trinidad, que la suscita por la iniciativa del designio del Padre y las misiones del Hijo y del Espíritu. La luz que irradia la santa Trinidad resplandece en su icono María-Iglesia, criatura del Padre, cubierta por la sombra del Espíritu para engendrar al Hijo y a los hijos en el Hijo. Los padres de la Iglesia han relacionado la fuente bautismal de la que salen los regenerados por el agua y el Espíritu Santo con el seno virginal de María fecundada por el Espíritu Santo. María virgen está junto a toda piscina bautismal. Así San León Magno relaciona el nacimiento de Cristo con nuestro nacimiento en el bautismo:

Para todo hombre que renace, el agua bautismal es una imagen del seno virginal, en la cual fecunda a la fuente del bautismo el mismo Espíritu Santo que fecundó también a la Virgen.19 El Espíritu, gracias al cual Cristo nace del cuerpo de su madre virgen, es el que hace que el cristiano nazca de las entrañas de la santa Iglesia.20

19 SAN LEÓN MAGNO, Sermo 25,5:PL 54,211c.
20 SAN LEÓN MAGNO, Sermón 29,1.

Icono de la Iglesia Virgen en la acogida creyente de la Palabra de Dios, María es igualmente icono de la Iglesia Madre: "La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios" (LG 64; MC 19). Esta relación se basa en el misterio de la generación del Hijo y de los hijos en el Hijo: "Al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia" (RM 43). Por eso puede decirse que la maternidad de la Virgen es un trasunto acabado de la maternidad de la Iglesia. De aquí que hablar de María sea hablar de la Iglesia. La una y la otra están unidas en una misma vocación fundamental: la maternidad.

Los testimonios de los Padres son numerosísimos:

"La Iglesia es virgen. Me dirás quizás: ¿Cómo puede alumbrar hijos si es virgen? Y si no alumbra hijos, ¿cómo hemos podido dar nuestra semilla para ser alumbrados de su seno? Respondo: es virgen y es madre. Imita a María que dio a luz al Señor. ¿Acaso María no era virgen cuando dio a luz y no permaneció siendo tal? Así también la Iglesia da a luz y es virgen. Y si lo pensamos bien, ella da a luz al mismo Cristo porque son miembros suyos los que reciben el bautismo. `Sois cuerpo de Cristo y miembros suyos', dice el Apóstol (1Co 12,28). Por consiguiente, si da a luz a los miembros de Cristo, es semejante a María desde todos los puntos de vista".21 "Esta santa madre digna de veneración, la Iglesia, es igual a María: da a luz y es virgen; habéis nacido de ella; ella engendra a Cristo porque sois miembros de Cristo".22

"María dio a luz a vuestra cabeza, vosotros habéis sido engendrados por la Iglesia. Por eso es al mismo tiempo madre y virgen. Es madre a través del seno del amor; es virgen en la incolumidad de la fe devota. Ella engendra pueblos que son, sin embargo, miembros de una sola persona, de la que es al mismo tiempo cuerpo y Esposa, pudiéndose así también comparar con la única Virgen María, ya que ella es entre muchos la Madre de la unidad".23

Icono materno de la paternidad de Dios, la Iglesia está siempre unida a María, dando a luz a sus hijos: "No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por madre".24 La Iglesia, imitando a María, tiene la misión de hacer nacer a Cristo en el corazón de los fieles, a través del anuncio de la palabra de Dios, de la celebración del bautismo y de los otros sacramentos y mediante la caridad: "Como madre, recibe la semilla de la palabra eterna, lleva a los pueblos en su seno y los da a luz".25 "La Iglesia da a luz, alimenta, consuela, cuida a los hijos del Padre, hermanos de Cristo, en el poder del Espíritu Santo. Por la palabra de Dios y el bautismo, da a luz en la fe, la esperanza y la caridad a los nuevos creyentes; por la eucaristía, los alimenta con el cuerpo y la sangre vivificantes del Señor; por la absolución, los consuela en la misericordia del Padre; por la unción y la imposición de las manos les da la curación del alma y del cuerpo".

21 SAN AGUSTÍN, Sermo 213,7: PL 38,1064.
22 SAN AGUSTÍN, Sermo 25,8: PL 46,938.
23 SAN AGUSTÍN, Sermo 192,2: PL 38,1012D.
24 SAN CIPRIANO, De unitate ecclesiae 6: PL 4,502.
25 SAN PAULINO DE NOLA, Carmen 25,155-183.

En la escuela de la Madre de Dios, la Iglesia madre aprende el estilo de vida de la gratuidad, del amor que no espera contracambio, que se adelanta a las necesidades del otro y le trasmite no sólo la vida, sino el gozo y el sentido de la vida: "La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (LG 65). La virginidad de María, como consagración a Dios, disponibilidad y obediencia integral en la fe, le recuerda a la Iglesia su comunión teologal en la fe, esperanza y caridad. La maternidad de la Virgen, por la *que acoge la palabra de Dios y coopera activamente en la salvación del mundo, le recuerda a la Iglesia su misión maternal de servicio en vistas al reino de Dios. Por su íntima unión con Cristo, como madre y discípula perfecta, María induce a la Iglesia a considerarse como encarnación continuada de Cristo a lo largo de los siglos, invitándola a seguir sus huellas. Y la Virgen, "que avanza en la peregrinación de la fe" para participar luego de la victoria definitiva de Cristo en la gloria, indica a la Iglesia su condición peregrinante en tensión hacia la parusía del Señor.26

26 S. DE FIORES, Maria nel mistero di Cristo e della Chiesa, Roma 1984.

La maternidad de María respecto al pueblo de Dios se ve sobre todo en su cooperación en la obra del Hijo: "Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente simpar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural en las almas. Por esto es nuestra madre en el orden de la gracia" (LG 61). Y más adelante, se añade: "Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna" (LG 62; CEC 963-975).

La realidad profunda de la Iglesia es femenina, porque es el cuerpo de Cristo, Esposa del Cordero. María es virgen y también la Iglesia es virgen, porque sólo de Dios recibe su fuerza y fecundidad, sin confiar en el vigor "del varón". Así María es esposa y símbolo de la Iglesia esposa. María ha dado a Jesús su carne y Jesús da a la Iglesia su propia carne, haciéndose con ella una sola carne. La Eucaristía, en el corazón de la Iglesia, es este don total del Esposo a la Esposa, para hacer de nosotros carne de la carne de Dios. María es madre y símbolo de la Iglesia madre, que continuamente da la vida y el alimento de esa vida. María, desde el pesebre hasta la cruz, ha cuidado del cuerpo de Cristo y continúa este ministerio en la Iglesia. Juan Pablo II, en su carta a las mujeres del mundo, les presenta así a María:

En la feminidad de la mujer creyente... se da una especie de "profecía" inmanente, un simbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo "carácter de icono", que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente con corazón "virgen", para ser "esposa" de Cristo y "madre" de los creyentes.27

27 Carta de Juan Pablo II a las mujeres del mundo, del 29-6-1995.



 SIGNO SEGURO DE ESPERANZA


María es el icono escatológico de la Iglesia, el signo de lo que toda la Iglesia llegará a ser. En la Lumen gentium leemos: "La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (2P 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo" (LG 68). Contemplando a María asunta al cielo, la Iglesia marcha hacia la Parusía, hacia la gloria donde la ha precedido su primer miembro. La Iglesia sabe que, acogiendo al Espíritu como María, se cumplirá en ella todo lo que se le ha prometido, y que en ella no ha hecho más que iniciarse, pero que lo contempla ya realizado en María, la Esposa de las bodas eternas. Y mientras peregrinamos por este mundo, María nos acompaña en el camino de la fe con corazón materno. Como dice un prefacio del Misal: "desde su asunción a los cielos, María acompaña con amor materno a la Iglesia peregrina y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida gloriosa del Señor".

María, la humilde sierva del Señor, es un signo de esperanza para todos los creyentes. Envuelta y bendecida por el poder del Altísimo, se ha convertido en la imagen de su presencia entre los hombres. Glorificada con Cristo, la asunción a los cielos inaugura para María una vida nueva, una presencia espiritual no ligada ya a los condicionamientos de espacio y tiempo, un influjo dinámico capaz de alcanzar ahora a todos sus hijos:

Precisamente en este camino, peregrinación eclesial a través del espacio y del tiempo, y más aún a través de la historia de las almas, María está presente, como la que es "feliz porque ha creído", como "la que avanzaba en la peregrinación de la fe", participando como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo (RM 25).

Podemos aplicar a María la palabra del profeta Isaías: "Esta es la vía, id por ella" (Is 30,21). San Bernardo decía que María es "la vía real" por la que Dios ha venido a nosotros y por la que nosotros podemos ahora ir hacia El.28 "María coopera con amor de Madre a la regeneración y formación" de los fieles (LG 63). Ella "está presente en la Iglesia como Madre de Cristo y a la vez como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu a todos y a cada uno en la Iglesia; acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia" (RM 47).

28 SAN BERNARDO, Sermón I para el Adviento 5, en Opera IV, Roma 1966, p.174.

María, con el fíat de la Anunciación, recibe en su seno a Cristo, aceptando la voluntad del Padre de redimir a la humanidad por la encarnación del Verbo. Esta aceptación del plan redentor de Dios se le fue aclarando poco a poco a lo largo de su vida, en el itinerario de la fe tras las huellas de su Hijo. De este modo fue tomando conciencia de su misión maternal respecto a nosotros. Según se fue desplegando dentro de la historia el misterio de su Hijo, a María se le fue dilatando su seno maternal, hasta llegar al momento de la cruz (y de pentecostés) en que su maternidad llegó a su plenitud, abrazando a toda la Iglesia y a todos los hombres. Y ahora, glorificada en el cielo, María es perfectamente consciente de su misión maternal dentro del plan de salvación de Dios. Por ello sigue totalmente unida, en voluntad e intención, con la voluntad e intención salvífica del único Salvador de la humanidad, Cristo glorificado.29

29 E. SCHILLEBEECKX, María, Madre de la redención, Madrid 1974.

El tema de la intercesión de María, como la intercesión de los santos, es constante en la liturgia, donde se presenta a Cristo como el único mediador y redentor. Esto significa que la intercesión de María no se añade a la intercesión de Cristo, ni la sustituye, sino que se integra dentro de ella. Se puede comparar con la intercesión de los cuatro hombres de Cafarnaúm que colocan al paralítico ante Cristo y "con su fe" obtienen el perdón de los pecados y la curación del paralítico (Mc 2,5). María, gracias a la victoria de Cristo sobre la muerte, puede seguir cumpliendo esta intercesión más allá de la muerte. La vida nueva, fruto de la victoria de Cristo sobre la muerte, permite a cuantos la han heredado, seguir participando en la vida de la Iglesia después de su muerte. Ellos están llamados a impulsar con Cristo la llegada plena del Reino de Dios. Los mártires, que han testimoniado con su muerte, esta nueva vida, y los que lo han hecho con su vida, los santos, han sido venerados en el culto de la Iglesia desde los primeros siglos. Entre ellos, en primer lugar y de un modo singular, es nombrada en la liturgia la Virgen María.


 MARÍA, ESPLENDOR DE LA IGLESIA


Descubriendo el carácter eclesial de María descubrimos el carácter mariano de la Iglesia. María es miembro de la Iglesia, como la primera redimida, la primera cristiana, hermana nuestra y, a la vez, madre y modelo ejemplar de toda comunidad eclesial en el seguimiento del evangelio. María es hermana y madre nuestra. María no puede ser vista separada de la comunión de los santos. Se la puede llamar "madre de la Iglesia", porque es madre de Cristo y, por tanto, de todos sus miembros. Y, sin embargo, María sigue siendo "nuestra hermana".30

30 SAN ATANASIO, Carta a Epicteto 7: 26,1061.

La tradición hebrea interpretó el salmo 45 en clave mesiánica, como encuentro nupcial del Mesías con la comunidad de Israel. La carta a los Hebreos lo aplicó a Cristo para exaltar su supremacía sobre los ángeles, los "compañeros" del salmo, y para celebrar su obra salvífica en la muerte y resurrección. El salmo así adquiere una dimensión nueva, convirtiéndose en el retrato anticipado de Cristo Rey glorificado, salvador y guía de los redimidos. Luego, los Padres continuarán este proceso interpretativo aplicando todo el salmo a Cristo y a la Iglesia, iluminando el salmo con otros textos del Nuevo Testamento que presentan este simbolismo nupcial: "Este misterio es grande: lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,32), "pues os he desposado con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Co 11,2).

Y tras esta interpretación fue fácil pasar a la interpretación mariana, pues la belleza y el esplendor de la Iglesia brilla con los rasgos del salmo en María. Ella es la esposa y reina por excelencia. "De pie a tu derecha (de Cristo) está la reina enjoyada con oro de Ofir. El Rey está prendado de tu belleza. El es tu Señor... Toda espléndida, entra la hija del Rey con vestidos en oro recamados; con sus brocados es llevada ante el Rey. Vírgenes tras ella, compañeras suyas, donde El son introducidas; entre alborozo y regocijo avanzan, al entrar en el palacio del Rey".

Pío XII en 1955 instituyó la fiesta de María Reina que, según la última reforma litúrgica, celebramos el 22 de agosto como complemento de la solemnidad de la Asunción con la que está unida, como sugiere la Lumen gentium: "Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59).

En la gloria, María cumple la misión para la que toda criatura ha sido creada. María en el cielo es "alabanza de la gloria" de Cristo (Ef 1,14). María alaba, glorifica a Dios, cumpliendo el salmo: "Alaba, Sión, a tu Dios" (Sal 147,12). María es la hija de Sión, la Sión que glorifica a Dios. Alabando a Dios, se alegra, goza y exulta plenamente en Dios.

"Ven, te mostraré la novia, la esposa del Cordero" (Ap 21,9) dice el ángel del Apocalipsis, invitando a contemplar "la ciudad santa, Jerusalén, que desciende del cielo, desde Dios, resplandeciente con la gloria de Dios". Si esta ciudad no está hecha de muros y torres, sino de personas, de los salvados, de ella forma parte María, la "Mujer", expresión plena de la hija de Sión. Igual que, al pie de la cruz, María es la figura y personalización de la Iglesia peregrina naciente, así ahora en el cielo es la primicia de la Iglesia glorificada, la piedra más preciosa de la santa ciudad. "La ciudad santa, la celeste Jerusalén, -dice San Agustín-, es más grande que María, más importante que ella, porque es el todo y María, en cambio, es un miembro, aunque el miembro más excelso".31

"Al celebrar el tránsito de los santos, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos" (SC 104). La fiesta de la Asunción de María celebra el pleno cumplimiento del misterio pascual de Cristo en la Virgen Madre, que por designio de Dios estuvo durante toda su vida indisolublemente unida al misterio de Cristo. Asociada a la encarnación, a la pasión y muerte de Cristo, se unió a El en la resurrección y glorificación. La segunda lectura (lCo 15,20-26) de la celebración sitúa la Asunción de María en relación con el misterio de Cristo resucitado y glorioso, como anticipo de nuestra glorificación:

En verdad es justo darte gracias, Padre santo, porque hoy ha sido llevada al cielo la Virgen, Madre de Dios; ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.32

31 SAN AGUSTÍN, Sermo72A.
32 Prefacio de la Asunción de la Virgen María.

domingo, 14 de agosto de 2016

14 de agosto: San Maximiliano Kolbe

14 de agosto San Maximiliano M. Kolbe (1894-1941)

Homilía de Juan Pablo II en su Canonización (10-X-82)

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1. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).

Desde hoy la Iglesia quiere llamar «santo» a un hombre a quien le fue concedido cumplir de manera rigurosamente literal estas palabras del Redentor.

Así fue. Hacia finales de julio de 1941, después que los prisioneros, destinados a morir de hambre, habían sido puestos en fila por orden del jefe del campo, este hombre, Maximiliano María Kolbe, se presentó espontáneamente, declarándose dispuesto a ir a la muerte en sustitución de uno de ellos. Esta disponibilidad fue aceptada, y al padre Maximiliano, después de dos semanas de tormentos a causa del hambre, le fue quitada la vida con una inyección mortal, el 14 de agosto de 1941.

Todo esto sucedía en el campo de concentración de Auschwitz (Oswiecim), donde fueron asesinados durante la última guerra unos cuatro millones de personas, entre ellas la Sierva de Dios Edith Stein (la carmelita sor Teresa Benedicta de la Cruz), cuya causa de beatificación sigue su curso en la Congregación competente [fue canonizada por Juan Pablo II el 11 de octubre de 1998]. La desobediencia al mandamiento de Dios creador de la vida: «No matarás», causó en ese lugar la inmensa hecatombe de tantos inocentes. En nuestros días, pues, nuestra época ha quedado así horriblemente marcada por el exterminio del hombre inocente.

2. El padre Maximiliano Kolbe, prisionero del campo de concentración, reivindicó, en el lugar de la muerte, el derecho a la vida de un hombre inocente, uno de los cuatro millones. Este hombre (Franciszek Gajowniczek) vive todavía y está aquí presente entre nosotros. El padre Kolbe reivindicó su derecho a la vida, declarando la disponibilidad de ir él mismo a la muerte en su lugar, ya que ese hombre era un padre de familia y su vida era necesaria para sus seres queridos. De este modo, el padre Maximiliano María Kolbe reafirmó así el derecho exclusivo del Creador sobre la vida del hombre inocente y dio testimonio de Cristo y del amor. Así, escribe, en efecto, el Apóstol Juan: «En esto hemos conocido la caridad: en que Él dio su vida por nosotros; y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).

El padre Maximiliano, al que la Iglesia venera ya como «Beato» desde 1971, al dar su vida por un hermano, se asemeja a Cristo de manera particular.

3. Reunidos aquí hoy, domingo 10 de octubre, ante la basílica de San Pedro en Roma, nosotros queremos poner de relieve el valor especial que a los ojos de Dios tiene la muerte por martirio del padre Maximiliano Kolbe:

«Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los justos» (Salmo 115 [116],15). Así hemos repetido en el Salmo responsorial. ¡Verdaderamente es preciosa e inestimable! Mediante la muerte de Cristo en la cruz se realizó la redención del mundo, ya que esta muerte tiene el valor del amor supremo. Mediante la muerte del padre Maximiliano Kolbe, un límpido signo de tal amor se ha renovado en nuestro siglo, que en tan alto grado y de tantos modos está amenazado por el pecado y la muerte.

Parece como si en esta liturgia solemne de la canonización se presentara entre nosotros aquel «mártir del amor» de Oswiecim (como lo llamó Pablo VI), diciendo:

«Yo soy tu siervo, Señor, siervo tuyo, hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas» (Salmo 115 [116],16).

Y, como recogiendo en uno sólo el sacrificio de toda su vida, él, sacerdote e hijo espiritual de San Francisco, parece decir:

«¿Qué podré yo dar al Señor por todos los beneficios que me ha hecho? Alzaré el cáliz de salvación, invocando tu nombre, Señor» (Salmo 115 [116], 12s).

Estas palabras son palabras de gratitud. La muerte sufrida por amor, en lugar del hermano, es un acto heroico del hombre, mediante el cual, junto al nuevo Santo, glorificamos a Dios. De Él, en efecto, proviene la gracia de semejante heroísmo, la gracia de este martirio.

4. Glorifiquemos, por tanto, hoy las grandes obras de Dios en el hombre. Ante todos nosotros, reunidos aquí, el padre Maximiliano Kolbe levanta «el cáliz de la salvación», en el que está recogido el sacrificio de toda su vida, sellada con la muerte de mártir «por un hermano».

Maximiliano se preparó a este sacrificio definitivo siguiendo a Cristo desde los primeros años de su vida en Polonia. De aquellos años data el sueño arcano de dos coronas: una blanca y otra roja, entre las que nuestro santo no elige, sino que acepta las dos. Desde los años de su juventud estaba invadido por un gran amor a Cristo y por el deseo del martirio.

Este amor y este deseo lo acompañaron en el camino de su vocación franciscana y sacerdotal, para la que se preparó en Polonia y en Roma. Este amor y este deseo lo siguieron a través de todos los lugares de su servicio sacerdotal y franciscano en Polonia, y en su servicio misionero en Japón.

5. La inspiración de toda su vida fue la Inmaculada, a la que confiaba su amor por Cristo y su deseo del martirio. En el misterio de la Inmaculada Concepción se desvelaba a los ojos de su alma aquel mundo maravilloso y sobrenatural de la gracia de Dios ofrecida al hombre. La fe y las obras de toda la vida del padre Maximiliano indican que entendía su colaboración con la gracia como una milicia bajo el signo de la Inmaculada Concepción. La característica mariana es particularmente expresiva en la vida y en la santidad del padre Kolbe. Con esta señal quedó marcado todo su apostolado, tanto en su patria como en las misiones. En Polonia y en Japón fueron centro de este apostolado las especiales ciudades de la Inmaculada («Niepokalonów», polaco, «Mugenzai no Sono», japonés).

6. ¿Qué sucedió en el búnker del hambre del campo de concentración de Oswiecim (Auschwitz), el 14 de agosto de 1941?

A esta pregunta responde la liturgia de hoy: «Dios probó» a Maximiliano María «y lo encontró digno de sí» (cf. Sab 3,5). Lo probó «como oro en el crisol y le agradó como un holocausto» (cf. Sab 3,6).

Aunque «a los ojos de los hombres padecía un castigo», sin embargo, «su esperanza estaba llena de inmortalidad», ya que «las almas de los justos están en las manos de Dios y no les tocará tormento alguno». Y cuando, humanamente hablando, les llega el tormento de la muerte, cuando «a los ojos de los hombres parece que mueren...», cuando «su partida de este mundo es considerada por nosotros como una desgracia...», «ellos están en paz»: tienen su vida y su gloria «en las manos de Dios» (cf. Sab 3,1-4).

Semejante vida es fruto de la muerte a la manera de la muerte de Cristo. La gloria es la participación en su resurrección.

¿Qué sucedió, pues, en el búnker del hambre, el día 14 de agosto de 1941?

Se cumplieron las palabras de Cristo a los Apóstoles, al «enviarlos a dar fruto y un fruto que permaneciese» (Jn 15,16).

El fruto de la muerte heroica de Maximiliano Kolbe perdura de modo admirable en la Iglesia y en el mundo.

7. Los hombres miraban lo que sucedía en el campo de «Auschwitz» (Oswiecim). Y, aunque a sus ojos les parecía que «moría» un compañero de su tormento, aunque humanamente podían considerar su «partida de este mundo» como «una desgracia», sin embargo, en su conciencia ésta no era simplemente «la muerte».

Maximiliano no murió, «dio la vida... por el hermano».

En esta muerte, terrible desde el punto de vista humano, estaba toda la definitiva grandeza del acto y de la opción humanas: voluntariamente se ofreció a la muerte por amor.

En esta su muerte humana había un testimonio transparente de Cristo: el testimonio dado en Cristo a la dignidad del hombre, a la santidad de su vida y a la fuerza salvadora de la muerte, en la que se manifiesta la fuerza del amor.

Por esto, la muerte de Maximiliano Kolbe se convirtió en un signo de victoria. La victoria conseguida sobre todo el sistema de desprecio y odio hacia el hombre y hacia lo que de divino existe en el hombre; victoria semejante a la conseguida por nuestro Señor Jesucristo en el calvario.

«Seréis mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14).

8. La Iglesia acepta este signo de victoria, conseguida mediante el poder de la redención de Cristo, con veneración y con gratitud. Intenta leer su elocuencia con toda humildad y amor.

Como sucede siempre que proclama la santidad de sus hijos e hijas, también en este caso intenta obrar con toda la precisión y responsabilidad debidas, penetrando en todos los aspectos de la vida y muerte del Siervo de Dios.

Sin embargo, la Iglesia, al mismo tiempo, ha de estar atenta, leyendo el signo de santidad dado por Dios en su Siervo aquí en la tierra, a no dejar pasar su plena elocuencia y su significado definitivo.

Por eso, al juzgar la causa del Beato Maximiliano Kolbe –a partir de su beatificación–, se tomaron en consideración las diferentes voces del Pueblo de Dios, y, sobre todo, de nuestros hermanos en el Episcopado, tanto de Polonia como de Alemania, que pedían proclamar Santo a Maximiliano Kolbe como mártir.

Ante la elocuencia de la vida y la muerte del Beato Maximiliano, no puede dejar de reconocerse lo que parece constituye el contenido principal y esencial del signo dado por Dios a la Iglesia y al mundo con su muerte.

¿No constituye esta muerte, afrontada espontáneamente, por amor al hombre, un cumplimiento especial de las palabras de Cristo?

¿No hace esta muerte a Maximiliano, de modo especial, semejante a Cristo, modelo de todos los mártires, que ofreció su propia vida en la cruz por los hermanos?

¿No tiene una muerte semejante una especial y penetrante elocuencia precisamente para nuestra época?

¿No constituye un testimonio de especial autenticidad de la Iglesia en el mundo contemporáneo?

9. Por todo esto, en virtud de mi autoridad apostólica, he decretado que Maximiliano María Kolbe, que después de la beatificación era venerado como confesor, sea venerado en lo sucesivo también como mártir.

«Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los justos».

Amén.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 33 (1982) 372-376]

[Después de la canonización del P. Kolbe, a la hora del Ángelus, el Papa dijo:]

Estamos en la hora del rezo del Ángelus, la oración que recuerda el misterio de la Encarnación del Verbo en el seno purísimo de María Santísima. Y lo haremos con las inspiradas palabras del nuevo Santo, Maximiliano María Kolbe, apóstol infatigable de la devoción a la Inmaculada: «Al cumplirse el tiempo de la venida de Cristo, Dios Uno y Trino crea exclusivamente para Sí a la Virgen Inmaculada, la colma de gracia y habita en Ella (“El Señor es contigo”). Y esta Virgen Santísima con su propia humildad cautiva de tal manera su Corazón, que Dios Padre le da por Hijo a su propio Hijo Unigénito; Dios Hijo desciende a su seno virginal, mientras Dios Espíritu Santo plasma en Ella el cuerpo santísimo del Hombre-Dios. Y el Verbo se hizo carne como fruto del amor de Dios y de la Inmaculada» (Scritti III, pág. 700).

María es el don maravilloso que Cristo ha hecho a la Iglesia y a la humanidad. «Para atraer a las almas y transformarlas mediante el amor –dice también el nuevo Santo–, Cristo manifestó el propio amor iluminado, el propio Corazón inflamado de amor por las almas, un amor que le ha impulsado a subir a la cruz, a permanecer con nosotros en la Eucaristía y a entrar en nuestras almas y a dejarnos en testamento su propia Madre como Madre nuestra» (o. c., III, pág. 699).

Elevemos, pues, con filial confianza nuestra mirada a Ella y digamos:

"Ángelus Domini...».

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