"Vengan a mí todos los que están
afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de
mí,
que soy paciente y humilde de corazón,
y así
encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave
y mi carga
liviana".
(Mateo 11; 28, 29, 30).
Hay cosas en
la vida que terminan. Hay libros que se cierran, puertas que se clausuran, ojos
que no se abren más, momentos que no vuelven.
Tal vez,
Señor, esta historia tan increíble sea otra campanada que dobla por su fin.
Tal vez este
dolor, toda esta desesperación por querer dar vida a lo que ya se echó a
perder, no sea más que el gesto simple que acompaña a las cosas que se acaban.
Como hojear el libro concluido antes de guardarlo, dar una última mirada a la
habitación que se abandona, cerrar con nuestros dedos (y nos parece el más
dulce de los gestos) los ojos queridos, o recordar con mortal nostalgia los tiempos que se fueron.
Ah, Dios, qué
dura, qué inflexible, ¡qué locura es la vida! ¡Qué brutales los dolores que a
veces nos desgarran, qué de sorpresa que nos toman! Siempre, siempre, Señor,
llegan en momentos de intensa paz, cuando todo tormento nos parece fantástico y
remoto; cuando bajo el sol del mediodía, la noche del Dolor y su cohorte de
estrellas nos parece una lejana y olvidada bruma… Pero llega igual contra todo
lo que a nosotros nos parezca.
Llega, Dios.
Siempre.
En todas las
vidas.
Nos atrapa
dulcemente con su cálido tapiz nocturno, nos acaricia con dedos de seda -pero
oscuros- el corazón y lo prepara suavemente para el terreno de su hipocresía,
en el que todas las formas pierden su contorno.
Y aún así,
sabiéndolo nosotros, ¡sí que nos encierra! Sus remotas estrellas, cerca de
pronto, nos queman, Señor. Y juegan con
nuestro ingenuo sentido de las cosas. Ha ganado el acecho y nos sumerge en su
mundo de sombras, de tormentos velados, de sueños rotos.
Cuando el
dolor nos destroza por fin -somos tan débiles-, cuando ya se instaló en
nosotros, nuestro equilibrio interior desborda bárbaramente, Dios. La locura de
comprender que aquello que amamos se nos escapa entre los dedos es más fuerte
que nada y nos lanzamos desbocados, enloquecidos de terror, a la incertidumbre
de la desesperación.
En esos
momentos, ¡qué total, qué cosmopolita nos parece la noche de nuestros sufrimientos!
Ah, Dios,
¡qué terrible es hablarte de todo esto!
Otra noche
que a pesar de todo, termina, Señor. Y aunque aguardo la luz de la mañana con
su paz, comprendo que es preciso pasar por el alba.
Pero es dura,
el alba. Porque si bien desplaza a la noche, ésta se lleva consigo sus sombras,
a veces las cadenas que más amábamos. .
Y fíjate,
Dios, qué paradoja esto del sufrimiento. A pesar de lastimarnos en carne viva,
de herirnos develando profundidades que teníamos amordazadas, ¡qué lecciones de
humildad solemos recibir!
¡Cómo madura
nuestro espíritu! Cómo nos acostumbramos, luego de rebelarnos y elevarte
nuestras protestas airadas, a conformarnos con menos, a meditar cada cosa en
nuestro corazón, a pretender que los demás sólo reciban nuestro puñado de
ternura.
Y entendemos
muy despacio que podemos volver a
empezar.
Mansos, nos entregamos de nuevo a la vida que
no ha dejado de suceder. Descubrimos con estupor que todas las cosas siguen
ocupando su lugar, que lo nuestro apenas fue un detalle más.
Aprendemos
entonces a sonreír de nuevo, a comprender, a edificar sin mucho ruido, a
respetar otros dolores, a cambiar Irritación por Compasión.
Y nos
recomponemos poco a poco en una alegría más serena.
Pero más que
nada, Señor, ¡cuántos tesoros encontramos en la Paciencia ! ¡Qué
verdaderos nuestros deseos de ser instrumento de tu paz! ¡Qué inagotable
nuestra necesidad de amar!
El alba se ha sumergido en el horizonte
breve del Tabor
llevándose nuestros harapos de intolerancia, soberbia
y
ausencia de perdón.
Desnudos frente a Ti, habremos
transfigurado,
con suerte,
en la bendición de obtener y brindar
Misericordia.
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