martes, 4 de septiembre de 2012

Oración






"Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, 
que soy paciente y humilde de corazón,
y  así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave 
y mi carga liviana". 
(Mateo 11; 28, 29, 30).



Hay cosas en la vida que terminan. Hay libros que se cierran, puertas que se clausuran, ojos que no se abren más, momentos que no vuelven.

Tal vez, Señor, esta historia tan increíble sea otra campanada que dobla por su fin.

Tal vez este dolor, toda esta desesperación por querer dar vida a lo que ya se echó a perder, no sea más que el gesto simple que acompaña a las cosas que se acaban. Como hojear el libro concluido antes de guardarlo, dar una última mirada a la habitación que se abandona, cerrar con nuestros dedos (y nos parece el más dulce de los gestos) los ojos queridos, o recordar con  mortal nostalgia  los tiempos que se fueron.

Ah, Dios, qué dura, qué inflexible, ¡qué locura es la vida! ¡Qué brutales los dolores que a veces nos desgarran, qué de sorpresa que nos toman! Siempre, siempre, Señor, llegan en momentos de intensa paz, cuando todo tormento nos parece fantástico y remoto; cuando bajo el sol del mediodía, la noche del Dolor y su cohorte de estrellas nos parece una lejana y olvidada bruma… Pero llega igual contra todo lo que a nosotros nos parezca.

Llega, Dios.

Siempre.

En todas las vidas.

Nos atrapa dulcemente con su cálido tapiz nocturno, nos acaricia con dedos de seda -pero oscuros- el corazón y lo prepara suavemente para el terreno de su hipocresía, en el que todas las formas pierden su contorno.

Y aún así, sabiéndolo nosotros, ¡sí que nos encierra! Sus remotas estrellas, cerca de pronto, nos queman, Señor. Y  juegan con nuestro ingenuo sentido de las cosas. Ha ganado el acecho y nos sumerge en su mundo de sombras, de tormentos velados, de sueños rotos.

Cuando el dolor nos destroza por fin -somos tan débiles-, cuando ya se instaló en nosotros, nuestro equilibrio interior desborda bárbaramente, Dios. La locura de comprender que aquello que amamos se nos escapa entre los dedos es más fuerte que nada y nos lanzamos desbocados, enloquecidos de terror, a la incertidumbre de la desesperación.

En esos momentos, ¡qué total, qué cosmopolita nos parece la noche de nuestros sufrimientos!

Ah, Dios, ¡qué terrible es hablarte de todo esto!

Otra noche que a pesar de todo, termina, Señor. Y aunque aguardo la luz de la mañana con su paz, comprendo que es preciso pasar por el alba.

Pero es dura, el alba. Porque si bien desplaza a la noche, ésta se lleva consigo sus sombras, a veces las cadenas que más amábamos. .

Y fíjate, Dios, qué paradoja esto del sufrimiento. A pesar de lastimarnos en carne viva, de herirnos develando profundidades que teníamos amordazadas, ¡qué lecciones de humildad solemos recibir!

¡Cómo madura nuestro espíritu! Cómo nos acostumbramos, luego de rebelarnos y elevarte nuestras protestas airadas, a conformarnos con menos, a meditar cada cosa en nuestro corazón, a pretender que los demás sólo reciban nuestro puñado de ternura.

Y entendemos muy despacio que  podemos volver a empezar.

 Mansos, nos entregamos de nuevo a la vida que no ha dejado de suceder. Descubrimos con estupor que todas las cosas siguen ocupando su lugar, que lo nuestro apenas fue un detalle más.

Aprendemos entonces a sonreír de nuevo, a comprender, a edificar sin mucho ruido, a respetar otros dolores, a cambiar Irritación por  Compasión.

Y nos recomponemos poco a poco en una alegría más serena.

Pero más que nada, Señor, ¡cuántos tesoros encontramos en la Paciencia! ¡Qué verdaderos nuestros deseos de ser instrumento de tu paz! ¡Qué inagotable nuestra necesidad de amar!

El alba se ha sumergido en el horizonte breve del Tabor
 llevándose nuestros  harapos de intolerancia, soberbia
 y ausencia de perdón.

Desnudos frente a Ti, habremos transfigurado,
con suerte,
en la bendición de obtener y brindar Misericordia.

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