viernes, 18 de abril de 2025

Hoy comienza la Novena a la Divina Misericordia

 Novena a la Divina Misericordia

El Viernes Santo del año 1937, Jesús le pidió a Santa Faustina que rezara una novena especial antes de la Fiesta de la Misericordia

Por: Santa Faustina Kowalska | Fuente: Catholic.net


El Viernes Santo del año 1937, Jesús le pidió a Santa Faustina que rezara una novena especial antes de la Fiesta de la Misericordia, desde el Viernes Santo. Él mismo le dictó las intenciones para cada día. Por medio de una oración específica, ella traería a su Corazón a diferentes grupos de almas cada día y las sumergería en el mar de su misericordia. Entonces, suplicaría al Padre, por el poder de la Pasión de Jesús, que les concediera gracias a estas almas.


Celebración de la Fiesta de la Misericordia

Para observar la Fiesta de la Misericordia, debemos:

1.- Celebrar la Fiesta el domingo después de la Pascua de Resurrección.

2.- Arrepentirnos sinceramente de todos nuestros pecados.

3.- Confiar por completo en Jesús.

4.- Confesarnos preferiblemente antes de ese domingo.

5.- Recibir la Santa Comunión el día de la Fiesta.

6.- Venerar (hacer un acto o demostración de profundo respeto religioso hacia ella por la persona a quien representa, en este caso a nuestro Señor Jesucristo) la Imágen de la Divina Misericordia.

7.- Ser misericordioso con los demás a través de nuestras acciones, palabras y oraciones a nombre de ellos.


Deseo

Dijo el Señor a Sor Faustina: Durante esos nueve días lleva a las almas a la fuente de mi misericordia para que saquen fuerzas, alivio y toda gracia que necesiten para afrontar las dificultades de la vida y especialmente en la hora de la muerte. Cada día traerás a mi Corazón a un grupo diferente de almas y las sumergirás en este mar de mi misericordia. Y a todas estas almas yo las introduciré en la casa de mi Padre (…) Cada día pedirás a mi Padre las gracias para estas almas por mi amarga pasión.


NOVENA A LA DIVINA MISERICORDIA

Se recomienda que se recen las siguientes intenciones y oraciones de la novena junto con la Coronilla de La Divina Misericordia, ya que Nuestro Señor pidió específicamente una novena de Coronillas, especialmente antes de la Fiesta de la Misericordia.


Cómo rezar la Coronilla a la Divina Misericordia (en un rosario común)


1.- Un Padre nuestro.


2.- Un Ave María.

3.- Un Credo de los Apóstoles.

4.- En la cuenta grande antes de cada decena:


Padre Eterno,

te ofrezco

el Cuerpo y la Sangre,

el Alma y la Divinidad

de tu Amadísimo Hijo,

nuestro Señor Jesucristo.

para el perdón de nuestros pecados

y los del mundo entero.


5.- En las diez cuentas pequeñas de cada decena:


Por su dolorosa Pasión,

ten misericordia de nosotros

y del mundo entero.


6.- Al final después de las cinco decenas:


Santo Dios

Santo Fuerte

Santo Inmortal,

ten piedad de nosotros

y del mundo entero.

(tres veces)




PRIMER DÍA


Hoy, tráeme a toda la humanidad y especialmente a todos los pecadores, y sumérgelos en el mar de mi misericordia. De esta forma, me consolarás de la amarga tristeza en que me sume la pérdida de las almas.


Jesús misericordiosísimo, cuya naturaleza es la de tener compasión de nosotros y de perdonarnos, no mires nuestros pecados, sino la confianza que depositamos en tu bondad infinita. Acógenos en la morada de tu Compasivísimo Corazón y nunca los dejes escapar de él. Te lo suplicamos por tu amor que te une al Padre y al Espíritu Santo.


Padre Eterno, mira con misericordia a toda la humanidad y especialmente a los pobres pecadores que están encerrados en el Compasivísimo Corazón de Jesús y por su dolorosa Pasión muéstranos tu misericordia para que alabemos la omnipotencia de tu misericordia por los siglos de los siglos. Amén.


Coronilla de la Divina Misericordia



SEGUNDO DÍA


Hoy, tráeme a las almas de los sacerdotes y los religiosos, y sumérgelas en mi misericordia insondable. Fueron ellas las que me dieron fortaleza para soportar mi amarga pasión. A través de ellas, como a través de canales, mi misericordia fluye hacia la humanidad.


Jesús Misericordiosísimo, de quien procede todo bien, aumenta tu gracia en nosotros para que realicemos dignas obras de misericordia, de manera que todos aquellos que nos vean, glorifiquen al Padre de misericordia que está en el Cielo.


Padre Eterno, mira con misericordia al grupo elegido de tu viña, a las almas de los sacerdotes y a las almas de los religiosos; otórgales el poder de tu bendición. Por el amor del Corazón de tu Hijo, en el cual están encerradas, concédeles el poder de tu luz para que puedan guiar a otros en el camino de la salvación y a una sola voz canten alabanzas a tu misericordia sin límite por los siglos de los siglos. Amén.


Coronilla de la Divina Misericordia




TERCER DÍA


Hoy, tráeme a todas las almas devotas y fieles, y sumérgelas en el mar de mi misericordia. Estas almas me consolaron a lo largo del vía crucis. Fueron una gota de consuelo en medio de un mar de amargura.


Jesús Misericordiosísimo, que desde el tesoro de tu misericordia les concedas a todos tus gracias en gran abundancia, acógenos en la morada de tu Compasivísimo Corazón y nunca nos dejes escapar de él. Te lo suplicamos por el inconcebible amor tuyo con que tu Corazón arde por el Padre Celestial.


Padre Eterno, mira con misericordia a las almas fieles como herencia de tu Hijo y por su dolorosa Pasión, concédeles tu bendición y rodéalas con tu protección constante para que no pierdan el amor y el tesoro de la santa fe, sino que con toda la legión de los ángeles y los santos, glorifiquen tu infinita misericordia por los siglos de los siglos. Amén.


Coronilla de la Divina Misericordia



CUARTO DÍA


Hoy, tráeme a aquellos que no creen en Dios y aquellos que todavía no me conocen. También pensaba en ellos durante mi amarga pasión y su futuro celo consoló mi Corazón. Sumérgelos en el mar de mi misericordia.


Jesús Compasivísimo, que eres la Luz del mundo entero, acoge en la morada de tu Piadosísimo Corazón a las almas de aquellos que no creen en Dios y de aquellos que todavía no te conocen. Que los rayos de tu gracia las iluminen para que también ellas, unidas a nosotros, ensalcen tu misericordia admirable y no las dejes salir de la morada de tu Compasivísimo Corazón.


Padre Eterno, vuelve tu mirada misericordiosa sobre las almas de aquellos que no creen en ti y de los que todavía no te conocen, pero que están encerradas en el Compasivísimo Corazón de Jesús. Atráelas hacia la luz del Evangelio. Estas almas desconocen la gran felicidad que es amarte. Concédeles que también ellas ensalcen la generosidad de tu misericordia por los siglos de los siglos. Amén.


Coronilla de la Divina Misericordia



QUINTO DÍA


Hoy, tráeme a las almas de los hermanos separados y sumérgelas en el mar de mi misericordia. Durante mi amarga Pasión, desgarraron mi Cuerpo y mi Corazón, es decir, mi Iglesia. Según regresan a la Iglesia, mis llagas cicatrizan y de este modo alivian mi Pasión.


Jesús Misericordiosísimo, que eres la Bondad Misma, tú no niegas la luz a quienes te la piden. Acoge en la morada de tu Compasivísimo Corazón a las almas de nuestros hermanos separados y llévalas con tu luz a la unidad con la Iglesia y no las dejes escapar de la morada de tu Compasivísimo Corazón, sino haz que también ellas glorifiquen la generosidad de tu misericordia.


Padre Eterno, mira con misericordia a las almas de nuestros hermanos separados, especialmente a aquellos que han malgastado tus bendiciones y han abusado de tus gracias por persistir obstinadamente en sus errores. No mires sus errores, sino el amor de tu Hijo y su amarga Pasión que sufrió por ellos, ya que también ellos están encerrados en el Compasivísimo Corazón de Jesús. Haz que también ellos glorifiquen tu gran misericordia por los siglos de los siglos. Amén.


Coronilla de la Divina Misericordia




SEXTO DÍA


Hoy, tráeme a las almas mansas y humildes y las almas de los niños pequeños y sumérgelas en mi misericordia. Estas son las almas más semejantes a mi Corazón. Ellas me fortalecieron durante mi amarga agonía. Las veía como ángeles terrestres que velarían al pie de mis altares. Sobre ellas derramo torrentes enteros de gracias. Solamente el alma humilde es capaz de recibir mi gracia; concedo mi confianza a las almas humildes.


Jesús Misericordiosísimo, tú mismo has dicho: "Aprended de mí que soy manso y humilde de Corazón". Acoge en la morada de tu Compasivísimo Corazón a las almas mansas y humildes y a las almas de los niños pequeños. Estas almas llevan a todo el cielo al éxtasis y son las preferidas del Padre Celestial. Son un ramillete perfumado ante el trono de Dios, de cuyo perfume se deleita Dios mismo. Estas almas tienen una morada permanente en tu Compasivísimo Corazón y cantan sin cesar un himno de amor y misericordia por la eternidad.


Padre Eterno, mira con misericordia a las almas de los niños pequeños que están encerradas en el Compasivísimo Corazón de Jesús. Estas almas son las más semejantes a tu Hijo. Su fragancia asciende desde la tierra y alcanza tu trono. Padre de misericordia y de toda bondad, te suplico por el amor que tienes por estas almas y el gozo que te proporcionan, bendice al mundo entero para que todas las almas canten juntas las alabanzas de tu misericordia por los siglos de los siglos. Amén.


Coronilla de la Divina Misericordia



SÉPTIMO DÍA


Hoy, tráeme a las almas que veneran y glorifican mi misericordia de modo especial y sumérgelas en mi misericordia. Estas almas son las que más lamentaron mi Pasión y penetraron más profundamente en mi Espíritu. Ellas son un reflejo viviente de mi Corazón compasivo. Estas almas resplandecerán con una luz especial en la vida futura. Ninguna de ellas irá al fuego del infierno. Defenderé de modo especial a cada una en la hora de la muerte.


Jesús Misericordiosísimo, cuyo Corazón es el Amor mismo, acoge en la morada de tu Compasivísimo Corazón a las almas que veneran y ensalzan de modo particular la grandeza de tu misericordia. Estas almas son fuertes con el poder de Dios mismo. En medio de toda clase de aflicciones y adversidades siguen adelante confiadas en tu misericordia y unidas a ti, ellas cargan sobre sus hombros a toda la humanidad. Esta almas no serán juzgadas severamente, sino que tu misericordia las envolverá en la hora de la muerte.


Padre Eterno, mira con misericordia a aquellas almas que glorifican y veneran tu mayor atributo, es decir, tu misericordia insondable y que están encerradas en el compasivísimo Corazón de Jesús. Estas almas son un Evangelio viviente, sus manos están llenas de obras de misericordia y sus corazones desbordantes de gozo cantan a ti, oh Altísimo, un canto de misericordia. Te suplico, oh Dios, muéstrales tu misericordia según la esperanza y la confianza que han puesto en ti. Que se cumpla en ellas la promesa de Jesús quien les dijo que: "a las almas que veneren esta infinita misericordia mía, yo Mismo las defenderé como mi gloria durante sus vidas y especialmente en la hora de la muerte. Amén.


Coronilla de la Divina Misericordia




OCTAVO DÍA


Hoy, tráeme a las almas que están detenidas en el purgatorio y sumérgelas en el abismo de mi misericordia. Que los torrentes de mi Sangre refresquen el ardor del Purgatorio. Todas estas almas son muy amadas por mí. Ellas cumplen con el justo castigo que se debe a mi Justicia. Está en tu poder llevarles el alivio. Haz uso de todas las indulgencias del tesoro de mi Iglesia y ofrécelas en su nombre. Oh, si conocieras los tormentos que ellas sufren ofrecerías continuamente por ellas las limosnas del espíritu y saldarías las deudas que tienen con mi Justicia.


Jesús Misericordiosísimo, tú mismo has dicho que deseas la misericordia, he aquí que yo llevo a la morada de tu Compasivísimo Corazón a las almas del Purgatorio, almas que te son muy queridas, pero que deben pagar su culpa adecuada a tu Justicia. Que los torrentes de Sangre y Agua que brotaron de tu Corazón, apaguen el fuego del Purgatorio para que también allí sea glorificado el poder de tu misericordia.


Padre Eterno, mira con misericordia a las almas que sufren en el Purgatorio y que están encerradas en el Compasivísimo Corazón de Jesús. Te suplico por la dolorosa Pasión de Jesús, tu Hijo, y por toda la amargura con la cual su Sacratísima Alma fue inundada, muestra tu misericordia a las almas que están bajo tu justo escrutinio. No las mires sino a través de las heridas de Jesús, tu amadísimo Hijo, ya que creemos que tu bondad y tu compasión no tienen límites. Amén.


Coronilla de la Divina Misericordia



NOVENO DÍA


Hoy, tráeme a las almas tibias y sumérgelas en el abismo de mi misericordia. Estas almas son las que más dolorosamente hieren mi Corazón. A causa de las almas tibias, mi alma experimentó la más intensa repugnancia en el Huerto de los Olivos. A causa de ellas dije: Padre, aleja de mí este Cáliz, si es tu voluntad. Para ellas, la última tabla de salvación consiste en recurrir a mi misericordia.


Jesús Misericordiosísimo, que eres la compasión misma, te traigo a las almas tibias a la morada de tu Piadosísimo Corazón. Que estas almas heladas que se parecen a cadáveres y te llenan de gran repugnancia se calienten con el fuego de tu amor puro. Oh Jesús Compasivísimo, ejercita la omnipotencia de tu misericordia y atráelas al mismo ardor de tu amor y concédeles el amor santo, porque tú lo puedes todo.


Padre Eterno, mira con misericordia a las almas tibias que, sin embargo, están encerradas en el Piadosísimo Corazón de Jesús. Padre de la Misericordia, te suplico por la amarga Pasión de tu Hijo y por su agonía de tres horas en la cruz, permite que también ellas glorifiquen el abismo de tu misericordia. Amén.


Coronilla de la Divina Misericordia


Sor Faustina y la Divina Misericordia

En la Pasión del Señor - Jesús en el Viernes Santo

 En la Pasión del Señor

Viernes Santo. Ciclo A. Dios se ha hecho tan débil, que ha aceptado sufrir la mayor debilidad: ha muerto.


Por: P. Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net



1. La muerte de una persona siempre es un misterio incomprensible. A medida que se va sumergiendo en las aguas del mar de la muerte, su experiencia se va haciendo más impenetrable: se nos hace impenetrable lo que siente, lo que sufre lo que piensa, lo que está pasando El misterio es mayor en la muerte de Cristo. Imposible penetrar en su hondura.

2. El Dios del Antiguo Testamento es un Dios grande, poderoso, vencedor de sus enemigos. En una teofanía grandiosa en el imponente macizo rocoso del Sinaí, precedido por la solemne manifestación cósmica del retumbar de los truenos, del fulgurar de los relámpagos y de la oscuridad de la nube espesa en el monte humeante, se manifestó Dios tres veces santo, al pueblo aterrorizado en el campamento. Hoy se conocen las leyes físicas de estos fenómenos naturales causados por descargas eléctricas, pero en aquellos tiempos impresionaban a los pueblos extraordinariamente. El Dios del Exodo es el Dios que se manifiesta en la zarza ardiente, y que hace vacilar los fundamentos de los montes, que tronó desde los cielos, que hizo sonar su voz, que lanzó sus saetas y los desbarató, fulminó sus rayos y los consternó (Sal 18,7). Es el Dios que arranca los cedros de raiz, que se sienta sobre el aguacero. El Dios de las plagas de Egipto, el que mata a los primogénitos del país, el Dios que separa las aguas del mar Rojo. El Dios que hace caer serpientes en el desierto, el Dios que hace brotar agua de la roca.

3. Pero he ahí que el Dios que los judíos nunca pudieron comprender que tuviera un Hijo, Jesús, se convierte en un Dios débil y humillado, anonadado. Vendido por Judas, negado por Pedro, juzgado por el Sanedrín, por Herodes y Pilato, preferido por los judíos a Barrabás, un bandido, abofeteado, azotado, escupido por los soldados, coronado de espinas, abochornado y burlado con un manto escarnio de púrpura, mofado como rey de burla, pedido para ser crucificado. Condenado a muerte, escarnecido en la Cruz, insultado por los ladrones y por los Sumos Sacerdotes: "Si eres hijo de Dios, sálvate y baja de la Cruz". Movían la cabeza. Ha salvado a otros y a sí mismo no se puede salvar. El Dios Jesús callaba. Ofrecía su mejilla a los que le golpeaban y soportaba que se mofasen de él. Y Dios muere, no con una muerte heroica y grande, sino humillante y dolorosa, escandalosa. Muere crucificado, tormento horrible, condena de esclavos.

4. La inspiración del gran poeta ha intuido la inmensa e infinita angustia del hombre Jesús:

"El subía bajo el follaje gris, - todo gris y confundido con el olivar, - y metió su frente llena de polvo - muy dentro de lo polvoriento de sus manos calientes”. (Rilke).

5. El velo del Templo se rasgó. Ante la debilidad espantosa de Dios, debe rasgarse también nuestro concepto del Dios del Antiguo Testamento. Debemos aceptar a un Dios humillado, que se encarna en la debilidad humana y que quiere ser el servidor de todos y el que está en los pequeños, en los sin cultura, en los marginados y en los torturados de todas las sociedades: "lo que hacéis a uno de mis pequeños, a mí me lo hacéis".

6. Los personajes que intervienen en la Pasión y Muerte de Jesús, no son extraordinariamente malos, sino personas normales y corrientes. Y esta reflexión nos ayuda a aceptar que nos puedan negar, vender, juzgar, traicionar, abandonar, y crucificar, las personas normales que están junto a nosotros. Podemos ponerles nombres y apellidos y hasta fechas, pero también podemos poner nuestros nombres como sujetos activos de esas deslealtades.

7. Uno de vosotros me va a entregar. ¡Es tan fácil! ¡Les había dado tanta confianza! Ni tenía cajones cerrados con llave, ni las cuentas escondidas. Iba con el corazón en la mano. Se confiaba fácilmente y confiaba ciegamente. El que no es capaz de hacerlo, nunca sospecha porque no le nace. Pero hay gente recelosa, buscona, aprovechada. Satanás se aprovecha del que tiene tendencias oscuras y vengativas. El otro, éste es el momento. Le hemos cogido. Que se acuerde de que cuando nos hablaba duro y exigente... Nunca tendrá paz. Se quitará la vida, o vivirá con la amargura emponzoñándole el alma incesantemente. A veces le apretará más, a veces se agudizará más, pero no será capaz de dar un paso atrás, que sería su salvación.

8. ¿No eres tú también discípulo de ese hombre? Pedro contestó: Yo no. Le debía la vocación, la predilección, la confianza, la formación. Todo lo olvida el miedo, le quiere pero con reservas, si cuenta conmigo sí, si le pospone le guarda en el fondo un rincón oscuro de rencor. Te venden, dices las cosas y te las interpretan y divulgan, las comentan, hombres, mujeres...piadosos, consagrados, desleales, Superiores. Te hacen perder la confianza. No se puede ser tan sincero, te repliegas a la fuerza. Te tienes que replegar, amargado. Te hacen desconfiado. A veces por alardear de mayor confianza.

9. –“¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?- Volvieron a gritar: A ese no, a Barrabás”. Nueva humillación para Jesús. Nunca lo hubiera pensado, y era Dios, ¿como podemos pensar los hombres, que un hijo nuestro no prefiera a un criminal? ¿A un falsario? A un traidor. A un desleal que lo ha recibido todo de Jesús?

10. “Si suelta a ese no eres amigo del César”. Todo menos pasar por amigo del discutido. No yo no estoy con el discutido; estoy con el que discute, que parece que se está abriendo un camino nuevo. Quizá con él tenga más autoridad, más seguridad, menos representación, menor exigencia, más tolerancia. Pues, que lo crucifiquen, pero pronto, que yo ¡eso sí, no lo puedo ver! y me duele subir las escaleras empinadas y difíciles. Que se acabe pronto esto, pero yo no daré la cara por él, no sea que la carguen conmigo, que la cargarán, porque saben que yo soy amigo suyo y soy de los primeros llamados por él. Esto no puede seguir así. Con qué prontitud se ha creído la acusación, sin el beneficio de la presunción de inocencia. Terrible... Y se entregan en manos del enemigo, aunque por poco tiempo.

11. “Tengo sed”. Y le dieron vinagre. ¿Por qué te damos vinagre, Señor? Amargura para ti, que eres el más dulce de los hijos de los hombres. “Cuando Cristo entró en el mundo dijo: “Tu no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”... Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio”. Sin penetrar en la mística terrible del Mysterium iniquitatis se comprende un poco que se admita la muerte de Jesucristo como sola una voluntad perversa de los que no le admitieron, y entonces no sé qué exégesis correcto podrá hacerse del texto revelado de la carta a los Hebreos 10,1-18.

11. ¿Por qué tanto dolor, Señor? ¿Por qué tanta humillación? Tantas palabras, tanta formación, tantos desvelos, tanto amor malbaratado, tanta angustia y zozobra, pobreza y sufrimiento, cobardía y mediocridad, ¿Por qué tanta tibieza en defender lo que sabes que es la verdad, cuando tienes tantas agallas para ponerte en tu sitio cuando tu amor propio te empuja? ¿Por que tanta sangre, Señor? ¡Qué gran amor el tuyo y el de tu Padre, que te entrega para que participemos de vuestra vida trinitaria y feliz por siempre! Te adoramos, Cristo y te bendecimos porque por tu santa Cruz has redimido al mundo.

Los novillos de Basán se han desbocado,

los mastines en jauría me acorralan,

la soledad es total, cruda y sarcástica,

cual la hiel de la Cruz, retama amarga.



¡Ay si me descubrieses por un tiempo,

aunque breve, tu faz de amor dulcísimo,

Jesús del terremoto, Jesús de mi agonía!

¡Ay si tus. ojos deslumbrantes me miraran!



Pero no, es la hora inexorable

del misterioso poder de las tinieblas,

la de la angustia y dolor sin analgésico,

la del frenesí y de la locura sin fronteras.



Getsemani y lluvia de sangre,

Señor Jesús, no es poesía.

Getsemaní es amar, morder el polvo,

como un mar sin riberas en tus brazos.



Los pies y las manos taladrados,

ya en la Cruz, me horrorizan y me aterran,

alrededor se oyen gritos y golpes de martillos.

Martillos y puñales y lanzadas.



y palabras y palabras y palabras,

envenenadas con caridad por vaselina.

Pretextando y juzgando LEY en mano,

Por no haber asimilado su doctrina.



Y se levanta la Cruz majestuosa,

en un silencio escalofriante

de dolor y de ignominia.

Allí estás Tú, mi Jesucristo,



Maestro, Redentor, hecho un gusano.

Tiritando de fiebre y despojado,

sin honor, sin amor, hecho un leproso,

te me acercas y me eclipsan tus tinieblas,



y me quemas, y me incendias y...te alejas.

Jesús- Dios en el cepo y ultrajado.

¡No hay piedad para Ti, Tú que la diste

a inagotables chorros a cualquiera!



-¡Blasfemo!- oyes que te gritan, y Tú callas...

Cierras tus ojos bellos para mirar al Padre,

y pides perdón para los deicidas...

Otra vez los abres y nos das

a tu hermosa Madre traspasada,

y le prometes al ladrón la VIDA.



Tienes sed y la sufres, Tú, la fuente,

eres Pastor y te quedas sin ovejas,

y al morir, tu Iglesia es María y Juan y Magdalena.

Y aunque Pedro te negó, no lo desechas.



Les disculpas y rocías con tu Sangre.

A tu Padre le dices que qué saben...

Ese es el Amor, el de tu Reino,

el que nos dejas como Ley, Valor Supremo.



Todo está ya cumplido, ¿qué más queda?...

Que tu Cuerpo consumido dé cosecha,

de flores y esmeraldas

y olorosas Primaveras.



El Ungido está aquí, el Seducido espera.

¿Qué hay en tu corazón que, triturado,

sigue, mientras sangra y llora a gritos, perdonando?

Dime ¿Qué hay en tu corazón, Maestro,

que soy un aprendiz y no comprendo?



El Padre te abandona y Tú le gritas,

tu garganta reseca balbucea,

el clamor del populacho se desploma

sobre tu Cuerpo Santo y tu alma bella.



Y Tú en la Cruz sigues y sigues,

sin huir, ni maldecir, ni fulminar un rayo...

¡Esa fuerza, Señor, no es la de un hombre!

¡Esa fuerza es la de un Dios Crucificado!



La Transfiguración y la Cruz

 La transfiguración del Señor: la casa encendida

Por: P. Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net



Dice San León que: “El fin principal de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz”.

Por eso los llevó a un monte alto, para ilustrarlos acerca de su pasión, para hacerles ver que era necesario que el Cristo padeciese antes de entrar en su gloria, conforme a lo anunciado por los profetas (Lc 24,25); para sostener aquellos corazones atribulados y desfallecidos”.

El escenario será el monte Tabor. El Tabor es un monte redondo, gracioso, solitario, que con sólo trescientos metros de altura, destaca por su figura excepcional y su separación de otras montañas.

Situado en el extremo nordeste de la llanura de Esdrelón, dista de Cesarea setenta kilómetros. Es uno de los montes con más personalidad de toda Palestina. Su verdor contrasta con la desnudez de las alturas cercanas.


La subida

El camino, siguiendo la vía del mar, es fácil y placentero. Bordeando el lago, se llega al pie del monte. Acompañan a Jesús Pedro, Santiago y Juan.

Los mismos testigos de su agonía en Getsemaní, pues la glorificación del Tabor y el anonadamiento del huerto son la cara y la cruz de todo el evangelio. Para que la correspondencia sea más rica, la cruz está presente en la glorificación y el consuelo no faltará en la cruz.

Una reacción es igual, los discípulos se duermen en ambos escenarios. Casi siempre será lo mismo. Jesús solo en su luz inaccesible, en su dolor mortal. Al otro lado quedan los discípulos, incapaces por el sueño de ingresar en la esfera purísima de la aparición, y de compartir la gloria y la angustia del Señor.

Paradojas: La agonía y la transfiguración. El bautismo y la transfiguración. La tesis y la antítesis se funden y se transparentan. No es posible encontrar un episodio de la vida de Jesús que sea sólo cruz o sólo gloria. Todos sus pasos llevan el sello de esa ambivalencia que llegará al extremo en el instante final de su vida, de supremo anonadamiento y exaltación.

“Cristo se hizo obediente hasta la muerte de cruz y por eso el Padre lo exaltó”. A la humillación del bautismo, el Padre se hizo presente con la alabanza suprema: “Este es mi Hijo muy amado, en quien me complazco”.

Son las mismas palabras que resuenan en el aire estremecido del Tabor, en la gloria de su rostro como el sol, de sus vestidos luminosos, pero acibaradas por su alusión al sufrimiento y a la ignominia. ¿Los apóstoles estaban acongojados por la atroz predicción de su Maestro?

Su ternura compasiva aligera cada momento de su programa de obediencia al Padre, para que sirva de provecho y enseñanza y aliento a aquellos hombres débiles que tanto ama.


El relato de Lucas

“Unos ocho días después de este discurso cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, y sus vestidos refulgían de blancos. De pronto hubo dos hombres conversando con El, Moisés y Elías, que aparecían resplandecientes y hablaban de su éxodo, que iba a completar en Jerusalén.

Pedro y sus compañeros se caían de sueño; pero se espabilaron, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús:

-Maestro, viene muy bien que estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

No sabía lo que decía. Mientras hablaba se formó que los cubría. Salió de la nube una voz que decía: Este es mi Hijo elegido. Escuchadlo. Cuando cesó la voz, Jesús estaba solo” (Lc 9,28).


Moisés y Elías. En medio, Jesús.

La Ley y los Profetas, flanqueando el Evangelio, como en la mente de Dios y en su voluntad de salvación, que se había de cumplir en el tiempo. Igual que en el triunfo escatológico, cuando Jesucristo sea exaltado como rey y centro de todas las edades. Jesús, resplandeciente sobre un monte de la tierra.

A diez kilómetros de Nazaret, por donde había caminado vestido de humildad, y de carne opaca. Ahora, desanuda el vigor y la belleza de su ser, reprimidos por las leyes de la encarnación, y permite que aparezcan, y fulguren, y fascinen a quienes los contemplan.

Quiere que su alma, unida al Verbo y gozando la visión beatífica de Dios, desborde su gloria hasta redundar en el cuerpo, como hubiera sido siempre su estado connatural, si él no hubiera querido oscurecer sus efectos.


La nube

Una nube los cubría. Es la nube. La nube de larga historia: aquella historia de Dios enlazada con la historia de los hombres, que denota la presencia del Señor. La nube cubrió el tabernáculo (Ex 40,34).

La nube garantizaba todas las intervenciones divinas: "El Señor dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti” (Ex 19,9). Esa nube cubre ahora a Jesucristo y de ella brota la voz poderosa: “Este es mi Hijo elegido, escuchadlo”.

La nube que se había cernido sobre María en la Encarnación: “El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso al que va a nacerlo llamarán consagrado, Hijo de Dios” (Lc 1,35).

La nube que delata y oculta; la nube, esa sombra que, como dice San Agustín, se produce siempre que la luz de Dios se encuentra con un cuerpo para alguna encarnación. La nube que acreditará el triunfo de Jesús en su ascensión (Hech 1,9), y en su retorno (Mc 13,26), cuando los que le hayan seguido se le incorporen, envueltos en nubes de victoria (1 Tes 4,17).


“No tengáis miedo”

Añade Mateo: “Los discípulos cayeron sobre su rostro, presos de un gran temor. Se acercó a ellos Jesús y, tocándoles, dijo: Levantaos. No tengáis miedo” (Mt 17,6). Jesús provoca el temor y luego lo disipa. Es un temor que despierta al alma purificándola. Temor necesario para que no rebajemos la grandeza de Dios hasta el nivel de nuestra rutina o de nuestros proyectos mundanos.

Jesús rectifica la imagen común del Reino hablando de padecimientos y muerte; después se lleva a los apóstoles hasta un monte y, entre nubes, manifiesta su gloria. Porque él es el Señor, cuyos pensamientos distan de los nuestros como el cielo de la tierra, y porque siempre busca el modo de consolar, no atemperando sus planes a nuestros deseos, sino haciéndonos levantar los ojos por encima de este mundo.

El libro del Apocalipsis, libro de consolación escrito al final de la era apostólica, tras la persecución de Nerón y en vísperas de la de Domiciano, sigue este mismo método, no prometiendo milagros que eviten el dolor; sino definiendo la fugacidad de este tiempo y proclamando, contra los emperadores terrenos de pies de barro, la certidumbre del Cristo poderoso, transfigurado ya para siempre, anunciado ya anteriormente por la profecía de Daniel.


La caducidad de este mundo

Baltasar, rey de Babilonia aún estaba temblando, por la visión de la mano que escribía sobre la pared su perdición, en medio del banquete sacrílego en el que habían profanado el rey y sus cortesanos y sus mujeres, los vasos sagrados del Templo de Jerusalén. Daniel le reveló el sentido de las fatídicas y enigmáticas palabras.

Baltasar fue asesinado aquella misma noche. Le sucedió Darío y en su tiempo, Daniel tiene la visión que vamos a interpretar. Para comprender su mensaje, hemos de situarnos histórica y psicológicamente en el mundo del autor y en su mentalidad judía, profética y apocalíptica.

Daniel combina la historia y la mitología, con la tradición y el futurismo mesiánico, para crear la convicción de que al final de los tiempos el reino de Dios será entregado al pueblo de los santos de Dios, el resto de Israel, presidido por su Cabeza.

Como al principio de la creación todo fue obra del "viento", del Espíritu, así ahora los cuatro vientos del cielo agitan el océano de modo que lo que salga de él será obra del "ruah" de Yahvé. Y aparecen cuatro bestias, identificadas con los cuatro imperios: babilónico, medo, persa y griego, manejados, en su espectacular poderío, por la providencia de Dios.

Vio Daniel cuatro fieras que salían del océano: La primera, el león con alas de águila, rey del mundo animal, corresponde a la cabeza de oro de la estatua del capítulo segundo.

Esta bestia, Darío, tiene "corazón de hombre", porque reconoció al Dios de Daniel, con lo cual dejó de ser una fiera que luchaba contra el reino de Dios: "El rey Darío escribió a todos los pueblos, naciones y lenguas de la tierra: Ordeno y mando: Que en mi imperio todos respeten y teman al Dios de Daniel.

Él es el Dios vivo que permanece siempre. Su reino no será destruido, su imperio dura hasta por siempre. Él salva y libra, hace signos y prodigios en el cielo y en la tierra. El salvó a Daniel de los leones".

La segunda fiera, es un oso, que corresponde al pecho de plata de la estatua. Esta era el imperio medo. La tercera, el leopardo, que equivale a las piernas de bronce, es el imperio persa.

Sus cuatro alas simbolizan la celeridad de sus conquistas en todas las direcciones, y sus cuatro cabezas la representación de los cuatro reyes de Persia que conoce la Biblia: Ciro, Jerjes, Astrajerjes y Darío el persa. La cuarta, horrible y espantosa, corresponde a los pies de hierro y de barro de la estatua, y representa el imperio griego, en cuyo tiempo vivía Daniel.

Sus diez cuernos eran diez reyes contemporáneos. El undécimo, que "blasfemará contra el Altísimo e intentará aniquilar a los santos y cambiar el calendario y la Ley", era Antíoco IV Epífanes.

Todos estos reinos habían sido reflejos de la acción de Dios en la tierra e instrumentos punitivos de su Providencia.


La profecía escatológica de Daniel 7,9

Hasta aquí la historia. A partir de este momento viene la profecía escatológica. La visión continúa. Un anciano de muchos años, sin principio ni fin, de blanca túnica y cabellera blanca, símbolo de la pureza y rectitud, a quien sirven miles y miles, se sienta en un trono de fuego purificador.

Comienza el juicio y el insolente undécimo cuerno es matado, descuartizado y echado al fuego. A los demás se les deja vivos durante un tiempo. Cuando todo parece concluido, aparece la más sorprendente novedad, desenlace de toda esta visión apocalíptica.

Entre las nubes del cielo viene como un hombre a quien se le da "poder, honor y reino". Extraordinario contraste porque mientras todos los reinos de la tierra vinieron del océano, el reino de Dios viene de arriba, del mismo Dios.

No es como una fiera sino semejante a un ser humano. Es el rey mesiánico a quien se le da el "poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo". Daniel identifica a este Mesías, hijo de hombre, con el pueblo de los santos. Es un mesianismo colectivo, definitivo y eterno.

Profetiza el triunfo del Cristo total en su tensión escatológica, la gloria del Cuerpo Místico de Cristo, el fulgor de la Iglesia, como se lo aplicó a sí mismo Jesús al identificarse con el Hijo del Hombre, que vendría sobre las nubes del cielo y con cuantos creen en El.

"¿Por qué me persigues?", le dirá a Pablo. Este es el rey de quien "Una voz desde la nube dice en el Tabor: “Escuchadle”" (Mc 9, 1).

¿El hombre Jesús necesitaba Confirmación?

¿El hombre Jesús ha quedado afectado por su opción por el camino de la cruz? A sus amigos ya les ha anunciado su pasión y muerte. La sombra amarga de la suprema humillación y aniquilamiento no pesa sólo sobre ellos, sino también sobre él; ¿acaso no es hombre de carne y sangre?

Jesús necesita afirmarse y afirmar su identidad de Hijo de Dios, sobre todo en los más íntimos. Por eso: "Cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar". Se transfiguró y sus vestidos resplandecían de blancura. Su realidad, que permanecía oculta, se manifestó. Dios le llenó desde dentro.

Entrar en oración es llegar a la fuente fresca de la transfiguración, allí donde la luz tiene su manantial. Todo cambia en la oración. El encuentro de Jesús con su Padre fue confortador y estimulante. Glorificador.

Dos hombres conversan con él de su "Éxodo". Los dos guías máximos de la fe de Israel, que han precedido a Jesús y le han esperado, ahora, como compañeros suyos, conversan con él de su muerte: "Yo para esto he venido" (Jn 12,27). Es el tema de mayor importancia y el que más preocupa a Jesús y a sus discípulos. Desde este momento Jesús ve su muerte como un éxodo al Padre.

La transfiguración es una victoria oculta. Es como una luz que ilumina la tiniebla de la pasión, como esperanza que desvela el sentido del camino de la muerte de Jesús y de los suyos. He ahí la pedagogía de la transfiguración y el punto culminante del evangelio.

Viviremos siempre. “Si con él morimos, viviremos con él” (2 Tm 2,11). La muerte sólo es un episodio, un tramo necesario del camino, sin el cual no podemos llegar a la meta. Un túnel después del cual está la luz. "Somos ciudadanos del cielo". La transfiguración de Jesús es la transfiguración del hombre.


Visión de Santa Teresa

Cuenta Santa Teresa que hablando de Dios con el Padre García de Toledo, su confesor, vio a Jesús transfigurado que le dijo: "En estas conversaciones yo siempre estoy presente". Y el Padre se hizo presente y su voz desde la nube decía: "Este es mi Hijo, el Elegido. Escuchadlo".

Era como decirles: No os escandalicéis de su muerte en cruz, es mi voluntad y el único camino de la Redención. Ese hombre que camina hacia la muerte es mi Hijo, que no sólo tiene la naturaleza de Dios, sino que también recibe su poder.

Seguid el camino que él va a recorrer. Su muerte y vuestra muerte terminarán en una glorificación transfigurada. Esa es la cara oculta de Jesús que no veíais. Estaba oculta y seguirá estándolo, pero ya habéis visto momentáneamente, que la oscuridad de la cruz, encubre la luz encendida e inmarcesible.

Como Israel salió de Egipto en dirección a la tierra prometida, el éxodo de Cristo desde Jerusalén, irá de la muerte a la resurrección. A Pedro se le ha quedado grabada hondamente la escena y nos lo dice:

"El recibió de Dios Padre el honor y la gloria cuando desde la grandiosa gloria se le hizo llegar esta voz: “Este es mi hijo, a quien yo amo, mi predilecto”. Esta voz llegada del cielo, la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada. Es una lámpara que brilla en la oscuridad, hasta que despunte el día y el lucero de la mañana nazca en vuestros corazones" (2 Pd 1,18).

La Palabra del Padre nos invita a la obediencia a Jesús, cuya vida y palabra es el camino trazado por el Padre, que nos manda escucharle para caminar con Jesús en el desierto, hasta la crucifixión solemne, o pequeña y escondida, y la resurrección, ya que el Apóstol nos asegura que "transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo" (2 Cor 3,18).


¿Qué hay después de esta vida temporal?

Dice el Vaticano II: "Ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte que, a pesar de tantos progresos, subsisten todavía? ¿Qué hay después de esta vida temporal?" (GS 10).

La Transfiguración del Señor da respuesta a estas preguntas, porque “Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo", para que la humanidad pueda salvarse.

Quería Pedro quedarse, ¡se estaba muy bien allí! Presiente y anhela la meta, el descanso y la plenitud consumada. No quiere pensar que hay que pasar por la muerte. San Agustín, ante el deseo de Pedro, le dice:

“Desciende, Pedro. Tú, que deseabas descansar en el monte, desciende y predica la palabra... Trabaja, suda, padece a fin de que poseas por el brillo y hermosura de las obras hechas con amor, lo que simbolizan los vestidos blancos del Señor. Desciende a trabajar en la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado y crucificado en la tierra; porque también la Vida descendió para ser muerta, el Pan a tener hambre, el camino a cansarse de andar, la Fuente a tener sed”.


Por eso canta gozosa la Iglesia

En la transfiguración, prenda de gloria, canta la Iglesia el Salmo 96: “El Señor reina, la tierra goza”. El Señor, se alegra la tierra entera y toda la naturaleza participa en la alegría general; todo el cosmos va a ser bendecido con el reinado del Señor. Toda la tierra, hasta las islas lejanas, que son los pueblos ribereños del Mediterráneo.

El Señor aparece entre nubes y tinieblas para velar su majestad, pero precedido de fuego purificador y aislante entre el Santo y las criaturas contaminadas. El fuego anuncia que nadie puede oponerse a la obra de su santidad y justicia.

Este salmo, anterior naturalmente al monte Tabor, reproduce la escena del Sinaí y recuerda la profecía de Habacuc 3,3. Pero su fuego y sus tinieblas no presagian calamidades y catástrofes, sino serenidad y equilibrio, justicia y sosiego. Exaltación y grandeza.

Hemos sido y estamos siendo testigos de tantas injusticias, cataclismos y desmanes y abusos de los poderosos y corruptos, que, ante el anuncio de la paz del Señor y de su justa justicia, manifestada en la Transfiguración de su Hijo Jesús, sentimos un estremecimiento de gozo.

Al contemplar la transfiguración celebramos su vida resucitada. Al celebrar la Eucaristía, velado por los accidentes del pan y del vino, comemos y bebemos al Jesús que se transfiguró y cuyos vestidos aparecieron blancos como la nieve, como los del anciano que describe Daniel: "Sus cabellos como lana limpísima, su trono llamas de fuego, que son los caracteres de Dios Padre".

Su acción ahora, aunque esté oculta a nuestros ojos, es la misma que la de entonces. "Cristo hoy y ayer, el mismo por los siglos" (Hb 13,8), preparando el lugar eterno y transfigurado que nos ha prometido. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!


Descubrir la ternura

Augusto Valensín, jesuita francés, escribe sobre la Transfiguración a la luz de los pensamientos que vivía esperando la muerte: “Estos son los sentimientos que me gustaría tener a la hora de la muerte: pensar que voy a descubrir la ternura.

Yo sé que es imposible que Dios me decepcione. ¡Sólo esa hipótesis es absurda! Yo iré hasta él y le diré: No me glorío de nada más que de haber creído en tu bondad. May es donde está mi fuerza. Si esto me abandonase, si me fallase la confianza en tu amor, todo habría terminado. Porque no tengo el sentimiento de valer nada sobrenaturalmente. No, cuanto más avanzo por la vida, mejor veo que tengo razón al presentarme a mi Padre como indulgencia infinita.

Aunque los maestros de la vida espiritual digan lo que quieran, aunque hablen de justicia, de exigencias, de temores, el juez que yo tengo es aquel que todos los días se subía a la terraza para ver si por el horizonte asomaba el hijo pródigo de vuelta a casa. ¿Quién no querría ser juzgado por él? San Juan escribe; "Quien teme, no ha llegado a la plenitud del amor” (1 Jn 4, 18).

Yo no temo a Dios, y el motivo no es tanto que yo le ame, como el que sé que me ama él. Y no siento necesidad de preguntarme por qué me ama mi Padre o qué es lo que él ama en mí.

Me costaría mucho responder a estas preguntas. Sería totalmente incapaz de responder. Pero yo sé que él me ama porque es amor; y basta que yo acepte ser amado por él, para que me ame efectivamente. Basta con que yo realice el gesto de aceptar.

Padre mío, gracias porque me amas. No seré yo el que grite que soy indigno. Porque, efectivamente, amarme a mí tal como soy, es digno de tu amor esencialmente gratuito. Este pensamiento de que me amas porque te da la gana, me encanta. Y así puedo librarme de todos los escrúpulos, de la falsa humildad que descorazona, de la tristeza espiritual, de todo miedo a la muerte.


Fue como un relámpago

Jesús se encamina a la muerte con serenidad, seguro de que el triunfo culminará su vida, porque su muerte será provisional y pasajera. Jesús descubre que, cuando habla a sus apóstoles de su muerte, éstos se entristecen y tratan de disuadirle.

No entienden que resucitará a los tres días. Ellos creían, como la mayoría de sus contemporáneos, en una resurrección al final de los tiempos. Aunque habían visto la resurrección del hijo de la viuda de Naín y de la niña de Jairo, no podían imaginar que regresara a la vida después de la muerte.

Si moría ¿quién iba a resucitarle a él? Por eso Jesús decide anticiparles una hora de gloria, un relámpago de luz antes de que llegue la noche, como un “anticipo” de la resurrección. ¿Pero, por qué no quiso mostrar su gloria a todos, sino que reservó este regalo a solos tres? ¿Podrían guardar un secreto tan grande entre los doce? Que lo vean tres, para que puedan testimoniarlo en la oscuridad.

Los elegidos verán también de cerca la hora de su agonía en el huerto de los Olivos. Getsemaní y Tabor son como los dos extremos de la vida de Jesús. Allí es el estallido de la humanidad de Jesús, aquí es el estallido de su divinidad. Allí, el miedo y el dolor parecen sumergir la fuerza sobrenatural de Jesús.

Aquí, es la luz de su gloria la que parece situarle fuera de las fronteras humanas. Conviene que sean los mismos testigos los que presencien estas dos horas extremas de su vida.


La maravilla del Tabor

Una gran calma rodeaba al Tabor. En el cielo no había ni una nube. Las zarzas y los cardos, ya desflorados ya y casi secos. Cuando llegaron a la cima, el Maestro comenzó su oración. Ellos, pronto se durmieron. No eran fáciles para la contemplación. También se dormirán en Getsemaní. De repente, les deslumbró un resplandor. Abrieron sus ojos y vieron que la luz procedía de Jesús. Su rostro brillaba.

Los tres evangelistas cuentan la escena con detalles. Mateo ve al Maestro como más hermoso que el sol y vestido de luz. Pero los tres subrayan que la luz sale de él. Le pertenece como algo de su propia sustancia: no es un rayo que viene de lo alto; sale de él, emana de él, radica en él. Vestido de luz se encuentra en su verdadero elemento. Es su estado más normal, dice Bernard. Fue como si hubiera desatado al Dios que era y lo tenía velado en su humanidad.

Su alma de hombre, unida a la divinidad, desborda en este momento e ilumina su cuerpo. Si la alegría de un enamorado es capaz de transformar a un hombre, ¿qué no sería aquella tremenda fuerza interior de amor en llamas que Jesús contenía para no cegar a los que le rodeaban? Jesús levanta el velo que cubría su rostro y su fuerza interior desborda en su mirada, en su gesto, en sus vestidos.

Los discípulos se sienten deslumbrados. Muchos años más tarde, san Pedro, como ya hemos dicho, recordará esta hora: “Con nuestros ojos hemos visto su majestad” (2 Pe 1, 16).


No estaba solo

Aún no habían salido de su asombro ante aquel rostro refulgente cuando advirtieron que Jesús no estaba solo. Con él conversaban dos personalidades: Moisés y Elías. Los representantes de la ley y de los profetas.

Moisés era el padre del pueblo judío cuyo rostro había visto el pueblo brillar cuando descendía del Sinaí. Elías era el profeta que había de anunciar la venida del Mesías. Hablaban. Y los apóstoles podían escuchar la conversación sobre su muerte y le animaban al dolor redentor. Su presencia anticipaba la del ángel consolador en el Huerto de la agonía.

Los tres suplirán el aliento que no le dan los discípulos, entre quienes “busqué quien me consolara y no lo hallé”. Casi siempre será así.

Pedro generoso, decidido, presuntuoso también, quiere vivir, hacerse notar, desea cumplir con los invitados, llenar su papel de entrega, de servicio y de protagonismo. Pero es generoso: ni piensa en él ni en los otros apóstoles, sino en Jesús y sus acompañantes.

Los señores duermen en los palacios o, al menos, en tiendas. Los tres esclavos dormirán ante la puerta de las tiendas.


La grandeza de Dios estalla como una tempestad

Comenta Lanza del Vasto: Entonces, en la cumbre del cielo, estalla la grandeza de Dios de manera que ni siquiera nos hubiéramos atrevido a soñar. Estalla como una tempestad, pero como una tempestad que habla.

Barre las resistencias, hace callar todo delirio y todo pensamiento y toda visión. Y toda figura se borra en la nube luminosa y ya nada subsiste en el abismo tonante, salvo la sombra luminosa de la revelación.

Los tres apóstoles comprenden que están ante algo definitivo y terrible. Por eso caen al suelo, “se prosternaron rostro en tierra, sobrecogidos de un gran temor” (Mt 17,6). Han entrado en contacto con la divinidad. Caen en oración. La zarza ardiendo está ante sus ojos, dice Martín Descalzo.


Jesús solo

Les toca el hombro y, cuando alzan la cabeza y abren los ojos, ya no ven a nadie sino a Jesús solo. Como sigue diciendo Lanza del Vasto, “ven la parte de él que está a su alcance. Porque Jesús ha vuelto a velarse con su carne para no abrasarles totalmente”.

Todo vuelve a ser familiar y sencillo: el gesto de tocarles el hombro, su soledad entre los arbustos de la montaña, la sonrisa que acoge sus rostros aterrados.

Al verle, se sienten felices de que la nube no les haya arrebatado a su Maestro como se llevó a Moisés y a Elías. Ni siquiera preguntan por ellos. Casi se sienten aliviados de que haya cesado la tremenda presencia y la luz de momentos antes.

Este es su Jesús de cada día, con él se sienten protegidos. Pero están aturdidos. No vieron venir a los dos profetas, no los han visto marcharse. Muchas cosas se han aclarado en sus corazones. Ahora entienden mejor el porvenir. Con su transfiguración, se ha transfigurado también su destino. Si muere, no morirá del todo.

Ellos han visto un retazo de su gloria. Ahora ya saben lo que su Maestro quiere decir cuando les habla de resurrección. Será algo como lo que ellos han tocado hoy con sus manos y sus ojos han visto.

Han oído, además, la voz del Padre certificando todo lo que ellos ya intuían. Han interpretado esa voz como una consagración.

Pedro lo recordará en su carta porque sabe que ha visto con sus ojos su grandeza y no sigue fábulas inventadas. Sabe que el Padre le ha dado el honor y la gloria y se siente feliz de que Dios le haya hecho conocer el poder y la manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1 Pe 1, 16). Y los apóstoles ya no sabían si estaban llenos de terror o de entusiasmo. Sólo sabían que habían vivido una de las horas más altas de sus vidas.


Escriben Guardini y Martín Descalzo

“Nos sentimos inclinados a creer que fue una visión. Sería lo justo si sólo nos atuviéramos a la interpretación del fenómeno. Esta nos diría que es una realidad trascendente a la experiencia humana. La índole de la aparición sugiere tal interpretación: la "luz”, no es la del universo, sino la de la esfera interior, luz espiritual; o la “nube”, palabra que designa una formación meteorológica conocida de nosotros, sino una claridad velada y celestial que se manifiesta, pero resulta inaccesible.

La irrupción súbita del fenómeno nos hace pensar también que se trata de una visión: los personajes se presentan y desaparecen de repente, sentimos el abandono de este lugar de la tierra visitado y abandonado después por el cielo. Pero visión no significa un fenómeno subjetivo, una imagen cualquiera producida por el yo, sino la manera en la que captamos una realidad superior a nosotros”.


Comenta Martín Descalzo:

“No fue pues una invención, ni un sueño, fue una realidad percibida por los apóstoles en su mundo interior, fue el descorrimiento de un velo que mil veces habían intuido y nunca comprendido”.

El mismo Guardini llama a este descubrimiento el fuego, esa unión misteriosa que hay entre el Hijo de Dios humano de Jesús y que hace de él un hombre hiperviviente en plenitud de vida humana pero elevada a dimensiones que jamás podremos los hombres entender.

Su vida no es sólo la de un hombre que ama a Dios, ni siquiera la de un hombre invadido por Dios, sino la de un hombre que es verdaderamente Dios. Esto, que nosotros creemos y sólo a medias entendemos, fue entrevisto por un momento en la cima del Tabor.

Esa unión misteriosa estalló en el rostro de Jesús, y los tres apóstoles vieron algo de lo que nosotros sólo veremos en el día final, cuando contemplaremos a Jesús enteramente, descubriendo ese arco de fuego que iluminaba y elevaba más allá de lo humano su humanidad.

La transfiguración fue un rápido relámpago de la luz de la resurrección, de la verdadera vida que a todos nos espera, de esa gracia de la que tanto hablamos y nunca comprendemos. Esa noche los apóstoles no podrían dormir ni un momento, rumiando su visión.

Jesús les prohibió contar a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos (Mt 9,9). Les hubiera gustado hablar de ello y profundizar en lo ocurrido. ¿Cómo compaginar lo que han visto con esa muerte a la que Jesús sigue aludiendo? ¿Y qué resurrección es ésa que parece más una súper vida que un simple volver a vivir?

Ellos creen que un día los muertos volverán a vivir, han visto volver a levantarse de la muerte a dos muchachos llamados a la vida por Jesús, pero lo que acaban de ver es mucho más. Y no logran descubrir la naturaleza de esa resurrección con la que Jesús será favorecido. Pero por qué si esta luz existe ya, hay que pasar por la muerte para llegar a ella.

“Esto se les quedó grabado -dice Marcos-, aunque discutían qué querría decir aquello de resucitar de la muerte” (9, 10). Sólo después de la resurrección contaron lo que en este glorioso atardecer habían entrevisto.


El Jesús de la tarde

Hacia ese horizonte de dolor se encamina ahora Jesús. Sus años de predicación han terminado. Ha expuesto ya a los hombres su mensaje con palabras. Tiene que demostrar, en una última semana trágica, que todo lo que ha dicho es verdad.

Será necesario dejar las palabras, para que se vea sólo a la Palabra. Y Jesús se encamina hacia la muerte. Ya no es el muchacho feliz, que comenzó a predicar hace sólo dos años. ¡Cuánto ha envejecido! ¡Qué cruel ha sido su choque con la iniquidad humana!

A ese Jesús de la noche al que todos nos encontraremos en la frontera de nuestra muerte y nuestra resurrección, rezaba Santa Gertrudis:

“¡Oh Jesús, amor mío, amor de la noche de mi vida! Alégrame con tu vista en la hora de mi partida. ¡Oh Jesús de la noche!

Haz que duerma en ti un sueño tranquilo y que saboree el descanso que tú has preparado para los que te aman”.


Jesús Martí Ballester

jmarti@ciberia.es

 


 

jueves, 17 de abril de 2025

PERDÓN - Jesús en el Jueves Santo

Perdón

 

Desde la duermevela de mi alma,

tantas veces vendida

a precios irrisorios,

pude distinguir,

acechándote,

el lazo de la ingratitud.

 

        Tú marchabas hacia el Gólgota por mi causa; yo solo supe esconderme. Desde entonces derrapo, cargado de culpas y de cruces, con tal de soslayar tu Santa Cruz.

Sin tenerme en cuenta ese pecado, suplicaste al Eterno un perdón incomprensible, bajo la excusa de que no sabíamos lo que hacíamos.

Sabíamos, Señor.

Yo estuve agazapado en Getsemaní. Tu persistencia en la plegaria más triste de todos los tiempos me dejó estupefacto. También vi la mortaja de sangre en la que se convirtió tu llanto. Un frío letal se apoderó de mi sórdido escondite. “No caerá sobre mí”, especulé, con la impunidad del ánimo empedernido.

Enseguida llegó Judas a entregarte. Los tuyos se dispersaron. Yo me posicioné en el bando de los que iban a llevar a cabo la más grande traición jamás consumada.

Ya en el Pretorio, después de lavarme las manos junto con las de Pilatos, me dirigí a la columna de tu flagelación y até las tuyas con mis gravísimas faltas. Fui uno de los más diligentes soldados; esos que, borrachos de maldad, clavaron en tu sagrada cabeza una corona de brutales espinas. Tú callabas. No estuve ajeno, Señor. Hubo muchas espinas mías en tu sádica coronación. Más de las que pueden soportar mis recuerdos.

De pronto, reparé en la presencia de tu Madre. El agobio de sus lágrimas cayó sobre mi aridez y Ella recogió el vaso sombrío de mi alma. Pero su suavidad se estrelló contra mi armadura.

La Babel en que se había convertido tu martirio por las calles de Jerusalén era insoportable. Tú te alejabas hacia tu último ocaso. Corrí para alcanzarte; fue fácil, tus pasos eran tan patéticos como lentos. Aproveché tu caída para sentarme en el madero y transportarme en él. No me importó, eras hombre muerto.

Con la conciencia desligada llegué sin molestias al escenario final. Ni tu amarga soledad ni el estrés de tu suplicio me movieron a compasión. Allí aporté martillazos, indiferencia y cinismo, en exceso, Señor.

En cambio, me desesperó que te arrancaran la ropa pegada a tus escalofriantes heridas. Pero abandoné ese atisbo de sentimiento para participar del reparto de tus vestidos y del sorteo infame de tu manto.

 

Quebrantada la tierra,

junto con tus vestidos

se ha rasgado el Cielo.

Apenas agua y sangre

llevas por abrigo.

 

Yo te evitaba. Aun así, Tú me miraste a los ojos, me llamaste por mi nombre y mi armadura cayó.

         

Y fuiste,

en el árbol sometido,

Perdón que se derrama

y se recoge.

 

Quieras Tú, dulcísimo Jesús, aceptar este desagravio y despertar mi alma; arrancarla del sopor infame de esta noche aciaga, revestirla de tu perdón y dejarla habitar en cada una de tus llagas.

Sé que me esperas, como en Emaús, cálido y atento. Y yo, arrebatado por una tierna corazonada, te suplicaré: “Quédate conmigo, Señor, porque está atardeciendo y el día ya ha declinado”.

 Delrosario Carmel


San Agustín - Misericordia Divina - Capítulos 23 y 24

 



MEDITACIONES

Traductor: P. TEODORO CALVO MADRID

Libro único
Capítulos 23 y 24
Capítulo 23. LA FELICIDAD DE LOS QUE MUEREN SANTAMENTE

¡Feliz el alma que libre de la cárcel terrestre se eleva hasta el cielo! Segura y tranquila, no temerá al enemigo ni a la muerte; tendrá siempre presente y contemplará incesantemente la belleza del Señor al que sirvió, al que amó y al que llegó finalmente llena de gozo y de gloria. Felicidad suprema y gloria inefable que ningún día podrá alterar, ni ningún enemigo arrebatar. La vieron las hijas de Sión, y la proclamaron felicísima, y las reinas y las favoritas la alabaron  81 diciendo: ¿quién es ésta que asciende desde el desierto toda llena de alegría y apoyada sobre su amado? 82¿quién es ésta que avanza como la aurora naciente, bella como la luna, elegida como el sol, terrible como un ejército en orden de batalla? 83 Con alegría y con prontitud corre hacia su amado, cuando oye que le dice: levántate, amiga mía, hermosa mía, y ven porque ya pasó el invierno y ya cesaron las lluvias, las flores aparecieron y llegó el tiempo de la poda; se oyó en nuestra tierra la voz de la tórtola, la higuera produjo sus frutos primeros, y las viñas florecidas derramaron su aroma; levántate, date prisa, hermosa mía, paloma mía que vives en las grietas de las rocas y en los huecos de las murallas; muéstrame tu rostro, y suene tu voz en mis oídos, porque dulce es tu voz y hermoso tu rostro 84. Ven, pues, elegida de mi corazón, mi belleza suprema, mi paloma sin mancha, mi amada esposa; ven y estableceré mi trono en tu corazón porque deseo ardientemente tu hermosura. Ven a alegrarte en mi presencia con mis ángeles, cuya compañía te he prometido. Ven después de superar muchos peligros y fatigas a participar con ellos de los gozos del Señor, que ya nadie te podrá arrebatar.

Capítulo 24. INVOCACIÓN DE LOS SANTOS

Felices vosotros, santos de Dios, que ya habéis atravesado este mar tempestuoso de la vida mortal, y habéis merecido llegar al puerto del sosiego eterno, de la paz y de la inalterable seguridad, donde ya no habrá para vosotros más que tranquilidad, felicidad y gozo.

Os suplico, en nombre de la caridad que es madre de los hombres; os suplico a vosotros que ya nada tenéis que temer, que tengáis cuidado de nosotros, y os pido que seguros de vuestra inaccesible gloria os mostréis solícitos de remediar nuestras muchas miserias. Os ruego que penséis sin cesar en nosotros; os lo pido por aquel que os eligió y os dio vuestro ser, por aquel cuya belleza os sacia de gozo, por aquel que os comunicó la inmortalidad, y de cuya felicísima visión siempre disfrutáis; remediad nuestras miserias pues todavía estamos expuestos al oleaje tempestuoso de esta vida. Vosotros sois las puertas hermosísimas y excelsas de la Jerusalén celestial; no nos abandonéis a nosotros que somos únicamente el vil pavimento sobre el que vosotros camináis. Tendednos vuestra mano auxiliadora para elevarnos de nuestro abatimiento, a fin de que curados de nuestra debilidad seamos poderosos para combatir en la batalla. Interceded y orad sin cesar por nosotros, pobres pecadores y llenos de innumerables negligencias, a fin de que mediante vuestras plegarias obtengamos la gracia de entrar en vuestra santa compañía, pues ese es el único modo en que podemos salvarnos. Porque somos seres frágiles, sin fuerza y sin mérito alguno, esclavos de la carne como los más viles animales, en los que apenas aparece algún vestigio de nobleza. Sin embargo, por nuestra fe en Jesucristo, somos llevados sobre el leño de la cruz, navegando por este mar grande y espacioso, donde hay innumerables reptiles, donde se mezclan los animales pequeños con los grandes, y donde se agita el cruelísimo dragón 85, siempre dispuesto a devorar, donde están los peligrosos escollos de Escila y Caribdis y otros innumerables peligros, en los que naufragan los incautos y los de fe insegura. Orad, pues, a Dios, orad piísimos santos; orad ejércitos todos de los santos y todos los coros de los bienaventurados, para que ayudados por vuestros méritos y oraciones, salvando la nave y todas las mercancías merezcamos llegar al puerto del reposo perpetuo, de la paz continua y de la seguridad interminable.

Fuente: Agustinus.it