viernes, 23 de agosto de 2019

Tiempo de Misericordia

La verdadera Misericordia tiene como presupuestos esenciales un sincero arrepentimiento, 
la aversión al pecado y la conversión 



"¿Cuál es la diferencia entre Misericordia de Dios y Justicia de Dios?

"No se las puede separar. Siempre a Dios se lo ha adorado como un Dios Santo, Justo y Bueno. Esta bondad, amor y misericordia es el principal atributo divino con el que hoy el Señor quiere ser amado. Pero nunca dijo que deja de ser santo y justo. Su justicia nos enseña a entender la misericordia. La justicia tiene que ver con la verdad de Dios y del hombre. ¿Qué papá por ser bueno con el hijo no lo guía al bien?, o ¿por ser bueno lo deja en el mal? Esa no es la bondad de Dios, sino la comodidad humana. ¿Qué maestra por ser buena no le enseña al alumno para perfeccionar sus conocimientos, aunque cueste sacrificios de ambos lados? Si no lo hace no es realmente buena. ¿Qué doctor por ser bueno se olvida de dar la medicina o el doloroso tratamiento para sanar al paciente? Dios es misericordioso y este atributo lo lleva a amarnos con locura, pero su amor tiene un sentido de bien y de verdad que el hombre debe humildemente aceptar para su propia felicidad. Además, amor con amor se paga y el hombre que rechaza este amor solo encuentra su perdición. El Señor dice a Faustina en el Diario que “la conversión y la perseverancia son las gracias de mi misericordia” (D. 1577).

En el Diario sor Faustina llama a la justicia divina como “ira divina”, algo que suena mal hoy. Pero la realidad es fundamental para comprender la misericordia y para que no caigamos en la falsa misericordia de presentarnos un Dios “buenudo”, que no le interesa el bien y la verdad en nosotros, sino que perdona y hace como si nada. Esta es una caricatura de Dios que en lugar de mostrarnos el rostro misericordioso del Padre nos introduce en una falsa misericordia que no sana al hombre ni lo eleva hacia Dios, sino que lo deja en el pecado."  
Padre Mauro Carlorosi, autor del libro: "la Divina Misericordia prepara al mundo"

SANTA FAUSTINA KOWALSKA Y LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

La Contrición
¿Sigue siendo el elemento primario y más necesario del sacramento de la penitencia y condición indispensable para obtener el perdón de los pecados?


Por: Miguel Carmena L. | Fuente: Catholic.net 




Concepto y necesidad de la contrición

El Concilio de Trento definió la contrición como "un intenso dolor y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante" (cap. IV). Además, añade que "en todos tiempos ha sido necesario este movimiento de Contrición, para alcanzar el perdón de los pecados" (cap. IV).

La definición implica tres actos de la voluntad (no del sentimiento o de la sensibilidad, esto es muy importante): dolor del alma, aborrecimiento del pecado, propósito. No siempre estos movimientos del alma vendrán unidos a sentimientos sensibles de dolor, pero no por ello dejan de constituir una verdadera contrición.

La contrición es el elemento primario y más necesario del sacramento de la penitencia y fue en todos los tiempos condición indispensable para obtener el perdón de los pecados. Ahora bien, como dice el Concilio de Trento, esta contrición sólo prepara a la remisión de los pecados: "si se agrega a la Contrición la confianza en la divina misericordia, y el propósito de hacer cuantas cosas se requieren para recibir bien este Sacramento" (cap. IV).

Después de instituido el sacramento de la penitencia, el arrepentimiento debe contener el propósito de confesarse y dar satisfacción. Como la contrición es parte esencial del signo sacramental, debe concebirse formalmente siempre que se reciba el sacramento de la penitencia.

Propiedades de la contrición

La contrición saludable ha de ser interna, sobrenatural, universal y máxima en cuanto a la valoración.
  • Interna: cuando es acto del entendimiento y de la voluntad. Pero por ser parte del signo sacramental, debe manifestarse también al exterior.
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  • Sobrenatural: cuando se verifica bajo el influjo de la gracia actual (Cf Catecismo 2000 y 2001) y se concibe el pecado como una ofensa a Dios (atención porque esto es muy importante: hay gente que se confiesa de sus "fallos", pero no ven en sus pecados una ofensa personal a Dios: hay que hacer una verdadera catequesis hoy en este campo). El arrepentimiento puramente natural no tiene valor saludable (Dz 813,1207).
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  • Universal: cuando se extiende a todos los pecados graves cometidos. No es posible que un pecado mortal se perdone desligado de todos los demás.
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  • Máxima: en cuanto a la valoración: cuando el pecador aborrece el pecado como el mayor mal y está dispuesto a sufrir cualquier mal antes que ofender a Dios de nuevo con culpa grave.
División de la contrición

En la historia de la teología, la contrición se dividía en perfecta ("contritio caritate perfecta") o, simplemente, contrición en sentido estricto, e imperfecta ("contritio late dicta"), también llamada atrición.

Santo Tomás distingue dos clases de contrición según la relación que guardan con la gracia santificante. La contrición es el arrepentimiento del justo y la atrición es el arrepentimiento del que todavía no está justificado (Cf De Veritate 28, 8, ad 3).

Desde el Concilio de Trento, distinguimos dos tipos de contrición tomando como norma de diferenciación no ya la relación que guardan con respecto a la gracia santificante, sino el motivo que las induce.

Así, la contrición perfecta está motivada por la caridad perfecta para con Dios, y la atrición procede de la caridad imperfecta para con Dios o de otros motivos sobrenaturales (si no, no sería un tipo de contrición, pues esta es una de sus características esenciales, como hemos visto) que se reducen en último término a esta caridad imperfecta.

Es decir, la diferencia no es sólo de grado, sino de su especificidad. Una conclusión de este párrafo es que, cuando se habla del problema tomista de la contrición necesaria para recibir el perdón, no hay que olvidar que el sentido profundo de la división de Santo Tomás difiere del magisterial adoptado desde Trento.

Esencia de la contrición perfecta

El motivo de la contrición perfecta es el amor perfecto a Dios, es decir, amar a Dios sobre todas las cosas por ser Él quien es. Siempre, en la teología espiritual se dice que para llegar a la caridad perfecta ayuda mucho la gratitud, pues el amor de gratitud no mira tanto el beneficio como el amor del que procede el beneficio. La gratitud a Dios por la muerte redentora de Cristo expresa el amor de Dios y es como el centro de todas las explicaciones que Nuestro Padre hace sobre el amor perfecto a Dios.

El amor de concupiscencia es aquel con el que se ama a Dios por el propio provecho. Es primariamente amor a sí mismo y secundariamente –y, por tanto, de forma imperfecta- amor a Dios. Este amor no constituye un motivo suficiente para la contrición perfecta. Sin embargo, la caridad perfecta no exige la renuncia a la propia felicidad en Dios, sino sólo la subordinación del interés propio al interés de Dios. La doctrina según la cual la caridad cristiana consiste en el amor puro a Dios con exclusión de todo otro motivo fue condenada por la Iglesia (Cf Dz 1327 ss. El Papa Inocencio XII lo afirma contra el obispo Fénelon de Cambrai).
Justificación extrasacramental por medio de la contrición perfecta

Es el caso de quien muere sin poder confesarse:
  • Es sentencia próxima a la fe el que la contrición perfecta confiere al que se encuentra en pecado mortal la gracia de la justificación aun antes de que este reciba actualmente el sacramento de la penitencia. El Concilio de Trento declaró: "alguna vez que esta Contrición sea perfecta por la caridad, y reconcilie al hombre con Dios, antes que efectivamente se reciba el sacramento de la Penitencia" (Cf Dz 898). San Pío V reprobó la doctrina de Miguel du Bay según la cual la caridad puede subsistir con el pecado mortal (Dz 1031 y 1070) y la contrición perfecta sólo producía la justificación extrasacramental en caso de peligro de muerte o del martirio.

  • Es de fe que la contrición perfecta solamente opera la justificación extrasacramental cuando va unida al deseo de recibir el sacramento. El Concilio de Trento dice: "sin embargo no debe atribuirse la reconciliación a la misma Contrición, sin el propósito que se incluye en ella de recibir el Sacramento" ("votum sacramenti") (Cf Dz 989, completa la frase que cité párrafo anterior). La razón es que por medio del "votum sacramenti" se unen entre sí los factores subjetivo y objetivo del perdón de los pecados: el acto del arrepentimiento por parte del penitente y el poder de las llaves por parte de la Iglesia.


Esencia de la atrición

Hay muchos equívocos en el uso de este concepto. Es corriente usar la palabra "atrición" desde el siglo XII, pero su significado ha oscilado mucho en la teología escolástica (ya vimos más arriba una anotación acerca de San Tomás de Aquino). Bastantes teólogos entienden por ella un arrepentimiento que no incluye el propósito de confesarse o dar satisfacción o enmendar la conducta. De aquí que la califiquen a menudo como medio insuficiente para conseguir el perdón de los pecados. El Catecismo de la Iglesia Católica sigue esta línea:

n. 1451: Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es "un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar".

n. 1452: Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama "contrición perfecta" (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental.

n. 1453: La contrición llamada "imperfecta" (o "atrición") es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia.

La atrición o contrición imperfecta es verdadera contrición, aunque procede de motivos sobrenaturales que podemos denominar inferiores a los que motivan la contrición perfecta. La atrición detesta el pecado (al que considera como ofensa a Dios y no como falta) como un mal para nosotros porque el pecado "mancha" el alma con la culpa y atrae los castigos divinos.

Por ello, como dice el Concilio de Trento, los motivos principales de la atrición son: la consideración de la fealdad del pecado en sí mismo (en cuanto que es ofensa a Dios) y el temor del infierno y de otros castigos (Cf Dz 898). El temor del castigo es, sin duda, el motivo más frecuente de la atrición, pero no el único. Es verdad que especialmente hoy, en que la creencia en el infierno es tan débil, parece que se van acentuando los otros motivos. De todas formas, hay que ver qué tipo de temor motiva la atrición porque ahí está el quid de la cuestión.

  • No es el temor filial que coexiste con la caridad y teme el pecado como ofensa al Sumo Bien al que ama en caridad.

  • No es el temor servilmente servil que sólo teme el castigo, pero persevera en su deseo de pecar.

  • Es el temor simplemente servil que no solamente teme el castigo, sino que teme al Dios castigador (o al hecho de perder para siempre a ese Dios) y en consecuencia detesta todo deseo o propósito de pecar (aquí entra lo que dijimos en la repetición sobre el apego al pecado). La atrición que sirve para disponer a la justificación ha de excluir todo apego al pecado y debe ir unida a la esperanza del perdón.

Carácter moral y sobrenatural de la atrición

La contrición motivada por el temor es un acto moralmente bueno y sobrenatural. Atención a no ser también en esto más protestantes que Lutero ni más "puristas" que Fénelon de Cambray. Para Lutero, la contrición inspirada por el temor al castigo del infierno convertía al cristiano en un hipócrita, en un pecador.

Trento declaró que este arrepentimiento "es don de Dios, e impulso del Espíritu Santo, que todavía no habita en el penitente, pero si sólo le mueve, y ayudado con él el penitente se abre camino para llegar a justificarse" (Dz 898) y en el canon V (Dz 915) añade: "Si alguno dijere, que la Contrición que se logra con el examen, enumeración y detestación de los pecados, en la que recorre el penitente toda su vida con amargo dolor de su corazón, ponderando la gravedad de sus pecados, la multitud y fealdad de ellos, la pérdida de la eterna bienaventuranza, y la pena de eterna condenación en que ha incurrido, reuniendo el propósito de mejorar de vida, no es dolor verdadero, ni útil, ni dispone al hombre para la gracia, sino que le hace hipócrita, y más pecador; y últimamente que aquella Contrición es un dolor forzado, y no libre, ni voluntario; sea excomulgado".

Por tanto, esta clase de dolor es bueno y sobrenatural (Dz 818, 1305, 1411 y ss., 1525). Aquí también pueden aportar mucho la Sagrada Escritura y los Padres, pero esto lo dejo para quien quiera ampliar más, igualmente todo el problema de la llamada "contrición patibular".


La atrición y el sacramento de la penitencia

Este es el punto central de la discusión La atrición es suficiente para conseguir el perdón de los pecados por medio del sacramento de la penitencia.

Volvemos al Catecismo:

n. 1453: La contrición llamada "imperfecta" (o "atrición") es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia.

A primera vista se percibe que no hay contradicción entre la primera proposición y la última frase de la cita del Catecismo. Vamos por partes.

Es cierto que hubo una corriente muy fuerte a la que se llama "contricionistas exagerados", entre la que destacan figuras como Pedro Lombardo, Alejandro de Hayes, Miguel du Bay y los jansenistas, que exigía que para recibir el sacramento de la penitencia válidamente se poseyese la contrición perfecta que es inmediatamente justificativa, pero también es cierto que la mayor parte de los teólogos postridentinos han sostenido a capa y espada que la atrición o contrición imperfecta basta para obtener el perdón de los pecados por medios de la confesión sacramental o sacramento de la penitencia.

El Concilio de Trento no dio ninguna definición sobre este punto, pero enseñó de forma indirecta que la atrición es suficiente señalando que la atrición sin el sacramento de la penitencia no es suficiente por sí sola para justificar al pecador, pero que puede disponerle para recibir la gracia de la justificación por medio del sacramento de la penitencia (Cf Dz 898).

Si para la validez del sacramento de la penitencia fuera necesaria la contrición perfecta, ya no sería sacramento de muertos pues el penitente se encontraría ya justificado antes de la recepción actual del sacramento.

Por otro lado, la potestad de perdonar los pecados perdería todo su objeto, pues, de hecho, el sacramento de la penitencia no perdonaría pecados graves (Cf Dz 913). La absolución tendría sólo valor declaratorio, que era lo que defendía Pedro Lombardo. La ordenación tridentina de que "siempre se ha observado con suma caridad en la Iglesia católica, con el fin de precaver que alguno se condene por causa de estas reservas, que no haya ninguna en el artículo de la muerte; y por tanto pueden absolver en él todos los sacerdotes a cualquiera penitente de cualesquiera pecados y censuras" (cap 7, Dz 903) no tendría razón de ser. La institución del sacramento de la penitencia en lugar de hacer más fácil la consecución del perdón de los pecados, no haría sino dificultarla.

Se podría terminar este apartado con algunas notas breves sobre la disputa entre contricionistas y atricionistas, pero voy a dejarlo sólo para aquellos que quieran profundizar más en el tema. Es interesante desde el punto de vista histórico, pero no quiero extenderme más.


Doctrina reciente sobre la contrición

Esperando que no estén muy confundidos después del recorrido que hemos hecho en el capítulo anterior, les preparo aquí un resumen de la doctrina sobre la contrición usando como base la exhortación apostólica postsinodal "Reconciliatio et Paenitentia" del Papa Juan Pablo II.

La contrición aparece como el primero y el más importante de los actos del penitente (cf Catecismo 1450):

Pero el acto esencial de la Penitencia, por parte del penitente, es la contrición, o sea, un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. La contrición, entendida así, es, pues, el principio y el alma de la conversión, de la metánoia evangélica que devuelve el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el Sacramento de la Penitencia su signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, «de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia» (Reconciliatio et Paenitentia 31).

Hay que reconocer que la doctrina de la Iglesia ha tomado a fondo la doctrina de Trento, que ha quedado ya como fija. La teología católica ortodoxa, siguiendo esta línea, ha profundizado en las afirmaciones de Trento y ha abierto varias vías de reflexión interesantes:
  • El objeto de la contrición es el pecado tal y como aparece a los ojos de la fe, es decir, como un rechazo de la apertura a Dios y a los hermanos (este lenguaje de la "apertura" que a mí no me acaba de convencer por su vaguedad es, sin embargo, recurrente en la teología actual), como oposición al plano o designio salvífico del amor de Dios actuado en Cristo, como herida practicada a la eficacia de la misión de la Iglesia.

  •  La contrición se estudia hoy en sus dos movimientos: rechazo del pecado, que es un tema que se ha desarrollado mucho con múltiples matices teológicos, y reorientación de la propia vida a Dios que implica una renovada adhesión a la salvación donada en Cristo y vivida en la Iglesia.

    A menudo se considera la conversión y la contrición bajo el aspecto de las innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen en vista de un cambio radical de vida. Pero es bueno recordar y destacar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar (Reconciliatio et Paenitentia 31).

La contrición perfecta perdona las culpas veniales y, acompañada del "votum sacramenti", también las mortales. La necesidad del "votum sacramenti" evidencia como el perdón de los pecados obtenido en el caso de un arrepentimiento perfecto, está intrínseca y ontológicamente conectado con el sacramento de la penitencia y con la gracia que el sacramento confiere.

La contrición, animada por la caridad, se ve no como un acto estático, sino dinámico. Es un camino de conversión y de penitencia con el cual es pecador se deja cambiar por la acción de la gracia (auxilio que Dios nos da para responder a nuestra vocación de llegar a ser sus hijos adoptivos –Cf Catecismo 1996 y 2021-, participación en la vida de Dios -Cf Catecismo 1997 y 2023- que nos hace agradables a Dios – Cf Catecismo 2024-). El inicio de este camino puede ser muy imperfecto (Cf Lucas 15,17-19) hasta llegar a ser consciente de la culpa, a la voluntad sincera de la separación del mal y a la decisión de retornar a la casa del Padre.

En esta luz y en toda la reflexión actual sobre la conversión, se ha penetrado más –a veces con excesos no exentos de superficialidad- en la validez de la atrición o contrición imperfecta como condición suficiente y necesaria para acercarse al sacramento de la reconciliación y recibir el perdón divino, según había afirmado Trento.

Un arrepentimiento -al menos inicial- es necesario e indispensable para recibir válidamente la absolución sacramental. Toca al confesor el discernimiento para valorar la existencia de este presupuesto mínimo e imprescindible. ¿Esto significa que el arrepentimiento debe expresarse necesariamente a través de signos exteriores y visibles? La antigua manualística dedicaba mucho espacio a este particular, basta ver el manual del P. Capello. Hoy, la cuestión no se ve como tan relevante dado el cambio de circunstancias. El alejamiento de la gente del sacramento –muchas veces promovido desde los mismos púlpitos- y la reducción casi a cero de los antiguos usos de las confesiones hechas sólo por convención social o por costumbre, hacen que hoy se pueda pensar que la persona que se acerca al sacramento de la penitencia lo hace por un deseo sincero de confiarse a la divina misericordia.

Tampoco hay que olvidar que el ministro del sacramento no sólo tiene el deber de valorar la sinceridad del arrepentimiento, sino también debe ayudar al penitente a colocarse en el camino de la conversión y, por tanto, si ve que el penitente se acerca al sacramento sin el necesario arrepentimiento, antes que pensar en cerrarle el camino del perdón, debe ayudarle a tomar las disposiciones necesarias que lo dispongan a recibir el perdón. Toda la vida del creyente debe estar orientada a una mayor y constante adhesión a la voluntad salvífica de Dios y a sus designios de amor.

Termino con una frase del Papa que nos puede iluminar:

"El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a El. Viven pues in statu conversionis; es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris" (Dives in misericordia 13).
 Fuente: Catholic net

jueves, 22 de agosto de 2019

22 de agosto: María Reina

Hoy la Iglesia celebra a María Reina, la que comparte la vida y el amor de Cristo Rey



"La Virgen Inmaculada ... asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial fue ensalzada por el Señor como Reina universal, con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores y vencedor del pecado y de la muerte".

(Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n.59).

Fiesta instituida por Pío XII. Se celebra ahora en la octava de la Asunción para manifestar la conexión entre la realeza de María y su asunción a los cielos. 
 
Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y como Reina a la Madre de tu Unigénito, 
concédenos que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el reino de los cielos.
Por nuestro Señor Jesucristo.
 Amén.

¡Salve, Reina caelorum; Reina caeli, laetare!

María es reina de los ángeles y de todos los hombres.

El pueblo cristiano siempre ha reconocido a María Reina por ser madre del Rey de reyes y Señor de Señores. Su poder y sus atributos los recibe del Todopoderoso: Su Hijo, Jesucristo. Es El quien la constituye Reina y Señora de todo lo creado, de los hombres y aún de los ángeles.

Juan Pablo II, el 23 de julio del 1997>>>, habló sobre la Virgen como Reina del universo. Recordó que "a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el Concilio de Efeso proclama a la Virgen 'Madre de Dios', se comienza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este ulterior reconocimiento de su dignidad excelsa, quiere situarla por encima de todas las criaturas, exaltando su papel y su importancia en la vida de cada persona y del mundo entero".

El Santo Padre explicó que "el título de Reina no sustituye al de Madre: su realeza sigue siendo un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder que le ha sido conferido para llevar a cabo esta misión. (...) Los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto aumenta su abandono filial en Aquella que es madre en el orden de la gracia".

"La Asunción favorece la plena comunión de María no sólo con Cristo, sino con cada uno de nosotros. Ella está junto a nosotros porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro cotidiano itinerario terreno. (...). Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida".

RAZON: Las Sagradas Escrituras nos enseñan que los que son de Cristo reinarán con El y la Virgen María es ciertamente de Cristo. 

Romanos 5:17
          "En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte por un solo hombre ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por uno solo, por Jesucristo!"

II Timoteo 2:12
         "si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él; si le negamos, también él nos negará"

María Santísima es reina de todo lo creado

Si bien todos reinaremos con Cristo, María Santísima participa de Su reinado de una forma singular y preeminente. Esto significa que Dios le ha otorgado Su poder para reinar sobre todos los hombres y los ángeles, y para vencer a Satanás. 

Razones por las que María Santísima es Reina de todos:

1- Por ser la madre de Dios hecho hombre, El Mesías, El Rey universal. (Col 1, 16).  

Santa Isabel, movida por el Espíritu Santo, hace reverencia a María, no considerándose digna de la visita de la que es "Madre de mi Señor" (Lc 1:43).  Por la realeza de su hijo, María posee una grandeza y excelencia singular entre las criaturas, por lo que Santa Isabel exclamó: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno" (Lc 1:42).

El ángel Gabriel le dijo a María que su Hijo reinaría.  Ella es entonces la Reina Madre. 

Su reino no es otro que el de Jesús, por el que rezamos "Venga tu Reino".   Es el Reino de Jesús y de María. Jesús por naturaleza, María por designio divino.

En 1 Reyes 2,19 vemos que la madre del Rey se sienta a su derecha.

La Virgen María es Reina por su íntima relación con la realeza de Cristo.

De la unión con Cristo Rey deriva, en María Reina, tan esplendorosa sublimidad, que supera la excelencia de todas las cosas creadas; de esta misma unión nace su poder regio, por el que Ella puede dispensar los tesoros del reino del Divino Redentor; en fin, en la misma unión con Cristo tiene origen la eficacia inagotable de su materna intercesión con su Hijo y con el Padre (cfr. Pío XII, Enc. Mystici corporis , 29-VI­1943).

2- Por ser la perfecta discípula que acompañó a Su Hijo desde el principio hasta el final, Cristo le otorga la corona. Cf. Ap. 2,10  En María se cumplen las palabras: " el que se humilla será ensalzado".   Ella dijo "He aquí la esclava del Señor". 

3- Por ser la corredentora. El papa JPII, en la audiencia del 23-7-97 dijo que "María es Reina no sólo porque es Madre de Dios, sino también porque (...) cooperó en la obra de la redención del género humano. (...). Asunta al cielo, María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia divina en el mundo".

Ella participa en la obra de salvación de su Hijo con su SI en el que siempre se mantuvo fiel, siendo capaz de estar al pie de la cruz (Cf. Jn 19:25)  

María Santísima, reinando con su hijo, coopera con El para la liberación del hombre del pecado. Todos nosotros, aunque en menor grado, debemos también cooperar en la redención para reinar con Cristo. 

4- Por ser el miembro excelentísimo de la Iglesia: por su misión y santidad.
La misión de María Santísima es única pues solo ella es madre del Salvador.

Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar." -Génesis 3:15  

Características del reinado de María Santísima:

a) Preeminencia: "su honor y dignidad sobrepasan todo la creación ; los ángeles toman segundo lugar ante tu preeminencia." San Germán.

b) Poder Real: que la autoriza a distribuir los frutos de la redención. La Virgen María no solo ha tenido el más alto nivel de excelencia y perfección después de Cristo, pero también participa del poder de Su Hijo Redentor ejercita sobre las voluntades y mentes.

c) Inagotable eficacia de Intercesión con su Hijo y el Padre: Dios ha instituido a Maria como Reina del cielos y tierra, exaltada sobre todos los coros de ángeles y todos los santos. Estando a la diestra de su Hijo, ella suplica por nosotros con corazón de Madre, y lo que busca, encuentra, lo que pide, recibe".

d) Reinado de Amor y Servicio: Su reinado no es de pompas o de prepotencia como los reinos de la tierra.  El reino de María es el de su Hijo, que no es de este mundo, no se manifiesta con las características del mundo. María  tiene todo el poder como reina de cielos y tierra y a la vez, la ternura de ser Madre de Dios.

En la tierra ella fue siempre humilde, la sierva del Señor. Se dedicó totalmente a su Hijo y a su obra. Con El y sometida con todo su corazón con toda su voluntad a El, colaboró en el Misterio de la Redención. Ahora en el Cielo, ella continúa manifestando su amor y su servicio para llevarnos a la salvación. 

Respuesta a los hermanos separados 

Hay quienes rechazan el reinado de María Santísima alegando que ella no puede ser reina ya solo Jesús es rey.

Estos hermanos no comprenden la naturaleza del Reino. El reino de María Santísima no es un reino aparte al de su Hijo. Es el mismo reino. Donde Jesús reina, María Su Madre reina también.  Se trata de dos corazones eternamente unidos en el amor divino. Dios ha dispuesto que así fuese.  María, lejos de quitarle al reinado de su Hijo, lo propicia. Ella es la mas sumisa, la mas fiel en el reino y por eso también la mas exaltada.

Lucas 1:48  " porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada"

La Fiesta Litúrgica

Pío XII en 1954, instituyó la fiesta Litúrgica del Reinado de María al coronar a la Virgen en Santa María la Mayor, Roma. En esta ocasión el Papa también promulgó el documento principal del Magisterio acerca de la dignidad y realeza de Maria, la Encíclica Ad coeli Reginam (Oct 11, 1954). 

JPII: Junio 19, 1983 en Polonia

"Al Reino de el Hijo está plenamente unido el Reino de su Madre.. su Reino y el de ella, no son de este mundo. Pero están enraizados en la historia humana, en la historia de toda la raza humana, por el hecho de que el Hijo de Dios, de la misma sustancia que el Padre, se hizo hombre por el poder del ES en el vientre de María. Y esa reino es definitivamente enraizado en la historia humana a través de la Cruz, al pie de la cual estaba la Madre de Dios como corredentora. Y es en ese evento de la Cruz y Maria al pie de su hijo, que el Reino se funda y permanece. Todas la comunidades humanas experimentan el reino maternal de María, que les trae mas de cerca el reino de Cristo."

-SCTJM

María Reina
Catequesis de S.S. Juan Pablo II
23 de julio de 1997

1. La devoción popular invoca a María como Reina. El Concilio, después de recordar la asunción de la Virgen «en cuerpo y alma a la gloria del cielo», explica que fue «elevada (...) por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59).

En efecto, a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el concilio de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se empieza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de todas las criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada persona y de todo el mundo.

Pero ya en un fragmento de una homilía, atribuido a Orígenes, aparece este comentario a las palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres tú, la madre de mi Señor, tú mi Señora» (Fragmenta: PG 13, 1.902 D). En este texto se pasa espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor» al apelativo «mi Señora», anticipando lo que declarará más tarde san Juan Damasceno, que atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas» (De fide orthodoxa, 4, 14: PG 94 1.157).

2. Mi venerado predecesor Pío XII en la encíclica Ad coeli Reginam, a la que se refiere el texto de la constitución Lumen gentium, indica como fundamento de la realeza de María, además de su maternidad, su cooperación en la obra de la redención. La encíclica recuerda el texto litúrgico: «Santa María, Reina del cielo y Soberana del mundo, sufría junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (MS 46 [1954] 634). Establece, además, una analogía entre María y Cristo, que nos ayuda a comprender el significado de la realeza de la Virgen. Cristo es rey no sólo porque es Hijo de Dios, sino también porque es Redentor. María es reina no sólo porque es Madre de Dios, sino también porque, asociada como nueva Eva al nuevo Adán, cooperó en la obra de la redención del género humano (MS 46 [1954] 635).

En el evangelio según san Marcos leemos que el día de la Ascensión el Señor Jesús «fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). En el lenguaje bíblico, «sentarse a la diestra de Dios» significa compartir su poder soberano. Sentándose «a la diestra del Padre», él instaura su reino, el reino de Dios. Elevada al cielo, María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia divina en el mundo.

Observando la analogía entre la Ascensión de Cristo y la Asunción de María, podemos concluir que, subordinada a Cristo, María es la reina que posee y ejerce sobre el universo una soberanía que le fue otorgada por su Hijo mismo.

3. El título de Reina no sustituye, ciertamente, el de Madre: su realeza es un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder que le fue conferido para cumplir dicha misión.

Citando la bula Ineffabilis Deus, de Pío IX, el Sumo Pontífice Pío XII pone de relieve esta dimensión materna de la realeza de la Virgen: «Teniendo hacia nosotros un afecto materno e interesándose por nuestra salvación ella extiende a todo el género humano su solicitud. Establecida por el Señor como Reina del cielo y de la tierra, elevada por encima de todos los coros de los ángeles y de toda la jerarquía celestial de los santos, sentada a la diestra de su Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, obtiene con gran certeza lo que pide con sus súplicas maternal; lo que busca, lo encuentra, y no le puede faltar» (MS 46 [1954] 636-637).

4. Así pues, los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto no sólo no disminuye, sino que, por el contrario, exalta su abandono filial en aquella que es madre en el orden de la gracia.

Más aún, la solicitud de María Reina por los hombres puede ser plenamente eficaz precisamente en virtud del estado glorioso posterior a la Asunción. Esto lo destaca muy bien san Germán de Constantinopla, que piensa que ese estado asegura la íntima relación de María con su Hijo, y hace posible su intercesión en nuestro favor. Dirigiéndose a María, añade: Cristo quiso «tener, por decirlo así, la cercanía de tus labios y de tu corazón; de este modo, cumple todos los deseos que le expresas, cuando sufres por tus hijos, y él hace, con su poder divino, todo lo que le pides» (Hom 1: PG 98, 348).

5. Se puede concluir que la Asunción no sólo favorece la plena comunión de María con Cristo, sino también con cada uno de nosotros: está junto a nosotros, porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro itinerario terreno diario. También leemos en san Germán: «Tú moras espiritualmente con nosotros, y la grandeza de tu desvelo por nosotros manifiesta tu comunión de vida con nosotros» (Hom 1: PG 98, 344).

Por tanto, en vez de crear distancia entre nosotros y ella, el estado glorioso de María suscita una cercanía continua y solícita. Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida.

Elevada a la gloria celestial, María se dedica totalmente a la obra de la salvación para comunicar a todo hombre la felicidad que le fue concedida. Es una Reina que da todo lo que posee compartiendo, sobre todo, la vida y el amor de Cristo.

FUNDAMENTO TEOLOGICO DE LA REALEZA DE LA VIRGEN MARIA

La razón por la que la Santísima Virgen María es Reina se fundamenta teológicamente en su divina Maternidad y en su función de ser Corredentora del género humano.

a) Por su divina Maternidad: Es el fundamento principal, pues la eleva a un grado altísimo de intimidad con el Padre celestial y la une a su divino Hijo, que es Rey universal por derecho propio.

En la Sagrada Escritura se dice del Hijo que la Virgen concebi­rá: "Hijo del Altísimo será llamado Y a El le dará el Señor Dios el trono de David su padre y en la casa de Jacob reinará eter­namente y su reinado no tendrá fin" (Lc. 1,32-33). Y a María se le llama "Madre del Señor" (Lc. 1,43); de donde fácilmente se deduce que Ella es también Reina, pues engendró un Hijo que era Rey y Señor de todas las cosas. Así, con razón, pudo escribir San Juan Damasceno: "Verdaderamente fue Señora de to­das las criaturas cuando fue Madre del Creador" (cit. en la Enc. Ad coeli Reginam, de Pío XII, 11-X-1954).

b) Por ser Corredentora del género humano: La Virgen María, por voluntad expresa de Dios, tuvo parte excelentísi­ma en la obra de nuestra Redención. Por ello, puede afir­marse que el género humano sujeto a la muerte por causa de una virgen (Eva), se salva también por medio de una Virgen (María). En consecuencia, así como Cristo es Rey por título de conquista, al precio de su Sangre, también María es Reina al precio de su Compasión dolorosa junto a la Cruz.

`Ta Beatísima María debe ser llamada Reina, no sólo por ra­zón de su Maternidad divina, sino también porque cooperó íntimamente a nuestra salvación. Así como Cristo, nuevo Adán, es Rey nuestro no sólo por ser Hijo de Dios sino tam­bién nuestro Redentor, con cierta analogía, se puede afirmar que María es Reina, no sólo por ser Madre de Dios sino tam­bién, como nueva Eva, porque fue asociada al nuevo Adán" (cfr. Pío XII, Enc, Ad coeli Reginam).


NATURALEZA DEL REINO DE MARIA

El reino de Santa María, a semejanza y en perfecta coincidencia con el reino de Jesucristo, no es un reino temporal y terreno, sino más bien un reino eterno y universal: -"Reino de verdad y de vida, de santidad, de gracia, de amor y de paz" (cfr. Prefacio de la Misa de Cristo Rey).

a) Es un reino eterno porque existirá siempre y no tendrá fin (cfr. Lc. 1,33) y, es universal porque se extiende al Cielo, a la tierra y a los abismos (cfr. Fil. 2,10-11).

b) Es un reino de verdad y de vida. Para esto vino Jesús al mundo, para dar testimonio de la verdad (cfr. Jn. 18,37) y para dar la vida sobrenatural a los hombres.

c) Es un reino de santidad y justicia porque María, la llena de gracia, nos alcanza las gracias de su Hijo para que seamos santos (cfr. Jn. 1,12-14); y de justicia porque premia las buenas obras de todos (cfr. Rom. 2,5-6).

d) Es un reino de amor porque de su eximia caridad nos ama con corazón maternal como hijos suyos y hermanos de su Hijo (cfr. 1 Cor. 13,8).

e) Es un reino de paz, nunca de odios y rencores; de la paz con que se llenan los corazones que reciben las gracias de Dios (cfr. Is. 9,6).

Santa María como Reina y Madre del Rey es coronada en sus imágenes -según costumbre de la Iglesia- para simbo­lizar por este modo el dominio y poder que tiene sobre todos los súbditos de su reino.

La oración Colecta de la Memoria de Santa María Reina dice: "Oh Dios, que nos han dado como Madre y como Reina, a la Madre de tu Unigénito; concédenos, por su intercesión, el po­der llegar a participar en el Reino celestial de la gloria reserva­da a tus hijos".

Fuente: corazones.org

 

MARÍA REINA SEGÚN SAN MAXIMILIANO KOLBE Y SAN LUIS DE MONTFORT


Ver también: San Maximiliano Kolbe
                    
San Luis de Montfort


María Reina según San Maximiliano Kolbe

"La inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios.  Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad.  Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús.  Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro.  Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin limites ni reservas."

María Reina según San Luis de Montfort en el Tratado de la Verdadera Devoción

35. María ha colaborado con el Espíritu Santo a la obra de los siglos, es decir, la Encarnación del Verbo. En consecuencia, Ella realizará también los mayores portentos de los últimos tiempos: la formación y educación de los grandes santos, que vivirán hacia el fin del mundo, están reservadas a Ella, porque sólo esta Virgen singular y milagrosa puede realizar en unión del Espíritu Santo, las cosas singulares y extraordinarias.

37. De lo que acabo de decir se sigue evidentemente: En primer lugar, que María ha recibido de Dios un gran dominio sobre las almas de los elegidos. Efectivamente, no podía fijar en ellos su morada, como el Padre le ha ordenado, ni formarlos, alimentarlos, darlos a luz para la eternidad como madre suya, poseerlos como propiedad personal, formarlos en Jesucristo y a Jesucristo en ello, echar en sus corazones las raíces de sus virtudes y ser la compañera indisoluble del Espíritu Santo para todas las obras de la gracia... No puede, repito, realizar todo esto, si no tiene derecho ni dominio sobre sus almas por gracia singular del Altísimo, que, habiéndole dado poder sobre su Hijo único y natural, se lo ha comunicado también sobre sus hijos adoptivos, no sólo en cuanto al cuerpo lo que sería poca cosa sino también en cuanto al alma. 

38. María es la Reina del cielo y de la tierra, por gracia, como Cristo es su Rey por naturaleza y por conquista. Ahora bien, así como el reino de Jesucristo consiste principalmente en el corazón o interior del hombre, según estas palabras: "El reino de Dios está en medio de ustedes", del mismo modo, el reino de la Virgen María está principalmente en el interior del hombre, es decir, en su alma. Ella es glorificada sobre todo en las almas juntamente con su Hijo más que en todas las criaturas visibles, de modo que podemos llamarla con los Santos: Reina de los corazones. 

miércoles, 21 de agosto de 2019

CARTA ENCÍCLICA PASCENDI de SAN PÍO X


CARTA ENCÍCLICA PASCENDI

DEL SUMO PONTÍFICE PÍO X

SOBRE LAS DOCTRINAS DE LOS MODERNISTAS


INTRODUCCIÓN

Al oficio de apacentar la grey del Señor que nos ha sido confiada de lo alto, Jesucristo señaló como primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósito tradicional de la santa fe, tanto frente a las novedades profanas del lenguaje como a las contradicciones de una falsa ciencia. No ha existido época alguna en la que no haya sido necesaria a la grey cristiana esa vigilancia de su Pastor supremo; porque jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano, «hombres de lenguaje perverso»(1), «decidores de novedades y seductores»(2), «sujetos al error y que arrastran al error»(3).

Gravedad de los errores modernistas

1. Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación el silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados.

Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre.

2. Tales hombres se extrañan de verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia. Pero no se extrañará de ello nadie que, prescindiendo de las intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo verdadero quien dijere que ésta no los ha tenido peores. Porque, en efecto, como ya hemos dicho, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días, el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que han aplicado la segur no a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmortal, se empeñan en que circule el virus por todo el árbol, y en tales proporciones que no hay parte alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper. Y mientras persiguen por mil caminos su nefasto designio, su táctica es la más insidiosa y pérfida. Amalgamando en sus personas al racionalista y al católico, lo hacen con habilidad tan refinada, que fácilmente sorprenden a los incautos. Por otra parte, por su gran temeridad, no hay linaje de consecuencias que les haga retroceder o, más bien, que no sostengan con obstinación y audacia. Juntan a esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad, constancia y ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia intachables. Por fin, y esto parece quitar toda esperanza de remedio, sus doctrinas les han pervertido el alma de tal suerte, que desprecian toda autoridad y no soportan corrección alguna; y atrincherándose en una conciencia mentirosa, nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la verdad lo que sólo es obra de la tenacidad y del orgullo.

A la verdad, Nos habíamos esperado que algún día volverían sobre sí, y por esa razón habíamos empleado con ellos, primero, la dulzura como con hijos, después la severidad y, por último, aunque muy contra nuestra voluntad, las reprensiones públicas. Pero no ignoráis, venerables hermanos, la esterilidad de nuestros esfuerzos: inclinaron un momento la cabeza para erguirla en seguida con mayor orgullo. Ahora bien: si sólo se tratara de ellos, podríamos Nos tal vez disimular; pero se trata de la religión católica y de su seguridad. Basta, pues, de silencio; prolongarlo sería un crimen. Tiempo es de arrancar la máscara a esos hombres y de mostrarlos a la Iglesia entera tales cuales son en realidad.

3. Y como una táctica de los modernistas (así se les llama vulgarmente, y con mucha razón), táctica, a la verdad, la más insidiosa, consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son perfectamente fijas y consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar esas mismas doctrinas en un conjunto, y hacer ver el enlace lógico que las une entre sí, reservándonos indicar después las causas de los errores y prescribir los remedios más adecuados para cortar el mal.

I. EXPOSICIÓN DE LAS DOCTRINAS MODERNISTAS

Para mayor claridad en materia tan compleja, preciso es advertir ante todo que cada modernista presenta y reúne en sí mismo variedad de personajes, mezclando, por decirlo así, al filósofo, al creyente, al apologista, al reformador; personajes todos que conviene distinguir singularmente si se quiere conocer a fondo su sistema y penetrar en los principios y consecuencias de sus doctrinas.

4. Comencemos ya por el filósofo. Los modernistas establecen, como base de su filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no posee facultad ni derecho de franquear los límites de aquéllas. Por lo tanto, es incapaz de elevarse hasta Dios, ni aun para conocer su existencia, de algún modo, por medio de las criaturas: tal es su doctrina. De donde infieren dos cosas: que Dios no puede ser objeto directo de la ciencia; y, por lo que a la historia pertenece, que Dios de ningún modo puede ser sujeto de la historia.

Después de esto, ¿que será de la teología natural, de los motivos de credibilidad, de la revelación externa? No es difícil comprenderlo. Suprimen pura y simplemente todo esto para reservarlo al intelectualismo, sistema que, según ellos, excita compasiva sonrisa y está sepultado hace largo tiempo.

Nada les detiene, ni aun las condenaciones de la Iglesia contra errores tan monstruosos. Porque el concilio Vaticano decretó lo que sigue: «Si alguno dijere que la luz natural de la razón humana es incapaz de conocer con certeza, por medio de las cosas creadas, el único y verdadera Dios, nuestro Creador y Señor, sea excomulgado»(4). Igualmente: «Si alguno dijere no ser posible o conveniente que el hombre sea instruido, mediante la revelación divina, sobre Dios y sobre el culto a él debido, sea excomulgado»(5). Y por último: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado»(6).

Ahora, de qué manera los modernistas pasan del agnosticismo, que no es sino ignorancia, al ateísmo científico e histórico, cuyo carácter total es, por lo contrario, la negación; y, en consecuencia, por qué derecho de raciocinio, desde ignorar si Dios ha intervenido en la historia del género humano hacen el tránsito a explicar esa misma historia con independencia de Dios, de quien se juzga que no ha tenido, en efecto, parte en el proceso histórico de la humanidad, conózcalo quien pueda. Y es indudable que los modernistas tienen como ya establecida y fija una cosa, a saber: que la ciencia debe ser atea, y lo mismo la historia; en la esfera de una y otra no admiten sino fenómenos: Dios y lo divino quedan desterrados.

Pronto veremos las consecuencias de doctrina tan absurda fluyen con respecto a la sagrada persona del Salvador, a los misterios de su vida y muerte, de su resurrección y ascensión gloriosa.

5. Agnosticismo este que no es sino el aspecto negativo de la doctrina de los modernistas; el positivo está constituido por la llamada inmanencia vital.

El tránsito del uno al otro es como sigue: natural o sobrenatural, la religión, como todo hecho, exige una explicación. Pues bien: una vez repudiada la teología natural y cerrado, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos de credibilidad; más aún, abolida por completo toda revelación externa, resulta claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apetecida, y debe hallarse en lo interior del hombre; pero como la religión es una forma de la vida, la explicación ha de hallarse exclusivamente en la vida misma del hombre. Por tal procedimiento se llega a establecer el principio de la inmanencia religiosa. En efecto, todo fenómeno vital —y ya queda dicho que tal es la religión— reconoce por primer estimulante cierto impulso o indigencia, y por primera manifestación, ese movimiento del corazón que llamamos sentimiento. Por esta razón, siendo Dios el objeto de la religión, síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino. Por otra parte, como esa indigencia de lo divino no se siente sino en conjuntos determinados y favorables, no puede pertenecer de suyo a la esfera de la conciencia; al principio yace sepultada bajo la conciencia, o, para emplear un vocablo tomado de la filosofía moderna, en la subconsciencia, donde también su raíz permanece escondida e inaccesible.

¿Quiere ahora saberse en qué forma esa indigencia de lo divino, cuando el hombre llegue a sentirla, logra por fin convertirse en religión? Responden los modernistas: la ciencia y la historia están encerradas entre dos límites: uno exterior, el mundo visible; otro interior, la conciencia. Llegadas a uno de éstos, imposible es que pasen adelante la ciencia y la historia; más allá está lo incognoscible. Frente ya a este incognoscible, tanto al que está fuera del hombre, más allá de la naturaleza visible, como al que está en el hombre mismo, en las profundidades de la subconsciencia, la indigencia de lo divino, sin juicio alguno previo (lo cual es puro fideísmo) suscita en el alma, naturalmente inclinada a la religión, cierto sentimiento especial, que tiene por distintivo el envolver en sí mismo la propia realidad de Dios, bajo el doble concepto de objeto y de causa íntima del sentimiento, y el unir en cierta manera al hombre con Dios. A este sentimiento llaman fe los modernistas: tal es para ellos el principio de la religión.

6. Pero no se detiene aquí la filosofía o, por mejor decir, el delirio modernista. Pues en ese sentimiento los modernistas no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la revelación. Y, en efecto, ¿qué más puede pedirse para la revelación? ¿No es ya una revelación, o al menos un principio de ella, ese sentimiento que aparece en la conciencia, y Dios mismo, que en ese preciso sentimiento religioso se manifiesta al alma aunque todavía de un modo confuso? Pero, añaden aún: desde el momento en que Dios es a un tiempo causa y objeto de la fe, tenemos ya que aquella revelación versa sobre Dios y procede de Dios; luego tiene a Dios como revelador y como revelado. De aquí, venerables hermanos, aquella afirmación tan absurda de los modernistas de que toda religión es a la vez natural y sobrenatural, según los diversos puntos de vista. De aquí la indistinta significación de conciencia y revelación. De aquí, por fin, la ley que erige a la conciencia religiosa en regla universal, totalmente igual a la revelación, y a la que todos deben someterse, hasta la autoridad suprema de la Iglesia, ya la doctrinal, ya la preceptiva en lo sagrado y en lo disciplinar.

7. Sin embargo, en todo este proceso, de donde, en sentir de los modernistas, se originan la fe y la revelación, a una cosa ha de atenderse con sumo cuidado, por su importancia no pequeña, vistas las consecuencias histórico-críticas que de allí, según ellos, se derivan.

Porque lo incognoscible, de que hablan, no se presenta a la fe como algo aislado o singular, sino, por lo contrario, con íntima dependencia de algún fenómeno, que, aunque pertenece al campo de la ciencia y de la historia, de algún modo sale fuera de sus límites; ya sea ese fenómeno un hecho de la naturaleza, que envuelve en sí algún misterio, ya un hombre singular cuya naturaleza, acciones y palabras no pueden explicarse por las leyes comunes de la historia. En este caso, la fe, atraída por lo incognoscible, que se presenta junto con el fenómeno, abarca a éste todo entero y le comunica, en cierto modo, su propia vida. Síguense dos consecuencias. En primer lugar, se produce cierta transfiguración del fenómeno, esto es, en cuanto es levantado por la fe sobre sus propias condiciones, con lo cual queda hecho materia más apta para recibir la forma de lo divino, que la fe ha de dar; en segundo lugar, una como desfiguración —llámese así— del fenómeno, pues la fe le atribuye lo que en realidad no tiene, al haberle sustraído a las condiciones de lugar y tiempo; lo que acontece, sobre todo, cuando se trata de fenómenos del tiempo pasado, y tanto más cuanto más antiguos fueren. De ambas cosas sacan, a su vez, los modernistas, dos leyes, que, juntas con la tercera sacada del agnosticismo, forman las bases de la crítica histórica. Un ejemplo lo aclarará: lo tomamos de la persona de Cristo. En la persona de Cristo, dicen, la ciencia y la historia ven sólo un hombre. Por lo tanto, en virtud de la primera ley, sacada del agnosticismo, es preciso borrar de su historia cuanto presente carácter divino. Por la segunda ley, la persona histórica de Cristo fue transfigurada por la fe; es necesario, pues, quitarle cuanto la levanta sobre las condiciones históricas. Finalmente, por la tercera, la misma persona de Cristo fue desfigurada por la fe; luego se ha de prescindir en ella de las palabras, actos y todo cuanto, en fin, no corresponda a su naturaleza, estado, educación, lugar y tiempo en que vivió.

Extraña manera, sin duda, de raciocinar; pero tal es la crítica modernista.

8. En consecuencia, el sentimiento religioso, que brota por vital inmanencia de los senos de la subconsciencia, es el germen de toda religión y la razón asimismo de todo cuanto en cada una haya habido o habrá. Oscuro y casi informe en un principio, tal sentimiento, poco a poco y bajo el influjo oculto de aquel arcano principio que lo produjo, se robusteció a la par del progreso de la vida humana, de la que es —ya lo dijimos— una de sus formas. Tenemos así explicado el origen de toda relígión, aun de la sobrenatural: no son sino aquel puro desarrollo del sentimiento religioso. Y nadie piense que la católica quedará exceptuada: queda al nivel de las demás en todo. Tuvo su origen en la conciencia de Cristo, varón de privilegiadísima naturaleza, cual jamás hubo ni habrá, en virtud del desarrollo de la inmanencia vital, y no de otra manera.

¡Estupor causa oír tan gran atrevimiento en hacer tales afirmaciones, tamaña blasfemia! ¡Y, sin embargo, venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan atrevidamente hablan así; católicos hay, más aún, muchos entre los sacerdotes, que claramente publican tales cosas y tales delirios presumen restaurar la Iglesia! No se trata ya del antiguo error que ponía en la naturaleza humana cierto derecho al orden sobrenatural. Se ha ido mucho más adelante, a saber: hasta afirmar que nuestra santísima religión, lo mismo en Cristo que en nosotros, es un fruto propio y espontáneo de la naturaleza. Nada, en verdad, más propio para destruir todo el orden sobrenatural.

Por lo tanto, el concilio Vaticano, con perfecto derecho, decretó: «Si alguno dijere que el hombre no puede ser elevado por Dios a un conocimiento y perfección que supere a la naturaleza, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, mediante un continuo progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea excomulgado»(7).

9. No hemos visto hasta aquí, venerables hermanos, que den cabida alguna a la inteligencia; pero, según la doctrina de los modernistas, tiene también su parte en el acto de fe, y así conviene notar de qué modo.

En aquel sentimiento, dicen, del que repetidas veces hemos hablado, porque es sentimiento y no conocimiento, Dios, ciertamente, se presenta al hombre; pero, como es sentimiento y no conocimiento, se presenta tan confusa e implicadamente que apenas o de ningún modo se distingue del sujeto que cree. Es preciso, pues, que el sentimiento se ilumine con alguna luz para que así Dios resalte y se distinga. Esto pertenece a la inteligencia, cuyo oficio propio es el pensar y analizar, y que sirve al hombre para traducir, primero en representaciones y después en palabras, los fenómenos vitales que en él se producen. De aquí la expresión tan vulgar ya entre los modernistas: «el hombre religioso debe pensar su fe».

La inteligencia, pues, superponiéndose a tal sentimiento, se inclina hacia él, y trabaja sobre él como un pintor que, en un cuadro viejo, vuelve a señalar y a hacer que resalten las líneas del antiguo dibujo: casi de este modo lo explica uno de los maestros modernistas. En este proceso la mente obra de dos modos: primero, con un acto natural y espontáneo traduce las cosas en una aserción simple y vulgar; después, refleja y profundamente, o como dicen, elaborando el pensamiento, interpreta lo pensado con sentencias secundarias, derivadas de aquella primera fórmula tan sencilla, pero ya más limadas y más precisas. Estas fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magisterio supremo de la Iglesia, formarán el dogma.

10. Ya hemos llegado en la doctrina modernista a uno de los puntos principales, al origen y naturaleza del dogma. Este, según ellos, tiene su origen en aquellas primitivas fórmulas simples que son necesarias en cierto modo a la fe, porque la revelación, para existir, supone en la conciencia alguna noticia manifiesta de Dios. Mas parecen afirmar que el dogma mismo está contenido propiamente en las fórmulas secundarias.

Para entender su naturaleza es preciso, ante todo, inquirir qué relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del ánimo. No será difícil descubrirlo si se tiene en cuenta que el fin de tales fórmulas no es otro que proporcionar al creyente el modo de darse razón de su fe. Por lo tanto, son intermedias entre el creyente y su fe: con relación a la fe, son signos inadecuados de su objeto, vulgarmente llamados símbolos; con relación al creyente, son meros instrumentos. Mas no se sigue en modo alguno que pueda deducirse que encierren una verdad absoluta; pues, como símbolos, son imágenes de la verdad, y, por lo tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, en cuanto éste se refiere al hombre; como instrumentos, son vehículos de la verdad y, en consecuencia, tendrán que acomodarse, a su vez, al hombre en cuanto se relaciona con el sentimiento religioso. Mas el objeto del sentimiento religioso, por hallarse contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, que pueden aparecer sucesivamente, ora uno, ora otro. A su vez, el hombre, al creer, puede estar en condiciones que pueden ser muy diversas. Por lo tanto, las fórmulas que llamamos dogma se hallarán expuestas a las mismas vicisitudes, y, por consiguiente, sujetas a mutación. Así queda expedito el camino hacia la evolución íntima del dogma.

¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!

11. No sólo puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe; tal es la tesis fundamental de los modernistas, que, por otra parte, fluye de sus principios.

Pues tienen por una doctrina de las más capitales en su sistema y que infieren del principio de la inmanencia vital, que las fórmulas religiosas, para que sean verdaderamente religiosas, y no meras especulaciones del entendimiento, han de ser vitales y han de vivir la vida misma del sentimiento religioso. Ello no se ha de entender como si esas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hayan sido inventadas para reemplazar al sentimiento religioso, pues su origen, número y, hasta cierto punto, su calidad misma, importan muy poco; lo que importa es que el sentimiento religioso, después de haberlas modificado convenientemente, si lo necesitan, se las asimile vitalmente. Es tanto como decir que es preciso que el corazón acepte y sancione la fórmula primitiva y que asimismo sea dirigido el trabajo del corazón, con que se engendran las fórmulas secundarias. De donde proviene que dichas fórmulas, para que sean vitales, deben ser y quedar asimiladas al creyente y a su fe. Y cuando, por cualquier motivo, cese esta adaptación, pierden su contenido primitivo, y no habrá otro remedio que cambiarlas.

Dado el carácter tan precario e inestable de las fórmulas dogmáticas se comprende bien que los modernistas las menosprecien y tengan por cosa de risa; mientras, por lo contrario, nada nombran y enlazan sino el sentimiento religioso, la vida religiosa. Por eso censuran audazmente a la Iglesia como si equivocara el camino, porque no distingue en modo alguno entre la significación material de las fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, tan tenaz como estérilmente, a fórmulas desprovistas de contenido, es ella la que permite que la misma religión se arruine.

Ciegos, ciertamente, y conductores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de ciencia, llevan su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad, a la par que la genuina naturaleza del sentimiento religioso: para ello han fabricado un sistema «en el cual, bajo el impulso de un amor audaz y desenfrenado de novedades, no buscan dónde ciertamente se halla la verdad y, despreciando las santas y apostólicas tradiciones, abrazan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, sobre las cuales —hombres vanísimos— pretenden fundar y afirmar la misma verdad(8). Tal es, venerables hermanos, el modernista como filósofo.

12. Si, pasando al creyente, se desea saber en qué se distingue, en el mismo modernista, el creyente del filósofo, es necesario advertir una cosa, y es que el filósofo admite, sí, la realidad de lo divino como objeto de la fe; pero esta realidad no la encuentra sino en el alma misma del creyente, en cuanto es objeto de su sentimiento y de su afirmación: por lo tanto, no sale del mundo de los fenómenos. Si aquella realidad existe en sí fuera del sentimiento y de la afirmación dichos, es cosa que el filósofo pasa por alto y desprecia. Para el modernista creyente, por lo contrario, es firme y cierto que la realidad de lo divino existe en sí misma con entera independencia del creyente. Y si se pregunta en qué se apoya, finalmente, esta certeza del creyente, responden los modernistas: en la experiencia singular de cada hombre.

13. Con cuya afirmación, mientras se separan de los racionalistas, caen en la opinión de los protestantes y seudomísticos.

Véase, pues, su explicación. En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehúsa colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca. Y tal experiencia es la que hace verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido.

¡Cuánto dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya reprobadas por el concilio Vaticano.

Cómo franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente con los otros errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco, y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan; más aún, los unos veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la fórmula brotada del entendimiento. Mas el sentimiento religioso es siempre y en todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; cuanto a la fórmula del entendimiento, lo único que se exige para su verdad es que responda al sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes del cristianismo.

Nadie, puestas las precedentes premisas, considerará absurda ninguna de estas conclusiones. Lo que produce profundo estupor es que católicos, que sacerdotes a quienes horrorizan, según Nos queremos pensar, tales monstruosidades, se conduzcan, sin embargo, como si de lleno las aprobasen; pues tales son las alabanzas que prodigan a los mantenedores de esos errores, tales los honores que públicamente les tributan, que hacen creer fácilmente que lo que pretenden honrar no son las personas, merecedoras acaso de alguna consideración, sino más bien los errores que a las claras profesan y que se empeñan con todas veras en esparcir entre el vulgo.

14. Otro punto hay en esta cuestión de doctrina en abierta contradicción con la verdad católica.

Pues el principio de la experiencia se aplica también a la tradición sostenida hasta aquí por la Iglesia, destruyéndola completamente. A la verdad, por tradición entienden los modernistas cierta comunicación de alguna experiencia original que se hace a otros mediante la predicación y en virtud de la fórmula intelectual; a la cual fórmula atribuyen, además de su fuerza representativa, como dicen, cierto poder sugestivo que se ejerce, ora en el creyente mismo para despertar en él el sentimiento religioso, tal vez dormido, y restaurar la experiencia que alguna vez tuvo; ora sobre los que no creen aún, para crear por vez primera en ellos el sentimiento religioso y producir la experiencia. Así es como la experiencia religiosa se va propagando extensamente por los pueblos; no sólo por la predicación en los existentes, más aún en los venideros, tanto por libros cuanto por la transmisión oral de unos a otros.

Pero esta comunicación de experiencias a veces se arraiga y reflorece; a veces envejece al punto y muere. El que reflorezca es para los modernistas un argumento de verdad, ya que toman indistintamente la verdad y la vida. De lo cual colegiremos de nuevo que todas las religiones existentes son verdaderas, pues de otro modo no vivirían.

15. Con lo expuesto hasta aquí, venerables hermanos, tenemos bastante y sobrado para formarnos cabal idea de las relaciones que establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo la cual comprenden también la historia.

Ante todo, se ha de asentar que la materia de una está fuera de la materia de la otra y separada de ella. Pues la fe versa únicamente sobre un objeto que la ciencia declara serle incognoscible; de aquí un campo completamente diverso: la ciencia trata de los fenómenos, en los que no hay lugar para la fe; ésta, por lo contrario, se ocupa enteramente de lo divino, que la ciencia desconoce por completo. De donde se saca en conclusión que no hay conflictos posibles entre la ciencia y la fe; porque si cada una se encierra en su esfera, nunca podrán encontrarse ni, por lo tanto, contradecirse.

Si tal vez se objeta a eso que hay en la naturaleza visible ciertas cosas que incumben también a la fe, como la vida humana de Jesucristo, ellos lo negarán. Pues aunque esas cosas se cuenten entre los fenómenos, mas en cuanto las penetra la vida de la fe, y en la manera arriba dicha, la fe las transfigura y desfigura, son arrancadas del mundo sensible y convertidas en materia del orden divino. Así, al que todavía preguntase más, si Jesucristo ha obrado verdaderos milagros y verdaderamente profetizado lo futuro; si verdaderamente resucitó y subió a los cielos: no, contestará la ciencia agnóstica; sí, dirá la fe. Aquí, con todo, no hay contradicción alguna: la negación es del filósofo, que habla a los filósofos y que no mira a Jesucristo sino según la realidad histórica; la afirmación es del creyente, que se dirige a creyentes y que considera la vida de Jesucristo como vivida de nuevo por la fe y en la fe.

16. A pesar de eso, se engañaría muy mucho el que creyese que podía opinar que la fe y la ciencia por ninguna razón se subordinan la una a la otra; de la ciencia sí se podría juzgar de ese modo recta y verdaderamente; mas no de la fe, que, no sólo por una, sino por tres razones está sometida a la ciencia. Pues, en primer lugar, conviene notar que todo cuanto incluye cualquier hecho religioso, quitada su realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás, y principalmente las fórmulas religiosas, no sale de la esfera de los fenómenos, y por eso cae bajo el dominio de la ciencia. Séale lícito al creyente, si le agrada, salir del mundo; pero, no obstante, mientras en él viva, jamás escapará, quiéralo o no, de las leyes, observación y fallos de la ciencia y de la historia.

Además, aunque se ha dicho que Dios es objeto de sola la fe, esto se entiende tratándose de la realidad divina y no de la idea de Dios. Esta se halla sujeta a la ciencia, la cual, filosofando en el orden que se dice lógico, se eleva también a todo lo que es absoluto e ideal. Por lo tanto, la filosofía o la ciencia tienen el derecho de investigar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su desenvolvimiento y librarla de todo lo extraño que pueda mezclarse; de aquí el axioma de los modernistas: «la evolución religiosa ha de ajustarse a la moral y a la intelectual»; esto es, como ha dicho uno de sus maestros, «ha de subordinarse a ellas».

Añádase, en fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual el creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la ciencia, de modo que no disienta de la idea general que la ciencia da de este mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente de la fe; pero que ésta, por el contrario, aunque se pregone como extraña a la ciencia, debe sometérsele.

Todo lo cual, venerables hermanos, es enteramente contrario a lo que Pío IX, nuestro predecesor, enseñaba cuando dijo: «Es propio de la filosofía, en lo que atañe a la religión, no dominar, sino servir; no prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo con racional homenaje; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarlos pía y humildemente»(9). Los modernistas invierten sencillamente los términos: a los cuales, por consiguiente, puede aplicarse lo que ya Gregorio IX, también predecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: «Algunos entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de la vanidad, se empeñan en traspasar con profanas novedades los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de las páginas sagradas... a la doctrina de la filosofía racional, no fiara algún provecho de los oyentes, sino para ostentación de la ciencia... Estos mismos, seducidos por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina a servir a la esclava»(10).

17. Y todo esto, en verdad, se hará más patente al que considera la conducta de los modernistas, que se acomoda totalmente a sus enseñanzas. Pues muchos de sus escritos y dichos parecen contrarios, de suerte que cualquiera fácilmente reputaría a sus autores como dudosos e inseguros. Pero lo hacen de propósito y con toda consideración, por el principio que sostienen sobre la separación mutua de la fe y de la ciencia. De aquí que tropecemos en sus libros con cosas que los católicos aprueban completamente; mientras que en la siguiente página hay otras que se dirían dictadas por un racionalista. Por consiguiente, cuando escriben de historia no hacen mención de la divinidad de Cristo; pero predicando en los templos la confiesan firmísimamente. Del mismo modo, en las explicaciones de historia no hablan de concilios ni Padres; mas, si enseñan el catecismo, citan honrosamente a unos y otros. De aquí que distingan también la exégesis teológica y pastoral de la científica e histórica.

Igualmente, apoyándose en el principio de que la ciencia de ningún modo depende de la fe, al disertar acerca de la filosofía, historia y crítica, muestran de mil maneras su desprecio de los maestros católicos, Santos Padres, concilios ecuménicos y Magisterio eclesiástico, sin horrorizarse de seguir las huellas de Lutero(11); y si de ello se les reprende, quejánse de que se les quita la libertad.

Confesando, en fin, que la fe ha de subordinarse a la ciencia, a menudo y abiertamente censuran a la Iglesia, porque tercamente se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; por lo tanto, desterrada con este fin la teología antigua, pretenden introducir otra nueva que obedezca a los delirios de los filósofos.

a) La fe

18. Aquí ya, venerables hermanos, se nos abre la puerta para examinar a los modernistas en el campo teológico. Mas, porque es materia muy escabrosa, la reduciremos a pocas palabras.

Se trata, pues, de conciliar la fe con la ciencia, y eso de tal suerte que la una se sujete a la otra. En este género, el teólogo modernista usa de los mismos principios que, según vimos, usaba el filósofo, y los adapta al creyente; a saber: los principios de la inmanencia y el simbolismo. Simplicísimo es el procedimiento. El filósofo afirma: el principio de la fe es inmanente; el creyente añade: ese principio es Dios; concluye el teólogo: luego Dios es inmanente en el hombre. He aquí la inmanencia teológica. De la misma suerte es cierto para el filósofo que las representaciones del objeto de la fe son sólo simbólicas; para el creyente lo es igualmente que el objeto de la fe es Dios en sí: el teólogo, por tanto, infiere: las representaciones de la realidad divina son simbólicas. He aquí el simbolismo teológico.

Errores, en verdad grandísimos; y cuán perniciosos sean ambos, se descubrirá al verse sus consecuencias. Pues, comenzando desde luego por el simbolismo, como los símbolos son tales respecto del objeto, a la vez que instrumentos respecto del creyente, ha de precaverse éste ante todo, dicen, de adherirse más de lo conveniente a la fórmula, en cuanto fórmula, usando de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta, que la fórmula descubre y encubre juntamente, empeñándose luego en expresarlas, pero sin conseguirlo jamás. A esto añaden, además, que semejantes fórmulas debe emplearlas el creyente en cuanto le ayuden, pues se le han dado para su comodidad y no como impedimento; eso sí, respetando el honor que, según la consideración social, se debe a las fórmulas que ya el magisterio público juzgó idóneas para expresar la conciencia común y en tanto que el mismo magisterio no hubiese declarado otra cosa distinta.

Qné opinan realmente los modernistas sobre la inmanencia, difícil es decirlo: no todos sienten una misma cosa. Unos la ponen en que Dios, por su acción, está más íntimamente presente al hombre que éste a sí mismo; lo cual nada tiene de reprensible si se entendiera rectamente. Otros, en que la acción de Dios es una misma cosa con la acción de la naturaleza, como la de la causa primera con la de la segunda; lo cual, en verdad, destruye el orden sobrenatural. Por último, hay quienes la explican de suerte que den sospecha de significación panteísta, lo cual concuerda mejor con el resto de su doctrina.

19. A este postulado de la inmanencia se junta otro que podemos llamar de permanencia divina: difieren entre sí, casi del mismo modo que difiere la experiencia privada de la experiencia transmitida por tradición. Aclarémoslo con un ejemplo sacado de la Iglesia y de los sacramentos. La Iglesia, dicen, y los sacramentos no se ha de creer, en modo alguno, que fueran instituidos por Cristo. Lo prohíbe el agnosticismo, que en Cristo no reconoce sino a un hombre, cuya conciencia religiosa se formó, como en los otros hombres, poco a poco; lo prohíbe la ley de inmanencia, que rechaza las que ellos llaman externas aplicaciones; lo prohíbe también la ley de la evolución, que pide, a fin de que los gérmenes se desarrollen, determinado tiempo y cierta serie de circunstancias consecutivas; finalmente, lo prohíbe la historia, que enseña cómo fue en realidad el verdadero curso de los hechos. Sin embargo, debe mantenerse que la Iglesia y los sacramentos fueron instituidos mediatamente por Cristo. Pero ¿de qué modo? Todas las conciencias cristianas estaban en cierta manera incluidas virtualmente, como la planta en la semilla, en la ciencia de Cristo. Y como los gérmenes viven la vida de la simiente, así hay que decir que todos los cristianos viven la vida de Cristo. Mas la vida de Cristo, según la fe, es divina: luego también la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida, en el transcurso de las edades, dio principio a la Iglesia y a los sacramentos, con toda razón se dirá que semejante principio proviene de Cristo y es divino. Así, cabalmente concluyen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los dogmas.

A esto, poco más o menos, se reduce, en realidad, la teología de los modernistas: pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante si se mantiene que la ciencia debe ser siempre y en todo obedecida.

Cada uno verá por sí fácilmente la aplicación de esta doctrina a todo lo demás que hemos de decir.

b) El dogma

20. Hasta aquí hemos tratado del origen y naturaleza de la fe. Pero, siendo muchos los brotes de la fe, principalmente la Iglesia, el dogma, el culto, los libros que llamamos santos, conviene examinar qué enseñan los modernistas sobre estos puntos. Y comenzando por el dogma, cuál sea su origen y naturaleza, arriba lo indicamos. Surge aquél de cierto impulso o necesidad, en cuya virtud el creyente trabaja sobre sus pensamientos propios, para así ilustrar mejor su conciencia y la de los otros. Todo este trabajo consiste en penetrar y pulir la primitiva fórmula de la mente, no en sí misma, según el desenvolvimiento lógico, sino según las circunstancias o, como ellos dicen con menos propiedad, vitalmente. Y así sucede que, en torno a aquélla, se forman poco a poco, como ya insinuamos, otras fórmulas secundarias; las cuales, reunidas después en un cuerpo y en un edificio doctrinal, así que son sancionadas por el magisterio público, puesto que responden a la conciencia común, se denominan dogma. A éste se han de contraponer cuidadosamente las especulaciones de los teólogos, que, aunque no vivan la vida de los dogmas, no se han de considerar del todo inútiles, ya para conciliar la religión con la ciencia y quitar su oposición, ya para ilustrar extrínsecamente y defender la misma religión; y acaso también podrán ser útiles para allanar el camino a algún nuevo dogma futuro.

En lo que mira al culto sagrado, poco habría que decir a no comprenderse bajo este título los sacramentos, sobre los cuales defienden los modernistas gravísimos errores. El culto, según enseñan, brota de un doble impulso o necesidad; porque en su sistema, como hemos visto, todo se engendra, según ellos aseguran, en virtud de impulsos íntimos o necesidades. Una de ellas es para dar a la religión algo de sensible; la otra a fin de manifestarla; lo que no puede en ningún modo hacerse sin cierta forma sensible y actos santificantes, que se han llamado sacramentos. Estos, para los modernistas, son puros símbolos o signos; aunque no destituidos de fuerza. Para explicar dicha fuerza, se valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se dice haber hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas nociones poderosas e impresionan de modo extraordinario los ánimos superiores. Como esas palabras se ordenan a tales nociones, así los sacramentos se ordenan al sentimiento religioso: nada más. Hablarían con mayor claridad si afirmasen que los sacramentos se instituyeron únicamente para alimentar la fe; pero eso ya lo condenó el concilio de Trento(12): «Si alguno dijere que estos sacramentos no fueron instituidos sino sólo para alimentar la fe, sea excomulgado».

c) Los libros sagrados

21. Algo hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los libros sagrados. Conforme al pensar de los modernistas, podría no definirlos rectamente como una colección de experiencias, no de las que estén al alcance de cualquiera, sino de las extraordinarias e insignes, que suceden en toda religión.

Eso cabalmente enseñan los modernistas sobre nuestros libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento. En sus opiniones, sin embargo, advierten astutamente que, aunque la experiencia pertenezca al tiempo presente, no obsta para que tome la materia de lo pasado y aun de lo futuro, en cuanto el creyente, o por el recuerdo de nuevo vive lo pasado a manera de lo presente, o por anticipación hace lo propio con lo futuro. Lo que explica cómo pueden computarse entre los libros sagrados los históricos y apocalípticos. Así, pues, en esos libros Dios habla en verdad por medio del creyente; mas, según quiere la teología de los modernistas, sólo por la inmanencia y permanencia vital.

Se preguntará: ¿qué dicen, entonces, de la inspiración? Esta, contestan, no se distingue sino, acaso, por el grado de vehemencia, del impulso que siente el creyente de manifestar su fe de palabra o por escrito. Algo parecido tenemos en la inspiración poética; por lo que dijo uno: «Dios está en nosotros: al agitarnos El, nos enardecemos». Así es como se debe afirmar que Dios es el origen de la inspiración de los Sagrados Libros.

Añaden, además, los modernistas que nada absolutamente hay en dichos libros que carezca de semejante inspiración. En cuya afirmación podría uno creerlos más ortodoxos que a otros modernos que restringen algo la inspiración, como, por ejemplo, cuando excluyen de ellas las citas que se llaman tácitas. Mero juego de palabras, simples apariencias. Pues si juzgamos la Biblia según el agnosticismo, a saber: como una obra humana compuesta por los hombres para los hombres, aunque se dé al teólogo el derecho de llamarla divina por inmanencia, ¿cómo, en fin, podrá restringirse la inspiración? Aseguran, sí, los modernistas la inspiración universal de los libros sagrados, pero en el sentido católico no admiten ninguna.

d) La Iglesia

22. Más abundante materia de hablar ofrece cuanto la escuela modernista fantasea acerca de la Iglesia.

Ante todo, suponen que debe su origen a una doble necesidad: una, que existe en cualquier creyente, y principalmente en el que ha logrado alguna primitiva y singular experiencia para comunicar a otros su fe; otra, después que la fe ya se ha hecho común entre muchos, está en la colectividad, y tiende a reunirse en sociedad para conservar, aumentar y propagar el bien común. ¿Qué viene a ser, pues, la Iglesia? Fruto de la conciencia colectiva o de la unión de las ciencias particulares, las cuales, en virtud de la permanencia vital, dependen de su primer creyente, esto es, de Cristo, si se trata de los católicos.

Ahora bien: cualquier sociedad necesita de una autoridad rectora que tenga por oficio encaminar a todos los socios a un fin común y conservar prudentemente los elementos de cohesión, que en una sociedad religiosa consisten en la doctrina y culto. De aquí surge, en la Iglesia católica, una tripe autoridad: disciplinar, dogmática, litúrgica.

La naturaleza de esta autoridad se ha de colegir de su origen: y de su naturaleza se deducen los derechos y obligaciones. En las pasadas edades fue un error común pensar que la autoridad venía de fuera a la Iglesia, esto es, inmediatamente de Dios; y por eso, con razón, se la consideraba como autocrática. Pero tal creencia ahora ya está envejecida. Y así como se dice que la Iglesia nace de la colectividad de las conciencias, por igual manera la autoridad procede vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, lo mismo que la Iglesia, brota de la conciencia religiosa, a la que, por lo tanto, está sujeta: y, si desprecia esa sujeción, obra tiránicamente. Vivimos ahora en una época en que el sentimiento de la libertad ha alcanzado su mayor altura. En el orden civil, la conciencia pública introdujo el régimen popular. Pero la conciencia del hombre es una sola, como la vida. Luego si no se quiere excitar y fomentar la guerra intestina en las conciencias humanas, tiene la autoridad eclesiástica el deber de usar las formas democráticas, tanto más cuanto que, si no las usa, le amenaza la destrucción. Loco, en verdad, sería quien pensara que en el ansia de la libertad que hoy florece pudiera hacerse alguna vez cierto retroceso. Estrechada y acorralada por la violencia, estallará con más fuerza, y lo arrastrará todo —Iglesia y religión— juntamente.

Así discurren los modernistas, quienes se entregan, por lo tanto, de lleno a buscar los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes.

23. Pero no sólo dentro del recinto doméstico tiene la Iglesia gentes con quienes conviene que se entienda amistosamente: también las tiene fuera. No es ella la única que habita en el mundo; hay asimismo otras sociedades a las que no puede negar el trato y comunicación. Cuáles, pues, sean sus derechos, cuáles sus deberes en orden a las sociedades civiles es preciso determinar; pero ello tan sólo con arreglo a la naturaleza de la Iglesia, según los modernistas nos la han descrito.

En lo cual se rigen por las mismas reglas que para la ciencia y la fe mencionamos. Allí se hablaba de objetos, aquí de fines. Y así como por razón del objeto, según vimos, son la fe y la ciencia extrañas entre sí, de idéntica suerte lo son el Estado y la Iglesia por sus fines: es temporal el de aquél, espiritual el de ésta. Fue ciertamente licito en otra época subordinar lo temporal a lo espiritual y hablar de cuestiones mixtas, en las que la Iglesia intervenía cual reina y señora, porque se creía que la Iglesia había sido fundada inmediatamente por Dios, como autor del orden sobrenatural. Pero todo esto ya está rechazado por filósofos e historiadores. Luego el Estado se debe separar de la Iglesia; como el católico del ciudadano. Por lo cual, todo católico, al ser también ciudadano, tiene el derecho y la obligación, sin cuidarse de la autoridad de la Iglesia, pospuestos los deseos, consejos y preceptos de ésta, y aun despreciadas sus reprensiones, de hacer lo que juzgue más conveniente para utilidad de la patria. Señalar bajo cualquier pretexto al ciudadano el modo de obrar es un abuso del poder eclesiástico que con todo esfuerzo debe rechazarse.

Las teorías de donde estos errores manan, venerables hermanos, son ciertamente las que solemnemente condenó nuestro predecesor Pío VI en su constitución apostólica Auctorem fidei(13).

24. Mas no le satisface a la escuela de los modernistas que el Estado sea separado de la Iglesia. Así como la fe, en los elementos — que llaman — fenoménicos, debe subordinarse a la ciencia, así en los negocios temporales la Iglesia debe someterse al Estado. Tal vez no lo digan abiertamente, pero por la fuerza del raciocinio se ven obligados a admitirlo. En efecto, admitido que en las cosas temporales sólo el Estado puede poner mano, si acaece que algún creyente, no contento con los actos interiores de religión, ejecuta otros exteriores, como la administración y recepción de sacramentos, éstos caerán necesariamente bajo el dominio del Estado. Entonces, ¿que será de la autoridad eclesiástica? Como ésta no se ejercita sino por actos externos, quedará plenamente sujeta al Estado. Muchos protestantes liberales, por la evidencia de esta conclusión, suprimen todo culto externo sagrado, y aun también toda sociedad externa religiosa, y tratan de introducir la religión que llaman individual.

Y si hasta ese punto no llegan claramente los modernistas, piden entre tanto, por lo menos, que la Iglesia, de su voluntad, se dirija adonde ellos la empujan y que se ajuste a las formas civiles. Esto por lo que atañe a la autoridad disciplinar.

Porque muchísimo peor y más pernicioso es lo que opinan sobre la autoridad doctrinal y dogmática. Sobre el magisterio de la Iglesia, he aquí cómo discurren. La sociedad religiosa no puede verdaderamente ser una si no es una la conciencia de los socios y una la fórmula de que se valgan. Ambas unidas exigen una especie de inteligencia universal a la que incumba encontrar y determinar la fórmula que mejor corresponda a la conciencia común, y a aquella inteligencia le pertenece también toda la necesaria autoridad para imponer a la comunidad la fórmula establecida. Y en esa unión como fusión, tanto de la inteligencia que elige la fórmula cuanto de la potestad que la impone, colocan los modernistas el concepto del magisterio eclesiástico. Como, en resumidas cuentas, el magisterio nace de las conciencias individuales y para bien de las mismas conciencias se le ha impuesto el cargo público, síguese forzosamente que depende de las mismas conciencias y que, por lo tanto, debe someterse a las formas populares. Es, por lo tanto, no uso, sino un abuso de la potestad que se concedió para utilidad prohibir a las conciencias individuales manifestar clara y abiertamente los impulsos que sienten, y cerrar el camino a la crítica impidiéndole llevar el dogma a sus necesarias evoluciones.

De igual manera, en el uso mismo de la potestad, se ha de guardar moderación y templanza. Condenar y proscribir un libro cualquiera, sin conocimiento del autor, sin admitirle ni explicación ni discusión alguna, es en verdad algo que raya en tiranía.

Por lo cual se ha de buscar aquí un camino intermedio que deje a salvo los derechos todos de la autoridad y de la libertad. Mientras tanto, el católico debe conducirse de modo que en público se muestre muy obediente a la autoridad, sin que por ello cese de seguir las inspiraciones de su propia personalidad.

En general, he aquí lo que imponen a la Iglesia: como el fin único de la potestad eclesiástica se refiere sólo a cosas espirituales, se ha de desterrar todo aparato externo y la excesiva magnificencia con que ella se presenta ante quienes la contemplan. En lo que seguramente no se fijan es en que, si la religión pertenece a las almas, no se restringe, sin embargo, sólo a las almas, y que el honor tributado a la autoridad recae en Cristo, que la fundó.

e) La evolución

25. Para terminar toda esta materia sobre la fe y sus «variantes gérmenes» resta, venerables hermanos, oír, en último lugar, las doctrinas de los modernistas acerca del desenvolvimiento de entrambas cosas.

Hay aquí un principio general: en toda religión que viva, nada existe que no sea variable y que, por lo tanto, no deba variarse. De donde pasan a lo que en su doctrina es casi lo capital, a saber: la evolución. Si, pues, no queremos que el dogma, la Iglesia, el culto sagrado, los libros que como santos reverenciamos y aun la misma fe languidezcan con el frío de la muerte, deben sujetarse a las leyes de la evolución. No sorprenderá esto si se tiene en cuenta lo que sobre cada una de esas cosas enseñan los modernistas. Porque, puesta la ley de la evolución, hallamos descrita por ellos mismos la forma de la evolución. Y en primer lugar, en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe, dicen, fue rudimentaria y común para todos los hombres, porque brotaba de la misma naturaleza y vida humana. Hízola progresar la evolución vital, no por la agregación externa de nuevas formas, sino por una creciente penetración del sentimiento religioso en la conciencia. Aquel progreso se realizó de dos modos: en primer lugar, negativamente, anulando todo elemento extraño, como, por ejemplo, el que provenía de familia o nación; después, positivamente, merced al perfeccionamiento intelectual y moral del hombre; con ello, la noción de lo divino se hizo más amplia y más clara, y el sentimiento religioso resultó más elevado. Las mismas causas que trajimos antes para explicar el origen de la fe hay que asignar a su progreso. A lo que hay que añadir ciertos hombres extraordinarios (que nosotros llamamos profetas, entre los cuales el más excelente fue Cristo), ya porque en su vida y palabras manifestaron algo de misterioso que la fe atribuía a la divinidad, ya porque lograron nuevas experiencias, nunca antes vistas, que respondían a la exigencia religiosa de cada época.

Mas la evolución del dogma se origina principalmente de que hay que vencer los impedimentos de la fe, sojuzgar a los enemigos y refutar las contradicciones. Júntese a esto cierto esfuerzo perpetuo para penetrar mejor todo cuanto en los arcanos de la fe se contiene. Así, omitiendo otros ejemplos, sucedió con Cristo: aquello más o menos divino que en él admitía la fe fue creciendo insensiblemente y por grados hasta que, finalmente, se le tuvo por Dios.

En la evolución del culto, el factor principal es la necesidad de acomodarse a las costumbres y tradiciones populares, y también la de disfrutar el valor que ciertos actos han recibido de la costumbre.

En fin, la Iglesia encuentra la exigencia de su evolución en que tiene necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas públicamente ya existentes del régimen civil.

Así es como los modernistas hablan de cada cosa en particular.

Aquí, empero, antes de seguir adelante, queremos que se advierta bien esta doctrina de las necesidades o indigencias (o sea, en lenguaje vulgar, dei bisogni, como ellos la llaman más expresivamente), pues ella es como la base y fundamento no sólo de cuanto ya hemos visto, sino también del famoso método que ellos denominan histórico.

26. Insistiendo aún en la doctrina de la evolución, debe además advertirse que, si bien las indigencias o necesidades impulsan a la evolución, si la evolución fuese regulada no más que por ellas, traspasando fácilmenté los fines de la tradición y arrancada, por lo tanto, de su primitivo principio vital, se encaminará más bien a la ruina que al progreso. Por lo que, ahondando más en la mente de los modernistas, diremos que la evolución proviene del encuentro opuesto de dos fuerzas, de las que una estimula el progreso mientras la otra pugna por la conservación.

La fuerza conservadora reside vigorosa en la Iglesia y se contiene en la tradición. Represéntala la autoridad religiosa, y eso tanto por derecho, pues es propio de la autoridad defender la tradición, como de hecho, puesto que, al hallarse fuera de las contingencias de la vida, pocos o ningún estímulo siente que la induzcan al progreso. Al contrario, en las conciencias de los individuos se oculta y se agita una fuerza que impulsa al progreso, que responde a interiores necesidades y que se oculta y se agita sobre todo en las conciencias de los particulares, especialmente de aquellos que están, como dicen, en contacto más particular e íntimo con la vida. Observad aquí, venerables hermanos, cómo yergue su cabeza aquella doctrina tan perniciosa que furtivamente introduce en la Iglesia a los laicos como elementos de progreso.

Ahora bien: de una especie de mutuo convenio y pacto entre la fuerza conservadora y la progresista, esto es, entre la autoridad y la conciencia de los particulares, nacen el progreso y los cambios. Pues las conciencias privadas, o por lo menos algunas de ellas, obran sobre la conciencia colectiva; ésta, a su vez, sobre las autoridades, obligándolas a pactar y someterse a lo ya pactado.

Fácil es ahora comprender por qué los modernistas se admiran tanto cuando comprenden que se les reprende o castiga. Lo que se les achaca como culpa, lo tienen ellos como un deber de conciencia.

Nadie mejor que ellos comprende las necesidades de las conciencias, pues la penetran más íntimamente que la autoridad eclesiástica. En cierto modo, reúnen en sí mismos aquellas necesidades, y por eso se sienten obligados a hablar y escribir públicamente. Castíguelos, si gusta, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia del deber, y por íntima experiencia saben que se les debe alabanzas y no reprensiones. Ya se les alcanza que ni el progreso se hace sin luchas ni hay luchas sin víctimas: sean ellos, pues, las víctimas, a ejemplo de los profetas y Cristo. Ni porque se les trate mal odian a la autoridad; confiesan voluntariamente que ella cumple su deber. Sólo se quejan de que no se les oiga, porque así se retrasa el «progreso» de las almas; llegará, no obstante, la hora de destruir esas tardanzas, pues las leyes de la evolución pueden refrenarse, pero no del todo aniquilarse. Continúan ellos por el camino emprendido; lo continúan, aun después de reprendidos y condenados, encubriendo su increíble audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan fingidamente sus cervices, pero con sus hechos y con sus planes prosiguen más atrevidos lo que emprendieron. Y obran así a ciencia y conciencia, ora porque creen que la autoridad debe ser estimulada y no destruida, ora porque les es necesario continuar en la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente la conciencia colectiva. Pero, al afirmar eso, no caen en la cuenta de que reconocen que disiente de ellos la conciencia colectiva, y que, por lo tanto, no tienen derecho alguno de ir proclamándose intérpretes de la misma.

27. Así, pues, venerables hermanos, según la doctrina y maquinaciones de los modernistas, nada hay estable, nada inmutable en la Iglesia. En la cual sentencia les precedieron aquellos de quienes nuestro predecesor Pío IX ya escribía: «Esos enemigos de la revelación divina, prodigando estupendas alabanzas al progreso humano, quieren, con temeraria y sacrílega osadía, introducirlo en la religión católica, como si la religión fuese obra de los hombres y no de Dios, o algún invento filosófico que con trazas humanas pueda perfeccionarse»(14).

Cuanto a la revelación, sobre todo, y a los dogmas, nada se halla de nuevo en la doctrina de los modernistas, pues es la misma reprobada ya en el Syllabus, de Pío IX, y enunciada así: «La revelación divina es imperfecta, y por lo mismo sujeta a progreso continuo e indefinido que corresponda al progreso de la razón humana»(15), y con más solemnidad en el concilio Vaticano, por estas palabras: «Ni, pues, la doctrina de la fe que Dios ha revelado se propuso como un invento filosófico para que la perfeccionasen los ingenios humanos, sino como un depósito divino se entregó a la Esposa de Cristo, a fin de que la custodiara fielmente e infaliblemente la declarase. De aquí que se han de retener también los dogmas sagrados en el sentido perpetuo que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, ni jamás hay que apartarse de él con color y nombre de más alta inteligencia»(16); con esto, sin duda, el desarrollo de nuestros conocimientos, aun acerca de la fe, lejos de impedirse, antes se facilita y promueve. Por ello, el mismo concilio Vaticano prosigue diciendo: «Crezca, pues, y progrese mucho e incesantemente la inteligencia, ciencia, sabiduría, tanto de los particulares como de todos, tanto de un solo hombre como de toda la Iglesia, al compás de las edades y de los siglos; pero sólo en su género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia»(17).

28. Después que, entre los partidarios del modernismo, hemos examinado al filósofo, al creyente, al teólogo, resta que igualmente examinemos al historiador, al crítico, al apologista y al reformador.

Algunos de entre los modernistas, que se dedican a escribir historia, se muestran en gran manera solícitos por que no se les tenga como filósofos; y aun alardean de no saber cosa alguna de filosofía. Astucia soberana: no sea que alguien piense que están llenos de prejuicios filosóficos y que no son, por consiguiente, como afirman, enteramente objetivos. Es, sin embargo, cierto que toda su historia y crítica respira pura filosofía, y sus conclusiones se derivan, mediante ajustados raciocinios, de los principios filosóficos que defienden, lo cual fácilmente entenderá quien reflexione sobre ello.

Los tres primeros cánones de dichos historiadores o críticos son aquellos principios mismos que hemos atribuido arriba a los filósofos; es a saber: el agnosticismo, el principio de la transfiguración de las cosas por la fe, y el otro, que nos pareció podía llamarse de la desfiguración. Vamos a ver las conclusiones de cada uno de ellos.

Según el agnosticismo, la historia, no de otro modo que la ciencia, versa únicamente sobre fenómenos. Luego, así Dios como cualquier intervención divina en lo humano, se han de relegar a la fe, como pertenecientes tan sólo a ella.

Por lo tanto, si se encuentra algo que conste de dos elementos, uno divino y otro humano — como sucede con Cristo, la Iglesia, los sacramentos y muchas otras cosas de ese género —, de tal modo se ha de dividir y separar, que lo humano vaya a la historia, lo divino a la fe. De aquí la conocida división, que hacen los modernistas, del Cristo histórico y el Cristo de la fe; de la Iglesia de la historia, y la de la fe; de los sacramentos de la historia, y los de la fe; y otras muchas a este tenor.

Después, el mismo elemento humano que, según vemos, el historiador reclama para sí tal cual aparece en los monumentos, ha de reconocerse que ha sido realzado por la fe mediante la transfiguración más allá de las condiciones históricas. Y así conviene de nuevo distinguir las adiciones hechas por la fe, para referirlas a la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo, todo lo que sobrepase a la condición humana, ya natural, según enseña la psicología, ya la correspondiente al lugar y edad en que vivió.

Además, en virtud del tercer principio filosófico, han de pasarse también como por un tamiz las cosas que no salen de la esfera histórica; y eliminan y cargan a la fe igualmente todo aquello que, según su criterio, no se incluye en la lógica de los hechos, como dicen, o no se acomoda a las personas. Pretenden, por ejemplo, que Cristo no dijo nada que pudiera sobrepasar a la inteligencia del vulgo que le escuchaba. Por ello borran de su historia real y remiten a la fe cuantas alegorías aparecen en sus discursos. Se preguntará, tal vez, ¿según qué ley se hace esta separación? Se hace en virtud del carácter del hombre, de su condición social, de su educación, del conjunto de circunstancias en que se desarrolla cualquier hecho; en una palabra: si no nos equivocamos, según una norma que al fin y al cabo viene a parar en meramente subjetiva. Esto es, se esfuerzan en identificarse ellos con la persona misma de Cristo, como revistiéndose de ella; y le atribuyen lo que ellos hubieran hecho en circunstancias semejantes a las suyas.

Así, pues, para terminar, a priori y en virtud de ciertos principios filosóficos — que sostienen, pero que aseguran no saber —, afirman que en la historia que llaman real Cristo no es Dios ni ejecutó nada divino; como hombre, empero, realizó y dijo lo que ellos, refiriéndose a los tiempos en que floreció, le dan derecho de hacer o decir.

29. Así como de la filosofía recibe sus conclusiones la historia, así la crítica de la historia. Pues el crítico, siguiendo los datos que le ofrece el historiador, divide los documentos en dos partes: lo que queda después de la triple partición, ya dicha, lo refieren a la historia real; lo demás, a la historia de la fe o interna. Distinguen con cuidado estas dos historias, y adviértase bien cómo oponen la historia de la fe a la historia real en cuanto real. De donde se sigue que, como ya dijimos, hay dos Cristos: uno, el real, y otro, el que nunca existió de verdad y que sólo pertenece a la fe; el uno, que vivió en determinado lugar y época, y el otro, que sólo se encuentra en las piadosas especulaciones de la fe. Tal, por ejemplo, es el Cristo que presenta el evangelio de San Juan, libro que no es, en todo su contenido, sino una mera especulación.

No termina con esto el dominio de la filosofía sobre la historia. Divididos, según indicamos, los documentos en dos partes, de nuevo interviene el filósofo con su dogma de la inmanencia vital, y hace saber que cuanto se contiene en la historia de la Iglesia se ha de explicar por la emanación vital. Y como la causa o condición de cualquier emanación vital se ha de colocar en cierta necesidad o indigencia, se deduce que el hecho se ha de concebir después de la necesidad y que, históricamente, es aquél posterior a ésta.

¿Qué hace, en ese caso, el historiador? Examinando de nuevo los documentos, ya los que se hallan en los Sagrados Libros, ya los sacados de dondequiera, teje con ellos un catálogo de las singulares necesidades que, perteneciendo ora al dogma, ora al culto sagrado, o bien a otras cosas, se verificaron sucesivamente en la Iglesia. Una vez terminado el catálogo, lo entrega al crítico. Y éste pone mano en los documentos destinados a la historia de la fe, y los distribuye de edad en edad, de forma que cada uno responda al catálogo, guiado siempre por aquel principio de que la necesidad precede al hecho y el hecho a la narración. Puede alguna vez acaecer que ciertas partes de la Biblia, como las epístolas, sean el mismo hecho creado por la necesidad. Sea de esto lo que quiera, hay una regla fija, y es que la fecha de un documento cualquiera se ha de determinar solamente según la fecha en que cada necesidad surgió en la Iglesia.

Hay que distinguir, además, entre el comienzo de cualquier hecho y su desarrollo; pues lo que puede nacer en un día no se desenvuelve sino con el transcurso del tiempo. Por eso debe el crítico dividir los documentos, ya distribuidos, según hemos dicho, por edades, en dos partes — separando los que pertenecen al origen de la cosa y los que pertenecen a su desarrollo —, y luego de nuevo volverá a ordenarlos según los diversos tiempos.

30. En este punto entra de nuevo en escena el filósofo, y manda al historiador que ordene sus estudios conforme a lo que prescriben los preceptos y leyes de la evolución. El historiador vuelve a escudriñar los documentos, a investigar sutilmente las circunstancias y condiciones de la Iglesia en cada época, su fuerza conservadora, sus necesidades internas y externas que la impulsaron al progreso, los impedimentos que sobrevinieron; en una palabra: todo cuanto contribuya a precisar de qué manera se cumplieron las leyes de la evolución. Finalmente, y como consecuencia de este trabajo, puede ya trazar a grandes rasgos la historia de la evolución. Viene en ayuda el crítico, y ya adopta los restantes documentos. Ya corre la pluma, ya sale la historia concluida.

Ahora preguntamos: ¿a quién se ha de atribuir esta historia? ¿Al historiador o al crítico? A ninguno de ellos, ciertamente, sino al filósofo. Allí todo es obra de apriorismo, y de un apriorismo que rebosa en herejías. Causan verdaderamente lástima estos hombres, de los que el Apóstol diría: «Desvaneciéronse en sus pensamientos..., pues, jactándose de ser sabios, han resultado necios»(18); pero ya llegan a molestar, cuando ellos acusan a la Iglesia por mezclar y barajar los documentos en forma tal que hablen en su favor. Achacan, a saber, a la Iglesia aquello mismo de que abiertamente les acusa su propia conciencia.

31. De esta distribución y ordenación — por edades — de los documentos necesariamente se sigue que ya no pueden atribuirse los Libros Sagrados a los autores a quienes realmente se atribuyen. Por esa causa, los modernistas no vacilan a cada paso en asegurar que esos mismos libros, y en especial el Pentateuco y los tres primeros evangelios, de una breve narración que en sus principios eran, fueron poco a poco creciendo con nuevas adiciones e interpolaciones, hechas a modo de interpretación, ya teológica, ya alegórica, o simplemente intercaladas tan sólo para unir entre sí las diversas partes.

Y para decirlo con más brevedad y claridad: es necesario admitir la evolución vital de los Libros Sagrados, que nace del desenvolvimiento de la fe y es siempre paralela a ella.

Añaden, además, que las huellas de esa evolución son tan manifiestas, que casi se puede escribir su historia. Y aun la escriben en realidad con tal desenfado, que pudiera creerse que ellos mismos han visto a cada uno de los escritores que en las diversas edades trabajaron en la amplificación de los Libros Sagrados.

Y, para confirmarlo, se valen de la crítica que denominan textual, y se empeñan en persuadir que este o aquel otro hecho o dicho no está en su lugar, y traen otras razones por el estilo. Parece en verdad que se han formado como ciertos modelos de narración o discursos, y por ellos concluyen con toda certeza sobre lo que se encuentra como en su lugar propio y qué es lo que está en lugar indebido.

Por este camino, quiénes puedan ser aptos para fallar, aprécielo el que quiera. Sin embargo, quien los oiga hablar de sus trabajos sobre los Libros Sagrados, en los que es dado descubrir tantas incongruencias, creería que casi ningún hombre antes de ellos los ha hojeado, y que ni una muchedumbre casi infinita de doctores, muy superiores a ellos en ingenio, erudición y santidad de vida, los ha escudriñado en todos sus sentidos. En verdad que estos sapientísimos doctores tan lejos estuvieron de censurar en nada las Sagradas Escrituras, que cuanto más íntimamente las estudiaban mayores gracias daban a Dios porque así se dignó hablar a los hombres. Pero ¡ay, que nuestros doctores no estudiaron los Libros Sagrados con los auxilios con que los estudian los modernistas! Esto es, no tuvieron por maestra y guía a una filosofía que reconoce su origen en la negación de Dios ni se erigieron a sí mismos como norma de criterio.

32. Nos parece que ya está claro cuál es el método de los modernistas en la cuestión histórica. Precede el filósofo; sigue el historiador; luego ya, de momento, vienen la crítica interna y la crítica textual. Y porque es propio de la primera causa comunicar su virtud a las que la siguen, es evidente que semejante crítica no es una crítica cualquiera, sino que con razón se la llama agnóstica, inmanentista, evolucionista; de donde se colige que el que la profesa y usa, profesa los errores implícitos de ella y contradice a la doctrina católica.

Siendo esto así, podría sorprender en gran manera que entre católicos prevaleciera este linaje de crítica. Pero esto se explica por una doble causa: la alianza, en primer lugar, que une estrechamente a los historiadores y críticos de este jaez, por encima de la variedad de patria o de la diferencia de religión; además, la grandísima audacia con que todos unánimemente elogian y atribuyen al progreso científico lo que cualquiera de ellos profiere y con que todos arremeten contra el que quiere examinar por sí el nuevo portento, y acusan de ignorancia al que lo niega mientras aplauden al que lo abraza y defiende. Y así se alucinan muchos que, si considerasen mejor el asunto, se horrorizarían.

A favor, pues, del poderoso dominio de los que yerran y del incauto asentimiento de ánimos ligeros se ha creado una como corrompida atmósfera que todo lo penetra, difundiendo su pestilencia.

33. Pasemos al apologista. También éste, entre los modernistas, depende del filósofo por dos razones: indirectamente, ante todo, al tomar por materia la historia escrita según la norma, como ya vimos, del filósofo; directamente, luego, al recibir de él sus dogmas y sus juicios. De aquí la afirmación, corriente en la escuela modernista, que la nueva apología debe dirimir las controversias de religión por medio de investigaciones históricas y psicológicas. Por lo cual los apologistas modernistas emprenden su trabajo avisando a los racionalistas que ellos defienden la religión, no con los Libros Sagrados o con historias usadas vulgarmente en la Iglesia, y que estén escritas por el método antiguo, sino con la historia real, compuesta según las normas y métodos modernos. Y eso lo dicen no cual si arguyesen ad hominem, sino porque creen en realidad que sólo tal historia ofrece la verdad. De asegurar su sinceridad al escribir no se cuidan; son ya conocidos entre los racionalistas y alabados también como soldados que militan bajo una misma bandera; y de esas alabanzas, que el verdadero católico rechazaría, se congratulan ellos y las oponen a las reprensiones de la Iglesia.

Pero veamos ya cómo uno de ellos compone la apología. El fin que se propone alcanzar es éste: llevar al hombre, que todavía carece de fe, a que logre acerca de la religión católica aquella experiencia que es, conforme a los principios de los modernistas, el único fundamento de la fe. Dos caminos se ofrecen para esto: uno objetivo, subjetivo el otro. El primero brota del agnosticismo y tiende a demostrar que hay en la religión, principalmente en la católica, tal virtud vital, que persuade a cualquier psicólogo y lo mismo a todo historiador de sano juicio, que es menester que en su historia se oculte algo desconocido. A este fin urge probar que la actual religión católica es absolutamente la misma que Cristo fundó, o sea, no otra cosa que el progresivo desarrollo del germen introducido por Cristo. Luego, en primer lugar, debemos señalar qué germen sea ése; y ellos pretenden significarlo. mediante la fórmula siguiente: Cristo anunció que en breve se establecería el advenimiento del reino de Dios, del que él sería el Mesías, esto es, su autor y su organizador, ejecutor, por divina ordenación. Tras esto se ha de mostrar cómo dicho germen, siempre inmanente en la religión católica y permanente, insensiblemente y según la historia, se desenvolvió y adaptó a las circunstancias sucesivas, tomando de éstas para sí vitalmente cuanto le era útil en las formas doctrinales, culturales, eclesiásticas, y venciendo al mismo tiempo los impedimentos, si alguno salía al paso, desbaratando a los enemigos y sobreviviendo a todo género de persecuciones y luchas. Después que todo esto, impedimentos, adversarios, persecuciones, luchas, lo mismo que la vida, fecundidad de la Iglesia y otras cosas a ese tenor, se mostraren tales que, aunque en la historia misma de la Iglesia aparezcan incólumes las leyes de la evolución, no basten con todo para explicar plenamente la misma historia; entonces se presentará delante y se ofrecerá espontáneamente lo incógnito. Así hablan ellos. Mas en todo este raciocinio no advierten una cosa: que aquella determinación del germen primitivo únicamente se debe al apriorismo del filósofo agnóstico y evolucionista, y que la definición que dan del mismo germen es gratuita y creada según conviene a sus propósitos.

34. Estos nuevos apologistas, al paso que trabajan por afirmar y persuadir la religión católica con las argumentaciones referidas, aceptan y conceden de buena gana que hay en ella muchas cosas que pueden ofender a los ánimos. Y aun llegan a decir públicamente, con cierta delectación mal disimulada, que también en materia dogmática se hallan errores y contradicciones, aunque añadiendo que no sólo admiten excusa, sino que se produjeron justa y legítimamente: afirmación que no puede menos de excitar el asombro. Así también, según ellos, hay en los Libros Sagrados muchas cosas científica o históricamente viciadas de error; pero dicen que allí no se trata de ciencia o de historia, sino sólo de la religión y las costumbres. Las ciencias y la historia son allí a manera de una envoltura, con la que se cubren las experiencias religiosas y morales para difundirlas más fácilmente entre el vulgo; el cual, como no las entendería de otra suerte, no sacaría utilidad, sino daño de otra ciencia o historia más perfecta. Por lo demás, agregan, los Libros Sagrados, como por su naturaleza son religiosos, necesariamente viven una vida; mas su vida tiene también su verdad y su lógica, distintas ciertamente de la verdad y lógica racional, y hasta de un orden enteramente diverso, es a saber: la verdad de la adaptación y proporción, así al medio (como ellos dicen) en que se desarrolla la vida como al fin por el que se vive. Finalmente, llegan hasta afirmar, sin ninguna atenuación, que todo cuanto se explica por la vida es verdadero y legítimo.

35. Nosotros, ciertamente, venerables hermanos, para quienes la verdad no es más que una, y que consideramos que los Libros Sagrados, como «escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor»(19), aseguramos que todo aquello es lo mismo que atribuir a Dios una mentira de utilidad u oficiosa, y aseveramos con las palabras de San Agustín: «Una vez admitida en tan alta autoridad alguna mentira oficiosa, no quedará ya ni la más pequeña parte de aquellos libros que, si a alguien le parece o difícil para las costumbres o increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla al propósito o a la condescendencia del autor que miente»(20). De donde se seguirá, como añade. el mismo santo Doctor, «que en aquéllas (es a saber, en las Escrituras) cada cual creerá lo que quiera y dejará de creer lo que no quiera». Pero los apologistas modernistas, audaces, aún van más allá. Conceden, además, que en los Sagrados Libros ocurren a veces, para probar alguna doctrina, raciocinios que no se rigen por ningún fundamento racional, cuales son los que se apoyan en las profecías; pero los defienden también como ciertos artificios oratorios que están legitimados por la vida. ¿Qué más? Conceden y aun afirman que el mismo Cristo erró manifiestamente al indicar el tiempo del advenimiento del reino de Dios, lo cual, dicen, no debe maravillar a nadie, pues también El estaba sujeto a las leyes de la vida.

¿Qué suerte puede caber después de esto a los dogmas de la Iglesia? Estos se hallan llenos de claras contradicciones; pero, fuera de que la lógica vital las admite, no contradicen a la verdad simbólica, como quiera que se trata en ellas del Infinito, el cual tiene infinitos aspectos. Finalmente, todas estas cosas las aprueban y defienden, de suerte que no dudan en declarar que no se puede atribuir al Infinito honor más excelso que el afirmar de El cosas contradictorias.

Mas, cuando ya se ha legitimado la contradicción, ¿qué habrá que no pueda legitimarse?

36. Por otra parte, el que todavía no cree no sólo puede disponerse a la fe con argumentos objetivos, sino también con los subjetivos. Para ello los apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. En efecto, se empeñan en persuadir al hombre de que en él mismo, y en lo más profundo de su naturaleza y de su vida, se ocultan el deseo y la exigencia de alguna religión, y no de una religión cualquiera, sino precisamente la católica; pues ésta, dicen, la reclama absolutamente el pleno desarrollo de la vida.

En este lugar conviene que de nuevo Nos lamentemos grandemente, pues entre los católicos no faltan algunos que, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina; la emplean, no obstante, para una finalidad apologética; y esto lo hacen tan sin cautela, que parecen admitir en la naturaleza humana no sólo una capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural — lo cual los apologistas católicos lo demostraron siempre, añadiendo las oportunas salvedades —, sino una verdadera y auténtica exigencia.

Mas, para decir verdad, esta exigencia de la religión católica la introducen sólo aquellos modernistas que quieren pasar por más moderados, pues los que llamaríamos integrales pretenden demostrar cómo en el hombre, que todavía no cree, está latente el mismo germen que hubo en la conciencia de Cristo, y que él transmitió a los hombres.

Así, pues, venerables hermanos, reconocemos que el método apologético de los modernistas, que sumariamente dejamos descrito, se ajusta por completo a sus doctrinas; método ciertamente lleno de errores, como las doctrinas mismas; apto no para edificar, sino para destruir; no para hacer católicos, sino para arrastrar a los mismos católicos a la herejía y aun a la destrucción total de cualquier religión.

37. Queda, finalmente, ya hablar sobre el modernista en cuanto reformador. Ya cuanto hasta aquí hemos dicho manifiesta de cuán vehemente afán de novedades se hallan animados tales hombres; y dicho afán se extiende por completo a todo cuanto es cristiano. Quieren que se renueve la filosofía, principalmente en los seminarios: de suerte que, relegada la escolástica a la historia de la filosofía, como uno de tantos sistemas ya envejecidos, se enseñe a los alumnos la filosofía moderna, la única verdadera y la única que corresponde a nuestros tiempos.

Para renovar la teología quieren que la llamada racional tome por fundamento la filosofía moderna, y exigen principalmente que la teología positiva tenga como fundamento la historia de los dogmas. Reclaman también que la historia se escriba y enseñe conforme a su método y a las modernas prescripciones.

Ordenan que los dogmas y su evolución deben ponerse en armonía con la ciencia y la historia.

Por lo que se refiere a la catequesis, solicitan que en los libros para el catecismo no se consignen otros dogmas sino los que hubieren sido reformados y que estén acomodados al alcance del vulgo.

Acerca del sagrado culto, dicen que hay que disminuir las devociones exteriores y prohibir su aumento; por más que otros, más inclinados al simbolismo, se muestran en ello más indulgentes en esta materia.

Andan clamando que el régimen de la Iglesia se ha de reformar en todos sus aspectos, pero príncipalmente en el disciplinar y dogmático, y, por lo tanto, que se ha de armonizar interior y exteriormente con lo que llaman conciencia moderna, que íntegramente tiende a la democracia; por lo cual, se debe conceder al clero inferior y a los mismos laicos cierta intervención en el gobierno y se ha de repartir la autoridad, demasiado concentrada y centralizada.

Las Congregaciones romanas deben asimismo reformarse, y principalmente las llamadas del Santo Oficio y del Índice.

Pretenden asimismo que se debe variar la influencia del gobierno eclesiástico en los negocios políticos y sociales, de suerte que, al separarse de los ordenamientos civiles, sin embargo, se adapte a ellos para imbuirlos con su espíritu.

En la parte moral hacen suya aquella sentencia de los americanistas: que las virtudes activas han de ser antepuestas a las pasivas, y que deben practicarse aquéllas con preferencia a éstas.

Piden que el clero se forme de suerte que presente su antigua humildad y pobreza, pero que en sus ideas y actuación se adapte a los postulados del modernismo.

Hay, por fin, algunos que, ateniéndose de buen grado a sus maestros protestantes, desean que se suprima en el sacerdocio el celibato sagrado.

¿Qué queda, pues, intacto en la Iglesia que no deba ser reformado por ellos y conforme a sus opiniones?

38. En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, venerables hermanos, pensará por ventura alguno que nos hemos detenido demasiado; pero era de todo punto necesario, ya para que ellos no nos acusaran, como suelen, de ignorar sus cosas; ya para que sea manifiesto que, cuando tratamos del modernismo, no hablamos de doctrinas vagas y sin ningún vínculo de unión entre sí, sino como de un cuerpo definido y compacto, en el cual si se admite una cosa de él, se siguen las demás por necesaria consecuencia. Por eso hemos procedido de un modo casi didáctico, sin rehusar algunas veces los vocablos bárbaros de que usan los modernistas.

Y ahora, abarcando con una sola mirada la totalidad del sistema, ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es un conjunto de todas las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podría obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado, absolutamente toda religión. Por ello les aplauden tanto los racionalistas; y entre éstos, los más sinceros y los más libres reconocen que han logrado, entre los modernistas, sus mejores y más eficaces auxiliares.

39. Pero volvamos un momento, venerables hermanos, a aquella tan perniciosa doctrina del agnosticismo. Según ella, no existe camino alguno intelectual que conduzca al hombre hacia Dios; pero el sentimiento y la acción del alma misma le deparan otro mejor. Sumo absurdo, que todos ven. Pues el sentimiento del ánimo responde a la impresión de las cosas que nos proponen el entendimiento o los sentidos externos. Suprimid el entendimiento, y el hombre se irá tras los sentidos exteriores con inclinación mayor aún que la que ya le arrastra. Un nuevo absurdo: pues todas las fantasías acerca del sentimiento religioso no destruirán el sentido común; y este sentido común nos enseña que cualquier perturbación o conmoción del ánimo no sólo no nos sirve de ayuda para investigar la verdad, sino más bien de obstáculo. Hablamos de la verdad en sí; esa otra verdad subjetiva, fruto del sentimiento interno y de la acción, si es útil para formar juegos de palabras, de nada sirve al hombre, al cual interesa principalmente saber si fuera de él hay o no un Dios en cuyas manos debe un día caer.

Para obra tan grande le señalan, como auxiliar, la experiencia. Y ¿qué añadiría ésta a aquel sentimiento del ánimo? Nada absolutamente; y sí tan sólo una cierta vehemencia, a la que luego resulta proporcional la firmeza y la convicción sobre la realidad del objeto. Pero, ni aun con estas dos cosas, el sentimiento deja de ser sentimiento, ni le cambian su propia naturaleza siempre expuesta al engaño, si no se rige por el entendimiento; aun le confirman y le ayudan en tal carácter, porque el sentimiento, cuanto más intenso sea, más sentimiento será.

En materia de sentimiento religioso y de la experiencia religiosa en él contenida (y de ello estamos tratando ahora), sabéis bien, venerables hermanos, cuánta prudencia es necesaria y al propio tiempo cuánta doctrina para regir a la misma prudencia. Lo sabéis por el trato de las almas, principalmente de algunas de aquellas en las cuales domina el sentimiento; lo sabéis por la lectura de las obras de ascética: obras que los modernistas menosprecian, pero que ofrecen una doctrina mucho más sólida y una sutil sagacidad mucho más fina que las que ellos se atribuyen a sí mismos.

40. Nos parece, en efecto, una locura, o, por lo menos, extremada imprudencia, tener por verdaderas, sin ninguna investigación, experiencias íntimas del género de las que propalan los modernistas. Y si es tan grande la fuerza y la firmeza de estas experiencias, ¿por qué, dicho sea de paso, no se atribuye alguna semejante a la experiencia que aseguran tener muchos millares de católicos acerca de lo errado del camino por donde los modernistas andan? Por ventura ¿sólo ésta sería falsa y engañosa? Mas la inmensa mayoría de los hombres profesan y profesaron siempre firmemente que no se logra jamás el conocimiento y la experiencia sin ninguna guía ni luz de la razón. Sólo resta otra vez, pues, recaer en el ateísmo y en la negación de toda religión.

Ni tienen por qué prometerse los modernistas mejores resultados de la doctrina del simbolismo que profesan: pues si, como dicen, cualesquiera elementos intelectuales no son otra cosa sino símbolos de Dios, ¿por qué no será también un símbolo el mismo nombre de Dios o el de la personalidad divina? Pero si es así, podría llegarse a dudar de la divina personalidad; y entonces ya queda abierto el camino que conduce al panteísmo.

Al mismo término, es a saber, a un puro y descarnado panteísmo, conduce aquella otra teoría de la inmanencia divina, pues preguntamos: aquella inmanencia, ¿distingue a Dios del hombre, o no? Si lo distingue, ¿en qué se diferencia entonces de la doctrina católica, o por qué rechazan la doctrina de la revelación externa? Mas si no lo distingue, ya tenemos el panteísmo. Pero esta inmanencia de los modernistas pretende y admite que todo fenómeno de conciencia procede del hombre en cuanto hombre; luego entonces, por legítimo raciocinio, se deduce de ahí que Dios es una misma cosa con el hombre, de donde se sigue el panteísmo.

Finalmente, la distinción que proclaman entre la ciencia y la fe no permite otra consecuencia, pues ponen el objeto de la ciencia en la realidad de lo cognoscible, y el de la fe, por lo contrario, en la de lo incognoscible. Pero la razón de que algo sea incognoscible no es otra que la total falta de proporción entre la materia de que se trata y el entendimiento; pero este defecto de proporción nunca podría suprimirse, ni aun en la doctrina de los modernistas; luego lo incognoscible lo será siempre, tanto para el creyente como para el filósofo. Luego si existe alguna religión, será la de una realidad incognoscible. Y, entonces, no vemos por qué dicha realidad no podría ser aun la misma alma del mundo, según algunos racionalistas afirman.

Pero, por ahora, baste lo dicho para mostrar claramente por cuántos caminos el modernismo conduce al ateísmo y a suprimir toda religión. El primer paso lo dio el protestantismo; el segundo corresponde al modernismo; muy pronto hará su aparición el ateísmo.

II. CAUSAS Y REMEDIOS

41. Para un conocimiento más profundo del modernismo, así como para mejor buscar remedios a mal tan grande, conviene ahora, venerables hermanos, escudriñar algún tanto las causas de donde este mal recibe su origen y alimento.

La causa próxima e inmediata es, sin duda, la perversión de la inteligencia. Se le añaden, como remotas, estas dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no se modera prudentemente, basta por sí sola para explicar cualesquier errores.

Con razón escribió Gregorio XVI, predecesor nuestro(21): «Es muy deplorable hasta qué punto vayan a parar los delirios de la razón humana cuando uno está sediento de novedades y, contra el aviso del Apóstol, se esfuerza por saber más de lo que conviene saber, imaginando, con excesiva confianza en sí mismo, que se debe buscar la verdad fuera de la Iglesia católica, en la cual se halla sin el más mínimo sedimento de error».

Pero mucho mayor fuerza tiene para obcecar el ánimo, e inducirle al error, el orgullo, que, hallándose como en su propia casa en la doctrina del modernismo, saca de ella toda clase de pábulo y se reviste de todas las formas. Por orgullo conciben de sí tan atrevida confianza, que vienen a tenerse y proponerse a sí mismos como norma de todos los demás. Por orgullo se glorían vanísimamente, como si fueran los únicos poseedores de la ciencia, y dicen, altaneros e infatuados: "No somos como los demás hombres"; y para no ser comparados con los demás, abrazan y sueñan todo género de novedades, por muy absurdas que sean. Por orgullo desechan toda sujeción y pretenden que la autoridad se acomode con la libertad. Por orgullo, olvidándose de sí mismos, discurren solamente acerca de la reforma de los demás, sin tener reverencia alguna a los superiores ni aun a la potestad suprema. En verdad, no hay camino más corto y expedito para el modernismo que el orgullo. ¡Si algún católico, sea laico o sacerdote, olvidado del precepto de la vida cristiana, que nos manda negarnos a nosotros mismos si queremos seguir a Cristo, no destierra de su corazón el orgullo, ciertamente se hallará dispuesto como el que más a abrazar los errores de los modernistas!

Por lo cual, venerables hermanos, conviene tengáis como primera obligación vuestra resistir a hombres tan orgullosos, ocupándolos en los oficios más oscuros e insignificantes, para que sean tanto más humillados cuanto más alto pretendan elevarse, y para que, colocados en lugar inferior, tengan menos facultad para dañar. Además, ya vosotros mismos personalmente, ya por los rectores de los seminarios, examinad diligentemente a los alumnos del sagrado clero, y si hallarais alguno de espíritu soberbio, alejadlo con la mayor energía del sacerdocio: ¡ojalá se hubiese hecho esto siempre con la vigilancia y constancia que era menester!

42. Y si de las causas morales pasamos a las que proceden de la inteligencia, se nos ofrece primero y principalmente la ignorancia.

En verdad que todos los modernistas, sin excepción, quieren ser y pasar por doctores en la Iglesia, y aunque con palabras grandilocuentes subliman la escolástica, no abrazaron la primera deslumbrados por sus aparatosos artificios, sino porque su completa ignorancia de la segunda les privó del instrumento necesario para suprimir la confusión en las ideas y para refutar los sofismas. Y del consorcio de la falsa filosofía con la fe ha nacido el sistema de ellos, inficionado por tantos y tan grandes errores.

Táctica modernista

En cuya propagación, ¡ojalá gastaran memos empeño y solicitud! Pero es tanta su actividad, tan incansable su trabajo, que da verdadera tristeza ver cómo se consumen, con intención de arruinar la Iglesia, tantas fuerzas que, bien empleadas, hubieran podido serle de gran provecho. De dos artes se valen para engañar los ánimos: procuran primero allanar los obstáculos que se oponen, y buscan luego con sumo cuidado, aprovechándolo con tanto trabajo como constancia, cuanto les puede servir.

Tres son principalmente las cosas que tienen por contrarias a sus conatos: el método escolástico de filosofar, la autoridad de los Padres y la tradición, el magisterio eclesiástico. Contra ellas dirigen sus más violentos ataques. Por esto ridiculizan generalmente y desprecian la filosofía y teología escolástica, y ya hagan esto por ignorancia o por miedo, o, lo que es más cierto, por ambas razones, es cosa averiguada que el deseo de novedades va siempre unido con el odio del método escolástico, y no hay otro más claro indicio de que uno empiece a inclinarse a la doctrina del modernismo que comenzar a aborrecer el método escolástico. Recuerden los modernistas y sus partidarios la condenación con que Pío IX estimó que debía reprobarse la opinión de los que dicen(22): «El método y los principios con los cuales los antiguos doctores escolásticos cultivaron la teología no corresponden a las necesidades de nuestro tiempo ni al progreso de la ciencia. Por lo que toca a la tradición, se esfuerzan astutamente en pervertir su naturaleza y su importancia, a fin de destruir su peso y autoridad».

Pero, esto no obstante, los católicos venerarán siempre la autoridad del concilío II de Nicea, que condenó «a aquellos que osan..., conformándose con los criminales herejes, despreciar las tradiciones eclesiásticas e inventar cualquier novedad..., o excogitar torcida o astutamente para desmoronar algo de las legítimas tradiciones de la Iglesia católica». Estará en pie la profesión del concilio IV Constantinopolitano: «Así, pues, profesamos conservar y guardar las reglas que la santa, católica y apostólica Iglesia ha recibido, así de los santos y celebérrimos apóstoles como de los concilios ortodoxos, tanto universales como particulares, como también de cualquier Padre inspirado por Dios y maestro de la Iglesia». Por lo cual, los Pontífices Romanos Pío IV y Pío IX decretaron que en la profesión de la fe se añadiera también lo siguiente: «Admito y abrazo firmísimamente las tradiciones apostólicas y eclesiásticas y las demás observancias y constituciones de la misma Iglesia».

Ni más respetuosamente que sobre la tradición sienten los modernistas sobre los santísimos Padres de la Iglesia, a los cuales, con suma temeridad, proponen públicamente, como muy dignos de toda veneración, pero como sumamente ignorantes de la crítica y de la historia: si no fuera por la época en que vivieron, serían inexcusables.

43. Finalmente, ponen su empeño todo en menoscabar y debilitar la autoridad del mismo ministerio eclesiástico, ya pervirtiendo sacrílegamente su origen, naturaleza y derechos, ya repitiendo con libertad las calumnias de los adversarios contra ella. Cuadra, pues, bien al clan de los modernistas lo que tan apenado escribió nuestro predecesor:

«Para hacer despreciable y odiosa a la mística Esposa de Cristo, que es verdadera luz, los hijos de las tinieblas acostumbraron a atacarla en público con absurdas calumnias, y llamarla, cambiando la fuerza y razón de los nombres y de las cosas, amiga de la oscuridad, fautora de la ignorancia y enemiga de la luz y progreso de las ciencias.»(23)

Por ello, venerables hermanos, no es de maravillar que los modernistas ataquen con extremada malevolencia y rencor a los varones católicos que luchan valerosamente por la Iglesia. No hay ningún género de injuria con que no los hieran; y a cada paso les acusan de ignorancia y de terquedad. Cuando temen la erudición y fuerza de sus adversarios, procuran quitarles la eficacia oponiéndoles la conjuración del silencio. Manera de proceder contra los católicos tanto más odiosa cuanto que, al propio tiempo, levantan sin ninguna moderación, con perpetuas alabanzas, a todos cuantos con ellos consienten; los libros de éstos, llenos por todas partes de novedades, recíbenlos con gran admiración y aplauso; cuanto con mayor audacia destruye uno lo antiguo, rehúsa la tradición y el magisterio eclesiástíco, tanto más sabio lo van pregonando. Finalmente, ¡cosa que pone horror a todos los buenos!, si la Iglesia condena a alguno de ellos, no sólo se aúnan para alabarle en público y por todos medios, sino que llegan a tributarle casi la veneración de mártir de la verdad.

Con todo este estrépito, así de alabanzas como de vituperios, conmovidos y perturbados los entendimientos de los jóvenes, por una parte para no ser tenidos por ignorantes, por otra para pasar por sabios, a la par que estimulados interiormente por la curiosidad y la soberbia, acontece con frecuencia que se dan por vencidos y se entregan al modernismo.

44. Pero esto pertenece ya a los artificios con que los modernistas expenden sus mercancías. Pues ¿qué no maquinan a trueque de aumentar el número de sus secuaces? En los seminarios y universídades andan a la caza de las cátedras, que convierten poco a poco en cátedras de pestilencia. Aunque sea veladamente, inculcan sus doctrinas predicándolas en los púlpitos de las iglesias; con mayor claridad las publican en sus reuniones y las introducen y realzan en las instituciones sociales. Con su nombre o seudónimos publican libros, periódicos, revistas. Un mismo escritor usa varios nombres para así engañar a los incautos con la fingida muchedumbre de autores. En una palabra: en la acción, en las palabras, en la imprenta, no dejan nada por intentar, de suerte que parecen poseídos de frenesí.

Y todo esto, ¿con qué resultado? ¡Lloramos que un gran número de jóvenes, que fueron ciertamente de gran esperanza y hubieran trabajado provechosamente en beneficio de la Iglesia, se hayan apartado del recto camino! Nos son causa de dolor muchos más que, aun cuando no hayan llegado a tal extremo, como inficionados por un aire corrompido, se acostumbraron a pensar, hablar y escribir con mayor laxitud de lo que a católicos conviene. Están entre los seglares; también entre los sacerdotes, y no faltan donde menos eran de esperarse: en las mismas órdenes religiosas. Tratan los estudios bíblicos conforme a las reglas de los modernistas. Escriben historias donde, so pretexto de aclarar la verdad, sacan a luz con suma diligencia y con cierta manifiesta fruición todo cuanto parece arrojar alguna mácula sobre la Iglesia. Movidos por cierto apriorismo, usan todos los medios para destruir las sagradas tradiciones populares; desprecian las sagradas reliquias celebradas por su antigüedad. En resumen, arrástralos el vano deseo de que el mundo hable de ellos, lo cual piensan no lograr si dicen solamente las cosas que siempre y por todos se dijeron. Y entre tanto, tal vez estén convencidos de que prestan un servicio a Dios y a la Iglesia; pero, en realidad, perjudican gravísimamente, no sólo con su labor, sino por la intención que los guía y porque prestan auxilio utilísimo a las empresas de los modernistas.

Remedios eficaces

45. Nuestro predecesor, de feliz recuerdo, León XIII, procuró oponerse enérgicamente, de palabra y por obra, a este ejército de tan grandes errores que encubierta y descubiertamente nos acomete. Pero los modernistas, como ya hemos visto, no se intimidan fácilmente con tales armas, y simulando sumo respeto o humildad, han torcido hacia sus opiniones las palabras del Pontífice Romano y han aplicado a otros cualesquiera sus actos; así, el daño se ha hecho de día en día más poderoso.

Por ello, venerables hermanos, hemos resuelto sin más demora acudir a los más eficaces remedios. Os rogamos encarecidamente que no sufráis que en tan graves negocios se eche de menos en lo más mínimo vuestra vigilancia, diligencia y fortaleza; y lo que os pedimos, y de vosotros esperamos, lo pedimos también y lo esperamos de los demás pastores de almas, de los educadores y maestros de la juventud clerical, y muy especialmente de los maestros superiores de las familias religiosas.

46. I. En primer lugar, pues, por lo que toca a los estudios, queremos, y definitivamente mandamos, que la filosofía escolástica se ponga por fundamento de los estudios sagrados.

A la verdad, «si hay alguna cosa tratada por los escolásticos con demasiada sutileza o enseñada inconsideradamente, si hay algo menos concorde con las doctrinas comprobadas de los tiempos modernos, o finalmente, que de ningún modo se puede aprobar, de ninguna manera está en nuestro ánimo proponerlo para que sea seguido en nuestro tiempo»(24).

Lo principal que es preciso notar es que, cuando prescribimos que se siga la filosofía escolástica, entendemos principalmente la que enseñó Santo Tomás de Aquino, acerca de la cual, cuanto decretó nuestro predecesor queremos que siga vigente y, en cuanto fuere menester, lo restablecemos y confirmamos, mandando que por todos sea exactamente observado. A los obispos pertenecerá estimular y exigir, si en alguna parte se hubiese descuidado en los seminarios, que se observe en adelante, y lo mismo mandamos a los superiores de las órdenes religiosas. Y a los maestros les exhortamos a que tengan fijamente presente que el apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafisicas, nunca dejará de ser de gran perjuicio.

47. Colocado ya así este cimiento de la filosofía, constrúyase con gran diligencia el edificio teológico.

Promoved, venerables hermanos, con todas vuestras fuerzas el estudio de la teología, para que los clérigos salgan de los seminarios llenos de una gran estima y amor a ella y que la tengan siempre por su estudio favorito. Pues «en la grande abundancia y número de disciplinas que se ofrecen al entendimientoa codicioso de la verdad, a nadie se le oculta que la sagrada teología reclama para sí el lugar primero; tanto que fue sentencia antigua de los sabios que a las demás artes y ciencias les pertenecía la obligación de servirla y prestarle, su obsequio como criadas»(25).

A esto añadimos que también nos parecen dignos de alabanza algunos que, sin menoscabo de la reverencia debida a la Tradición, a los Padres y al Magisterio eclesiástico, se esfuerzan por ilustrar la teología positiva con las luces tomadas de la verdadera historia, conforme al juicio prudente y a las normas católicas (lo cual no se puede decir igualmente de todos). Cierto, hay que tener ahora más cuenta que antiguamente de la teología positiva; pero hagamos esto de modo que no sufra detrimento la escolástica, y reprendamos a los que de tal manera alaban la teología positiva, que parecen con ello despreciar la escolástica, a los cuales hemos de considerar como fautores de los modernistas.

48. Sobre las discíplinas profanas, baste recordar lo que sapientísímamente dijo nuestro predecesor(26): «Trabajad animosamente en el estudio de las cosas naturales, en el cual los inventos ingeniosos y los útiles atrevimientos de nuestra época, así como los admiran con razón los contemporáneos, así los venideros los celebrarán con perenne aprobación y alabanzas». Pero hagamos esto sin daño de los estudios sagrados, lo cual avisa nuestro mismo predecesor, continuando con estas gravísimas palabras(27): «La causa de los cuales errores, quien diligentemente la investigare, hallará que consiste principalmente en que en estos nuestros tiempos, cuanto mayor es el fervor con que se cultivan las ciencias naturales, tanto más han decaído las disciplinas más graves y elevadas, de las que algunas casi yacen olvidadas de los hombres; otras se tratan con negligencia y superficialmente y (cosa verdaderamente indigna) empañando el esplendor de su primera dignidad, se vician con doctrinas perversas y con las más audaces opiniones». Mandamos, pues, que los estudios de las ciencias naturales se conformen a esta regla en los sagrados seminarios.

49. II. Preceptos estos nuestros y de nuestro predecesor, que conviene tener muy en cuenta siempre que se trate de elegir los rectoresy maestros de los seminarios o de las universídades católicas.

Cualesquiera que de algún modo estuvieren imbuidos de modernismo, sin miramiento de ninguna clase sean apartados del oficio, así de regir como de enseñar, y si ya lo ejercitan, sean destituidos; asimismo, los que descubierta o encubiertamente favorecen al modernismo, ya alabando a los modernistas, y excusando su culpa, ya censurando la escolástica, o a los Padres, o al Magisterio eclesiástico, o rehusando la obediencia a la potestad eclesiástica en cualquiera que residiere, y no menos los amigos de novedades en la historia, la arqueología o las estudios bíblicos, así como los que descuidam la ciencia sagrada o parecen anteponerle las profanas. En esta materia, venerables hermanos, principalmente en la elección de maestros, nunca será demasiada la vigilancia y la constancia; pues los discípulos se forman las más de las veces según el ejemplo de sus profesores; por lo cual, penetrados de la obligación de vuestro oficio, obrad en ello con prudencia y fortaleza.

Con semejante severidad y vigilancia han de ser examinados y elegidos los que piden las órdenes sagradas; ¡lejos, muy lejos de las sagradas órdenes el amor de las novedades! Dios aborrece los ánimos saberbios y contumaces.

Ninguno en lo sucesivo reciba el doctorado en teología o derecho canónico si antes no hubiere seguido los cursos establecidos de filosofía escolástica; y si lo recibiese, sea inválido.

Lo que sobre la asistencia a las universidades ordenó la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares en 1896 a los clérigos de Italia, así seculares como regulares, decretamos que se extienda a todas las naciones(28).

Los clérigos y sacerdotes que se matricularen en cualquier universidad o instituto católico, no estudien en la universidad oficial las ciencias de que hubiere cátedras en los primeros. Si en alguna parte se hubiere permitido esto, mandamos que no se permita en adelante.

Los obispos que estén al frente del régimen de dichos institutos o universidades procuren con toda diligencia que se observe constantemente todo lo mandado hasta aquí.

50. III- También es deber de los obispos cuidar que los escritos de los modernistas o que saben a modernismo o lo promueven, si han sido publicados, no sean leídos; y, si no lo hubieren sido, no se publiquen.

No se permita tampoco a los adolescentes de los seminarios, ni a los alumnos de 1as universidades, cualesquier libros, periódicos y revistas de este género, pues no les harían menos daño que los contrarios a las buenas costumbres; antes bien, les dañarían más por cuanto atacan los principios mismos de la vida cristiana.

Ni hay que formar otro juicio de los escritos de algunos católicos, hombres, por lo demás, sin mala intención; pero que, ignorantes de la ciencia teológica y empapados en la filosofía moderna, se esfuerzan por concordar ésta con la fe, pretendiendo, como dicen, promover la fe por este camino. Tales escritos, que se leen sin temor, precisamente por el buen nombre y opinión de sus autores, tienen mayor peligro para inducir paulatinamente al modernismo.

Y, en general, venerables hermanos, para poner orden en tan grave materia, procurad enérgicamente que cualesquier libros de perniciosa lectura que anden en la diócesis de cada uno de vosotros, sean desterrados, usando para ello aun de la solemne prohibición. Pues, por más que la Sede Apostólica emplee todo su esfuerzo para quitar de en medio semejantes escritos, ha crecido ya tanto su número, que apenas hay fuerzas capaces de catalogarlos todos; de donde resulta que algunas veces venga la medicina demasiado tarde, cuando el mal ha arraigado por la demasiada dilación. Queremos, pues, que los prelados de la Iglesia, depuesto todo temor, y sin dar oídos a la prudencia de la carne ni a los clamores de los malos, desempeñen cada uno su cometido, con suavidad, pero constantemente, acordándose de lo que en la constitución apostólica Officiorum prescribió León XIII: «Los ordinarios, aun como delegados de la Sede Apostólica, procuren proscribir y quitar de manos de los fieles los libros y otros escritos nocivos publicados o extendidos en la diócesis»(29), con las cuales palabras, si por una parte se concede el derecho, por otra se impone el deber. Ni piense alguno haber cumplido con esta parte de su oficio con delatarnos algún que otro libro, mientras se consiente que otros muchos se esparzan y divulguen por todas partes.

Ni se os debe poner delante, venerables hermanos, que el autor de algún libro haya obtenido en otra diócesis la facultad que llaman ordinariamente Imprimatur; ya porque puede ser falsa, ya porque se pudo dar con negligencia o por demasiada benignidad, o por demasiada confianza puesta en el autor; cosa esta última que quizá ocurra alguna vez en las órdenes religiosas. Añádase que, así como no a todos convienen los mismos manjares, así los libros que son indiferentes en un lugar, pueden, en otro, por el conjunto de las circunstancias, ser perjudiciales; si, pues, el obispo, oída la opinión de personas prudentes, juzgare que debe prohibir algunos de estos libros en su diócesis, le damos facultad espontáneamente y aun le encomendamos esta obligación. Hágase en verdad del modo más suave, limitando la prohibición al clero, si esto bastare; y quedando en pie la obligación de los libreros católicos de no exponer para la venta los libros prohibidos por el obispo.

Y ya que hablamos de los libreros, vigilen los obispos, no sea que por codicia del lucro comercien con malas mercancías. Ciertamente, en los catálogos de algunos se anuncian en gran número los libros de los modernistas, y no con pequeños elogios. Si, pues, tales libreros se niegan a obedecer, los obispos, después de haberles avisado, no vacilen en privarles del título de libreros católicos, y mucho más del de episcopales, si lo tienen, y delatarlos a la Sede Apostólica si están condecorados con el título pontificio.

Finalmente, recordamos a todos lo que se contiene en la mencionada constitución apostólica Officiorum, artículo 26: «Todos los que han obtenido facultad apostólica de leer y retener libros prohibidos, no pueden, por eso sólo, leer y retener cualesquier libros o periódicos prohibidos por los ordinarios del lugar, salvo en el caso de que en el indulto apostólico se les hubiere dado expresamente la facultad de leer y retener libros condenados por quienquiera que sea».

51. IV. Pero tampoco basta impedir la venta y lectura de los malos libros, sino que es menester evitar su publicación; por lo cual, los obispos deben conceder con suma severidad la licencia para imprimirlos.

Mas porque, conforme a la constitución Officiorum, son muy numerosas las publicaciones que solicitan el permiso del ordinario, y el obispo no puede por sí mismo enterarse de todas, en algunas diócesis se nombran, para hacer este reconocimiento, censores ex officio en suficiente número. Esta institución de censores nos merece los mayores elogios, y no sólo exhortamos, sino que absolutamente prescribimos que se extienda a todas las diócesis. En todas las curias episcopales haya, pues, censores de oficio que reconozcan las cosas que se han de publicar: elíjanse de ambos cleros, sean recomendables por su edad, erudición y prudencia, y tales que sigan una vía media y segura en el aprobar y reprobar doctrinas. Encomiéndese a éstos el reconocimiento de los escritos que, según los artículos 41 y 42 de la mencionada constitución, necesiten licencia para publicarse. El censor dará su sentencia por escrito; y, si fuere favorable, el obispo otorgará la licencia de publicarse, con la palabra Imprimatur, a la cual se deberá anteponer la fórmula Nihil obstat, añadiendo el nombre del censor.

En la curia romana institúyanse censores de oficio, no de otra suerte que en todas las demás, los cuales designará el Maestro del Sacro Palacio Apostólico, oído antes el Cardenal-Vicario del Pontífice in Urbe, y con la anuencia y aprobación del mismo Sumo Pontífice. El propio Maestro tendrá a su cargo señalar los censores que deban reconocer cada escrito, y darán la facultad, así él como el Cardenal-Vicario del Pontífice, o el Prelado que hiciere sus veces, presupuesta la fórmula de aprobación del censor, como arriba decimos, y añadido el nombre del mismo censor.

Sólo en circunstancias extraordinarias y muy raras, al prudente arbitrio del obispo, se podrá omitir la mención del censor. Los autores no lo conocerán nunca, hasta que hubiere declarado la sentencia favorable, a fin de que no se cause a los censores alguna molestia, ya mientras reconocen los escritos, ya en el caso de que no aprobaran su publicación.

Nunca se elijan censores de las órdenes religiosas sin oír antes en secreto la opinión del superior de la provincia o, cuando se tratare de Roma, del superior general; el cual dará testimonio, bajo la responsabilidad de su cargo, acerca de las costumbres, ciencia e integridad de doctrina del elegido.

Recordamos a los superiores religiosos la gravísima obligación que les incumbe de no permitir nunca que se publique escrito alguno por sus súbditos sin que medie la licencia suya y la del ordinario.

Finalmente, mandamos y declaramos que el título de censor, de que alguno estuviera adornado, nada vale ni jamás puede servir para dar fuerza a sus propias opiniones privadas.

52. Dichas estas cosas en general, mandamos especialmente que se guarde con diligencia lo que en el art. 42 de la constitución Officiorum se decreta con estas palabras: «Se prohíbe a los individuos del clero secular tomar la dirección de diarios u hojas periódicas sin previa licencia de su ordinario». Y si algunos usaren malamente de esta licencia, después de avisados sean privados de ella.

Por lo que toca a los sacerdotes que se llaman corresponsales o colaboradores, como acaece con frecuencia que publiquen en los periódicos o revistas escritos inficionados con la mancha del modernismo, vigílenles bien los obispos; y si faltaren, avísenles y hasta prohíbanles seguir escribiendo. Amonestamos muy seriamente a los superiores religiosos para que hagan lo mismo; y si obraren con alguna negligencia, provean los ordinarios como delegados del Sumo Pontífice.

Los periódicos y revistas escritos por católicos tengan, en cuanto fuere posible, censor señalado; el cual deberá leer oportunamente todas las hojas o fascículos, luego de publicados; y si hallare algo peligrosamente expresado, imponga una rápida retractación. Y los obispos tendrán esta misma facultad, aun contra el juicio favorable del censor.

53. V. Más arriba hemos hecho mención de los congresos y públicas asambleas, por ser reuniones donde los modernistas procuran defender públicamente y propagar sus opiniones.

Los obispos no permitirán en lo sucesivo que se celebren asambleas de sacerdotes sino rarísima vez; y si las permitieren, sea bajo condición de que no se trate en ellas de cosas tocantes a los obispos o a la Sede Apostólica; que nada se proponga o reclame que induzca usurpación de la sagrada potestad, y que no se hable en ninguna manera de cosa alguna que tenga sabor de modernismo, presbiterianismo o laicismo.

A estos congresos, cada uno de los cuales deberá autorizarse por escrito y en tiempo oportuno, no podrán concurrir sacerdotes de otras diócesis sin Letras comendaticias del propio obispo.

Y todos los sacerdotes tengan muy fijo en el ánimo lo que recomendó León XIII con estas gravísimas palabras(30): «Consideren los sacerdotes como cosa intangible la autoridad de sus prelados, teniendo por cierto que el ministerio sacerdotal, si no se ejercitare conforme al magisterio de los obispos, no será ni santo, ni muy útil, ni honroso».

54. VI. Pero ¿de qué aprovechará, venerables hermanos, que Nos expidamos mandatos y preceptos si no se observaren puntual y firmemente? Lo cual, para que felizmente suceda, conforme a nuestros deseos, nos ha parecido conveniente extender a todas las diócesis lo que hace muchos años decretaron prudentísimamente para las suyas los obispos de Umbría(31): «Para expulsar — decían — los errores ya esparcidos y para impedir que se divulguen más o que salgan todavía maestros de impiedad que perpetúen los perniciosos efectos que de aquella divulgación procedieron, el Santo Sínodo, siguiendo las huellas de San Carlos Borromeo, decreta que en cada diócesis se instituya un Consejo de varones probados de uno y otro clero, al cual pertenezca vigilar qué nuevos errores y con qué artificios se introduzcan o diseminen, y avisar de ello al obispo, para que, tomado consejo, ponga remedio con que este daño pueda sofocarse en su mismo principio, para que no se esparza más y más, con detrimento de las almas, o, lo que es peor, crezca de día en día y se confirme».

Mandamos, pues, que este Consejo, que queremos se llame de Vigilancia, sea establecido cuanto antes en cada diócesis, y los varones que a él se llamen podrán elegirse del mismo o parecido modo al que fijamos arriba respecto de los censores. En meses alternos y en día prefijado se reunirán con el obispo y quedarán obligados a guardar secreto acerca de lo que allí se tratare o dispusiere.

Por razón de su oficio tendrán las siguientes incumbencias: investigarán con vigilancia los indicios y huellas de modernismo, así en los libros como en las cátedras; prescribirán prudentemente, pero con prontitud y eficacia, lo que conduzca a la incolumidad del clero y de la juventud.

Eviten la novedad de los vocablos, recordando los avisos de León XIII(32): «No puede aprobarse en los escritos de los católicos aquel modo de hablar que, siguiendo las malas novedades, parece ridiculizar la piedad de los fieles y anda proclamando un nuevo orden de vida cristiana, nuevos preceptos de la Iglesia, nuevas aspiraciones del espíritu moderno, nueva vocación social del clero, nueva civilización cristiana y otras muchas cosas por este estilo». Tales modos de hablar no se toleren ni en los libros ni en las lecciones.

No descuiden aquellos libros en que se trata de algunas piadosas tradiciones locales o sagradas reliquias; ni permitan que tales cuestiones se traten en los periódicos o revistas destinados al fomento de la piedad, ni con palabras que huelan a desprecio o escarnio, ni con sentencia definitiva; principalmente, si, como suele acaecer, las cosas que se afirman no salen de los límites de la probabilidad o estriban en opiniones preconcebidas.

55. Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguiente: Si los obispos, a quienes únicamente compete esta facultad, supieren de cierto que alguna reliquia es supuesta, retírenla del culto de los fieles. Si las «auténticas» de alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles, ya por cualquier otro caso fortuito, no se proponga a la pública veneración sino después de haber sido convenientemente reconocida por el obispo. El argumento de la prescripción o de la presunción fundada sólo valdrá cuando el culto tenga la recomendación de la antigüedad, conforme a lo decretado en 1896 por la Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al siguiente tenor: «Las reliquias antiguas deben conservarse en la veneración que han tenido hasta ahora, a no ser que, en algún caso particular, haya argumento cierto de ser falsas o supuestas».

Cuando se tratare de formar juicio acerca de las piadosas tradiciones, conviene recordar que la Iglesia usa en esta materia de prudencia tan grande que no permite que tales tradiciones se refieran por escrito sino con gran cautela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII, y aunque esto se haga como se debe, la Iglesia no asegura, con todo, la verdad del hecho; se limita a no prohibir creer al presente, salvo que falten humanos argumentos de credibilidad. Enteramente lo mismo decretaba hace treinta años la Sagrada Congregación de Ritos(33): «Tales apariciones o revelaciones no han sido aprobadas ni reprobadas por la Sede Apostólica, la cual permite sólo que se crean píamente, con mera fe humana, según la tradición que dicen existir, confirmada con idóneos documentos, testimonios y monumentos». Quien siguiere esta regla estará libre de todo temor, pues la devoción de cualquier aparición, en cuanto mira al hecho mismo y se llama relativa, contiene siempre implícita la condición de la verdad del hecho; mas, en cuanto es absoluta, se funda siempre en la verdad, por cuanto se dirige a la misma persona de los Santos a quienes honramos. Lo propio debe afirmarse de las reliquias.

Encomendamos, finalmente, al mencionado Consejo de Vigilancia que ponga los ojos asidua y diligentemente, así en las instituciones sociales como en cualesquier escritos de materias sociales, para que no se esconda en ellos algo de modernismo, sino que concuerden con los preceptos de los Pontífices Romanos.

56. VII. Para que estos mandatos no caigan en olvido, queremos y mandamos que los obispos de cada diócesis, pasado un año después de la publicación de las presentes Letras, y en adelante cada tres años, den cuenta a la Sede Apostólica, con Relación diligente y jurada, de las cosas que en esta nuestra epístola se ordenan; asimismo, de las doctrinas que dominan en el clero y, principalmente, en los seminarios y en los demás institutos católicos, sin exceptuar a los exentos de la autoridad de los ordinarios. Lo mismo mandamos a los superiores generales de las órdenes religiosas por lo que a sus súbditos se refiere.

CONCLUSIÓN

Estas cosas, venerables hermanos, hemos creído deberos escribir para procurar la salud de todo creyente. Los adversarios de la Iglesia abusarán ciertamente de ellas para refrescar la antigua calumnia que nos designa como enemigos de la sabiduría y del progreso de la humanidad. Mas para oponer algo nuevo a estas acusaciones, que refuta con perpetuos argumentos la historia de la religión cristiana, tenemos designio de promover con todas nuestras fuerzas una Institución particular, en la cual, con ayuda de todos los católicos insignes por la fama de su sabiduría, se fomenten todas las ciencias y todo género de erudición, teniendo por guía y maestra la verdad católica. Plegue a Dios que podamos realizar felizmente este propósito con el auxilio de todos los que aman sinceramente a la Iglesia de Cristo. Pero de esto os hablaremos en otra ocasión.

Entre tanto, venerables hermanos, para vosotros, en cuyo celo y diligencia tenemos puesta la mayor confianza, con toda nuestra alma pedimos la abundancia de luz muy soberana que, en medio de los peligros tan grandes para las almas a causa de los errores que de doquier nos invaden, os ilumine en cuanto os incumbe hacer y para que os entreguéis con enérgica fortaleza a cumplir lo que entendiereis. Asístaos con su virtud Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe; y con su auxilio e intercesión asístaos la Virgen Inmaculada, destructora de todas las herejías, mientras Nos, en prenda de nuestra caridad y del divino consuelo en la adversidad, de todo corazón os damos, a vosotros y a vuestro clero y fieles, nuestra bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre de 1907, año quinto de nuestro pontificado.

Notas

1. Hch 20,30.

2. Tit 1,10.

3. 2 Tim 3,13.

4. De revelat. can.l.

5. Ibíd., can.2.

6. De fide can.2.

7. De revelat. can.3.

8. Gregorio XVI, enc. Singulari Nos, 25 junio 1834.

9. Brev. ad ep. Wratislav., 13 jun. 1857.

10. Ep. ad Magistros Theolog. París, non. iul. 1223.

11. Prop. 29 damn. a Leone X, Bulla Exsurge Domine, 16 maii 1520: «Hásenos abierto el camino de enervar la autoridad de los concilios, contradecir libremente sus hechos, juzgar sus decretos y confesar confiadamente lo que parezca verdadero, ya lo apruebe, ya lo repruebe cualquier concilio».

12. Sess. 7. De sacramentis in genere can. 5.

13. Prop. 2: «La proposición que dice que la potestad ha sido dada por Dios a la Iglesia para comunicarla a los Pastores, que son sus ministros, en orden a la salvación de las almas; entendida de modo que de la comunidad de los fieles se deriva en los Pastores el poder del ministerio y régimen eclesiástico, es herética». Prop. 3: «Además, la que afirma que el Pontífice Romano es cabeza ministerial, explicada de suerte que el Romano Pontífice, no de Cristo en la persona de San Pedro, sino de la Iglesia reciba la potestad de ministerio que, como sucesor de Pedro, verdadero Vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, posee en la universal Iglesia, es herética».

14. Enc. Qui pluribus, 8 nov. 1846

15. Syll. pr.5.

16. Const. Dei Filius c.4.

17. L. c.

18. Rom 1,21.22.

19. Conc. Vat. I, De revelat. c.2.

20. Ep. 28,3.

21. Enc. Singulari Nos.

22. Syll. pr.13.

23. Motu pr. Ut mysticam, 11 mart. 1891.

24. León XIII, Enc. Aeterni Patris.

25. León XIII, Litt. ap. In magna, 10 dic. 1889.

26. Alloc. 7 mar 1880.

27. L. c.

28. Cf. ASS 29 (1896) 359.

29. Ibíd., 30 (1897) 39.

30. Enc. Nobilissima Gallorum, 10 febr. 1884.

31. Act. Consess. Ep. Umbriae, nov. 1849, tit.2 a.6.

32. Instr. S. C. NN. EE. EE., 27 en. 1902.

33. Decr. 2 mayo 1877.