martes, 16 de diciembre de 2025

San Agustín: Meditaciones

 

Capítulo 13. EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN

Trinidad omnipotente y único Dios, que ves y que penetras hasta el fondo de mi corazón, he confesado la omnipotencia de tu majestad, y la majestad de tu omnipotencia. Quiero ahora confesar, en tu divina presencia, todo lo que has hecho por el género humano en la plenitud de los tiempos. Como, para ser justificado, lo creo con mi corazón, así lo confieso con la boca delante de ti para mi salvación. Dios Padre omnipotente, tu Escritura no dice en ninguna parte que tú fueras enviado, mientras que de tu Hijo escribe así el Apóstol: Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo 32. Al decir el Apóstol que Dios envió a su Hijo muestra claramente que, naciendo de la bienaventurada siempre Virgen María, fue enviado al mundo, y se mostró en carne mortal como verdadero y perfecto hombre. Pero ¿qué quiere dar a entender el más grande de los evangelistas cuando dice del Hijo de Dios: estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por Él 33, sino que fue enviado como hombre al mundo, porque como Dios siempre ha estado, está y estará en él? Y yo creo con todo mi corazón y con mi boca confieso que esa misión es obra de toda la santa Trinidad.

¡Cómo nos amaste, oh Padre santo y bueno; cuánto nos amaste, Creador piadoso, que ni siquiera perdonaste a tu propio Hijo, sino que lo entregaste a la muerte por nosotros, hombres pecadores! 34 Sujeto por nosotros a la muerte, y muerte de cruz, clavó en esa cruz el acta de condenación merecida por nuestros pecados, y así crucificó al mismo pecado y triunfó sobre la cruz 35. Único libre entre los muertos, y único con poder para renunciar a la vida y volverla a tomar, fue a la vez por nosotros víctima y vencedor de la muerte, y fue vencedor precisamente por ser la víctima. Fue también ante ti sacerdote y sacrificio por nosotros, y fue sacerdote porque fue sacrificio.

En él tengo puesta mi firme esperanza de que sanarás todos mis males por los méritos del que está sentado a tu derecha y suplica por nosotros 36. Pues nuestras enfermedades, oh Señor, son grandes y numerosas. Reconozco y confieso que el príncipe de este mundo tiene mucho dominio sobre mí. Te ruego, Dios mío, que me libres en atención a quien está sentado a tu diestra, nuestro divino Redentor, en quien el príncipe de este mundo nada pudo encontrar que le perteneciera 37. Justifícame por los méritos de quien no conoció pecado, y cuya boca jamás profirió alguna mentira. Por nuestra misma cabeza, en la que no hay ninguna mancha, libra a su miembro insignificante y enfermo. Líbrame, te lo ruego, de mis pecados, vicios, culpas y negligencias. Lléname de tus santas virtudes, y haz que me distinga por las buenas costumbres. Haz que persevere en las buenas obras hasta el fin, por tu santo nombre y según tu santa voluntad.

Capítulo 14. LA ENCARNACIÓN NOS DEBE LLENAR DE CONFIANZA Y GRATITUD

El número excesivo de mis pecados y de mis negligencias podrían haberme hecho desesperar, si tu Verbo, que es Dios como tú, no se hubiera hecho carne y no hubiera habitado entre nosotros. Pero ya no oso desesperarme; porque, si siendo enemigos, fuimos reconciliados por la muerte de tu Hijo, ¿cuánto más ahora que ya hemos sido salvados de la ira por él mismo? Así pues, toda mi esperanza y toda la certeza de mi confianza están en la sangre preciosa que tu Hijo derramó por nuestra salvación. En él y sólo en él siento plena confianza, y aspiro con todo el ardor de mi alma a llegar hasta ti. N o por mi propia justicia, sino por la de tu Hijo amado y nuestro Señor Jesucristo.

Por lo cual, oh Dios clementísimo y benignísimo amador de los hombres, tú nos creaste con mano poderosa, cuando todavía no existíamos, por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, y cuando estábamos perdidos por nuestra culpa, nos redimiste de modo maravilloso. Y por eso doy gracias por tu piedad, y desde el fondo de mi corazón quiero agradecerte abundantemente a ti, que por un afecto de tu inefable caridad te dignaste amarnos a todos, siendo, malvados e indignos de tu admirable bondad, hasta enviarnos desde el seno de tu divinidad a ese mismo Hijo Único para nuestro bien, para salvar a los pecadores, y a los hijos miserables de la ira y de la perdición. Te doy gracias por su santa encarnación y por su divino nacimiento. Te doy gracias por su gloriosa Madre en cuyo seno se dignó tomar nuestra carne mortal, por nosotros y por nuestra salvación, de modo que como es verdaderamente Dios y engendrado por Dios, también se hizo verdadero Hombre, por haber asumido la naturaleza humana en el seno virginal de su Madre. Te doy gracias por su pasión, por su cruz, por su muerte y por su resurrección, por su ascensión al cielo, y por el puesto que ocupa a tu derecha. Porque cuarenta días después de su resurrección se elevó a lo más alto del cielo en presencia de sus discípulos 38, y sentado a tu derecha, envió, como había prometido, el Espíritu Santo a sus hijos de adopción 39. Te doy también gracias por la sacratísima efusión de su preciosa sangre, por la que fuimos redimidos, así como por el sacrosanto y vivificante misterio de su cuerpo y de su sangre, por el que diariamente en tu Iglesia recibimos alimento y bebida, como lavados y purificados, y nos hacemos partícipes de la única y soberana divinidad. También te doy gracias por la admirable e inefable caridad con la que nos amaste y salvaste por medio de tu Hijo amado.

Porque tanto amaste al mundo, que le diste tu Hijo único 40 para que quien crea en él no perezca, sino que posea la vida eterna. Y en esto consiste la vida eterna, en que te conozcamos a ti como verdadero Dios y a tu enviado Jesucristo 41, con una fe sincera y con las obras dignas de esa fe.

Capítulo 15. LA BONDAD INFINITA DE DIOS EN NUESTRA REDENCIÓN

¡Oh inmensa piedad, oh inestimable caridad! Para liberar al siervo entregaste al Hijo. Dios se hizo hombre, para que el hombre que estaba perdido fuera liberado del poder de los demonios. Cuánto debía amar a los hombres tu Hijo y nuestro Dios, cuando, en su infinita caridad, no contento con haberse rebajado hasta tomar nuestra humanidad en el seno de la bienaventurada Virgen María, quiso además padecer el suplicio de la cruz, y derramar su sangre por nosotros y por nuestra salvación. Vino el Dios piadoso, vino con gran piedad y bondad, vino a buscar y a salvar a los que habían perecido 42. Buscó la oveja perdida, la buscó y la encontró, y la llevó sobre sus hombros al redil del rebaño, el que era piadoso Señor y pastor realmente manso. ¡Oh caridad y piedad! ¿Quién oyó contar tales cosas?, ¿quién no se pasmará de tal amor y de tal misericordia?, ¿quién no se admirará y quién no se alegrará? Por la inmensa caridad con la que nos amaste, enviaste a tu Hijo en una carne semejante a la de los pecadores 43, para condenar el pecado en esa misma carne de pecado, a fin de que por medio de él nos convirtiéramos en justos. Pues él es el verdadero Cordero, el cordero inmaculado que quitó los pecados del mundo, que muriendo destruyó nuestra muerte, y resurgiendo nos devolvió la vida.

Pero, ¿cómo te podremos pagar, Dios nuestro, por tantos y tan grandes beneficios de tu misericordia?, ¿qué alabanzas y qué acciones de gracia podremos ofrecerte? Aunque tuviéramos la ciencia y el poder de los ángeles bienaventurados, todavía seríamos incapaces de corresponder a la grandeza de tu bondad y tu amor para con nosotros. Aunque todos los miembros de nuestro cuerpo se convirtieran en otras tantas lenguas, nuestra debilidad no bastaría para celebrar las alabanzas que tú mereces. La inestimable caridad manifestada en tu clemencia y bondad para con nosotros, a pesar de nuestra indignidad, es superior a toda ciencia humana. Pues tu divino Hijo no tomó la naturaleza de los ángeles, sino la de la raza de Abrahán, al hacerse semejante a nosotros, excepto en el pecado.

Así pues, tomando la naturaleza humana y no la angélica y glorificándola con la divina aureola de su resurrección y de su inmortalidad, la elevó sobre todos los cielos, sobre todos los coros de los ángeles, de los querubines y de los serafines, y la colocó con El a su derecha. Esa naturaleza humana así divinizada es el objeto constante de las alabanzas de los ángeles. La adoran las Dominaciones, y ante el Dios hecho Hombre se inclinan y tiemblan todas las Potencias y todas las Virtudes del cielo. En esto consisten, pues, toda mi esperanza y toda mi confianza, porque cada uno de nosotros es en cierto modo una parte de la carne y de la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Y donde reina una parte de mí mismo, tengo fe en que yo también reinaré algún día, así como creo que yo mismo seré glorificado, donde mi carne es glorificada. Donde mi sangre domina, cierto que yo también dominaré. Aunque soy un pecador, confío en participar de esta comunión de gracia. Mis pecados me excluyen, pero la unión de mi sustancia con Jesús reclama ese beneficio. Mis faltas me hacen indigno, pero la comunión de mi naturaleza me hace superar esa indignidad. Pues no es tan cruel el Señor que se olvide del hombre, y no se acuerde de aquel que lleva en sí mismo. Ciertamente el Señor nuestro Dios es manso y muy benigno y ama su propia carne, sus miembros y sus entrañas en el mismo Dios y Señor Nuestro Jesucristo, que es dulcísimo, benignísimo y clementísimo, y en el cual o con el cual ya hemos resucitado, ya hemos subido al cielo, y ya estamos sentados en la celeste morada. El, que tomó nuestra carne, nos ama, y de él proceden la nobleza y las prerrogativas de nuestra sangre. Nosotros somos sus miembros y somos su carne. Y él es finalmente nuestra cabeza, que anima todo el cuerpo, según lo que está escrito: hueso de mis huesos, y carne de mi carne, y serán dos en una sola carne (Gn 2,23.25). El Apóstol nos explica que nadie tiene jamás odio a su carne, sino que la cuida y la quiere; éste es un gran misterio, quiero decir un gran misterio en Cristo y en su Iglesia 44.