martes, 6 de febrero de 2018

Siempre estamos en las manos de Dios

 

Siempre estamos en las manos de Dios...

Las misericordias del Señor con cada persona a lo largo de la vida pesarán en su juicio: quien las aprovechó para el bien, recibirá la recompensa; quien las desperdició, se encontrará con la justicia, ambas salidas de las manos divinas y eternas.

Narra el Evangelio que estando Jesús de camino a Jerusalén, poco antes de su Pasión, envió a dos de sus discípulos para que se adelantaran y consiguieran posada. Se encontraban en la región de Samaria, cuyos habitantes nutrían un exacerbado odio contra los judíos y, por este motivo, no quisieron darles hospedaje al divino Redentor y a sus Apóstoles.
Indignados ante tal rechazo, Santiago y Juan se dirigieron al Maestro y le preguntaron: “ ‘Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?’. Él se volvió y les regañó, y dijo: ‘No sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos’ ” (Lc 9, 54-56). Con tal respuesta el Salvador ponía de relieve cuán grande es la misericordia de Dios, que no se venga de quien se niega a acogerlo, sino que espera con paciencia que se arrepienta.
Sin embargo, si analizamos las relaciones del Creador con los hombres a lo largo de la Historia, nos encontramos también con numerosos episodios en los que Él castiga con firmeza al pecador. Sin salirnos del Nuevo Testamento, pensemos en la cólera con que Jesús expulsó a los mercaderes del Templo (cf. Mt 21, 12-17; Mc 11, 15-19; Lc 19, 45-48; Jn 2, 13-17).
En nuestros días, cuesta comprender la conjugación entre misericordia y justicia. Consideramos que quien practica la primera no puede jamás castigar, y quien posee la segunda está imposibilitado de perdonar. Nos olvidamos de que ambas son atributos de Dios, en quien todas las virtudes se armonizan de modo admirable.
Las dos le pertenecen como los brazos al cuerpo. Bien por la misericordia o bien por la justicia siempre estamos en sus manos. Y, a menudo, manifiesta su bondad castigando a los pecadores para purificarlos aún en esta vida y concederles, misericordiosamente, la salvación eterna...

Tipos de justicia: conmutativa y distributiva

Para que entendamos mejor la esencia de este sublime equilibrio es importante que ajustemos nuestros conceptos a la doctrina de la Iglesia, empezando por recordar en qué consiste la justicia.
El Catecismo la define como la “constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido”.1 Cuando este dar se aplica a Dios, lo llamamos virtud de la religión; cuando se aplica a los hombres, recibe propiamente el nombre de justicia.
Santo Tomás2 la divide en dos clases. La primera, llamada justicia conmutativa, regula las relaciones en las que se da y se recibe algo a cambio. Se verifica, por ejemplo, cuando alguien hace una compra y paga un precio adecuado al valor de la mercancía entregada por el vendedor.
El segundo tipo se aplica a una clase de relación diferente. Es la denominada justicia distributiva, por la cual “el que manda o administra da a cada uno según su dignidad”,3 es decir, hace que sus subordinados reciban lo que es justo según la posición y méritos de cada uno. La correcta organización de una familia o de cualquier grupo depende de ella.
La justicia conmutativa no puede atañer las relaciones entre Dios y los hombres, pues “¿quién le ha dado [al Señor] primero para tener derecho a la recompensa?” (Rom 11, 35). No obstante, es posible encontrar numerosos reflejos de justicia distributiva en el orden puesto por Dios en el universo. Dionisio Areopagita así lo recuerda, cuando afirma que “la justicia divina es realmente justicia en cuanto que da a cada uno lo que le corresponde, según sus méritos, y preserva la naturaleza de cada cosa en orden y potencia propios”.4

Dios es justo al rebosar de misericordia

Conociendo cómo opera entre los hombres la justicia, cabe ahora considerarla en cuanto atributo de Dios. Elevándonos, así, a un plano muchísimo más alto, relacionado con la propia esencia divina.
“Dios es justicia y crea justicia”,5 afirma el Papa Benedicto XVI. Todos sus actos están de alguna forma marcados por ella. “Cuando castigas a los malos, es justicia, pues conviene a lo que merecieron; cuando los perdonas, también es justicia, no por sus méritos, sino por tu bondad”,6 proclama San Anselmo.
Aquí se ve claramente que la justicia en Dios no tiene sólo un carácter punitivo para con el mal practicado. Cuando Él usa la misericordia para perdonar está haciendo también justicia, sólo que en este caso, para con su bondad infinita, tan bien reflejada en las palabras que le dirigió a Moisés cuando pasó ante él proclamando: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado, pero no los deja impunes” (Ex 34, 6-7).
En una de las más bellas parábolas del divino Maestro vemos al buen pastor yendo atrás de la oveja perdida y dejando solas a las otras noventa y nueve de su rebaño. Al explicarla a sus oyentes, Jesús concluye: “Os digo que así también habrá más alegría en el Cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 7). También en la parábola del hijo pródigo asistimos a su regreso a casa, arrepentido por haber despilfarrado los bienes paternos, y encontramos esta escena: “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos” (Lc 15, 20).
Estos pasajes son una perfecta imagen de cómo Dios, por no tener jamás connivencia con el mal, es justo consigo al rebosar de misericordia para con el que se arrepiente y pide perdón.

El Señor actúa con bondad incluso en el castigo

Sin embargo, el que se obstina en el insulto a Dios y, por tanto, en el mal, muere impenitente y entra en la eternidad en estado de pecado mortal, pasa a merecer un castigo eterno. En este caso, el Creador del universo no puede perdonar, porque no sería justo para con el Bien eterno, que es Él. De ahí la necesidad de que creara el inferno,7 ese mar de fuego, donde “será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 8, 12), tantas veces evocado en el Evangelio.
Fundándose en Santo Tomás, el P. Garrigou-Lagrange explica al respecto que “Dios, como soberano legislador, rector y juez de vivos y muertos, se debe a sí mismo el agregar a sus leyes una sanción eficaz”.8 Y presenta las razones por las cuales ésta ha de ser eterna: el hecho de que el castigo no tenga fin sirve para “manifestar los derechos imprescriptibles de Dios a ser amado sobre todas las cosas, para hacer conocer el esplendor de su infinita justicia”.9
Con todo, incluso en esa monumental obra de justicia divina hay rasgos evidentes del Dios compasivo y bondadoso. Es lo que dice el propio Doctor Angélico: “en los condenados aparece la misericordia no porque les quite totalmente el castigo, sino porque se lo alivia, ya que no los castiga como merecen”.10
En la secuencia del tema, el P. Garrigou-Lagrange continúa: “Dios, que es bueno y misericordioso, no se complace en los sufrimientos de los condenados, sino en su infinita bondad, que merece ser preferida a todo bien creado, y los elegidos contemplan el resplandor de la justicia suprema, dando gracias a Dios por haberlos salvado. [...] Dios ama, ante todo, su infinita bondad; ahora bien, siendo ésta esencialmente comunicativa, constituye el principio de la misericordia, y en la medida en que tiene un derecho imprescriptible a ser amada sobre todas las cosas, constituye el principio de la justicia”.11

Antes de desatar su ira, Dios llama a la conversión

De un modo o de otro, alcanzando pueblos enteros con proclamaciones proféticas o hablándole a alguien en concreto en lo más íntimo de su corazón, Dios nunca deja de hacer numerosos llamamientos a la conversión. No se complace “en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva” (Ez 33, 11) y, por este motivo, nos invita a entrar “por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos” (Mt 7, 13).
La Sagrada Escritura está repleta de hermosos episodios en ese sentido. Por citar algunos, tomemos el anuncio del castigo hecho por Elías a Ajab y la alegría manifestada por Dios al contemplar al rey impío haciendo penitencia (cf. 1 Re 21, 21-29). O el cambio de los planes divinos ante la contrición de los habitantes de Nínive, tras la predicación de Jonás: “Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó” (Jon 3, 10).
Cuando los hombres permanecen indiferentes al llamamiento divino, su justicia hace que caiga sobre ellos el castigo. No obstante, cuando se arrepienten, Dios como que también hace lo mismo. Esta actitud no significa que los criterios divinos son susceptibles de cambio. La humanización de las acciones divinas es sólo un recurso literario usado para hacérnoslas más comprensibles.
La ira divina, explica San Agustín, no es “una turbación del ánimo, sino el juicio por el que castiga el pecado. Su pensamiento y su reflexión es la razón inmutable de las cosas mudables. Porque Dios, que tiene sobre todos los seres un sentir tan estable como cierta es su experiencia, no se arrepiente de sus obras como el hombre”.12

Fátima: misericordia y justicia para nuestros tiempos

Ahora bien, si en el Antiguo Testamento Dios se sirvió de los profetas para alertar a los pueblos antes de ejercer su acción justiciera, en los últimos siglos lo ha hecho a través de María Santísima.
Antes de convertirse en Madre de Dios, imploraba “que viniera Aquel que podría hacer brillar nuevamente la justicia sobre la faz de la tierra, que se levantara el Sol divino de todas las virtudes, para que disipara por todo el mundo las tinieblas de la impiedad y del vicio”.13 Ahora es por medio de Ella que Jesús nos anuncia la proximidad del Reino de María, previsto por San Luis Grignion de Montfort,14 y los castigos que deben venir si los hombres no se convierten.
Ya hemos cruzado el umbral del año 2018. Atrás quedó el centenario de las advertencias hechas por Ella a la humanidad en Cova da Iria. Y así como todas las profecías que marcaron la Historia suscitaron reacciones opuestas, de igual modo ocurre hoy con el mensaje de Fátima: el que tiene fe se alegra y se llena de esperanza; el que no cree intenta negar su autenticidad y la importancia que tiene para la vida de la Iglesia. “Pero todos tienen bien presente que las profecías de la Santísima Virgen se realizarán”,15 escribe nuestro fundador, Mons. João.
Después de tan larga espera se podría preguntar: ¿cuándo se dará eso? 
El día y la hora forman parte de los arcanos de Dios. Él le dio a la Virgen Santísima, nuestra Madre de Misericordia, el poder de parar su brazo justiciero sobre el mundo hasta que estén preparadas todas las almas que deberán abrirse a sus palabras. Sólo Ella sabe cuál es el momento oportuno para tocar en lo hondo del corazón del hombre contemporáneo, para que, finalmente, se cumpla su gran promesa: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.16
Mientras ese momento no llega, nos cabe a nosotros abrir nuestras almas a nuestra Madre de Bondad, instrumento de la misericordia divina, Medianera universal de todas las gracias. Y no nos olvidemos de que las misericordias que el Señor dispensa a cada hombre a lo largo de la vida pesarán en el día de su juicio: quien las aprovechó para el bien, recibirá una misericordia mayor, la recompensa eterna; quien las desperdició, se encontrará con la justicia, pues siempre estamos en las manos de Dios. 
  
 Hna. Mariella Emily Abreu Antunes, EP

Fuente: publicado en la revista "Heraldos del Evangleio", No. 175, Febrero 2018. Pags. 22-25