viernes, 19 de abril de 2013

MARAVILLAS DE LA MEDALLA MILAGROSA: "Si se puso al cuello la Medalla y rezó el "Memorae" (Acordaos: oración de San Bernardo) se convierte seguro"

Relación del Señor Barón de Bussieres

Aquel mismo que en el camino de Jericó se sirvió de un poco de lodo para hacer que se abriesen a la luz del día los ojos de un ciego de nacimiento, me ha escogido por principal testigo de un suceso sumamente extraordinario si le consideramos sin salir de la esfera de la razón humana.

Refiero un hecho innegable: digo lo que he visto con mis propios ojos, lo que pueden asegurar infinitos testigos muy respetables; lo que se hará increíble en Estrasburgo; lo que admira toda Roma. Un hombre que estaba en su cabal juicio, ha entrado a una iglesia obstinadísimo judío, y a los diez minutos ha salido de ella católico de todo corazón, a impulsos de una impetuosa avenida de aquella gracia que pudo vencer a un Saulo, derribándole en el camino de Damasco.

Un joven de Estrasburgo, de una familia distinguida por su posición social y por el aprecio de que goza en el país, llegó á Nápoles a fines del otoño de 1841 de paso para el Oriente, viajando con la mira de restablecer su salud y de esparcir el ánimo. No era pequeño el sacrificio que hacía en ausentarse de su patria, porque dejaba á su futura, querida, joven, hermosa y de carácter muy dulce, a quien amaba creyéndola un tesoro de esperanza. Era también sobrina suya; pero para pensar en este enlace, no se había atendido tanto a las razones de familia como al mutuo cariño.

Alfonso Ratisbonne era israelita. Destinado a ocupar una posición brillante, se proponía dirigir todos sus esfuerzos á la regeneración de sus co-religionarios (1), siendo este el blanco de todos sus proyectos, la ocupación de su mente y el término de todas sus esperanzas, pues le irritaba cuanto podía traerle a la memoria el anatema que pesa sobre los descendientes de Jacob. Quince años hace que, siendo aún niño, le ocasionó un profundo sentimiento la conversión al catolicismo de su querido hermano Teodoro Ratisbonne, abriendo en su corazón una llaga enconosa, que se ahondó con haber recibido aquél los órdenes sagrados, y que el tiempo no pudo cicatrizar, creciendo de día en día el odio que concibiera contra él: jamás le había sido posible perdonar al que consideraba como a un apóstata , y contra el cual atizaba incesantemente el terco resentimiento de su familia.

El bellísimo cielo de Nápoles no era capaz de hacerle olvidar el Oriente, objeto de su viaje, y mucho menos las satisfacciones que le aguardaran a su vuelta. Ya no le quedaban más que algunos meses para ver la Sicilia, Malta y Constantinopla, pues el verano de 1842 había de volver al lado de su amada, y efectuar un enlace que haría toda su dicha, fijando su suerte para en adelante. Por tanto era preciso apresurar el viaje. Sale con este fin una mañana para ir en derechura a tomar asiento en el buque de vapor que ha de llevarle a Palermo; pero en la calle se le ocurre que no ha visto Roma; que a su vuelta a Estrasburgo, ya casado, enredado en negocios y tal vez asociado a la casa de su tío, no era muy probable que pudiese volver a Italia. Yendo y viniendo en este pensamiento, entra en el despacho de los billetes de la diligencia, toma su asiento, y está en Roma a los tres días.

Mas aquí debe detenerse muy poco: así lo tiene resuelto, y su resolución es irrevocable: dentro de quince días ha de estar de vuelta en Nápoles. En vano le presentará la ciudad eterna todas sus maravillas; no puede permanecer ni un instante más: el Oriente y su esposa le aguardan.

Vedle pues recorriendo las ruinas, las iglesias, las galerías, y a fuer de verdadero viajero andar todo el día de aquí para allí, recibiendo multitud de impresiones y recordando confusamente mil cosas. Se da prisa por concluir con esta capital, adonde más que la curiosidad le ha traído una especie de impulso irresistible que no sabe explicar. Mañana será la marcha, pero debe una visita de despedida a un antiguo amigo. Gustavo de Bussieres se había educado con él en el mismo colegio, quedando ambos estrechamente unidos por los lazos de la amistad desde su infancia, a pesar de la oposición de sus ideas religiosas. Mi hermano Gustavo es protestante celosísimo de la secta de los pietistas, y varias veces infructuosamente procuró atraer a su secta al joven israelita: sus amigables reyertas concluían regularmente con estas dos palabras, que expresaban bastante bien la situación moral de los dos interlocutores: ¡Rabioso protestante! decía el uno: ¡Judío empedernido! respondía el otro.

No encuentra Ratisbonne a mi hermano, que había ido a cazar: viene a mi casa; pero no entrará a verme, contentándose con dejar una tarjeta de despedida. La casualidad, o mas bien la Providencia, hace que se encuentre con un criado italiano, que no entendiéndole bien, le introduce en la sala con gran repugnancia suya.

Hasta entonces no nos habíamos visto mas que una sola vez en casa de mi hermano, y a pesar de mis tentativas no había hallado en Ratisbonne más que los fríos cumplimientos de un hombre fino. No obstante, es el amigo de Gustavo, es el hermano del abate Ratisbonne, a quien yo quiero muchísimo; le recibo pues con el mayor agrado; le hablo de sus correrías; él me refiere lo que ha visto, y las diversas sensaciones que ha experimentado. «Me ha sucedido, añade, una cosa muy extraordinaria: estando viendo la iglesia de Aracoeli, me sentí penetrado de una emoción profunda que no podía explicar. El hombre que iba conmigo enseñándome los edificios de Roma notó mi agitación, y me preguntó qué era lo que me sucedía, y si quería que nos retirásemos, añadiendo haber visto experimentar esta misma emoción a otros extranjeros.”

Parece que en el momento en que Ratisbonne pronunciaba estas palabras, le querían decir mis ojos centelleando de gozo: tú serás de los nestros, porque él se dio prisa en afirmar con una intención bien conocida que aquella impresión había sido puramente religiosa y de ningún modo cristiana.

Y bien luego continuó: Un espectáculo muy triste reanimó todo mi odio al catolicismo; atravesaba el Ghetto, y al ver la miseria y degradación de los judíos, me decía a mí mismo que a pesar de ello mas valía ser del bando de los oprimidos que del de los opresores. Nuestra conversación, cada vez más animada, iba convirtiéndose en discusión: en el calor de ella procuraba yo hacerle entrar en mis ideas y convicciones católicas, y él, burlándose de mis esfuerzos, con una sonrisita graciosa y como compadeciéndose de mi superstición me respondía: Que había nacido judío y que moriría judío.

Entonces se me ocurrió la idea más extraordinaria, una idea del cielo, que los sabios del mundo la hubieran llamado locura.

Ya que sois un espíritu tan fuerte, tan entero y tan confiado en la firmeza de vuestros propósitos, prometedme llevar al cuello lo que os voy a dar.

— Y bien, ¿de qué se trata?

— Nada mas que de esta medalla.

Y le presento una medalla de la Virgen milagrosa. Da él un paso hacia atrás con cierta indignación y sorpresa. Pero yo sin alterarme le digo: He aquí una cosa que, según vuestro modo de ver, os es del todo indiferente, pero en tomarla me haréis un favor especialísimo.

— ¡Oh! no consiste en eso  —exclamó entonces soltando una carcajada de risa, — quiero al menos probaros que es una injusticia acusar a los judíos de obstinación y de insufrible emperramiento. Por otra parte, con esto me dais material para añadir un capítulo bellísimo a los apuntes de mi viaje.

Y continuó ensartando otras jocosidades de este mismo jaez que a mí me herían en el alma, porque yo las oía como otras tantas blasfemias.

Entretanto le colgué al cuello la cinta, a la que habían atado mis niñas la bendita medalla durante nuestro altercado. Me quedaba que lograr otra cosa aún mas difícil: quería que rezara la piadosa deprecación de S. Bernardo: Memorare, "Oh piadosísima Virgo…" Por de pronto no lo conseguí; se negó a ello rotundamente con un tono que parecía decir: Este hombre es en verdad demasiado impertinente. Pero me impelía una fuerza interior, y yo luchaba contra estas reiteradas negativas con una especie de porfiada tenacidad. Le alargaba la oración, suplicándole que se la llevara, pero que no teniendo yo otro ejemplar tuviera la bondad de copiarla.

La tomó por fin con un ademán irónico, como para librarse de mis importunaciones, diciéndome: 'Está bien, la escribiré, os daré mi copia, y conservaré la vuestra'. Y se fue murmurando entre dientes: ¡Vaya con el hombre, indiscreto y original hasta dejárselo de sobra! Quisiera ver lo que diría si yo le hostigase así para hacerle rezar una oración judía.

Luego que salió, mi mujer y yo nos quedamos mirándonos uno a otro y en silencio algunos momentos. Traspasados nuestros corazones por las blasfemias que oímos, pedíamos a Dios perdón para aquel hombre, y encargábamos a nuestras dos niñas que por la tarde rezasen el Ave María por la conversión de Alfonso.

De aquí adelante todos los pormenores son de tanta importancia para testificar la obra del Señor, que es deber mío referir con la mayor exactitud posible, tanto lo que yo he hecho, como lo que ha hecho Ratisbonne desde el día en que se llevó el Memorae hasta el momento en que la Madre de las misericordias le arrancó la venda que le impedía ver, hasta aquel en que tuvo la dicha de hacer en público profesión de la fe católica.

Ratisbonne no acababa de admirar mi porfía. Sin embargo, había copiado la oración a la que yo atribuía tan poderosa eficacia; la leía y releía con el fin de descubrir en ella lo que la hacía tan preciosa a mis ojos: a fuerza de leerla la sabia casi de memoria, y no le era posible apartarla de su imaginación, repitiéndola maquinalmente, como aquellos trozos de ópera, que se quedan tan impresos en los aficionados que los van repitiendo casi sin advertirlo.

En cuanto a mí, no pensaba más que en lo que me había pasado con aquel hombre, con quien no tenía ningún motivo de intimidad, y con el cual conversé aquel día por primera vez. No atinaba de dónde me viniese la fuerza interior que me estrechaba a procurar la conversión de aquel joven, y a pesar de tantos obstáculos y de la obstinada indiferencia que él oponía a mis esfuerzos, me daba una convicción íntima, inexplicable, de que Dios, tarde o temprano, le abriría los ojos. Estaba decidido a impedir su marcha a toda costa. Por la tarde fui a hacerle una visita a la fonda Serny, y no habiéndole encontrado, le dejé una esquelita suplicándole tuviese la bondad de verme a eso de las diez y media de la mañana del siguiente día, que era domingo.

Aquella noche me tocaba pasar algunas horas velando delante del Santísimo Sacramento con el príncipe M. A. B., conforme a una piadosa costumbre de Roma (2), y les rogué que uniesen sus oraciones a las mías para alcanzar de Dios la conversión de un judío.

Domingo 16 de Enero de 1842

Ratisbonne vino a verme a la hora de la cita, y al saludarme me dijo con un tono de extremada franqueza: Espero que habréis olvidado aquellos sueños de ayer. Vengo a despedirme: me voy esta noche. — ¡Sueños! Nunca he tenido mas empeño que ahora en eso que llamáis sueños; y en cuanto a vuestra marcha, no hay que hablar de tal cosa, pues es absolutamente preciso diferirla unos ocho días. —Es imposible; tengo tomado el asiento. —Qué importa, vamos juntos al despacho de diligencias a avisar que ya no marcháis. — ¡Ah! Ya no es posible, ya no es posible; me voy indefectiblemente. —Os quedáis indefectiblemente, aunque tenga que encerraros bajo de llave en mi cuarto.

Y le digo que no puede irse de Roma sin haber visto en San Pedro una función, y que la habrá dentro de pocos días. En una palabra, se da por vencido, asombrado de mi inconcebible terquedad; y después de haber ido juntos a hacer borrar su nombre de la lista de los viajeros, le llevé a la iglesia de los Agustinos y a la del Jesús.

Habiendo comido aquel mismo día en el palacio Borghese con el Sr. conde de Laferronays, le hablé aquella tarde del empeño que había formado, recomendando con instancia en sus oraciones a mi joven israelita.

El mismo me confesó ingenuamente en medio de aquella efusión de nuestros corazones la confianza que siempre tuvo en la protección de la Santísima Virgen, en una época en que las agitaciones de la política no siempre le permitían entregarse a esa piedad práctica, de la cual tantos ejemplos nos dio en los últimos años de su vida. Tened confianza, me repetía, si él dice el Memorae, triunfáis de él y de otros muchos.

Lunes 17 de Enero de 1842

Di algunos otros paseos con Ratisbonne, que vino a sacarme cerca de la una. Notaba con sentimiento el poco fruto que producían en él nuestras conversaciones, porque no había cambiado nada, siempre el mismo, siempre hostilizando y denigrando el catolicismo, siempre eludiendo con jocosidades burlescas los argumentos que yo le hacia, sin tomarse el trabajo de contestar.

El conde de Laferronays (3) murió casi de repente á las once de la noche, dejando, tanto a sus amigos, a quienes había edificado con el fervor de sus últimos años, como a su familia, que le lloraba con la mayor ternura, el ejemplo de sus virtudes y la consolatoria esperanza de que Dios le llamó para coronarle en el cielo. Yo, que hacía mucho tiempo que le amaba como a un padre, mezclaba mis lágrimas a las de su esposa y a las de sus hijas, ayudándolas á llenar los deberes que de ellas exigía un trance tan doloroso; pero el recuerdo de Ratisbonne me seguía aun hasta el lado del féretro de mi amigo.

Martes 18 de Enero de 1842

Yo había pasado una parte de la noche en medio de aquella familia sumergida en un abismo de dolor; y conociendo mejor que nadie hasta dónde llegaba su angustia, no podía resolverme a dejarla. Por otra parte mi pensamiento se iba a cada instante a Ratisbonne, como si una mano invisible me impeliese hacia él incesantemente. No quería separarme de los restos de mi amigo; no podía apartar mi imaginación de aquella alma que anhelaba convertir a mi fe. En medio de esta perplejidad descubrí los combates de mi alma al señor abate G., a quien hace mucho tiempo que la Providencia ha constituido ángel de guarda y consolador de la familia Laferronays. «Id, me respondió, id, continuad vuestra obra, pues es cosa muy conforme a las intenciones del señor de Laferronays, que ha hecho ardientes oraciones por la conversión de ese joven.”

Héteme aquí corriendo de nuevo en busca de Ratisbonne, como sitiándole, mostrándole las antigüedades religiosas con el fin de fijar su pensamiento en las verdades católicas. Pero era en vano tanto platicar. Quise que por segunda vez visitase conmigo la iglesia de Aracoeli, en la cual, si experimentó por segunda vez alguna sensación, debió ser muy fugitiva, porque me escuchaba con frialdad, respondiendo burlescamente a todas mis reflexiones. Decía entre otras cosas: Pensaré en todo eso cuando esté en Malta; allí tendré tiempo, pues me detendré un par de meses, y podré distraerme con semejantes ideas en algún rato de mal humor.

Miércoles 19 de Enero de 1842

Dirigí nuestro paseo hacia el Capitolio y el Foro. No lejos de allí se levanta sobre el monte Celio una iglesia de San Esteban, cuyas paredes están llenas de pinturas al fresco, en las que se ven representados con admirable verdad los diferentes y espantosos suplicios que consumaban el sacrificio de los mártires. Horrorizó a Ratisbonne la vista de semejantes tormentos, y le hizo exclamar como para prevenir mis reflexiones: ¡Este espectáculo es espantoso; pero no han sido vuestros co-religionarios menos crueles con los pobres judíos de la edad media que los perseguidores de los primeros siglos con los cristianos!

Le mostré en San Juan de Letrán los bajos relieves que se ven encima de las estatuas de los doce apóstoles, representando por una parte las figuras del antiguo Testamento, y por otra su cumplimiento por el Mesías. Estas semejanzas le parecían ingeniosas.

Nos encaminamos hacia la quinta Wolkonski. Se maravillaba Ratisbonne de mi tranquilidad: no podía conciliarla con el ardiente deseo que manifestaba por su conversión, siendo él, como decía, más judío que nunca. Le respondí, que lleno de confianza en las promesas de Dios, yo estaba convencido de que, supuesto que él procedía de buena fe, algún día sería católico, aunque fuera preciso que el Señor le enviara un ángel para iluminarle.

Pasábamos en aquel momento por delante de la Scala Santa (4), y señalando a mi compañero y quitándome el sombrero, dije en voz alta: ¡Salve, santa Escalera, he aquí un hombre que algún día os subirá de rodillas! Ratisbonne se echó á reír.

Nos separamos sin que yo hubiese concebido la mas mínima esperanza de haber hasta entonces abierto brecha en su empedernido corazón. Pero confiaba en aquel que ha dicho: "llamad y se os abrirá". Me fui a orar al lado de mi querido difunto: arrodillado cerca de su féretro, le conjuraba me ayudase á convertir a mi joven amigo, si, como yo lo esperaba, se hallaba él mismo en la mansión de los bienaventurados. 


Jueves 20 de Enero de 1842


Ratisbonne no ha dado un solo paso en el camino de la verdad; ni en su corazón, ni en su lenguaje, siempre chocarrero, se nota el más leve cambio, ni le ocupan mas que pensamientos terrenales. Entra como a las once del día en el café de la plaza de España a leer los periódicos: encuentra allí á mi cuñado Edmundo Humann, y habla con él de las noticias del día con una libertad y un abandono, que excluyen la idea de que por entonces estuviese su mente ocupada en ningún grave pensamiento (5).

Es la una. Yo tengo que practicar una diligencia en la iglesia de San Andrés delle Fratte para la fúnebre ceremonia del día siguiente. Pero he aquí que Ratisbonne baja la calle Condotti: vendrá conmigo, me esperará algunos minutos, y seguiremos nuestro paseo. En efecto entramos en la iglesia, y advirtiendo Ratisbonne los preparativos del funeral, me pregunta para quién son. Para un amigo que acabo de perder: el Sr. de Laferronays, a quien amaba en extremo. Se pone entonces a pasear por la nave, y su mirar distraído e indiferente parece que está diciendo: Bien fea es esta iglesia. Le dejo a la parte de la Epístola , a la derecha del sitio dispuesto para colocar el féretro, y entro al interior del convento. Con dos palabras que diga a uno de los religiosos para que se prepare una tribuna para la familia del difunto, he despachado, todo ello es cosa de diez o doce minutos.

Al volver a la iglesia, por de pronto no encuentran mis ojos a Ratisbonne, pero bien luego le descubren arrodillado delante de la capilla de San Miguel. Me acerco a él, le llamo con fuerza tres o cuatro veces sin que él me vea ni atienda. Vuelve finalmente hacia mí los ojos arrasados en lágrimas, junta las manos, y me dice con una vehemencia y afecto que sería imposible pintar: ¡Oh cómo ha orado por mí este señor!

Yo mismo estaba estupefacto de asombro; sentía lo que se siente en vista de un milagro. Le pongo en pie, le guío, le saco de la iglesia casi a empujones, le pregunto qué es lo que le pasa, a dónde quiere ir. Llevadme donde queráis, exclama; ¡ ah! yo obedezco después de lo que he visto. Le ruego que se explique; no puede hacerlo; se lo impide su conmoción extraordinaria. Saca del pecho la medalla milagrosa, la besa una y mil veces, y la empapa en sus lágrimas. Le llevo a su casa, y por mas que le insto, no alcanzo de él mas respuesta que exclamaciones interrumpidas con sus continuos sollozos. ¡ Ah! ¡Cuán feliz soy! ¡Cuán bueno es Dios! ¡Qué plenitud de gracia y de felicidad! ¡Cuán dignos de lástima los que no saben!... Y se deshace en lágrimas pensando en los herejes y en los incrédulos. Me pregunta luego si no está loco ¡Pero no, vuelve a exclamar, '¡yo estoy en mi cabal juicio! ¡Dios mío, Dios mío, yo no estoy loco! ¡Todo el mundo sabe que no estoy loco!'

Calmada ya algún tanto esta emoción de delirio, Ratisbonne, con una cara radiante, estoy por decir, casi transfigurado, me echa al cuello los brazos y me estrecha a su pecho, y me pide que le lleve a un confesor, y me pregunta cuándo podrá recibir el bautismo, sin el cual no le es posible vivir; y suspira por asemejarse a aquellos mártires cuyos tormentos ha visto pintados en la iglesia de San Esteban. Insiste en que le es necesaria la autorización de un sacerdote para poder explicarse. Porque lo que tengo que decir yo no debo, yo no puedo decirlo sino de rodillas.

Le llevo pues al Jesús (6), y le presento al padre Villefort, quien le obliga a explicarse. Ratisbonne al momento, sacando su medalla y estrechándola al pecho, nos la muestra y exclama: ¡ LA HE VISTO!…. ¡LA HE VISTO!…. Y su emoción le domina todavía. Pero serenándose luego y respirando con alguna mas libertad, ya puede hablar: he ahí sus mismas palabras:

Hacia un instante que estaba yo en la iglesia cuando me sobrecogió repentinamente una turbación inexplicable. Levanté los ojos: todo el edificio había desaparecido de mi vista; una sola capilla había recogido por decirlo así, toda la luz y en medio de este resplandor apareció la Virgen María de pie sobre el altar, grande, brillante y llena de majestad y dulzura, tal cual está en mi medalla; una fuerza irresistible me impelió hacia ella. La Virgen me hizo seña con la mano para que me arrodillase; parece que me dijo: Está bien: Ella no me ha hablado, pero yo todo lo he comprendido.

Esta corta relación nos la hacía Ratisbonne parándose muchas veces, como para respirar y hacerse superior a la emoción que le dominaba. Le escuchábamos nosotros con religioso espanto mezclado de alegría y gratitud, admirando la profundidad de los caminos de Dios y los inefables tesoros de su misericordia infinita. Pero sobre todo una palabra nos había maravillado por su misteriosa profundidad. Ella no me ha hablado, pero todo lo he comprendido. En efecto, basta oír a Ratisbonne: la fe católica se exhala de su corazón a manera de un perfume precioso del vaso que le encierra sin poder contenerle. Habla de la real presencia del Verbo encarnado en la Eucaristía como quien la cree con toda su alma, mal dicho, como quien la siente.

Dejando al padre Villefort, fuimos a dar gracias á Dios, primero a Santa María la mayor, basílica que estima mucho la Virgen, y después a San Pedro. Imposible es pintar los transportes de Ratisbonne en estas dos iglesias. «¡Ah! me decía apretándome la mano; ahora comprendo el amor de los católicos para con sus iglesias, y la piedad que los obliga a adornarlas y embellecerlas!…. ¡Aquí sí que se goza! Desearía no salir nunca de aquí. Esto no es ya la tierra; esto casi es el cielo. Al pie del altar del Santísimo Sacramento, le tenía tan fuera de sí la real presencia de la Divinidad, que sin remedio se hubiera desmayado si no se apartara tan pronto. Tal era el horror que le causaba estar en la presencia del Dios vivo con la mancha original, que se fue a refugiar á la capilla de la Santísima Virgen diciéndome: “Aquí no puedo yo tener miedo: me siento protegido por una misericordia inmensa.”

Estuvo orando fervientemente junto al sepulcro de los santos apóstoles. Lloró muchísimo mientras yo le contaba la historia de San Pablo.

Le admiraba el lazo poderoso y póstumo, según su misma expresión, que le unía al Sr. de Laferronays; quería pasar la noche junto a su féretro, diciendo que era un deber que le imponía su gratitud; pero el Padre Villefort combatió prudentemente este piadoso deseo, aconsejándole al mismo tiempo no pasara sino hasta las diez de la noche sin recogerse a dormir (7).

Ratisbonne nos confesó entonces que no había podido dormir la noche anterior, y que tuvo constantemente delante de sí una gran cruz de una forma particular y sin Cristo. «Yo hacía, dijo, increíbles esfuerzos por apartar de mí esta imagen sin poderlo lograr.” Viendo por casualidad algunas horas después el reverso de la medalla milagrosa, ha reconocido su cruz.

Entretanto estaba yo impacientísimo por ir a ver a la familia de Laferronays. Me corría prisa llevarle un consuelo muy dulce en el mismo momento en que a aquella tierna esposa y a aquellas hijas desconsoladas iba a arrebatárseles el venerado resto del que era causa de sus acerbas lágrimas y dolorosos suspiros. Entro en la habitación mortuoria en un estado de agitación y aun hasta de alegría, que al momento fija en mí la atención de todos, no habiendo quien no imagine que traigo alguna cosa importantísima. Todos me siguen a la habitación inmediata y cuento apresuradamente lo que acaba de pasar.

Noticias del cielo eran las que yo llevaba. El llanto del dolor se cambia por un momento en llanto de gratitud. Ya aquellos angustiados corazones pueden sobrellevar con toda la resignación de verdaderos cristianos el sacrificio mas cruel, el último de los que impone la muerte, el último adiós a los despojos mortales de aquel objeto de su entrañable amor

Mas yo debía volver en busca del hijo que el cielo acababa de darme; me había rogado que no le dejara solo; tenía necesidad de un amigo para desahogarse y confiar al corazón del amigo todo lo que el suyo había sentido aquel día.

Le pedía que me hablase mas circunstancialmente de su milagrosa visión. Él mismo no podía explicar cómo pasó desde el lado derecho de la iglesia a la capilla que está al lado izquierdo, y de la cual se hallaba separado por el catafalco y demás preparativos del funeral. Se había visto repentinamente arrodillado y prosternado cerca de aquella capilla. En el primer instante pudo ver a la Reina del cielo con todo el esplendor de su belleza sin mancha; pero sus miradas no pudieron resistir el brillo de aquella luz divina. Tres veces procuró contemplar de nuevo a la Madre de las misericordias, y tres veces habían sido inútiles todos sus esfuerzos, no pudiendo levantar los ojos sino hasta aquellas manos benditas, de donde salía entre torrentes de luz un torrente de gracias.

¡O Dios mío! exclamaba. ¡Yo que media hora antes aún blasfemaba! ¡Yo que tenía un odio tan violento a la religión católica! Pero todos los que me conocen saben bien que, humanamente hablando, me asistían las razones mas fuertes para permanecer judío. Mi familia es judía, mi futura es judía, mi tío es judío. Haciéndome católico rompo con todos los intereses y con todas las esperanzas de la tierra, y sin embargo ¡yo no estoy loco! ¡Yo no estoy loco! ¡Es bien sabido que jamás lo he estado! Por consiguiente se me debe creer.

Viernes 21 de Enero de 1842

La noticia de este asombroso prodigio principió a circular por Roma. Mil y mil gentes corrían a preguntarse unas a otras lo que había sucedido: en todas partes se hablaba de lo mismo; cada cual refería los pormenores que habían llegado a sus oídos. Era en vano el estar muy sobre sí para no creer nada con ligereza; muy luego se hacía imposible dudar en vista de unos hechos tan evidentes, tan irrefragables. Muchos, muchísimos daban gracias a Dios de hallarse en Roma en el momento en que plugo a su bondad infinita despertar nuestra confianza en la Santísima Virgen, manifestando de un modo tan admirable el poderío de su intercesión. No había quien no quisiese ver y hablar a aquel joven mil y mil veces dichoso, por quien había bajado del cielo la Madre de la divina gracia.

Estábamos en la habitación del padre Villefort cuando el general Chlapowski entró diciendo: Señor, ¿con que habéis visto la imagen de la Santísima Virgen? Decidme cómo ¡La imagen, Señor! Le interrumpió Ratisbonne, ¡la imagen! ¡Ah! Yo la he visto a  Ella misma, en realidad, en persona, del mismo modo que os estoy viendo ahí.

No puedo menos de observar aquí que si hubiera sido posible alguna ilusión con las circunstancias de carácter, de educación, de antipatía, de interés de corazón y de fortuna que llevo referidas, no hubiera podido ser obra de ninguna representación exterior, porque no hay en la capilla donde se hizo el milagro ni estatua, ni pintura, ni efigie alguna que represente a la Santísima Virgen (8).

Quise llevar a Ratisbonne al seno de la familia Laferronays. El suceso mas importante de su vida tenía tanta relación con la desgracia de la angustiada familia, que para él era un deber el templar la amargura de sus lágrimas, revelándole él mismo cuán misterioso vínculo de eterna gratitud le unía con el alma de aquel justo; pero estaba demasiado conmovido para poder hablar con algún orden; estrechaba con una agitación indecible aquellas manos que se le tendían como a un hermano, como a un hijo querido.

¡Ah! creedme, creed mis palabras, repetía cuando se le estrechaba con preguntas; ¡a las oraciones del Sr. Laférronays es a quienes yo debo mi conversión!

En mi casa fue donde el recién convertido pasó los pocos días, que precedieron al retiro con que había de prepararse para el bautismo. Me leía algunos trozos de las cartas que escribía a su futura, a su tío, a todos los de su familia, con el fin de descubrirme hasta lo mas recóndito de su alma. En nuestras cordialísimas conversaciones no se le caían de la boca las pruebas evidentes que a los mas incrédulos debían convencer de su propia sinceridad, y de la milagrosa intervención del cielo en su conversión. «Los motivos mas graves, decía, los intereses que ejercen mayor imperio en el corazón del hombre, me tenían encadenado a mi religión. Se debe pues creer a un hombre que todo lo sacrifica a una convicción, que no puede venir sino del cielo.

Si lo que he afirmado no es absolutamente cierto, cometo una culpa muy execrable a la par que insensata.

Entrando en mi nueva religión con una mentira sacrílega, no solo arriesgo mi suerte en esta vida, sino que también pierdo mi alma y tomo sobre mí la formidable responsabilidad de todas las que siguieren mi ejemplo ¿Adónde pues está mi interés?… ¡Ay de mi! Cuando mi hermano se convirtió al catolicismo y se hizo sacerdote, entre todos los de la familia yo fui el que le perseguí con más encarnizamiento. Estábamos enemistados; yo al menos le detestaba, aunque él me había perdonado. Cuando pensé en casarme me pareció que debía reconciliarme con mi hermano escribiéndole algunos pocos renglones bastante fríos, y él me contestó con una carta que no respiraba mas que caridad y ternura.

Hace diez y ocho meses que murió uno de mis sobrinitos: mi hermano el abate quiso bautizarle, y yo me puse furioso cuando lo supe.

Espero que Dios me pruebe atribulándome con rigor, para que yo le glorifique y manifieste al mundo que procedo de buena fe.

Sí; procede de buena fe el hombre que a la edad de veintiocho años sacrifica todas las delicias y encantos de su corazón, todas las esperanzas de su vida, por obedecer á su conciencia. Pues ha pesado todas las consecuencias de su resolución; pues ya no ignora que el cristianismo es el culto de la cruz; se le ha dicho y repetido todas las pruebas que le esperan, todos los deberes que impone la nueva religión, en la cual ya no ve la hora de entrar.

En el momento en que pidió el bautismo se le llevó al venerable Padre que dirige una sociedad muy querida de todos los amigos de Dios, quien después de haberle escuchado con amorosa bondad, pero al mismo tiempo con suma gravedad, le hizo considerar atentamente los sacrificios que tendría que hacer, las graves obligaciones que tendría que cumplir, los combates particulares que le esperaban, las tentaciones, las pruebas de todo género a que iba a exponerle semejante resolución; y mostrándole un Crucifijo que estaba sobre su mesa, le dijo:

Esta cruz que aquella noche habéis visto, no solamente deberéis adorarla, sino también llevarla desde el momento que recibáis el agua del bautismo.

Abriendo luego el libro de las Santas Escrituras, buscó el segundo capítulo del Eclesiástico, y leyó al Sr. Ratisbonne estas palabras:

Hijo: en consagrándote al servicio de Dios, persevera en la justicia y en el temor, y prepara tu alma para la tentación. Humilla tu corazón, espera con paciencia; inclina tu oído, y recibe las palabras de la sabiduría, y no te agites en el tiempo de la oscuridad. Aguarda con paciencia lo que esperas de Dios; estréchate a Él y aguarda, á fin de que tu vida sea dichosa en el término. Acepta de buen grado todo lo que te sobreviniere: y espera en medio del dolor, y ten paciencia en medio de la humillación; porque en el fuego se prueba el oro y la plata, y los siervos de Dios en la fragua de la tribulación. Confía en Dios y te salvará; dirige tu camino y espera en él. Conserva su temor y envejécete en él.”

Hizo una profunda impresión en Ratisbonne la lectura de estas divinas palabras. Lejos de desalentarle, le hicieron más firme en su propósito, inspirándole los sentimientos mas dignos del verdadero cristiano. Él sin embargo las oyó en silencio; pero concluido el retiro que precedió á su bautismo, fue al anochecer la víspera de aquella gran solemnidad a ver al respetable sacerdote que ocho días antes le había leído aquellas palabras, y le pidió una copia de ellas, diciéndole que quería conservarlas y meditarlas todos los días de su vida.

Tales son los hechos que ofrezco a la meditación de todos los hombres reflexivos. Los he expuesto sin ningún artificio, con toda su sencillez, con toda su verdad, para edificación de los que creen, para enseñanza de los que todavía buscan la tranquilidad de su conciencia. ¡Me tendré por muy dichoso sí después de haber andado yo mismo errante por largo tiempo en las tinieblas y contradicciones de las sectas protestantes, llego a conseguir con tan sencilla relación que algún hermano extraviado exclame finalmente como el ciego del Evangelio: Señor, haced que yo vea; pues el que pide bien pronto abre los ojos al sol de la verdad católica!

***

Notas del traductor

1º Más adelante nos dirá el Sr. Ratisbonne qué debemos entender por esta palabra regeneración.

2º En la oración de las Cuarenta Horas no se reserva al anochecer como en España a su Divina Majestad, que permanece manifiesto para recibir desde las nueve o diez de la noche las fervorosas oraciones de los cofrades de la vela del Santísimo Sacramento, que de cuatro en cuatro y por espacio de cuatro horas están adorando a Jesús Sacramentado con devotísimos ejercicios, dirigidos por alguno de los muchos sacerdotes del seno de la misma congregación.

3º A la Unión católica, periódico religioso de París, daba su corresponsal de Roma, entre otros muchos, los siguientes pormenores acerca de la edificante y casi repentina muerte del conde de Laferronays.

“El mismo día que el Señor le iba á llamar á sí estuvo el conde en San Juan de Letran larguísimo rato en oración delante del Santísimo Sacramento, según lo tenía de costumbre, y al anochecer se halló también en la reserva del Santísimo en la capilla de la Adoración perpetua. A las nueve de la noche quejábase bastante del dolor que habitualmente padecía en el pecho; se le hicieron dos sangrías, pero agravándose lejos de aliviarse con ellas, se llamó inmediatamente a su confesor el abate Gerbet, quien acercándose a su lecho le bendijo y le hizo diversas preguntas, a las cuales contestaba el enfermo con extraordinaria ternura y admirable fervor: ¡Ah sí, Ah sí! ¡Me arrepiento de todas mis culpas! Sí, amo a mi Dios de todo corazón, de todo corazón! Y tomando el Crucifijo le estrecha amorosamente a sus labios, y no cesa de repetir esta sencilla y patética invocación: Dios mío, tened piedad de mí! ¡Virgen santísima rogad por mí, venid a auxiliarme!

Había tenido la dicha de comulgar el día antes, y viéndole tan de peligro su confesor le absolvió sin pérdida de tiempo; absolución que recibió con intenso dolor, como bien lo mostraban sus muchas lágrimas.

Pero bien luego brilla en sus ojos la calma y paz divina, la celestial alegría que inundaba su alma. ¡Cuan dichoso soy ahora! exclama varias veces con voz apagada y con sonrisa como de predestinado, ¡cuan dichoso soy! Adiós, dice a su amada esposa estrechándole la mano, adiós, hijos míos queridos…. y a los pocos minutos aquella alma tan hermosa, tan pura, tan noble y tan angelical se exhala al seno de su Dios.

Aquel mismo día al volver a su casa había dicho á su esposa: He estado en Santa María la Mayor, me he arrodillado delante de Nuestra Señora, y después de haberla invocado he dicho a su divino Hijo: Señor, aquí me tenéis, estoy pronto a cuanto queráis de mí. Si ya queréis llamarme a vos, venid, Señor y recibid mi alma; pero si aún me dejáis por más tiempo en este valle de lágrimas, no emplearé mi vida sino en vuestra gloria.»

4º Scala santa, o Escalera santa. Llámase así, por ser tradición que se compone de las mismas gradas que formaban la del pretorio de Jerusalém, y por las cuales subió nuestro adorable Salvador después de su flagelación, derramando las preciosísimas gotas de su sangre divina. Estas gradas son de mármol blanco y en número de veinte y ocho, y solo se suben de rodillas con profunda veneración. Clemente Xll las hizo cubrir con madera a fin de que no sufriesen el menor detrimento. El santuario a que conducen, y al cual también se sube por otras cuatro escaleras, está dedicado por Sixto V al Santísimo Salvador, cuya imagen, obra de pincel griego, y salvada de la persecución de Leon Isauro, se venera en aquel lugar con una devoción tierna y respetuosa.

5º Dejemos hablar al Sr. Edmundo Humann. “El jueves 20 a eso de las doce y media hallé casualmente en el café a Ratisbonne, y en verdad que no me pareció que estaba de humor de hacerse católico, ni con ningún pensar religioso. Ha mucho tiempo que le conozco. Es de un carácter frío, nada entusiasta, y es de todo punto imposible que quien le haya tratado algún poco atribuya su conversión a consideraciones humanas. (El Conde Teobaldo Walsh.)

6º Casa profesa de la Compañía de Jesús, contigua á la magnífica iglesia de este mismo nombre.

7º El conde de Walsh dice que Ratisbonne estuvo orando al lado del cadáver de Laferronays desde el anochecer hasta las diez de la noche en San Andrés delle Fratte, solo y cerradas las puertas de la iglesia.

8º En Roma ha adquirido mucha celebridad e interés la capilla en que Ratisbonne tuvo la milagrosa visión … San Andrés delle Fratte se ha vuelto en nuevo lugar de peregrinación, y se va allí a admirar un hermoso cuadro regalado por el mismo convertido, que representa la Inmaculada Concepción, y aquella mano bienhechora que le mostró el camino de la verdad. A derecha e izquierda del altar se han colocado dos piedras de mármol, en las cuales se lee la siguiente inscripción en francés é italiano: El 20 de enero de 1842, Alfonso Ratisbonne, natural de Strasburgo, entró aquí judío obstinado; apareciósele la Santísima Virgen tal como aquí la ves, y arrodillándose judío se levantó cristiano. Extranjero, lleva a tu patria el precioso recuerdo de la misericordia de Dios y del poder de María. (El Católico núm. 1162 del sábado 6 de mayo de 1843.)

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Historia de la milagrosa conversión del judío Mr. de Ratisbonne. Editor Impr. de E. Aguado, 1845

Fuente:
http://salutarishostia.wordpress.com/2010/01/19/la-conversion-de-ratisbonne/