domingo, 4 de abril de 2021

La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo

 LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

DE ENTRE LOS MUERTOS


 

1. QUÉ SUCEDE EN LA RESURRECCIÓN
DE JESÚS

«Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo. Además, como testigos de Dios, resultamos unos embusteros, porque en nuestro testimonio le atribuimos falsamente haber resucitado a Cristo» (1 Co 15,14s). San Pablo resalta con estas palabras de manera tajante la importancia que tiene la fe en la resurrección de Jesucristo para el mensaje cristiano en su conjunto: es su fundamento. La fe cristiana se mantiene o cae con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado de entre los muertos.

Si se prescinde de esto, aún se pueden tomar sin duda de la tradición cristiana ciertas ideas interesantes sobre Dios y el hombre, sobre su ser hombre y su deber ser —una especie de concepción religiosa del mundo—, pero la fe cristiana queda muerta. En este caso, Jesús es una personalidad religiosa fallida; una personalidad que, a pesar de su fracaso, sigue siendo grande y puede dar lugar a nuestra reflexión, pero permanece en una dimensión puramente humana, y su autoridad sólo es válida en la medida en que su mensaje nos convence. Ya no es el criterio de medida; el criterio es entonces únicamente nuestra valoración personal que elige de su patrimonio particular aquello que le parece útil. Y eso significa que estamos abandonados a nosotros mismos. La última instancia es nuestra valoración personal.

Sólo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia el mundo y la situación del hombre. Entonces Él, Jesús, se convierte en el criterio del que podemos fiarnos. Pues, ahora, Dios se ha manifestado verdaderamente.

Por esta razón, en nuestra investigación sobre la figura de Jesús la resurrección es el punto decisivo. Que Jesús sólo haya existido o que, en cambio, exista también ahora depende de la resurrección. En el «sí» o el «no» a esta cuestión no está en juego un acontecimiento más entre otros, sino la figura de Jesús como tal.

Por tanto, es necesario escuchar con una atención particular el testimonio de la resurrección que nos ofrece el Nuevo Testamento. Pero, para ello, antes de nada debemos ciertamente dejar constancia de que este testimonio, considerado desde el punto de vista histórico, se nos presenta de una manera particularmente compleja, suscitando muchos interrogantes.

¿Qué pasó allí? Para los testigos que habían encontrado al Resucitado esto no era ciertamente nada fácil de expresar. Se encontraron ante un fenómeno totalmente nuevo para ellos, pues superaba el horizonte de su propia experiencia. Por más que la realidad de lo acontecido se les presentara de manera tan abrumadora que los llevara a dar testimonio de ella, ésta seguía siendo del todo inusual. San Marcos nos dice que los discípulos, cuando bajaban del monte de la Transfiguración, reflexionaban preocupados sobre aquellas palabras de Jesús, según las cuales el Hijo del hombre resucitaría «de entre los muertos». Y se preguntaban entre ellos lo que querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos» (9,9s). Y, de hecho, ¿en qué consiste eso? Los discípulos no lo sabían y debían aprenderlo sólo por el encuentro con la realidad.

Quien se acerca a los relatos de la resurrección con la idea de saber lo que es resucitar de entre los muertos, sin duda interpretará mal estas narraciones, terminando luego por descartarlas como insensatas. Rudolf Bultmann ha objetado a la fe en la resurrección que, aunque Jesús hubiera salido de la tumba, se debería decir no obstante que «un acontecimiento milagroso de esta naturaleza, como es la reanimación de un muerto» no nos ayudaría para nada y, desde el punto de vista existencial, sería irrelevante (cf. Neues Testament und Mythologie, p. 19).

Efectivamente, si la resurrección de Jesús no hubiera sido más que el milagro de un muerto redivivo, no tendría para nosotros en última instancia interés alguno. No tendría más importancia que la reanimación, por la pericia de los médicos, de alguien clínicamente muerto. Para el mundo en su conjunto, y para nuestra existencia, nada hubiera cambiado. El milagro de un cadáver reanimado significaría que la resurrección de Jesús fue igual que la resurrección del joven de Naín (cf. Lc 7,1117), de la hija de Jairo (cf. Mc 5,22-24.35-43 par.) o de Lázaro (cf. Jn 11,1-44). De hecho, éstos volvieron a la vida anterior durante cierto tiempo para, llegado el momento, antes o después, morir definitivamente.

Los testimonios del Nuevo Testamento no dejan duda alguna de que en la «resurrección del Hijo del hombre» ha ocurrido algo completamente diferente. La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso; una vida que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre. Por eso, la resurrección de Jesús no es un acontecimiento aislado que podríamos pasar por alto y que pertenecería únicamente al pasado, sino que es una especie de «mutación decisiva» (por usar analógicamente esta palabra, aunque sea equívoca), un salto cualitativo. En la resurrección de Jesús se ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad.

Por eso Pablo, con razón, ha vinculado inseparablemente la resurrección de los cristianos con la resurrección de Jesús: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó... ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos» (1 Co 15,16.20). La resurrección de Cristo es un acontecimiento universal o no es nada, viene a decir Pablo. Y sólo si la entendemos como un acontecimiento universal, como inauguración de una nueva dimensión de la existencia humana, estamos en el camino justo para interpretar el testimonio de la resurrección en el Nuevo Testamento.

Desde aquí puede entenderse la peculiaridad del testimonio neotestamentario. Jesús no ha vuelto a una vida humana normal de este mundo, como Lázaro y los otros muertos que Jesús resucitó. Él ha entrado en una vida distinta, nueva; en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos.

Esto era algo totalmente inesperado también para los discípulos, ante lo cual necesitaron un cierto tiempo para orientarse. Es cierto que la fe judía conocía la resurrección de los muertos al final de los tiempos. La vida nueva estaba unida al comienzo de un mundo nuevo y, en esta perspectiva, resultaba también comprensible: si hay un mundo nuevo, entonces existe en él un modo de vida nuevo. Pero la resurrección a una condición definitiva y diferente, en pleno mundo viejo, que todavía sigue existiendo, era algo no previsto y, por tanto, tampoco inteligible al inicio. Por eso, la promesa de la resurrección resultaba incomprensible para los discípulos en un primer momento.

El proceso por el que se llega a ser creyente se desarrolla de manera análoga a lo ocurrido con la cruz. Nadie había pensado en un Mesías crucificado. Ahora el «hecho» estaba allí, y este hecho requería leer la Escritura de un modo nuevo. Hemos visto en el capítulo anterior cómo, partiendo de lo inesperado, la Escritura se ha desvelado de un modo nuevo y, así, también el hecho ha adquirido su propio sentido. Obviamente, la nueva lectura de las Escrituras sólo podía comenzar después de la resurrección, porque únicamente por ella Jesús quedó acreditado como enviado de Dios. Ahora había que identificar ambos eventos —cruz y resurrección— en la Escritura, entenderlos de un modo nuevo y llegar así a la fe en Jesús como el Hijo de Dios.

Pero esto significa que, para los discípulos, la resurrección era tan real como la cruz. Presupone que se rindieron simplemente ante la realidad; que, después de tanto titubeo y asombro inicial, ya no podían oponerse a la realidad: es realmente Él; vive y nos ha hablado, ha permitido que le toquemos, aun cuando ya no pertenece al mundo de lo que normalmente es tangible.

La paradoja era indescriptible: por un lado, Él era completamente diferente, no un cadáver reanimado, sino alguien que vivía desde Dios de un modo nuevo y para siempre; y, al mismo tiempo, precisamente El, aun sin pertenecer ya a nuestro mundo, estaba presente de manera real, en su plena identidad. Se trataba de algo absolutamente sin igual, único, que iba más allá de los horizontes usuales de la experiencia y que, sin embargo, seguía siendo del todo incontestable para los discípulos. Así se explica la peculiaridad de los testimonios de la resurrección: hablan de algo paradójico, algo que supera toda experiencia y que, sin embargo, está presente de manera absolutamente real.

Pero ¿puede haber sido realmente así? ¿Podemos —especialmente en cuanto personas modernas—dar crédito a testimonios como éstos? El pensamiento «ilustrado» dice que no. Para Gerd Lüdemann, por ejemplo, es evidente que después del «cambio de la imagen científica del mundo... las ideas tradicionales sobre la resurrección de Jesús» han de «considerarse obsoletas» (citado según Wilckens, I, 2, p. 119s). Ahora bien, ¿qué significa propiamente «la imagen científica del mundo»? ¿Hasta dónde alcanza su normatividad? Hartmut Gese, en su importante contribución Die Frage des Weltbildes, al que quisiera remitirme aquí, describe con precisión los límites de dicha normatividad.

Naturalmente no puede haber contradicción alguna con lo que constituye un claro dato científico. Ciertamente, en los testimonios sobre la resurrección se habla de algo que no figura en el mundo de nuestra experiencia. Se habla de algo nuevo, de algo único hasta ese momento; se habla de una dimensión nueva de la realidad que se manifiesta entonces. No se niega la realidad existente. Se nos dice más bien que hay otra dimensión más de las que conocemos hasta ahora. Esto, ¿está quizás en contraste con la ciencia? ¿Puede darse sólo aquello que siempre ha existido? ¿No puede darse algo inesperado, inimaginable, algo nuevo? Si Dios existe, ¿no puede acaso crear también una nueva dimensión de la realidad humana, de la realidad en general? La creación, en el fondo, ¿no está en espera de esta última y suprema «mutación», de este salto cualitativo definitivo? ¿Acaso no espera la unificación de lo finito con lo infinito, la unificación entre el hombre y Dios, la superación de la muerte?

En la historia de todo lo que tiene vida, los comienzos de las novedades son pequeños, casi invisibles; pueden pasar inadvertidos. El Señor mismo dijo que el «Reino de los cielos» en este mundo es como un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas (cf. Mt 13,31s par.). Pero lleva en sí la potencialidad infinita de Dios. Desde el punto de vista de la historia del mundo, la resurrección de Jesús es poco llamativa, es la semilla más pequeña de la historia.

Esta inversión de las proporciones es uno de los misterios de Dios. A fin de cuentas, lo grande, lo poderoso, es lo pequeño. Y la semilla pequeña es lo verdaderamente grande. Así es como la resurrección ha entrado en el mundo: sólo a través de algunas apariciones misteriosas a unos elegidos. Y, sin embargo, fue el comienzo realmente nuevo; aquello que, en secreto, todo estaba esperando. Y para los pocos testigos —precisamente porque ellos mismos no lograban hacerse una idea— era un acontecimiento tan impresionante y real, y se manifestaba con tanta fuerza ante ellos, que desvanecía cualquier duda, llevándolos al fin, con un valor absolutamente nuevo, a presentarse ante el mundo para dar testimonio: Cristo ha resucitado verdaderamente.

 

2. LOS DOS TIPOS DIFERENTES
DE TESTIMONIOS
DE LA RESURRECCIÓN

Ocupémonos ahora de cada uno de los testimonios sobre la resurrección en el Nuevo Testamento. Al examinarlos, se verá ante todo que hay dos tipos diferentes de testimonios, que podemos calificar como tradición en forma de confesión y tradición en forma de narración.


2.1. 
LA TRADICIÓN EN FORMA DE CONFESIÓN

La tradición en forma de confesión sintetiza lo esencial en enunciados breves que quieren conservar el núcleo del acontecimiento. Son la expresión de la identidad cristiana, la «confesión» gracias a la cual nos reconocemos mutuamente y nos hacemos reconocer ante Dios y ante los hombres. Quisiera proponer tres ejemplos.

El relato de los discípulos de Emaús concluye refiriendo que los dos encuentran en Jerusalén a los once discípulos reunidos, que los saludan diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34). Según el contexto, esto es ante todo una especie de breve narración, pero ya destinada a convertirse en una aclamación y una confesión que afirma lo esencial: el acontecimiento y el testigo que es su garante.

En el capítulo 10 de la Carta a los Romanos encontramos una combinación de dos fórmulas: «Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás» (v. 9). La confesión —análogamente al relato de la confesión de Pedro en Cesarea de Felipe (cf. Mt 16,13ss)— tiene aquí dos partes: se afirma que Jesús es «el Señor» y, con ello, teniendo en cuenta el sentido veterotestamentario de la palabra «Señor», se evoca su divinidad. A ello se asocia la confesión del acontecimiento histórico fundamental: Dios lo ha resucitado de entre los muertos. Se dice también qué significado tiene esta confesión para el cristiano: es causa de la salvación. Nos introduce en la verdad que es salvación. Tenemos aquí una primera formulación de las confesiones bautismales, en las que el señorío de Cristo se vincula cada vez con la historia de su vida, de su pasión y su resurrección. En el Bautismo el hombre se confía a la nueva existencia del resucitado. La confesión se convierte en vida.

La confesión más importante en absoluto de los testimonios sobre la resurrección se encuentra en el capítulo 15 de la Primera Carta a los Corintios. De manera similar a como lo hace en el relato de la Última Cena (cf. 1 Co 11,23-26), Pablo subraya aquí con gran vigor que no propone palabras suyas: «Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto» (15,3). Con ello Pablo se inserta conscientemente en la cadena del recibir y trasmitir. En esto, tratándose de algo esencial, de lo que todo lo demás depende, se requiere sobre todo fidelidad. Y Pablo, que recalca siempre con vigor su testimonio personal del Resucitado y su apostolado recibido del Señor, insiste aquí con gran vigor en la fidelidad literal de la transmisión de lo que ha recibido, en que se trata de la tradición común de la Iglesia ya desde los comienzos.

El «Evangelio» del que aquí habla Pablo es aquel «en el que estáis fundados y por el cual os salvaréis, si es que lo conserváis tal como os lo he proclamado» (15,1s). De este mensaje central no sólo interesa el contenido, sino también la formulación literal, a la que no se puede añadir ninguna modificación. De esta vinculación con la tradición que proviene de los comienzos se derivan tanto su obligatoriedad universal como la uniformidad de la fe: «Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (15,11). En su núcleo, la fe es una sola incluso en su misma formulación literal: ella une a todos los cristianos.

A este respecto, la investigación ha seguido preguntándose cuándo y de quién exactamente ha recibido Pablo dicha confesión, así como también la tradición sobre la Última Cena. En cualquier caso, todo esto forma parte de la primera catequesis que, una vez convertido, recibió tal vez ya en Damasco; pero una catequesis que en su núcleo provenía sin duda de Jerusalén, y que se remontaba por tanto a los años treinta. Es, pues, un verdadero testimonio de los orígenes.

En la versión de 1 Corintios, Pablo ha ampliado el texto transmitido en el sentido de que ha añadido la referencia a su encuentro personal con el Resucitado. Me parece importante el hecho de que Pablo, por la idea que tenía de sí mismo y por la fe de la Iglesia naciente, se sintiera legitimado a unir con el mismo carácter vinculante la confesión original y la aparición que tuvo del Resucitado, así como la misión de apóstol que ello comportaba. Él estaba claramente convencido de que esta revelación del Resucitado entraba también a formar parte de la confesión: que formaba parte de la fe de la Iglesia universal, como elemento esencial y destinado a todos.

Escuchemos ahora el texto en su conjunto, tal como se encuentra en Pablo:

«3 Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras;

4 que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras;

5 que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce.

6 Después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía...

7 Después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles;

por último, como a un aborto, se apareció también a mí» (1 Co 15,3-8).

Según la opinión de la mayor parte de los exegetas, la verdadera confesión original acaba con el versículo 5, es decir con la aparición a Cefas y a los Doce. Tomándolo de tradiciones sucesivas, Pablo ha añadido a Santiago, a los más de quinientos hermanos y a «todos» los apóstoles, usando obviamente un concepto de «apóstol» que va más allá del círculo de los Doce. Santiago es importante, porque con él la familia de Jesús, que antes había manifestado alguna reticencia (cf. Mc 3,20s.31-35; Jn 7,5), entra en el círculo de los creyentes, y también porque luego es él quien asumirá la guía de la Iglesia madre en la Ciudad Santa, tras la huida de Pedro de Jerusalén.

Fijémonos ahora en la confesión propiamente dicha, que requiere un examen más atento. Comienza con la frase: «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras». El hecho de la muerte es interpretado mediante dos afirmaciones: «por nuestros pecados» y «según las Escrituras».

Comencemos con la segunda afirmación, que es importante para aclarar cómo se comportaba la Iglesia naciente respecto a los hechos de la vida de Jesús. Lo que el Resucitado había enseñado a los discípulos de Emaús se convierte ahora en el método fundamental para comprender la figura de Jesús: todo lo sucedido respecto a Él es cumplimiento de la «Escritura». Sólo se lo puede comprender basándose en la «Escritura», en el Antiguo Testamento. Por lo que se refiere a la muerte de Jesús en la cruz, significa que esta muerte no es una casualidad. Entra en el contexto de la historia de Dios con su pueblo; de ella recibe su lógica y su significado. Es un acontecimiento en el que se cumplen las palabras de la Escritura, un acontecimiento que comporta un logos, una lógica; es un acontecimiento que proviene de la Palabra y retorna a la Palabra, la confirma y la cumple.

La otra afirmación indica cómo puede entenderse mejor este íntimo enlace entre Palabra y acontecimiento: ha sido un morir «por nuestros pecados». Puesto que esta muerte tiene que ver con la Palabra de Dios, tiene que ver con nosotros, es un morir «por». En el capítulo sobre la muerte de Jesús en la cruz hemos visto el enorme caudal de testimonios de la Escritura transmitidos que confluyen en el trasfondo, entre los cuales el más importante es el del cuarto canto sobre el siervo de Dios (Is 53). Al insertarse en este contexto de palabra y amor de Dios, Jesús es arrancado de ese tipo de muerte que proviene del pecado original del hombre, como consecuencia de querer ser como Dios; una presunción que debía terminar con el hundimiento en la propia miseria, marcada por el destino de la muerte.

La muerte de Jesús es de otro tipo: no proviene de la presunción del hombre, sino de la humildad de Dios. No es la consecuencia inevitable de una hybris, de un orgullo desmesurado y contrario a la verdad, sino obra de un amor en el que Dios mismo desciende hacia el hombre para elevarlo de nuevo hacia sí. La muerte de Jesús no forma parte de la sentencia a la salida del Paraíso, sino que se encuentra en los cantos del siervo de Dios. Por tanto, es una muerte en el contexto del servicio de expiación; una muerte que realiza la reconciliación y se convierte en una luz para los pueblos. Con esto, la doble interpretación que este Credo transmitido por Pablo incluye también la afirmación «murió» abre la cruz hacia la resurrección.


La cuestión del sepulcro vacío

En esta confesión de fe se afirma a continuación, escuetamente y sin comentarios: «Fue sepultado». Con eso se hace referencia a una muerte real, a la plena participación en la suerte humana de tener que morir. Jesús ha aceptado el camino de la muerte hasta el final, amargo y aparentemente sin esperanza, hasta el sepulcro. Obviamente el sepulcro de Jesús era conocido. Y, naturalmente, aquí se plantea de inmediato la pregunta: ¿Acaso permaneció en el sepulcro? O, después de su resurrección, ¿quedó vacío el sepulcro?

Esta pregunta ha dado lugar a muchas discusiones en la teología moderna. La conclusión más común es que el sepulcro vacío no puede ser una prueba de la resurrección. Eso, en el caso de que fuera un dato de hecho, podría explicarse también de otras maneras. Se llega así a la convicción de que la cuestión sobre el sepulcro vacío es irrelevante y que, por tanto, se puede dejar de lado este punto; además, esto implica frecuentemente la suposición de que probablemente el sepulcro no quedó vacío, evitando así al menos una controversia con la ciencia moderna acerca de la posibilidad de una resurrección corpórea. Sin embargo, en la base de todo eso hay un planteamiento distorsionado de la cuestión.

Naturalmente, el sepulcro vacío en cuanto tal no puede ser una prueba de la resurrección. Según Juan, María Magdalena lo encontró vacío y supuso que alguien se había llevado el cuerpo de Jesús (cf. 20,1-3). El sepulcro vacío no puede, de por sí, demostrar la resurrección; esto es cierto. Pero cabe también la pregunta inversa: ¿Es compatible la resurrección con la permanencia del cuerpo en el sepulcro? ¿Puede haber resucitado Jesús si yace en el sepulcro? ¿Qué tipo de resurrección sería ésta? Hoy se han desarrollado ideas de resurrección para las que la suerte del cadáver es irrelevante. En dicha hipótesis, sin embargo, también el sentido de resurrección queda tan vago que obliga a preguntarse con qué género de realidad se enfrenta un cristianismo así.

Sea como sea, Thomas Söding, Ulrich Wilckens y otros hacen notar con razón que en la Jerusalén de entonces el anuncio de la resurrección habría sido absolutamente imposible si se hubiera podido hacer referencia al cadáver que permanece en el sepulcro. Por eso, partiendo de un planteamiento correcto de la cuestión, hay que decir que, si bien el sepulcro vacío de por sí no puede probar la resurrección, sigue siendo un presupuesto necesario para la fe en la resurrección, puesto que ésta se refiere precisamente al cuerpo y, por él, a la persona en su totalidad.

En el Credo de san Pablo no se afirma explícitamente que el sepulcro estuviera vacío, pero se da claramente por supuesto. Los cuatro Evangelios hablan de ello ampliamente en sus relatos sobre la resurrección.

Para la comprensión teológica del sepulcro vacío me parece importante un pasaje del discurso de san Pedro en Pentecostés, en el cual anuncia abiertamente por primera vez la resurrección de Jesús a la muchedumbre reunida. No lo hace con palabras suyas, sino mediante una cita del Salmo 16,9-11, donde se dice: «Mi carne descansa en la esperanza, porque no abandonarás mi alma en el lugar de los muertos, ni permitirás que tu Santo sufra la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida...» (Hch 2,26ss). Pedro cita a este respecto el texto del Salmo según la versión de la Biblia griega, que se distingue del texto hebreo en que leemos: «No abandonarás mi vida en los infiernos, ni dejarás a tu fiel ver la fosa. Me enseñarás el camino de la vida» (Sal 16,10s). Según esta versión, el orante habla seguro de que Dios lo protegerá y lo salvará de la muerte, incluso en la situación de amenaza en que claramente se encuentra, es decir, en la certeza de que puede descansar seguro: no verá la fosa. La versión que cita Pedro es distinta: en ella se dice que el orante no permanecerá en los infiernos, no conocerá la corrupción.

Pedro presupone a David como el orante originario de este Salmo, y ahora puede constatar que en David no se ha cumplido esta esperanza: «David murió y lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy» (Hch 2,29). El sepulcro con el cadáver es la prueba de que no ha habido resurrección. Sin embargo, la palabra del Salmo es verdadera, en cuanto vale para el David definitivo; más aún, Jesús se demuestra aquí como el verdadero David, precisamente porque en Él se ha cumplido la palabra de la promesa: no «dejarás a tu fiel conocer la corrupción».

No es necesario discutir aquí sobre si este discurso es de Pedro o fue redactado por otro, y por quién, como tampoco sobre cuándo y dónde fue compuesto exactamente. En todo caso, se trata de un tipo antiguo de anuncio de la resurrección, cuya autoridad en la Iglesia de los inicios se demuestra por el hecho de que se le atribuyó a Pedro mismo y fue considerado el anuncio original de la resurrección.

Cuando en el Credo de Jerusalén, que se remonta a los orígenes y es transmitido por Pablo, se dice que Jesús ha resucitado según las Escrituras, se mira indudablemente al Salmo 16 como a un testimonio bíblico decisivo para la Iglesia naciente. Aquí se encontró claramente expresado que Cristo, el David definitivo, no habría conocido la corrupción, que Él debió ser realmente resucitado.

«No conocer la corrupción»: ésta es precisamente la definición de resurrección. Sólo la corrupción era considerada como la fase en la que la muerte era definitiva. Con la descomposición del cuerpo que se disgrega en sus elementos —un proceso que disuelve al hombre y lo devuelve al universo—, la muerte ha vencido. Ahora, aquel hombre ya no existe más como hombre; sólo puede permanecer tal vez como una sombra en los infiernos. En esta perspectiva, era fundamental para la Iglesia antigua que el cuerpo de Jesús no hubiera sufrido la corrupción. Sólo en ese caso estaba claro que no había quedado en la muerte, que en Él la vida había vencido efectivamente a la muerte.

Lo que la Iglesia antigua dedujo de la versión de los Setenta del Salmo 16,10 ha determinado también la visión compartida durante todo el periodo de los Padres. En dicha visión la resurrección implica esencialmente que el cuerpo de Jesús no sufra la corrupción. En este sentido, el sepulcro vacío como parte del anuncio de la resurrección es un hecho estrictamente conforme a la Escritura. Las especulaciones teológicas, según las cuales la corrupción y la resurrección de Jesús serían compatibles una con otra, pertenecen al pensamiento moderno y están en clara contradicción con la visión bíblica. Según eso se confirma también que un anuncio de la resurrección habría sido imposible si el cuerpo de Jesús hubiera permanecido en el sepulcro.


El tercer día

Volvamos a nuestro Credo. El artículo siguiente dice: «Resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1 Co 15,4). El «según las Escrituras» vale para la frase en su conjunto y sólo implícitamente para el tercer día. Lo esencial consiste en que la resurrección misma es conforme con la Escritura, que forma parte de la totalidad de la promesa, que en Jesús de palabra ha pasado a ser realidad. Así se puede pensar ciertamente como trasfondo en el Salmo 16,10, pero naturalmente también en textos fundamentales para la promesa, como Isaías 53. Para el tercer día no existe un testimonio bíblico directo.

La tesis según la cual «el tercer día» se habría deducido quizás de Oseas 6,1s es insostenible, como han demostrado por ejemplo Hans Conzelmann o también Martin Hengel y Anna Maria Schwemer. El texto dice: «Volvamos al Señor, él nos desgarró, él nos curará... En dos días nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de él». Este texto es una oración penitencial del Israel pecador. No se habla de una resurrección de la muerte en sentido propio. Ni en el Nuevo Testamento, ni tampoco a lo largo de todo el siglo II se cita este texto (cf. Hengel-Schwemer, Jesus und das Judentum, p. 631). Pudo convertirse en una referencia anticipada a la resurrección al tercer día sólo cuando el acontecimiento del domingo después de la crucifixión del Señor hubo dado a este día un sentido particular.

El tercer día no es una fecha «teológica», sino el día de un acontecimiento que para los discípulos ha supuesto un cambio decisivo tras la catástrofe de la cruz. Josef Blank lo ha formulado así: «La expresión "el tercer día" indica una fecha según la tradición cristiana, que es primordial en los Evangelios y se refiere al descubrimiento del sepulcro vacío» (Paulus und Jesus, p. 156).

Yo añadiría: se refiere al primer encuentro con el Señor resucitado. El primer día de la semana —el tercero después del viernes— está atestiguado desde los primeros tiempos en el Nuevo Testamento como el día de la asamblea y el culto de la comunidad cristiana (cf. 1 Co 16,2; Hch 20,7; Ap 1,10). En Ignacio de Antioquía (final del siglo I-inicios del siglo II), el domingo —como hemos visto— es atestiguado como una característica nueva, propia de los cristianos, en contraposición con la cultura sabática judía: «Ahora bien, si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a la novedad de la esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el domingo, día en que también amaneció nuestra vida por gracia del Señor y mérito de su muerte...» (Ad Magn. 9,1).

Si se considera la importancia que tiene el sábado en la tradición veterotestamentaria, basada en el relato de la creación y en el Decálogo, resulta evidente que sólo un acontecimiento con una fuerza sobrecogedora podía provocar la renuncia al sábado y su sustitución por el primer día de la semana. Sólo un acontecimiento que se hubiera grabado en las almas con una fuerza extraordinaria podría haber suscitado un cambio tan crucial en la cultura religiosa de la semana. Para esto no habrían bastado las meras especulaciones teológicas. Para mí, la celebración del Día del Señor, que distingue a la comunidad cristiana desde el principio, es una de las pruebas más fuertes de que ha sucedido una cosa extraordinaria en ese día: el descubrimiento del sepulcro vacío y el encuentro con el Señor resucitado.


Los 
testigos

Mientras el versículo 4 de nuestro Credo interpreta el hecho de la resurrección, con el versículo 5 comienza la lista de los testigos. «Se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce», se afirma lapidariamente. Si podemos considerar este versículo como el último de la antigua fórmula jerosolimitana, esta mención tiene una importancia teológica particular: en ella se indica el fundamento mismo de la fe de la Iglesia.

Por un lado, «los Doce» siguen siendo la piedra-fundamento de la Iglesia, a la cual siempre se remite. Por otro, se subraya el encargo especial de Pedro, que le fue confiado primero en Cesarea de Felipe y confirmado después en el Cenáculo (cf. Lc 22,32), un encargo que lo ha introducido, por decirlo así, en la estructura eucarística de la Iglesia. Ahora, después de la resurrección, el Señor se manifiesta a él antes que a los Doce, y con ello le renueva una vez más su misión única.

Si el ser de los cristianos significa esencialmente la fe en el Resucitado, el papel particular del testimonio de Pedro es una confirmación del cometido que se le ha confiado de ser la roca sobre la que se construye la Iglesia. Juan ha subrayado claramente una vez más esta misión para la fe de toda la Iglesia en su relato de la triple pregunta del Resucitado a Pedro —¿me amas?— y del triple encargo de apacentar el rebaño de Cristo (cf.Jn 21,15-17). Así, el relato de la resurrección se convierte por sí mismo en eclesiología: el encuentro con el Señor resucitado es misión y da su forma a la Iglesia naciente.

 

2.2. LA TRADICIÓN EN FORMA DE NARRACIÓN

Pasemos ahora —tras esta reflexión sobre la parte más importante de la tradición en forma de confesión— a la tradición en forma de narración. Mientras la primera sintetiza la fe común del cristianismo de manera normativa mediante fórmulas bien determinadas e impone la fidelidad incluso a la letra para toda la comunidad de los creyentes, las narraciones de las apariciones del Resucitado reflejan en cambio tradiciones distintas. Dependen de transmisores diferentes y están distribuidas localmente entre Jerusalén y Galilea. No son un criterio vinculante en todos los detalles, como lo son en cambio las confesiones; pero, dado que han sido recogidas en los Evangelios, han de considerarse ciertamente como un válido testimonio que da contenido y forma a la fe. Las confesiones presuponen las narraciones y se han desarrollado a partir de ellas. Concentran el núcleo de lo que se ha relatado y remiten a la vez al relato.

Todo lector notará enseguida las diferencias entre los relatos de la resurrección en los cuatro Evangelios. Mateo, además de la aparición del Resucitado a las mujeres junto al sepulcro vacío, conoce solamente una aparición a los Once en Galilea. Lucas conoce sólo tradiciones jerosolimitanas. Juan habla de apariciones tanto en Jerusalén como en Galilea. Ninguno de los evangelistas describe la resurrección misma de Jesús. Esta es un proceso que se ha desarrollado en el secreto de Dios, entre Jesús y el Padre, un proceso que nosotros no podemos describir y que por su naturaleza escapa a la experiencia humana.

La conclusión del Evangelio de Marcos presenta un problema particular. Según manuscritos importantes, el texto termina con el versículo 16,8: Ellas, las mujeres, «salieron corriendo del sepulcro, temblando de espanto. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían». El texto auténtico del Evangelio, en la forma que ha llegado a nosotros, concluye con el susto y el temor de las mujeres. Antes el texto había hablado del descubrimiento del sepulcro vacío por parte de las mujeres, que habían venido para la unción, y de la aparición del ángel que les anunció la resurrección de Jesús y las encargó decir a los discípulos, y «a Pedro» en particular, que, según la promesa, Jesús iría por delante a Galilea. Es imposible que el Evangelio se haya concluido con las palabras que siguen sobre el silencio de las mujeres; en efecto, el texto presupone que ya habían hablado del encuentro. Y, obviamente, está también informado de la aparición a Pedro y a los Doce, de la que habla el texto bastante más antiguo de la Primera Carta a los Corintios. Por qué nuestro texto queda interrumpido en este punto no lo sabemos. En el siglo II se ha añadido un relato sintético en el que se recogen las más importantes tradiciones sobre la resurrección, así como de la misión de los discípulos de predicar por todo el mundo (cf. 16,9-20). En cualquier caso, también la conclusión breve de Marcos presupone el descubrimiento del sepulcro vacío por las mujeres, el anuncio de la resurrección, el conocimiento de las apariciones a Pedro y a los Doce. Por lo que se refiere a la interrupción enigmática, tenemos que dejarla sin explicación.

La tradición en forma de narración habla de encuentros con el Resucitado y de lo que Él dijo en dichas circunstancias; la tradición en forma de confesión conserva solamente los hechos más importantes que pertenecen a la confirmación de la fe: así podríamos describir, una vez más, la diferencia esencial entre los dos tipos de tradición. Y de esto se derivan también diferencias concretas.

Una primera consiste en que en la tradición en forma de confesión se nombra como testigos solamente a hombres, mientras que en la tradición en forma de narración las mujeres tienen un papel decisivo; más aún, tienen la preeminencia en comparación con los hombres. Esto puede depender deque en la tradición judía se aceptaba solamente a los hombres como testigos ante el tribunal; el testimonio de las mujeres no se consideraba fiable. La tradición «oficial», que está, por decirlo así, ante el tribunal de Israel y del mundo, debe atenerse, pues, a estas normas para poder afrontar el proceso sobre Jesús, que en cierto modo continúa.

Los relatos, en cambio, no se sienten sujetos a esta estructura jurídica, sino que comunican la amplitud de la experiencia de la resurrección. Así como bajo la cruz se encontraban únicamente mujeres —con la excepción de Juan—, así también el primer encuentro con el Resucitado estaba destinado a ellas. La Iglesia, en su estructura jurídica, está fundada sobre Pedro y los Once, pero en la forma concreta de la vida eclesial son siempre las mujeres las que abren la puerta al Señor, lo acompañan hasta el pie de la cruz y así lo pueden encontrar también como Resucitado.


Las apariciones de Jesús a Pablo

Una segunda diferencia importante, con la cual la tradición en forma de narración integra las confesiones, consiste en que las apariciones del Resucitado no son solamente confesadas, sino descritas concretamente. ¿Cómo hemos de imaginarnos las apariciones del Resucitado, que no había vuelto a la vida humana habitual, sino que había pasado a un nuevo modo de ser hombre?

Hay ante todo una diferencia clara entre la aparición del Resucitado a Pablo, por un lado, descrita en los Hechos de los Apóstoles, y, por otro, los relatos de los evangelistas sobre los encuentros de los apóstoles y de las mujeres con el Señor vivo.

Según los tres relatos de los Hechos de los Apóstoles sobre la conversión de Pablo, el encuentro con Cristo resucitado se compone de dos elementos: una luz «más resplandeciente que el sol» (26,13) y, a la vez, una voz que habla a Saulo «en lengua hebrea» (v. 14). Mientras el primer relato refiere que los acompañantes oyeron la voz, «pero no veían a nadie» (9,7), en el segundo se lee lo contrario: «Vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba» (22,9). El tercer relato dice solamente que todos los compañeros de viaje, al igual que Saulo, cayeron a tierra (cf. 26,14).

Una cosa está clara: la percepción de los acompañantes fue diferente de la de Saulo; sólo él fue el destinatario directo de un mensaje que suponía una misión; también los compañeros, sin embargo, fueron de algún modo testigos de un acontecimiento extraordinario.

Para el verdadero destinatario, Saulo-Pablo, los dos elementos van juntos: la luz resplandeciente, que puede recordar el acontecimiento del Tabor —el Resucitado es simplemente luz (cf. primera parte, pp. 361s)—, y luego la palabra, con la que Jesús se identifica con la Iglesia perseguida y, al mismo tiempo, confía a Saulo una misión. En el primero y el segundo relato se habla de la misión de Saulo, diciéndole que le manda a Damasco, donde se le indicarán los detalles, mientras que en el tercero se le dirigen unas palabras detalladas y muy concretas sobre su misión: «Levántate y ponte en pie; pues me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto como de las que te manifestaré. Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío, para que les abras los ojos; para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; y reciban el perdón de los pecados y una parte en la herencia entre los que han sido santificados por la fe en mí» (Hch 26,I6ss).

A pesar de todas las diferencias entre los tres relatos, resulta claro que la aparición (la luz) y la palabra van juntos. El Resucitado, cuya esencia es luz, habla como hombre con Pablo y en su lengua. Su palabra, por una parte, es una autoidentificación que significa a la vez identificación con la Iglesia perseguida y, por otra, una misión cuyo contenido se manifestará sucesivamente con mayor amplitud.


Las apariciones de Jesús en los Evangelios

Las apariciones de las que nos hablan los evangelistas son ostensiblemente de un género diferente. Por un lado, el Señor aparece como un hombre, como los otros hombres: camina con los discípulos de Emaús; deja que Tomás toque sus heridas; según Lucas, acepta incluso un trozo de pez asado para comer, para demostrar su verdadera corporeidad. Y, sin embargo, también según estos relatos, no es un hombre que simplemente ha vuelto a ser como era antes de la muerte.

Llama la atención ante todo que los discípulos no lo reconozcan en un primer momento. Esto no sucede solamente con los dos de Emaús, sino también con María Magdalena y luego de nuevo junto al lago de Tiberíades: «Estaba ya amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús» (Jn 21,4). Solamente después de que el Señor les hubo mandado salir de nuevo a pescar, el discípulo tan amado lo reconoció: «Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor"» (21,7). Es, por decirlo así, un reconocer desde dentro que, sin embargo, queda siempre envuelto en el misterio. En efecto, después de la pesca, cuando Jesús los invita a comer, seguía habiendo una cierta sensación de algo extraño. «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (21,12). Lo sabían desde dentro, pero no por el aspecto de lo que veían y presenciaban.

El modo de aparecer corresponde a esta dialéctica del reconocer y no reconocer. Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se presenta en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús. Él es plenamente corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad de las ataduras del cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar, misteriosa, de la nueva existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas son verdad: Él es el mismo —un hombre de carne y hueso— y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto.

La dialéctica que forma parte de la esencia del Resucitado es presentada en los relatos realmente con poca habilidad, y precisamente por eso dejan ver que son verídicos. Si se hubiera tenido que inventar la resurrección, se hubiera concentrado toda la insistencia en la plena corporeidad, en la posibilidad de reconocerlo inmediatamente y, además, se habría ideado tal vez un poder particular como signo distintivo del Resucitado. Pero en el aspecto contradictorio de lo experimentado, que caracteriza todos los textos, en el misterioso conjunto de alteridad e identidad, se refleja un nuevo modo del encuentro, que apologéticamente parece bastante desconcertante, pero que justo por eso se revela también mayormente como descripción auténtica de la experiencia que se ha tenido.

Una ayuda para entender las misteriosas apariciones del Resucitado pueden ser, creo yo, las teofanías del Antiguo Testamento. Quisiera señalar aquí brevemente sólo tres tipos de estas teofanías.

Ante todo la aparición de Dios a Abraham en la encina de Mambré (cf. Gn 18,1-33). Hay sencillamente tres hombres que se paran al lado de Abraham. Y, sin embargo, él se da cuenta inmediatamente desde dentro de que se trata del «Señor» que quiere ser su huésped. En el Libro de Josué se nos narra cómo Josué, levantando los ojos, de repente ve ante sí a un hombre con una espada desenvainada en la mano. Josué, que no lo reconoce, le pregunta: «¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos?». Y la respuesta es: «No, sino que soy el jefe del ejército del Señor... Quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es sagrado» (5,13ss). Son significativos también los dos relatos sobre Gedeón (cf. Jc 6,11-24) y sobre Sansón (cf.Jc 13), en los que «el ángel del Señor», que aparece bajo el aspecto de un hombre, es reconocido siempre como ángel solamente en el momento en que desaparece misteriosamente. En ambos casos, un fuego consume la comida ofrecida mientras «el ángel del Señor» desaparece. En el lenguaje mitológico se manifiestan juntos, de un lado, la cercanía del Señor que aparece como hombre y, de otro, su alteridad, gracias a la cual está fuera de las leyes de la vida material.

Estas son ciertamente solamente analogías, porque la novedad de la «teofanía» del Resucitado consiste en el hecho de que Jesús es realmente hombre: como hombre, ha padecido y ha muerto; ahora vive de modo nuevo en la dimensión del Dios vivo; aparece como auténtico hombre y, sin embargo, aparece desde Dios, y Él mismo es Dios.

Son importantes, pues, dos acotaciones. Por una parte, Jesús no ha retornado a la existencia empírica, sometida a la ley de la muerte, sino que vive de modo nuevo en la comunión con Dios, sustraído para siempre a la muerte. Por otra parte —y también esto es importante— los encuentros con el Resucitado son diferentes de los acontecimientos interiores o de experiencias místicas: son encuentros reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee un cuerpo y permanece corpóreo. Lucas lo subraya con mucho énfasis: Jesús no es, como temieron en un primer momento los discípulos, un «fantasma», un «espíritu», sino que tiene «carne y huesos» (cf. Lc 24,36-43).

La diferencia con un fantasma, lo que es la aparición de un «espíritu» respecto a la aparición del Resucitado, se ve muy claramente en el relato bíblico sobre la nigromante de Endor que, por la insistencia de Saúl, evoca el espíritu de Samuel y lo hace subir del mundo de los muertos (cf. 1 S 28,7ss). El «espíritu» evocado es un muerto que, como una existencia-sombra, mora en los avernos; puede ser temporalmente llamado fuera, pero debe volver luego al mundo de los muertos.

Jesús, en cambio, no viene del mundo de los muertos —ese mundo que Él ha dejado ya definitivamente atrás—, sino al revés, viene precisamente del mundo de la pura vida, viene realmente de Dios, Él mismo como el Viviente que es, fuente de vida. Lucas destaca de manera drástica el contraste con un «espíritu», al decir que Jesús pidió algo de comer a los discípulos todavía perplejos y, luego, delante de sus ojos, comió un trozo de pez asado.

La mayoría de los exegetas opinan que Lucas, en su celo apologético, ha exagerado aquí; con una afirmación como ésta, habría vuelto a poner a Jesús en una corporeidad empírica, que ha sido superada con la resurrección. De este modo, entraría en contradicción con su propio relato, según el cual Jesús se presenta de improviso en medio de los discípulos en una corporeidad que no está sometida a las leyes del espacio y el tiempo.

Pienso que es útil examinar aquí los otros tres pasajes en que se habla de la participación del Resucitado en una comida.

El texto antes comentado está precedido por la narración de Emaús. Ésta concluye diciendo que Jesús se sentó a la mesa con los discípulos, tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio a los dos. En aquel momento se les abrieron los ojos «y lo reconocieron. Pero Él desapareció» (Lc 24,31). El Señor está a la mesa con los suyos igual que antes, con la plegaria de bendición y la fracción del pan. Después desaparece de su vista externa y, justo en este desaparecer se les abre la vista interior: lo reconocen. Es una verdadera comunión de mesa y, sin embargo, es nueva. En el partir el pan Él se manifiesta, pero sólo al desaparecer se hace realmente reconocible.

Según la estructura interior, estos dos relatos de comidas son muy parecidos al que encontramos en Juan 21,1-14: los discípulos han faenado toda la noche sin éxito; sus redes no han capturado ningún pez. Por la mañana, Jesús está en la orilla, pero no lo reconocen. Él les pregunta: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ante su respuesta negativa, les manda salir de nuevo a pescar, y esta vez vuelven con una pesca superabundante. Ahora, en cambio, Jesús, que ya ha puesto pescado sobre las brasas, los invita: «Vamos, almorzad». Y entonces ellos «supieron» que era Jesús.

El último pasaje particularmente importante y útil para comprender el modo en que el Resucitado participa en las comidas se encuentra en los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo, la singularidad de lo que se dice en este texto no se pone claramente de manifiesto en las traducciones corrientes. En la traducción alemana se dice: «... se les apareció durante cuarenta días y les habló del Reino de Dios. Mientras comía con ellos, les mandó que no se fueran de Jerusalén...» (Hch 1,3s). A causa del punto después de la palabra «Reino de Dios» —una exigencia redaccional para construir la frase—, queda en penumbra una conexión interior. Lucas habla de tres elementos que caracterizan cómo está el Resucitado con los suyos: Él se «apareció», «habló» y «comió con ellos». Aparecer-hablar-comer juntos: éstas son las tres auto-manifestaciones del Resucitado, estrechamente relacionadas entre sí, con las cuales Él se revela como el Viviente.

Para comprender correctamente el tercer elemento que, como los dos primeros, se extiende todo a lo largo de los «cuarenta días», es de capital importancia la palabra usada por Lucas: synalizómenos. Traducida literalmente, significa «comiendo con ellos sal». Indudablemente, Lucas ha elegido a propósito esta palabra. ¿Cuál es su significado?

En el Antiguo Testamento el comer en común pan y sal, o también sólo sal, sirve para sellar sólidas alianzas (cf. Nm 18,19; 2 Cro 13,5; Hauck ThWNT, I, p. 229). La sal es considerada como garantía de durabilidad. Es remedio contra la putrefacción, contra la corrupción que forma parte de la naturaleza de la muerte. Cada vez que se toma alimento se combate contra la muerte; es un modo de conservar la vida. El «comer sal» de Jesús después de la resurrección, que de este modo se nos muestra como signo de la vida nueva y permanente, hace referencia al banquete nuevo del Resucitado con los suyos. Es un acontecimiento de alianza y, por ello, está en íntima conexión con la Última Cena, en la cual el Señor había instituido la Nueva Alianza. Así, la clave misteriosa del «comer sal» expresa un vínculo interior entre la comida anterior a la Pasión de Jesús y la nueva comunión de mesa del Resucitado: El se da a los suyos como alimento y así los hace partícipes de su vida, de la Vida misma.

Finalmente, conviene recordar aquí todavía algunas palabras de Jesús que encontramos en el Evangelio de Marcos: «Todos serán salados a fuego. Buena es la sal; pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la sazonaréis? Repartíos la sal y vivid en paz unos con otros» (9,49s). Algunos manuscritos, retomando Levítico 2,13, añaden además: «En todas tus ofrendas ofrecerás sal». El salar las ofrendas tenía también el sentido de dar sabor al don y de protegerlo de la putrefacción. Así se unen muchos sentidos: la renovación de la alianza, el don de la vida, la purificación del propio ser en función de la entrega de sí a Dios.

Cuando, al principio de los Hechos de los Apóstoles, Lucas resume los acontecimientos post-pascuales y describe la comunión de mesa del Resucitado con los suyos usando el término «synalizómenos, comiendo con ellos la sal» (Hch 1,4), no se disipa el misterio de esta nueva comunión entre los comensales, pero, por otro lado, se manifiesta al mismo tiempo su esencia: el Señor atrae de nuevo a sí a los discípulos en la comunión de la alianza consigo y con el Dios vivo. Los hace partícipes de la vida verdadera, los convierte en vivientes y sazona su vida con la participación en su pasión, en la fuerza purificadora de su sufrimiento.

No nos podemos imaginar cómo era concretamente la comunión de mesa con los suyos. Pero podemos reconocer su naturaleza interior y ver que en la comunión litúrgica, en la celebración de la Eucaristía, este estar a la mesa con el Resucitado continúa, aunque de modo diferente.

 

3. RESUMEN:
LA NATURALEZA DE LA RESURRECCIÓN
Y SU SIGNIFICACIÓN HISTÓRICA

Preguntémonos ahora, una vez más y de manera sumaria, de qué género fue el encuentro con el Señor resucitado. Son importantes las siguientes distinciones:

  • Jesús no es alguien que haya regresado a la vida biológica normal y que después, según las leyes de la biología, deba morir nuevamente cualquier otro día.

  • Jesús no es una fantasma, un «espíritu». Lo cual significa: no es uno que, en realidad, pertenece al mundo de los muertos, aunque éstos puedan de algún modo manifestarse en el mundo de la vida.

  • Los encuentros con el Resucitado son también algo muy diferente de las experiencias místicas, en las que el espíritu humano viene por un momento elevado por encima de sí mismo y percibe el mundo de lo divino y lo eterno, para volver después al horizonte normal de su existencia. La experiencia mística es una superación momentánea del ámbito del alma y de sus facultades perceptivas. Pero no es un encuentro con una persona que se acerca a mí desde fuera. Pablo ha distinguido muy claramente sus experiencias místicas —como, por ejemplo, su elevación hasta el tercer cielo, descrita en 2 Corintios 12,1-4—, del encuentro con el Resucitado en el camino de Damasco, que fue un acontecimiento en la historia, un encuentro con una persona viva.

Según todos estos datos bíblicos, ¿qué podemos decir ahora realmente sobre la naturaleza peculiar de la resurrección de Cristo?

Que es un acontecimiento dentro de la historia que, sin embargo, quebranta el ámbito de la historia y va más allá de ella. Quizás podamos recurrir a un lenguaje analógico, que sigue siendo impropio en muchos aspectos, pero que puede dar un atisbo de comprensión. Podríamos considerar la resurrección (como ya hemos hecho por adelantado en la primera sección de este capítulo) algo así como una especie de «salto cualitativo» radical en que se entreabre una nueva dimensión de la vida, del ser hombre.

Más aún, la materia misma es transformada en un nuevo género de realidad. El hombre Jesús, con su mismo cuerpo, pertenece ahora totalmente a la esfera de lo divino y eterno. De ahora en adelante —como dijo Tertuliano en una ocasión—, «espíritu y sangre» tienen sitio en Dios (cf. De resurrect. mort. 51,3: CC lat., II 994). Aunque el hombre, por su naturaleza, es creado para la inmortalidad, sólo ahora el lugar de su alma inmortal encuentra su «espacio», esa «corporeidad» en la que la inmortalidad adquiere sentido en cuanto comunión con Dios y con la humanidad entera reconciliada. Las Cartas de la Cautividad de san Pablo a los Colosenses (cf. 1,12-23) y a los Efesios (cf. 1,3-23) pretenden decir esto cuando hablan del cuerpo cósmico de Cristo, indicando con ello que el cuerpo transformado de Cristo es también el lugar en el que los hombres entran en la comunión con Dios y entre ellos, y así pueden vivir definitivamente en la plenitud de la vida indestructible. Puesto que nosotros mismos no poseemos una experiencia de este género renovado y transformado de materialidad y de vida, no debemos maravillarnos de que esto supere lo que podemos imaginar.

Es esencial que, con la resurrección de Jesús, no ha sido revitalizada una persona cualquiera fallecida en algún momento, sino que con ella se ha producido un salto ontológico que afecta al ser como tal, se ha inaugurado una dimensión que nos afecta a todos y que ha creado para todos nosotros un nuevo ámbito de la vida, del ser con Dios.

A partir de esto hay que afrontar también la cuestión sobre la resurrección como acontecimiento histórico. Por una parte, hay que decir que la esencia de la resurrección consiste precisamente en que ella contraviene la historia e inaugura una dimensión que llamamos comúnmente la dimensión escatológica. La resurrección da entrada al espacio nuevo que abre la historia más allá de sí misma y crea lo definitivo. En este sentido es verdad que la resurrección no es un acontecimiento histórico del mismo tipo que el nacimiento o la crucifixión de Jesús. Es algo nuevo, un género nuevo de acontecimiento.

Pero es necesario advertir al mismo tiempo que no está simplemente fuera o por encima de la historia. En cuanto erupción que supera la historia, la resurrección tiene sin embargo su inicio en la historia misma y hasta cierto punto le pertenece. Se podría expresar tal vez todo esto así: la resurrección de Jesús va más allá de la historia, pero ha dejado su huella en la historia. Por eso puede ser refrendada por testigos como un acontecimiento de una cualidad del todo nueva.

De hecho, la predicación apostólica, con su entusiasmo y su audacia, es impensable sin un contacto real de los testigos con el fenómeno totalmente nuevo e inesperado que los llegaba desde fuera y que consistía en la manifestación de Cristo resucitado y en el hecho de que hablara con ellos. Sólo un acontecimiento real de una entidad radicalmente nueva era capaz de hacer posible el anuncio apostólico, que no se puede explicar por especulaciones o experiencias interiores, místicas. En su osadía novedad, dicho anuncio adquiere vida por la fuerza impetuosa de un acontecimiento que nadie había ideado y que superaba cualquier imaginación.

Al final, sin embargo, permanece siempre en todos nosotros la pregunta que Judas Tadeo le hizo a Jesús en el Cenáculo: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?» (Jn 14,22). Sí, ¿por qué no te has opuesto con poder a tus enemigos que te han llevado a la cruz?, quisiéramos preguntar también nosotros. ¿Por qué no les has demostrado con vigor irrefutable que tú eres el Viviente, el Señor de la vida y de la muerte? ¿Por qué te has manifestado sólo a un pequeño grupo de discípulos, de cuyo testimonio tenemos ahora que fiarnos?

Pero esta pregunta no se limita solamente a la resurrección, sino a todo ese modo en que Dios se revela al mundo. ¿Por qué sólo a Abraham? ¿Por qué no a los poderosos del mundo? ¿Por qué sólo a Israel y no de manera inapelable a todos los pueblos de la tierra?

Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta. Sólo poco a poco va construyendo su historia en la gran historia de la humanidad. Se hace hombre, pero de tal modo que puede ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas de renombre en la historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta. No cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de «ver».

Pero ¿no es éste acaso el estilo divino? No arrollar con el poder exterior, sino dar libertad, ofrecer y suscitar amor. Y, lo que aparentemente es tan pequeño, ¿no es tal vez —pensándolo bien— lo verdaderamente grande? ¿No emana tal vez de Jesús un rayo de luz que crece a lo largo de los siglos, un rayo que no podía venir de ningún simple ser humano; un rayo a través del cual entra realmente en el mundo el resplandor de la luz de Dios? El anuncio de los Apóstoles, ¿podría haber encontrado la fe y edificado una comunidad universal si no hubiera actuado en él la fuerza de la verdad?

Si escuchamos a los testigos con el corazón atento y nos abrimos a los signos con los que el Señor da siempre fe de ellos y de sí mismo, entonces lo sabemos: Él ha resucitado verdaderamente. Él es el Viviente. A Él nos encomendamos en la seguridad de estar en la senda justa. Con Tomás, metemos nuestra mano en el costado traspasado de Jesús y confesamos: «¡Señor mío Dios mío!» (Jn 20,28).

Fuente: Mercaba.org