El 3 de mayo de 1869 San Juan Bosco les contó a sus alumnos un sueño que había tenido la noche anterior. Sin embargo, para no asustarlos demasiado, evitó narrarles las cosas con todo su horror...

El rector de un gran instituto escolar le preguntó cierto día a Don Bosco: “¿Cómo conseguiré educar bien a los jóvenes de mi colegio?”. Y el santo le respondió con esta única palabra: “¡Amándolos!”.

En efecto, numerosos episodios de la vida del fundador de los Salesianos desbordan de paternal afecto por los jóvenes que Dios le había confiado, llevándolo a cuidar con ternura de su bienestar. Incomparablemente mayor, no obstante, era la solicitud que tenía por su salvación eterna y su empeño infatigable en evitarles la desgracia de pecar.
Para ello contaba con un poderoso auxilio de la Providencia: sus famosos sueños. Uno de ellos tuvo lugar la noche de un sábado, el 2 de mayo de 1869. Ese día vio al lado de su cama a un “personaje distinguido” a quien, en la narración que les hizo al día siguiente a sus alumnos, unas veces llama “amigo”, otras, “guía”.
¿Sólo era un simple sueño o un sueño- revelación? El mismo Don Bosco esquiva esclarecer ese punto: “Podéis llamarlo sueño o darle cualquier otro nombre... En fin, llamadlo como queráis”.
Presentamos a continuación un resumen, lo más ajustado posible al original, del relato hecho por el santo.(1)

Cuerdas tiradas por un repugnante monstruo

Dormía profundamente cuando de repente veo en la habitación, junto a la cama, al hombre de la noche anterior, que me dice:

—¡Levántate y ven conmigo!

Me condujo a una inmensa llanura, un desierto de aspecto desolador. Después de una largo recorrido, llegamos a un camino, hermoso, ancho y bien pavimentado, flanqueado por dos magníficos setos, cubiertos de flores, sobre todo, rosas. A primera vista, parecía llano y cómodo, y eché a andar, pero enseguida noté que descendía insensiblemente cuesta abajo y, aunque la marcha no parecía precipitada, corría yo con tanta facilidad que me parecía estar siendo llevado por el aire.

A cierta altura del trayecto, vi que todos los jóvenes del Oratorio me seguían; pronto me encontraba en medio de ellos. Mientras los observaba vi de repente que, ora uno, ora otro, caían al suelo y eran arrastrados por una fuerza invisible hacia una horrible pendiente que terminaba en un horno. Comprobé que pasaban entre muchos lazos, algunos a ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; sin darse cuenta del peligro, quedaban presos por ellos y corrían precipitadamente hacia el abismo. ¿Quién los arrastra de esa manera?

Tiré de uno de los lazos, pero su extremo no aparecía. Entonces seguí el hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Después de tirar mucho, vi que salía un enorme y repugnante monstruo que agarraba firmemente la punta de una cuerda a la que estaban atados todos los hilos. Éste era quien arrastraba inmediatamente hacia sí al que caía en aquellas redes.

—¿Sabes ahora ya quién es? —me preguntó el guía.
—¡Sí! Es el demonio que tiende esos lazos para arrastrar a mis jóvenes al Infierno.

En cada uno de los lazos llevaba escrito su propio título: soberbia, desobediencia, envidia, impureza, hurto, gula, pereza, ira, etc. Los que mayor número de víctimas causaban entre los jóvenes eran los de la deshonestidad, la desobediencia y el orgullo.

Observando más atentamente vi que entre los lazos había muchos cuchillos, puestos allí por una mano providencial para cortarlos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Además había dos espadas: la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente la comunión frecuente, y la devoción a la Virgen. También un martillo: la confesión. Con estas armas, muchos se defendían para no quedar atrapados, o bien cortaban los hilos que los enredaban.

Llegada al lugar “donde no hay redención”


El guía me dejó que observara todo, después retomamos el camino. A medida que avanzábamos, las rosas eran cada vez más raras y surgían enormes espinas. A partir de cierto tramo, tan sólo había espinas en medio de matorrales secos. El camino, que descendía cada vez más, se hacía espantoso, poco firme, lleno de baches, salientes y guijarros. Cuanto más avanzábamos, más áspera y más pronunciada era la bajada.

Continuamos bajando y llegamos al fondo del precipicio, donde vimos un inmenso edificio con una puerta altísima y cerrada. Un calor sofocante me oprimía y un espeso humo, de color verdoso, surcado por el brillo de sanguinolentas llamas, se elevaba sobre aquellos murallones. Levanté la mirada para ver su altura: eran más altos que una montaña.

—¿Dónde estamos? ¿Qué es esto?
—le pregunté al guía.
—Lee lo que hay escrito en esa puerta; por la inscripción lo sabrás.

Miré y leí: “Donde no hay redención”. Estábamos en la puerta del Infierno...

Dimos una vuelta alrededor de las murallas de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, había una puerta de bronce, como la primera, cada cual con una inscripción: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41); “todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego” (Mt 3, 10).

Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nuevamente nos encontramos ante la primera puerta, al pie de la pendiente por donde habíamos bajado. De repente el guía me dijo:
—¡Observa!
Asustado, volví los ojos atrás y, a una gran distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba precipitadamente un joven del Oratorio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba en las piedras y éstas le daban mayor impulso en la caída.
—¡Corramos, parémosle, ayudémosle!
—No —replicó el guía—, ¿te crees capaz de detener a alguien que huye de la cólera de Dios?

Todos llevaban escrito en la frente su pecado

Entretanto el joven, mirando hacia atrás con ojos encendidos para ver si la ira de Dios aún lo seguía, fue a dar contra la puerta de bronce. Ésta se abrió con estruendo. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, ciento, y mil más impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible. Vi al fondo como la boca de un horno. Se alzaron globos de fuego mientras aquel joven se precipitaba en aquella vorágine.

—Detente y observa de nuevo
— me ordenó el guía.
Miré y vi que por aquella pendiente se precipitaban otros tres jóvenes del Oratorio. Rodaban con increíble rapidez, uno tras otro, gritando de pavor. Detrás de ellos cayeron muchos otros. Todos llevaban escrito en la frente su propio pecado. Yo los llamaba con gran aflicción, pero no me oían.

Al ver caer a tantos de ellos, exclamé desalentado:

—Entonces nuestro trabajo es inútil, si tan numerosos son los muchachos a los que les espera ese fin. ¿No habrá una manera de impedir la perdición de tantas almas?

El guía me respondió que aún no habían muerto, pero estaban en estado de pecado mortal y, si murieran en ese estado, irían a parar al Infierno.

Una inmensa caverna llena de fuego

En ese ínterin un nuevo grupo de jóvenes se precipitó y las puertas permanecieron abiertas unos instantes. Y me dice el guía:

—Entra tú también.

Retrocedí horrorizado. Pero de pronto me sentí lleno de valor, pensando: “Sólo cae en el Infierno el que ha sido juzgado, y yo todavía no he pasado por el juicio”. Penetramos por un horrible pasillo hasta un vasto y tenebroso patio, al fondo del cual se veía una aterradora portezuela en la que se leía: “Los impíos irán al fuego eterno” (cf. Mt 25, 46). Todas las paredes de alrededor estaban llenas de inscripciones: “Pondré fuego en su carne para que ardan para siempre”; “Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Ap 20, 10). En otro sitio: “Aquí está el conjunto de los males, eternamente”. Más allá: “Aquí no hay orden alguno, sino que habita un horror sempiterno”; “El humo de su tormento sube por los siglos de los siglos” (Ap 14, 11).

Mientras iba leyendo las inscripciones, el guía se acercó y me dijo:

—De aquí en adelante nadie tendrá un compañero que lo sustente, un amigo que lo consuele, un corazón que lo ame, una mirada compasiva, una palabra benévola. ¿Quieres ver o probar?
—Solamente quiero ver —le respondí.

Abrió aquella puertecilla y surgió ante mis ojos una especie de inmensa caverna llena de fuego, que parecía perderse en las entrañas de la montaña. Muros, bóvedas, suelo, hierro, piedra, madera, carbón, todo estaba blanco e incandescente, pero nada se consumía. No puedo describir esa caverna en toda su espantosa realidad.

“Hace tiempo que está preparada la hoguera, ancha y profunda, también para el rey; una pira con fuego y leña abundante: y el soplo del Señor, como torrente de azufre, le prenderá fuego” (Is 30, 33).

Fueron avisados mil veces...

Mientras miraba atónito todo aquello, vi cómo caía un joven precipitándose en el fuego, volviéndose incandescente como toda la caverna y allí quedó inmóvil. Horrorizado, reconocí en él a uno de mis hijos. Inmediatamente después se precipitó en la misma caverna otro joven del Oratorio. Tras él, llegaron otros, igualmente desesperados. Su número aumentaba cada vez más, todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles e incandescentes, como los anteriores. Me acordé entonces de lo que dice la Biblia: “si un árbol cae hacia el norte o hacia el sur, allí se queda” (Ecl 11, 3). Como se cae en el Infierno, así se estará eternamente.

—¿Pero estos no saben que vienen a parar aquí? —le pregunté al guía.
—¡Claro que lo saben! Fueron avisados mil veces; pero siguen corriendo hacia aquí por no detestar el pecado y no querer abandonarlo; por despreciar y rechazar la misericordia de Dios que los llamaba incesantemente a la penitencia.

El amigo me condujo a otro lugar en cuya entrada estaba escrito: “Donde el gusano no muere y el fuego no se apaga” (Mc 9, 48). Y me dijo:

—Ahora también tú debes ir a esa región de fuego que acabas de contemplar.
—¡No, no! —repliqué aterrado.
—¿Qué prefieres: ir al Infierno y liberar a tus jóvenes o permanecer fuera de él y abandonarlos en medio de tantos tormentos? Entra, pues, y ve la bondad de Dios, que amorosamente emplea mil medios para inducir a la penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna.

La causa de la eterna perdición de muchos

Apenas pisé el umbral de la caverna me encontré de improviso transportado a una magnífica sala con puertas de cristal. Sobre éstas, a distancias regulares, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos aposentos comunicantes con la caverna. El guía me indicó un velo en el cual estaba escrito “Sexto Mandamiento”, y exclamó:

—La transgresión de este mandamiento es la causa de la eterna perdición de muchos jóvenes.
—Pero ¿no se confesaron?
—Sí, pero confesaron mal algunos pecados o los omitieron por completo. Varios no tuvieron arrepentimiento ni propósito de enmienda. ¿Y ahora quieres ver por qué la misericordia de Dios te condujo hasta aquí?

Dicho esto, levantó el velo y vi a un grupo de muchachos del Oratorio condenados por ese pecado. Entre ellos había algunos que ahora en apariencia tienen buena conducta.

—¿Qué debo decirles? —le pregunté.
—Predica por todas partes contra la impureza. Basta avisarlos de una manera general. Para practicar la virtud se requiere la gracia de Dios; y ésta nunca les faltará si la piden. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. En cuanto a ellos, que escuchen tus amonestaciones, pregunten a su conciencia y ella les indicará lo que deben hacer.

¡El que no reza se condena!

El guía levantó otros velos, dejando ver a muchos de nuestros jóvenes. En uno de ellos estaba escrito: “Raíz de todos los males”. E inmediatamente me preguntó:
—¿Sabes cuál es el pecado designado en esa inscripción?
—Sí, genéricamente se dice que es la soberbia; pero en particular es la desobediencia, el pecado por el cual Adán y Eva fueron expulsados del paraíso terrenal. La desobediencia es la raíz de todos los males.—Me parece que debe ser la soberbia.
—¿Qué debo decirles a mis jóvenes sobre esto?

Después de enumerar varias transgresiones cometidas por alumnos del Oratorio, las cuales son causa de graves desórdenes, el guía advirtió:

—¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Algunos se encuentran aquí porque, en vez de cantar las alabanzas y el Oficio de la Virgen María, leen libros que tratan de todo menos de religión, y algunos llegan a leer libros prohibidos.
—¿Qué consejo podré darles para librarlos de la desgracia de llegar a parar aquí?
—Muéstrales que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a sus padres y a los superiores, los salvará. Recomiéndales también que eviten el ocio, que fue la causa del pecado de David, que estén siempre ocupados, pues así no le darán oportunidad al demonio de asaltarlos.

Un rápido toque en la muralla exterior

Incliné la cabeza y se lo prometí; después, al no poder soportar tanto horror, le supliqué al amigo:

—Te agradezco la caridad que has tenido conmigo, pero te ruego que me hagas salir de aquí.
—¡Ven conmigo! —me dijo.

Salimos de la sala, atravesamos en un instante el hórrido patio y después el corredor de entrada. Antes de trasponer el umbral de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo hacia mí y exclamó:

—Has visto los tormentos de los demás, ahora también tú debes sentir un poco lo que se sufre en el Infierno.
—¡No, no! —grité horripilado.
—No temas; pruébalo solamente. Toca esta muralla.

Yo quería alejarme, pero él me cogió por el brazo y me acercó a la muralla mientras me ordenaba:

—Tócala rápidamente al menos una vez, para que puedas decir que visitaste las murallas de los suplicios eternos y las tocaste.

Al ver que me resistía, me abrió con fuerza la mano e hizo que la golpeara en la piedra de aquel muro. Sentí en aquel instante una quemadura tan intensa y dolorosa que, saltando hacia atrás y dando un fortísimo grito, me desperté. Me encontré sentado en la cama restregando la mano que me ardía. Al amanecer, noté que ésta estaba realmente hinchada; y la impresión imaginaria de aquel fuego fue tan fuerte que poco después la piel de la palma de la mano se separó y mudó.

* * *

Tened presente que, para no asustaros demasiado, no os conté estas cosas con todo su horror, tal como las vi. Solamente he hecho un resumen de lo que he visto en sueños de mucha duración. Más adelante os daré instrucciones acerca del respeto humano, del sexto y del séptimo mandamiento, y sobre la soberbia. Me limitaré a explicar esos sueños, que están en todo acordes con la Sagrada Escritura; en realidad, no son más que un comentario de lo que en ella se lee al respecto. ²

1 Texto completo del original italiano: LEMOYNE, SDB, Giovanni Battista. Memorie biografiche del Venerabile Don Giovanni Bosco. Torino: Buona Stampa, 1917, v. IX, pp. 166-181. Disponible en: http://www.donboscosanto.eu/ memorie_biografiche.