viernes, 22 de diciembre de 2017

Relatos de un misionero en Asia - P. Miguel Soler (IVE)

Entonces les dijo: 
"Vayan por todo el mundo, 
anuncien la Buena Noticia a toda la creación.
El que crea y se bautice, se salvará. 
El que no crea, se condenará"
(Marcos, 16, 15-16)

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     Wufeng, Taiwán, 4 de noviembre de 2017.

 

1. Mediaciones


Más o menos en febrero, según recuerdo, estuvieron de paso por aquí las reliquias de san Luis y santa Celina Martin, los padres santos de Santa Teresita de Lisieux. 

Resultado de imagen de san luis y santa celna martinFueron más conocidos por su ilustre hija, pero hay que decir que aunque su camino a los altares fue más largo, llegaron antes al cielo; y no menor fue su parte en el altísimo grado de santidad al que fue elevado su retoño. Sus vidas son de lo más ejemplares, muy recomendable conocerlas. No hay cruz o dificultad, de ésas tan cercanas a la vida de nuestras familias, en que no haya triunfado la gracia de Dios y los dones del Espíritu Santo. Enfermedades mentales incluidas. Decíamos que pasaron sus reliquias, en una gran urna de plata, por distintas parroquias y conventos de la diócesis. El día en que el recorrido incluía la puerta de nuestro Seminario (en que se detuvo para algunos cantos y oraciones) de camino hacia la Catedral, me tocó ir a celebrar una Misa al centro de la ciudad. O sea que hice ese mismo trayecto una media hora antes que las reliquias, que venían en un gran carro, acompañadas por el obispo. Y aquí las sorpresas. Apenas salido de casa, a un par de kilómetros, una cincuentena de personas, de una capilla, esperando con pancartas, camisetas y banderas alusivas el paso de las reliquias. Fue el primer grupo de los muchos, muchos, que encontré. La gran mayoría niños y jóvenes de escuelas y colegios, con sus uniformes y de a cientos, esperando ver pasar las ilustres visitas.

Fue una más de entre tantas muestras de devoción. El domingo siguiente fuimos al Carmelo para tener allí la Misa con las reliquias, que debían llegar de nuevo a la ciudad, desde otro pueblo. La iglesia, muy grande, llena a reventar de fieles esperando desde horas antes entre oraciones y gran expectación. En Filipinas es parte del orden providencial actual que sea el tráfico el que permita o no cualquier actividad o encuentro que precise traslados, y es tan caprichoso e imprevisible como podía parecer a los antiguos la peor de las deidades paganas. Y ese día no permitió que las reliquias llegaran a la hora programada, sino más de hora y media más tarde. 

Fue entre tantas esperas, expectaciones y esperanzas finalmente cumplidas, que una niña pequeña de un barrio pobre de por allí le dijo a la religiosa que la acompañaba, cuando finalmente pudieron ver y venerar la urna: “Y… ¿todo esto para los restos de dos muertos?”. Como pudo la buena hermana le dio una catequesis sobre quiénes son los santos, y cómo Dios sigue aceptando peticiones y prodigando gracias por la intercesión de ellos por medio de sus reliquias. 

Todo esto, sumado al momento emocionante en que finalmente estuvimos un buen rato ante ellas pidiendo a este santo matrimonio por todos los matrimonios y familias, recordando rostros bien caros, fue lo que me llevó a recordar ese torrente caudaloso de realidades salvíficas que son reflejo y consecuencia del hecho de la Encarnación del Hijo de Dios, y que podríamos llamar “mediaciones”. O sea, todo aquello en lo creado, aún físico, histórico y material, de lo que Dios se sirve para transmitir su Vida divina a los hombres o para conducirlos hacia ella. A todo lo cual en cierto sentido se ata. Y lo primero, lo sabemos, es la misma Humanidad de Cristo, en cada movimiento de su alma y en cada célula de su Cuerpo, que recibe primero y luego causa en nosotros la vida del alma. “Con tocar la orla de su manto quedaban curados”, cuenta asombrado el evangelista. Y sus palabras…, y sus gestos, su mirada y su presencia. Su pasión dolorosa, su muerte redentora y resurrección vivificadora. El misterio todo del Dios hecho hombre en el tiempo, para la eternidad.

Pues de allí brota ese torrente de mediaciones que atraviesa y purifica la historia de la humanidad, y que son las maneras que Él eligió de extender en el tiempo y el espacio su Obra libertadora de cautivos… y en ello y por ello mismo, cautivadora de libertades. La predicación, los sacramentos, el testimonio cristiano y el martirio, los sacramentales, la caridad, las oraciones… todo lo cual surge de y conduce al Misterio Eucarístico, “fuente y culmen de la vida de la Iglesia”, como dice el Concilio Vaticano II. La Santa Misa es la mediación factual, histórica y temporal por excelencia, allí donde no solamente encontramos la gracia de Dios sino al Autor mismo de la gracia, en presencia y en sacrificio, en palabras de Tomás de Aquino. Que agrega: “lo que hizo la cruz para toda la humanidad lo hace la Eucaristía en cada hombre”, casi nada. Nos une a Cristo durante estos nuestros días de vida, que son los únicos que tenemos.

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Recibiendo vida de la Eucaristía, entre estas mediaciones en el tiempo están las “nuevas encarnaciones del Verbo” que son los santos, y que debemos querer ser todos los demás. Con la acción del Espíritu Santo en sus almas que les hace obrar “al modo divino” y como “pulsaciones del Cuerpo Místico en la historia” (p. Cornelio Fabro dixit), con la concreción e historicidad de su cuerpo y de sus días, y con la escandalosa presencia mediadora de sus despojos, las reliquias. Pensaba entonces en la cantidad de gracias y más gracias, de conversión, de fervor, de santidad, que Dios daba esos días a tanta gente aquí, por el solo ver, rezar y tocar estos restos mortales de un santo matrimonio, ruinas de lo que fueron Templos vivos de Dios y piedras de la futura Jerusalén. Y pensaba en cuántas gracias estaba Dios derramando ahora por medio de ellas, y en las gracias que recibirán por su medio aún aquellos que ahora no lo saben o no se dan cuenta. Él lo sabe, pero no poco es lo que podemos nosotros vislumbrar.


¿Y por qué tantas reflexiones sobre esto, desde Oriente?
Por dos cosas principales, que aquí se perciben con mayor intensidad: primera, el espectáculo innegable de los millones y millones de personas que no conocen a Cristo, que no han oído su palabra, seguido sus pasos ni comido su Cuerpo que da vida, y que quizás no podrán hacerlo. Eso que sabemos en todas partes, aquí en Asia nos da en la cara a cada momento. Entonces viene lo segundo, relacionado, que es una insidiosa tentación a la que hay que oponer toda la fuerza de nuestro espíritu. Porque de esa primera experiencia, no pocos “misioneros” de por aquí y de por el mundo, y entre ellos algunos “teólogos” y pastores, han pensado y concluido que, como el Concilio Vaticano enseña que quienes no han conocido suficientemente a Cristo y su evangelio pueden acceder a la salvación “en la forma sólo de Dios conocida” (GS,22; vaya con “la novedad”, que ya está al menos explícita, en San Pablo, e implícita como poco, en los Evangelios, y de allí hasta ahora en toda la Tradición), pues qué mejor que dejarlos librados a esos caminos desconocidos, en los que no faltará la Bondad infinita, antes que andar predicándoles y “poniéndoles en crisis” su inocente paganismo o lo que sea, recurriendo a “mediaciones concretas insuficientes” (que significa para ellos innecesarias e inútiles), y encima echándoles a las espaldas el fardillo de la práctica y moral cristianas, cuando tan felices pueden seguir retozando en su ignorancia y además… salvarse. Y entonces, qué mejor que “ayudar a cada uno a ser buen…”… lo que sea. Y sanseacabó, a cerrar las misiones. O diluirlas y desvirtuarlas. Y esto porque sacamos a colación a quienes aún hablan de “salvación”, que hay también quienes no se animan a “tanto”;…será que están con temas más importantes (¡¿…?!). Y hay montones de teorías o posturas, ¡ay, entre los cristianos!, que por aquí o por allá reconducen a este mismo río.


Y así, estos “misioneros” y sus pupilos, han abandonado la predicación misma del Evangelio y el anuncio de Cristo; y con este primer medio que el Señor Jesús ordenó usar y San Pablo tiene por indispensable, se han ido perdiendo todos los demás medios y se han disuelto las demás mediaciones. Quienes más o menos, cuando más o menos, extendiendo sobre ellos si no siempre el manto del desprecio (…y no pocas veces) sí el de un silencio ensordecedor. Y han “caído” la predicación (y una sana apologética) y la propuesta positiva y directa de la fe para los no cristianos, y con ello todo lo demás… ¡también para los cristianos mismos!: sacramentos y los sacramentales, oración y devociones, los elementos de la piedad popular, el uso de las reliquias, los medios de santificación y un largo etcétera. Porque sucede que… si nada de esto es conveniente o necesario como parece para “los demás”, al fin de cuentas… ¿por qué lo habría de ser para uno mismo y para nuestros cristianos?

Perdonen sinceramente que me haya ido tanto por las ramas en esto que deberían ser “relatos misioneros”, pero es que, entenderán, es de vida o muerte. Literalmente. Por lo que seguiremos un poco por estas ramas. Es que esto no puede quedar así, hay que responder. No podemos hacer, ni seríamos capaces, un tratado sobre el tema, pero al menos hay que decir tres palabras. Ya otros han dicho y dirán más y mejor. 

La primera, y realmente espanta el pensarlo, es que sólo se puede hablar y pensar así desde un desconocimiento total del misterio de Cristo y desde una nula experiencia de Él, en quien “se encuentran todas las riquezas de la divinidad” (Col 1,9;2,3) y la respuesta a toda legítima aspiración de la humanidad (CVII, GS 22), nada menos ¡Como si fuera lo mismo conocer a Cristo que no conocerlo, tener o no tener una íntima relación con Él, acceder a su perdón o no, hacer experiencia de Él y de su salvación y su gracia en nosotros o no hacerla! ¿Y la voluntad del Padre, y el deseo de Cristo de vivificar cada alma y “cenar con ella” (Ap 3,20)? ¿Y el derecho de ellas a conocerle…? ¿Y… y… y tantos “y” más…? Vemos esta carencia tan grave, además, en quienes Él llamó y eligió “para que estuviesen con Él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Es que dejado lo primero se cae lo segundo. Qué rápido se han “aburrido” y hundido en los lodos de la superficialidad. El cuadro, en un alma consagrada, estremece. Tristeza sin nombre ni medida. Si es que las treinta monedas del Iscariote se antoja una fortuna comparadas con el precio en que tasan éstos a Nuestro Señor. 

Kyrie, eléison: Señor, ¡ten piedad!
La segunda palabra, es que esto viene de otra ignorancia, en muchos difícilmente excusable, y es el desconocimiento de lo que se llama la “economía de la salvación”, o sea del modo por el que Dios en su Sabiduría ha dispuesto que la salvación llegue a los hombres y actúe en ellos. Toda gracia, todo don, todo lo que al hombre lo acerque a Dios, proviene de Cristo. A nadie salva Dios si no es por medio de la Humanidad de Cristo. Y la extensión temporal y ampliación local de esta Humanidad es su Cuerpo Místico, la Iglesia Misterio, que somos nosotros; y el bien que Dios nos conceda hacer para acercar a más y más personas a Jesús. La predicación, además, es una invitación a la libre aceptación del mensaje de Dios, y por eso a la obligación nuestra de predicar se corresponde el derecho de todos a la Verdad… ¡es cuestión de dignidad humana, de respeto de la libertad! Derechos humanos y dignidad humana no se promueven cacareando ni con pomposas declaraciones.

La tercera y última palabra, ahijada de las primeras dos. En el texto del Vaticano II en cuestión se habla de un “forma que sólo Dios conoce” por la cual muchos que no conocen a Cristo, porque no han tenido oportunidad de encontrarle con suficiente nitidez, serán salvos. Lo misterioso no es en virtud de qué Dios los salvará, que es siempre y sólo por el misterio pascual de Cristo. Lo misterioso es la manera en la cual de hecho se unen a ese misterio, y por lo tanto, en la cual se unen al Misterio de la Iglesia. O sea, de qué se sirve la Misericordia de Dios para ser en concreto la plenitud de la justicia. Y aquí es donde entramos nosotros y donde retornamos al punto de partida. Lo misterioso del modo no niega ni relativiza el hecho de la mediación histórica de la Iglesia, esposa de Cristo, y los cristianos, sus miembros. Lo misterioso es cuál es concretamente esta mediación en unión al misterio de Cristo de la que Dios se sirve para la salvación de esta alma que no ha podido conocer a Cristo ni profesar la fe. Podemos bien pensar: ¿fue por una Misa devota en una choza perdida, por las ristras de rosarios de una viejecita que se duerme en medio de ellos, por los dolores de un pobre cristo crucificado al lecho de su enfermedad… o por los actos de devoción de niños y “como-niños” al pasar ante unas reliquias de santos…? ¿Fue por la sacrificada e infructuosa predicación y lágrimas de un misionero, por las “noches” de un alma atribulada vividas en fe y amor, por la lucha generosa de un cristiano por serlo “de cuerpo entero”, o por las proezas de las pequeñas fidelidades de un alma contemplativa? ¿Por las obras buenas de quienes son parte del alma de la Iglesia… hechas bajo la acción del Espíritu Santo? ¿Fue quizás por tus pobres oraciones de esta mañana, o las más pobres mías… por estar unido todo ello a los méritos de Cristo?

Debería hacernos pensar en la eficacia de nuestras oraciones y sacrificios el que la Virgen en Fátima encargue a tres niños, ignorantes y sencillos “de colección”, que se dediquen a  salvar al mundo con rosarios y sacrificios ofrecidos en el silencio. Geopolítica del más alto nivel desde bajo una encina en el últimoc lugarejo de la vieja Europa, porque “la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres”. La “manera misteriosa” no es una invitación a cruzarnos de brazos, al contrario, es un llamado inaplazable a nuestra responsabilidad, a reconocer nuestra misión en este mundo, a asumirla y agradecerla. 

En sustancia y esencia pensaba estas cosas ante el cofre de plata con unos pocos huesos y cenizas en su interior. 

Hace un par de días estuve en un aeropuerto, conducta que repito muy frecuentemente, casi un vicio, digamos. Montones de los miles de almas que crucé no conocen aún a Jesucristo. De nuestro testimonio cristiano, de nuestra fidelidad a la misión y de nuestra predicación depende que tantos de ellos lleguen a conocerlo y puedan sumergirse en las inagotables riquezas del Señor, de nuestros sacrificios y oraciones el que tantos de ellos sean salvados por Él “de una manera misteriosa”.

2. El rebaño del 1%


Mientras escribo esto llegan por la ventana los cantos, griterío y batahola de una treintena larga de niños los cuales participan en esta tarde de sábado del “Oratorio parroquial” aquí en Taiwán. Música, arte, ayudas extraescolares, formación humana y según su medida cristiana, y muchos juegos para esta ruidosa cuadrilla de chinitos, la gran mayoría de los pueblos originarios de Taiwán, lo que llaman los “aborígenes” (suena algo así como “iuen-chu-mín”), normalmente los más pobres y olvidados. En este momento han comenzado a practicar algunas canciones navideñas. Son los mismos que vienen cada tarde de la semana para recibir apoyo escolar, pero hoy… es especial, porque es sábado y no hay estudio, y el ambiente es mucho más festivo.

Pues bueno, de ellos sólo una niñita es bautizada. El resto, paganitos de familias paganas. Estamos en Taiwán, donde ser misionero y pastor es cuidar ese “pequeño rebaño” de católicos, que es menor al 1% de la población total.

Y entonces aquí van un par de trazos del día a día de uno de estos pastores, siguiéndolo en un par de sus correrías. 

Se trata de “Fu-Shen Fú”, o sea, “el padre Fu”. Para los lingüistas, diremos que el primer “Fu” es el apellido chino del cura en cuestión, y el segundo es parte de la palabra “Padre”. Cuál de las partes… ni idea, pero es más o menos así. Pues bien, Fu-Shen Fú lleva la pila de años en estas tierras. Cada día tiene la Misa en dos parroquias, con un puñadito de personas en cada una, hasta las del fin de semana, en que podríamos decir que llega a ser un “atado”, o sea, un par de decenas.

Sus parroquias comprenden dos notables ciudades, con más de cien mil personas en total, y poquísimos católicos. Cada jueves a mediodía, va con su furgón al mercado de verduras y lo llena con todo lo que le donan, siempre paganos, para repartir en un barrio pobre. El viernes toca lo mismo con el pan, de la mejor panadería de la ciudad, quienes le buscaron a él para donarle cada semana excesos de producción para que reparta a los pobres. También paganos.

El sábado, día de subir al furgón para un recorrido de más de una hora recogiendo niños en los lugares más distantes para el  Oratorio en una de las parroquias (con su correspondiente recorrido al terminar), y el domingo otro tanto, a veces más largo, para aquellos de la otra parroquia, la más pobre, ayudado a veces por otros dos vehículos que conducen las hermanas y alguno de los catequistas. Llegado a la iglesia, a cocinar el mismo cura alguna cosa para los chicos, luego las catequesis y las clases de música (esto último, sin duda, no está a cargo de Fu-Shen Fú…), y la Misa al cómodo horario de las 14:30, para que puedan jugar algo después y volver a casa.

 El resto de los días, siempre toca algún viaje con niños para las escuelitas de apoyo, o subirse a la moto para unciones de los enfermos a más de 20 kilómetros, comuniones de ancianos y enfermos aquí y allá, o funerales cristianos. Y el resto de la vida parroquial. 

Quiero decir, ser pastor de ese 1% aquí es salir a buscar la oveja perdida, pero es salir a buscar también a la que jamás estuvo en el rebaño… y es salir para que la que está en él no lo abandone. Es morir como el grano de trigo cada día, mes tras mes y año tras año, por esa almita por la que murió Jesús. 

Dios bendiga a Fu-Shen Fú.
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3. Lluvia del cielo


Y Dios bendice, sin duda. Ayer Fú-Shen Fú debía celebrar la Misa de la tarde en la parroquia más distante, pero como estaba yo de visita, Cháng-Shen Fú se ofreció a reemplazarlo. A la hora exacta de esa Misa lo llaman al móvil para pedirle la Unción para una cristiana moribunda, en el hospital de la Ciudad, a unas  decenas de kilómetros. Allí va Fu-Shen Fú en su moto. Los familiares paganos de esta fiel cristiana encontraron el número de Fu-Shen Fú en su móvil, y por eso llamaron, siendo el único número que tenían. La Providencia se encargó de que él estuviera disponible a esa hora, en una más de sus delicadezas. Por ella bien le han valido a Fu-Shen Fú sus añares de misión.

Un caso más de los incontables con que puede encontrarse un sacerdote que ama y vive su ministerio, que se crucifica y que no conoce la palabra “no puedo”, sobre todo apenas vislumbra que lo que está en juego es un alma. Muchas veces Fu-Shen Fú me ha comentado de las almas a las que ha asistido en su último viaje, varios de ellos los jóvenes que tantas veces llevó en su furgón, padres y abuelos de alguno de los niños convertidos a Cristo, paganos poco antes bautizados o que entran al rebaño en el lecho de muerte. Muchos de los niños de estos oratorios y escuelas irán pidiendo a sus padres poder recibir el catecismo y bautizarse, y no pocos van atrayendo también a los suyos.

Y Dios bendice. Entre tantas anécdotas que por estos lados se escuchan, termino estas líneas con una muy especial.

Hace un par de meses Fu-Shen Fú me contó lo que le había pasado el mediodía de un sábado, durante el “Oratorio” parroquial. Sucedió que “Chin”, por poner un nombre al simpático paganito de 9 años protagonista de la historia, lo llamó aparte muy serio diciendo que tenía que hablar con él.

Se sentaron en un banco de la iglesia, y nuestro chinito señalando hacia el sagrario soltó a  quemarropa: 

– Hoy Jesús me habló.

El Shen Fú, repuesto de la inicial y agradecida sorpresa, procedió con los pasos elementales del “discernimiento de fenómenos extraordinarios”, que se dice. O sea, con total naturalidad, siguió el diálogo:

– ¿Ah, sí…? –dijo como quien habla de la lluvia–, ¿y qué te dijo?
– Que necesito la gracia.

Él no recordaba haberles hablado jamás de esto, al menos con esos términos. Con la mejor de las composturas y la misma naturalidad que la sencillez de ambos exigía, es decir, del niño y de la gracia, procedió:

– Y… ¿sabes qué es eso?
– Sí.
– Y entonces… ¿sabes qué tienes que hacer?
– Sí –siguió el chinito con la certidumbre de las almas puras–, bautizarme.




P. Miguel Soler (IVE)


miércoles, 20 de diciembre de 2017

El secreto de los "pequeños" - Heraldos del Evangelio


EL SECRETO DE LOS “PEQUEÑOS”

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). De hecho, la mayor prueba del amor de Dios por nosotros nos fue dada en Belén y, tres décadas después, en el Gólgota. ¿Qué más podría haber hecho por nosotros? ¿Qué ejemplos, qué milagros, qué enseñanzas podría habernos dado Jesús y no nos dio?

Nos espanta la incomprensible ingratitud de los hombres de aquella época con relación a Dios Redentor; ¡más aún la furia de sus enemigos! Pero si consideramos que Él era omnisciente y, por tanto, conocía en los mínimos detalles su propio destino, la excelencia de su amor por cada uno de nosotros queda probada todavía más. Cristo pasó su vida “haciendo el bien y curando a todos” (Hechos 10, 38) mientras preveía la persecución y la ingratitud de aquellos a los que había venido a proporcionarles toda clase de beneficios, y aún así ¡se nos presenta con los brazos abiertos en un pobre pesebre!

Ahora bien, si “amor con amor se paga”, nos encontramos en una situación aparentemente irresoluble: por mucho que lo queramos, nunca podremos amar al Creador en la misma medida en que Él nos ama, pues su amor es infinito y el nuestro, limitado. Dios, sin embargo, no le exige lo imposible a la naturaleza humana: se contenta con recibir la totalidad de nuestro amor, aunque éste sea pequeño. Desea que el hombre, por así decirlo, se ponga de puntillas y alcance el pináculo de sí mismo.

Si así lo hacemos, hallaremos en el punto auge de nuestro espíritu la verdadera devoción a la Virgen, toda hecha de entrega, desapego y confianza filial. Y cuando dicha situación es obtenida, se convierte en un trampolín para ascender aún más, porque, mediante la práctica de la verdadera devoción, María nos introduce en el “ciclo” de sus virtudes, haciéndonos partícipes de su misma santidad.

En efecto, nunca ha habido, ni habrá jamás, alma alguna que consiga amar a Dios tanto como lo ama su Madre Santísima. Vaso de elección, cúmulo de todas las perfecciones posibles, fue dotada de una capacidad de amar que excede la humana comprensión. San Luis María Grignion de Montfort enseña que si hiciéramos recaer en un único hijo el amor de todas las madres de la Historia, no se lograría ni de lejos el amor que Ella tiene por cada uno de nosotros. ¿Cuál será, pues, la inmensidad de su amor por su Hijo perfectísimo, el propio Dios encarnado?

Aquellos que suben por sí mismos hasta el pináculo de la caridad no llegan siquiera a los pies de la Virgen en materia de perfección de amor; pero el que a Ella se arrima con verdadera devoción puede elevarse mucho más alto. Este es el “secreto” de santificación reservado a los “pequeños”. Dios se complace en engrandecer a los humildes (cf. Mt 23, 12), y en los brazos de María es donde se forjan aquellos a quienes les está reservada la mayor santidad de la Historia.

Publicado en la revista "Heraldos del Evangelio", No. 173, Diciembre 2017, Editorial.

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