MEDITACIONES
Traductor: P. TEODORO CALVO MADRID
Libro único
Capítulos 39, 40 y 41
Capítulo 39. ORACIÓN A DIOS LLENA DE TEMOR Y DE CONFIANZA
Señor Jesús, Hijo del Dios vivo, que habiendo extendido los brazos en la cruz bebiste el cáliz de la pasión para redimir a todos los hombres: dígnate concederme hoy tu auxilio. He aquí que vengo pobre y falto de todo a ti que eres rico y misericordioso, haz que no me tenga que apartar vacío y despreciado. Obligado por la necesidad comienzo a buscarte; no me rechaces. Vengo a ti lleno de hambre, no me despidas sin haberme saciado, y ya que he deseado tanto el alimento celestial, haz que pueda saborearlo después de tantos suspiros. Ante todo, oh dulcísimo Jesús, confieso y reconozco mi iniquidad ante la grandeza de tu suavidad. Porque fui concebido y nací en el pecado, y tú me lavaste y me santificaste, y posteriormente todavía me manché con mayores faltas. Pues fue necesario que naciera en el mal, pero después yo me sumergí en el voluntariamente. Fiel a tu divina misericordia, me sacaste de la casa de mi padre carnal y de en medio de los pecadores para inspirarme el deseo de seguirte con la generación de los que buscan tu presencia. Siguen el camino del bien, moran entre los lirios de la castidad, y se sientan contigo en el cenáculo de la más perfecta pobreza. Pero yo, ingrato, olvidado de la multitud de tus beneficios, apenas había comenzado a caminar por la vía de la santidad, cuando caí en más pecados y crímenes que los cometidos antes, y en lugar de tratar de borrar mis pecados no hice más que acumular unos sobre otros. Estos son los males con los que deshonré tu santo nombre y con ellos manché mi alma que tú habías creado a tu imagen y semejanza 153. Con la soberbia, con la vanagloria y con otros mil pecados semejantes nunca cesé de afligir, desgarrar, destruir mi pobre alma. Y he aquí, Señor, que mis iniquidades, como olas encrespadas, sobrepasaron mi cabeza, y acumuladas unas sobre otras me oprimieron con su ingente peso 154. Y si tú, Señor Dios mío, del cual es propio perdonar y compadecerse, no me tiendes la mano auxiliadora de tu majestad, me sumergiré miserablemente en lo más profundo del abismo.
Atiende, Señor, y mírame, porque tú eres santo; mira cómo me insulta mi enemigo diciendo: Dios le abandonó, le perseguiré y le atraparé, porque no hay quien le libre 155. Y tú, Señor, ¿hasta cuándo me dejarás en este estado? 156 Vuélvete hacia mí: libra mi alma, y sálvame por tu misericordia. Compadécete de tu hijo, al que diste a luz con tanto dolor. Que la vista de mis pecados no te haga olvidar tu infinita bondad. ¿Qué padre no se esforzaría por librar a su hijo del peligro? ¿O a qué hijo no le corrige su padre sus faltas con el báculo de la piedad? Así pues, Padre y Señor mío, aunque pecador, no dejo de ser hijo tuyo, porque tú me hiciste y me redimiste. Castígame en proporción de mis pecados, y después de haberme corregido como merezco, entrégame a tu Hijo Jesucristo. ¿Acaso puede olvidarse la madre del hijo de sus entrañas? Y aunque ella, oh Padre, se olvidara, tú prometiste no olvidarte 157. Pero yo elevo mi voz y no me escuchas; estoy destrozado por el dolor y no me consuelas. ¿Qué diré o qué haré, miserable de mí? En lugar de consolarme, incluso me rechazas de tu presencia 158. ¡Ay de mí, qué bien supremo he perdido, y en qué abismo de males he caído! ¡A dónde quería ir, y dónde he ido!, ¡en qué estado me encuentro en comparación de aquel en que debería estar! ¿Cuál era el objeto de mis aspiraciones, y por qué puedo yo ahora suspirar? Buscaba el bien, y he encontrado la turbación. Me muero, y Jesús no está conmigo. ¿No sería para mí mejor dejar de existir, que existir sin Jesús? ¿No valdría más dejar de vivir que vivir sin aquel que es la vida?
¿Y dónde, oh Señor Jesús, están tus antiguas misericordias? ¿Es que tu cólera contra mí no va a tener fin? 159 Aplácate, te lo ruego, y ten piedad de mí, y no apartes de mí tu rostro 160, porque para redimirme no apartaste tu cara de los que te increpaban y te llenaban de salivazos 161. Confieso que pequé, y mi conciencia me dice que merezco la condenación, y sé que mi penitencia no basta para la satisfacción. Pero la fe me enseña que tu misericordia sobrepasa nuestras ofensas. No me juzgues, Dios piísimo, según mis faltas, y no entres en juicio con tu siervo 162; por el contrario, borra mi iniquidad según la grandeza de tus misericordias 163. ¡Ay de mí, miserable, cuando llegue el día del juicio, cuando sean abiertos los libros de todas las conciencias, y cuando se diga de mí: He aquí las obras de este hombre! ¿Qué haré yo entonces, Señor Dios mío, cuando los cielos revelen todas mis iniquidades, y cuando la tierra se levante contra mí? Nada podré responder, sino que tendré que estar delante de ti, temeroso y confuso, con la cabeza baja por la confusión. Miserable de mí, ¿qué podré decir en defensa mía? Gritaré hacia ti, Señor mi Dios, porque el silencio sería mi ruina. Sin embargo, si hablo no disminuirá mi dolor, y si me callo mi corazón será destrozado por la amargura. Llora, pues, alma mía, llora como una joven viuda sobre el esposo que ha perdido. Lanza gemidos y gritos de desesperación por haber sido abandonada por Jesucristo, tu celestial esposo.
¡Oh ira del omnipotente, no caigas sobre mí, porque eres demasiado grande para mi debilidad, y mi entero ser no podría soportarla! Ten piedad de mí, Señor, y no me dejes caer en la desesperación, sino que, por el contrario, concédeme que respire lleno de esperanzas. Si yo cometí faltas que merecen que me condenes, tú posees en tu misericordia los medios para salvarme. Tú, oh Señor, no quieres la muerte de los pecadores, ni te alegras viéndolos morir en el crimen 164, sino que, por el contrario, para que los muertos vivieran aceptaste tú la muerte, y tu muerte acabó con la muerte de los pecadores. Así pues, si con tu muerte les devolviste la vida, no me dejes morir tú, cuya vida es eterna. Tiéndeme desde lo alto de los cielos tu mano auxiliadora, y líbrame del poder de mis enemigos. No permitas que se gocen sobre mí y digan: Le hemos devorado 165. ¿Quién podrá alguna vez, oh buen Jesús, desconfiar de tu misericordia? Cuando éramos tus enemigos nos redimiste con tu sangre, y nos reconciliaste con Dios 166. He aquí que protegido por la sombra de tu misericordia me presento ante el trono de tu gloria pidiendo perdón. Clamaré y llamaré a tu puerta, hasta que tengas piedad de mí. Si tú nos llamaste a la gracia del perdón cuando no te lo pedíamos, ¿podrás negárnoslo ahora cuando te lo pedimos con tanto ardor?
No recuerdes, oh Jesús dulcísimo, tu justicia contra este pecador; recuerda, por el contrario, tu benignidad hacia esta criatura tuya. Olvida la ira contra el culpable, y ten piedad del desventurado. Olvida la soberbia que sólo puede irritarte, y mira sólo en mí al miserable que te implora. Pues quien dice Jesús, dice Salvador. Levántate, pues, oh Jesús, para venir en mi ayuda, y di a mi alma: Yo soy tu salvación 167. Mucho confío, Señor, en tu bondad, porque tú mismo me enseñas a pedir, buscar y llamar 168. Instruido por tus palabras vengo a pedir, buscar y llamar. Pero tú, oh Señor, que nos ordenaste pedir, dígnate acoger nuestra petición; tú que nos aconsejaste buscar, haz que nuestra búsqueda no resulte vana; tú que nos enseñaste a llamar, ábrenos cuando llamamos. Fortifícame, porque soy débil, devuélveme al buen camino, porque estoy perdido, resucítame, porque estoy muerto. Dígnate según tu beneplácito dirigir y gobernar todos mis sentidos, pensamientos y acciones, para que sólo te sirva a ti, para que sólo viva para ti, y para que me entregue enteramente a ti. Tú eres el Creador, y por eso me debo a ti. Sé que te dignaste redimirme y te hiciste hombre por mi salvación, y por eso, si lo tuviera, te debería dar algo superior, porque tú eres mayor que aquel por quien te entregaste a ti mismo. Pero yo no puedo ofrecerte más que a mí mismo, e incluso lo que tengo, sólo te lo puedo ofrecer mediante el auxilio de tu gracia. Recíbeme, pues, y atráeme hacia ti, a fin de que sea enteramente tuyo por la obediencia y por el amor, como yo lo soy por mi naturaleza, oh Dios, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Capítulo 40. RECOMENDACIÓN DE SÍ MISMO
Señor Dios omnipotente, Dios trino y único, que estás en todas las cosas y que existes antes de todas, y que estarás siempre en todas; Dios bendito por los siglos, te recomiendo hoy y por siempre mi alma y mi cuerpo, y todos los órganos por los cuales veo, oigo, gusto, huelo y toco; te encomiendo todos mis pensamientos y mis aflicciones, mis palabras y mis acciones, todo lo que está fuera de mí y todo lo que está en mí, como mis sentimientos, inteligencia, mi memoria, mi fe, mi creencia en ti, mi perseverancia; todo lo pongo, Señor, en tus manos, para que te dignes conservarlo día y noche, en todas las horas y en todos los momentos.
Escucha mi plegaria, oh Trinidad Santa, y líbrame de todo pecado, de todo escándalo, de todo pecado mortal, de todas las insidias y emboscadas de los demonios y de los enemigos visibles e invisibles. Te lo pido por las oraciones de los patriarcas, por los méritos de los profetas, por el sufragio de los apóstoles, por la constancia de los mártires, por la fe de los confesores, por la castidad de las vírgenes y por la intercesión de todos los santos que fueron aceptos a ti, desde el comienzo del mundo. Arroja de mí la jactancia de la mente, y aumenta la compunción de mi corazón; rebaja mi soberbia, e inspírame la verdadera humildad. Concédeme el don de lágrimas, y ablanda mi corazón, más duro que el pedernal. Líbrame, Señor, de las trampas de mis enemigos, y otórgame la gracia de ser siempre fiel a tus mandamientos, y enséñame a hacer únicamente tu voluntad, porque tú eres mi Dios 169. Concédeme, Señor, un sentido recto y una inteligencia perfecta, para que pueda merecer toda la grandeza de tu bondad. Haz que te pida lo que te es agradable a ti, oh Dios, y útil para mi salvación. Otórgame la gracia de derramar lágrimas sinceras, y haz que sólo te pida lo que tú me puedes conceder. Si tú me rechazas pereceré; si me miras viviré; si buscas en mí la justicia, seré un muerto maloliente, si me miras con ojos de misericordia, cualquiera que sea mi grado de corrupción, me harás salir del sepulcro. Quita de mí lo que odias en mí, inspírame el espíritu de castidad y de continencia, para que nada te ofenda de lo que yo puedo pedirte. Líbrame de todo lo nocivo para mi salvación, y concédeme todo lo conveniente para la misma. Concédeme, Señor, la medicina, con la que se pueden curar mis heridas. Dame, Señor, tu temor, la compunción del corazón, la humildad de la mente y la conciencia pura. Haz que siempre esté animado de una verdadera caridad fraterna, y que recordando mis propias faltas no indague las faltas de otros. Perdona a mi alma; perdón por mis extravíos, perdón por mis pecados, perdón por mis crímenes. Ven a robustecer mi debilidad, a curar mis enfermedades, a sanar mis males, y a devolverme la vida. Concédeme, Señor, un corazón que te tema, una mente que te ame, una inteligencia que te comprenda, unos oídos que te oigan. Ten piedad de mí, Señor, ten piedad de mí. Desde lo alto de tu morada mírame benignamente, y disipa las tinieblas de mi espíritu con un rayo de tu eterno resplandor. Otórgame la gracia de poder distinguir el bien del mal, y de estar siempre vigilante y atento en la elección que he de hacer. Te pido, Señor, el perdón de mis pecados, y te suplico que me concedas esa gracia en el nombre del único que me puede ayudar en el tiempo de mi aprieto y de mi angustia.
Virgen santa e inmaculada, María, madre de Dios, dígnate interceder por mí ante aquel del que tú mereciste ser templo. San Miguel, San Gabriel, San Rafael, santos coros de los ángeles, de los arcángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los evangelistas, de los mártires, de los confesores, de los sacerdotes, de los levitas, de los monjes, de las vírgenes y de todos los justos: en el nombre de quien os eligió y de cuya contemplación disfrutáis me atrevo a pediros que os dignéis interceder ante Dios por un miserable pecador para que pueda escapar de las fauces del demonio dispuesto a devorarme, y para que merezca ser librado de la muerte eterna. Dígnate, Señor, según tu clemencia y tu benignísima misericordia, concederme la vida perpetua.
Oh Señor Jesucristo, haz que la concordia y la unión reinen entre los sacerdotes. Concede la paz y la tranquilidad a los reyes, a los obispos, a los príncipes de la tierra que juzgan con equidad o justicia. Te ruego también, Señor, por toda la santa Iglesia católica, por los hombres y por las mujeres, por los religiosos y los seglares, por todos los gobernantes de los pueblos cristianos, por todos los creyentes que trabajan por tu amor, a fin de que obtengan la gracia de perseverar en la práctica del bien. Señor, rey eterno, concede a las vírgenes la castidad, a los consagrados a Dios la continencia, la santidad de la vida a los casados, el perdón a los penitentes, el sustento a los huérfanos y a las viudas, la protección a los pobres. Concede a los peregrinos el retorno a la patria, el consuelo a los que lloran, el descanso eterno a los fieles difuntos, a los navegantes la llegada al puerto de la salvación. Otorga a los perfectos la gracia de perseverar en la perfección, a los imperfectos el hacerse mejores, a los que viven todavía en el crimen y en la iniquidad que se corrijan prontamente. Oh dulcísimo y piadosísimo Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo y Redentor del mundo, confieso que soy el más grande y miserable de todos los pecadores; pero tú, Padre omnipotente, cuya misericordia es infinita y que te muestras compasivo con todos los hombres, no permitas que sea yo el único que se vea privado de los efectos de tu misericordia. Y tú, santa e indivisible Trinidad, que eres siempre y en todas partes el solo y mismo Dios, haz que mi alma te tema y te ame por encima de todo, y que no tenga más voluntad que la tuya. Sobre todo eres tú, Padre omnipotente, bendito y glorioso en todos los siglos, a quien yo imploro a favor de todos los que se acuerdan de mí en sus oraciones, o se recomiendan a las mías, por más indignas que éstas sean; te ruego por todos aquellos a cuyo celo o caridad debo algún servicio, por los vinculados a mí por la sangre y por la amistad, tanto vivos como difuntos; concédeles a todos tu misericordia y ser preservados de la perdición eterna. Dígnate también conceder tu auxilio a todos los cristianos que todavía peregrinan sobre la tierra, y a los fieles que ya has llamado a ti, concédeles el perdón de sus faltas y el descanso eterno. Te pido también con todas las fuerzas de mi alma, a ti Señor, que eres el Alfa y la Omega (el principio y el fin), que cuando llegue la última hora de mi vida actúes como juez misericordioso y como mi abogado contra las pérfidas acusaciones y trampas del demonio, mi antiguo enemigo, y me hagas partícipe, en tu santo paraíso, de la compañía de los santos y de tus ángeles, oh Dios que eres bendito por los siglos de los siglos. Así sea.
Capítulo 41. ACCIÓN DE GRACIAS Y DESEO ARDIENTE DE AMAR A DIOS
Señor Jesucristo, Redentor mío, mi única misericordia y salvación, yo te alabo y te doy gracias. Aunque esas gracias no corresponden a tus beneficios, y aunque carecen de la devoción y de la unción de tu amor, mi alma te las ofrece humildemente, y aunque no son como debieran ser, te las presento según la medida de mi debilidad. Tú eres la única esperanza de mi corazón, el único apoyo de mi alma, y el único auxilio en mi enfermedad; que tu bondad omnipotente supla los esfuerzos impotentes de mi tibieza y de mi debilidad.
¡Vida mía y único objeto de mis pensamientos y de mis aspiraciones; aunque todavía no he merecido amarte como es mi deber, deseo, por lo menos, amarte tanto como yo puedo hacerlo! ¡Luz de mi alma, tú conoces lo profundo de mi conciencia, porque ante ti están todos mis deseos 170 y si hay en mí alguna buena voluntad es a ti a quien se debe! Si lo que tú inspiras es un bien, oh Señor, como querer amarte es el soberano bien, haz que yo pueda cumplir lo que tú quieres, y haz que sea digno de amar como tú lo ordenas. Te alabo y te doy gracias por el deseo que me inspiraste. Te ofrezco alabanzas y plegarias para que el beneficio gratuito de tu gracia no resulte infructuoso para mí. Termina en mí lo que ya has comenzado, y haz que yo pueda cumplir lo que, previniéndome con tan gran bondad, me has hecho desear. Oh Dios misericordiosísimo, cambia la tibieza de mi corazón en un ferventísimo amor hacia ti.
¡Oh Dios clementísimo, mi plegaria, y el recuerdo y la meditación de tus beneficios no tienen otra finalidad que encender en mí el fuego de tu amor! Tu bondad, oh Señor, me creó de la nada, tu misericordia me purificó del pecado original Pero, después de esa purificación en las aguas bautismales, me sumergí en el fango de otros muchos pecados, y tú me sufriste, me alimentaste y me esperaste con paternal paciencia. Si aguardas a que me corrija de mis faltas, mi alma aguarda también la inspiración de tu gracia para arrepentirse sinceramente de sus inquietudes y para llevar en adelante una vida santa. ¡Oh Dios que me has creado y me has alimentado, y que has sufrido tanto por mí: ven en mi ayuda! Mi alma tiene sed y hambre de ti; a ti te desea, por ti suspira y aspira solamente a ti. Y como un huérfano privado de la presencia de su amantísimo padre, le llora sin cesar y abraza ardientemente su faz querida, así también yo pensando en tu pasión, Señor, y recordando los golpes, bofetadas y demás ultrajes sufridos por mí, así como tus heridas y tu muerte sobre la cruz, tu cuerpo embalsamado y depositado en el sepulcro, tu gloriosa resurrección, tu admirable ascensión a los cielos, y todas las cosas que creo con inquebrantable fe, derramo lágrimas abundantes y gimo en este destierro que me separa de ti. Mi único consuelo está en tu segundo advenimiento, que deseo ardientemente para contemplar la gloria de tu rostro.
¡Ay de mí que no pude ver al Señor de los ángeles, rebajándose al nivel de los hombres para elevar a los hombres al rango de los ángeles, cuando Dios ultrajado por los pecadores moría para darles la vida! ¡Pobre de mí que no pude presenciar ni llenarme de estupor ante esa escena de inestimable piedad y amor! ¿Por qué, oh alma mía, no pudiste estar presente, y sentir el más vivo dolor viendo el costado de tu Salvador atravesado por la punta de la lanza, contemplando los pies y las manos de quien te creó, atravesados por clavos, y mirando cómo la sangre manaba abundantemente del divino cuerpo de tu Redentor? ¿Por qué no te embriagaste de lágrimas amargas, cuando él fue abrevado con amarguísima hiel? ¿Por qué no participaste del dolor de esa virgen tan pura, tan santa, dignísima Madre de Dios, y benignísima Madre nuestra? Oh Señora mía misericordiosísima, ¿qué lágrimas manarían de tus castos ojos cuando veías a tu inocente Hijo único, atado, flagelado y crucificado en presencia tuya? ¡Cuán abundantes y amargas serían las lágrimas que inundarían tu rostro, a la vista de ese Hijo amadísimo, tu Dios y tu Señor, limpio de todo pecado, y sin embargo colgado en la cruz, y con la carne recibida en tu seno tan cruelmente desgarrada por los impíos! ¡Qué suspiros y qué sollozos saldrían de tu pecho, cuando desde lo alto de la cruz te dijo señalando a su discípulo: Mujer, he ahí a tu hijo, y luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre 171! ¡Recibiste entonces al discípulo en lugar del Maestro, y al siervo en lugar del Señor! ¡Ojalá con el feliz José hubiese podido yo bajar a mi Señor de la cruz, embalsamar tu divino cuerpo, depositarlo en el sepulcro o al menos acompañarlo hasta el lugar de la sepultura, testimoniando de ese modo mi amor y mi profundo respeto por tan precioso y excelente muerto! ¡Pluguiera a Dios que yo hubiera estado entre las piadosas mujeres, lleno de pavor a la vista de los ángeles, que brillaban con un celeste resplandor y que anunciaban, oh Señor, tu gloriosa resurrección! ¡Cuán grandes hubieran sido mi gozo y mi consuelo al escuchar esa noticia tan vivamente esperada y deseada con tan grande ardor! ¡Ojalá hubiera yo escuchado de la boca de los ángeles estas palabras: No temáis; buscáis a Jesús crucificado; resucitó, no está aquí! 172 Oh Jesús benignísimo, suavísimo y serenísimo, ¿cuándo me compensarás por no haber sido testigo de la bienaventurada incorruptibilidad de tu cuerpo, por no haber cubierto con besos los lugares de tus heridas, y las marcas de los clavos que atravesaron tus manos y tus pies, por no haber regado con lágrimas de júbilo esas señales incontestables de la verdad de tu cuerpo?
Oh Jesús admirable, inestimable e incomparable, ¿cuándo me consolarás y pondrás fin a mi dolor?, pues mi dolor es indecible mientras peregrino lejos de mi Señor. ¡Ay de mí, ay de mi alma, Señor; te apartaste de mí tú que eras el consolador de mi vida, sin despedirte ni siquiera de mí! Cuando subiste al cielo, antes de abandonar a tus discípulos, les diste tu bendición, y yo no estuve presente. Elevadas las manos, ascendiste al cielo sobre una nube 173, Y yo no lo vi. Los ángeles prometieron que volverías un día y yo no los oí.
¿Qué diré? ¿Qué haré? ¿Adónde iré? ¿Dónde buscaré al que amo y dónde podré encontrarlo? ¿Quién dirá a mi amado que languidezco de amor por él? Terminó la alegría de mi corazón y mi risa se convirtió en llanto. ¡Mi alma y mi cuerpo desfallecieron, oh Dios de mi corazón, y mi única herencia por toda la eternidad! Mi alma rehúsa toda consolación que no venga de ti, Señor Dios, único que puedes endulzar mis penas. Y sin ti, oh Dios mío, ¿qué son para mí el cielo y la tierra? A ti solamente quiero, en ti sólo espero, solamente te busco a ti. A ti te dijo mi corazón: He buscado la belleza de tu rostro, Señor; la buscaré siempre, y tú no apartes nunca tu vista de mí. Oh amador benignísimo de los hombres, a ti está encomendado el pobre, y tú serás el auxilio del huérfano. Mi defensor más seguro, compadécete de este huérfano abandonado; ya no tengo padre, y mi alma vive desolada como una viuda. Recibe las lágrimas que mi alma derrama como una esposa privada de su esposo, y como un huérfano que ha perdido a su padre; recibe esas lágrimas que ella te ofrece hasta que vuelvas a su lado. Dígnate presentarte ante mi alma, me sentiré consolado; que yo te vea y seré salvado. Muéstrame tu gloria, y mi gozo será perfecto 174. Mi alma tiene sed de ti, Señor, y mi carne siente de diversos modos ese mismo deseo. Mi alma sedienta suspira por Dios, fuente de agua viva; ¿cuándo vendré y apareceré ante la faz de mi Dios? 175 ¿Cuándo vendrás a mí, mi único consolador al que estoy aguardando? ¿Cuándo podré verte, único objeto de mis deseos y de mi gozo? ¿Cuándo podré saciarme con la contemplación de tu gloria 176, de la que estoy hambriento? ¡Oh, si me pudiera embriagar con la abundancia de tu celestial morada por la que suspiro, y con los torrentes de tus delicias de las que estoy sediento! 177 Que mis lágrimas constituyan día y noche mi único alimento, hasta el día en que me digan: aquí está tu Dios 178 y hasta el día en que oiga decir: «alma, aquí está tu esposo». Entretanto, oh Dios mío, que mi alma se alimente sólo de suspiros y de sollozos; que sólo beba sus lágrimas y se reconforte con sus dolores. En ese tiempo vendrá sin duda mi Redentor, porque es bondadoso, y no tardará en llegar porque es piadoso. A él la gloria por los siglos de los siglos. Así sea.