Mostrando entradas con la etiqueta San Agustín; Misericordia Divina. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta San Agustín; Misericordia Divina. Mostrar todas las entradas

miércoles, 14 de mayo de 2025

San Agustín - Misericordia Divina -Capítulos 39, 40 y 41

 



MEDITACIONES

Traductor: P. TEODORO CALVO MADRID

Libro único
Capítulos 39, 40 y 41

Capítulo 39. ORACIÓN A DIOS LLENA DE TEMOR Y DE CONFIANZA

Señor Jesús, Hijo del Dios vivo, que habiendo extendido los brazos en la cruz bebiste el cáliz de la pasión para redimir a todos los hombres: dígnate concederme hoy tu auxilio. He aquí que vengo pobre y falto de todo a ti que eres rico y misericordioso, haz que no me tenga que apartar vacío y despreciado. Obligado por la necesidad comienzo a buscarte; no me rechaces. Vengo a ti lleno de hambre, no me despidas sin haberme saciado, y ya que he deseado tanto el alimento celestial, haz que pueda saborearlo después de tantos suspiros. Ante todo, oh dulcísimo Jesús, confieso y reconozco mi iniquidad ante la grandeza de tu suavidad. Porque fui concebido y nací en el pecado, y tú me lavaste y me santificaste, y posteriormente todavía me manché con mayores faltas. Pues fue necesario que naciera en el mal, pero después yo me sumergí en el voluntariamente. Fiel a tu divina misericordia, me sacaste de la casa de mi padre carnal y de en medio de los pecadores para inspirarme el deseo de seguirte con la generación de los que buscan tu presencia. Siguen el camino del bien, moran entre los lirios de la castidad, y se sientan contigo en el cenáculo de la más perfecta pobreza. Pero yo, ingrato, olvidado de la multitud de tus beneficios, apenas había comenzado a caminar por la vía de la santidad, cuando caí en más pecados y crímenes que los cometidos antes, y en lugar de tratar de borrar mis pecados no hice más que acumular unos sobre otros. Estos son los males con los que deshonré tu santo nombre y con ellos manché mi alma que tú habías creado a tu imagen y semejanza 153. Con la soberbia, con la vanagloria y con otros mil pecados semejantes nunca cesé de afligir, desgarrar, destruir mi pobre alma. Y he aquí, Señor, que mis iniquidades, como olas encrespadas, sobrepasaron mi cabeza, y acumuladas unas sobre otras me oprimieron con su ingente peso 154. Y si tú, Señor Dios mío, del cual es propio perdonar y compadecerse, no me tiendes la mano auxiliadora de tu majestad, me sumergiré miserablemente en lo más profundo del abismo.

Atiende, Señor, y mírame, porque tú eres santo; mira cómo me insulta mi enemigo diciendo: Dios le abandonó, le perseguiré y le atraparé, porque no hay quien le libre 155. Y tú, Señor, ¿hasta cuándo me dejarás en este estado? 156 Vuélvete hacia mí: libra mi alma, y sálvame por tu misericordia. Compadécete de tu hijo, al que diste a luz con tanto dolor. Que la vista de mis pecados no te haga olvidar tu infinita bondad. ¿Qué padre no se esforzaría por librar a su hijo del peligro? ¿O a qué hijo no le corrige su padre sus faltas con el báculo de la piedad? Así pues, Padre y Señor mío, aunque pecador, no dejo de ser hijo tuyo, porque tú me hiciste y me redimiste. Castígame en proporción de mis pecados, y después de haberme corregido como merezco, entrégame a tu Hijo Jesucristo. ¿Acaso puede olvidarse la madre del hijo de sus entrañas? Y aunque ella, oh Padre, se olvidara, tú prometiste no olvidarte 157. Pero yo elevo mi voz y no me escuchas; estoy destrozado por el dolor y no me consuelas. ¿Qué diré o qué haré, miserable de mí? En lugar de consolarme, incluso me rechazas de tu presencia 158. ¡Ay de mí, qué bien supremo he perdido, y en qué abismo de males he caído! ¡A dónde quería ir, y dónde he ido!, ¡en qué estado me encuentro en comparación de aquel en que debería estar! ¿Cuál era el objeto de mis aspiraciones, y por qué puedo yo ahora suspirar? Buscaba el bien, y he encontrado la turbación. Me muero, y Jesús no está conmigo. ¿No sería para mí mejor dejar de existir, que existir sin Jesús? ¿No valdría más dejar de vivir que vivir sin aquel que es la vida?

¿Y dónde, oh Señor Jesús, están tus antiguas misericordias? ¿Es que tu cólera contra mí no va a tener fin? 159 Aplácate, te lo ruego, y ten piedad de mí, y no apartes de mí tu rostro 160, porque para redimirme no apartaste tu cara de los que te increpaban y te llenaban de salivazos 161. Confieso que pequé, y mi conciencia me dice que merezco la condenación, y sé que mi penitencia no basta para la satisfacción. Pero la fe me enseña que tu misericordia sobrepasa nuestras ofensas. No me juzgues, Dios piísimo, según mis faltas, y no entres en juicio con tu siervo 162; por el contrario, borra mi iniquidad según la grandeza de tus misericordias 163. ¡Ay de mí, miserable, cuando llegue el día del juicio, cuando sean abiertos los libros de todas las conciencias, y cuando se diga de mí: He aquí las obras de este hombre! ¿Qué haré yo entonces, Señor Dios mío, cuando los cielos revelen todas mis iniquidades, y cuando la tierra se levante contra mí? Nada podré responder, sino que tendré que estar delante de ti, temeroso y confuso, con la cabeza baja por la confusión. Miserable de mí, ¿qué podré decir en defensa mía? Gritaré hacia ti, Señor mi Dios, porque el silencio sería mi ruina. Sin embargo, si hablo no disminuirá mi dolor, y si me callo mi corazón será destrozado por la amargura. Llora, pues, alma mía, llora como una joven viuda sobre el esposo que ha perdido. Lanza gemidos y gritos de desesperación por haber sido abandonada por Jesucristo, tu celestial esposo.

¡Oh ira del omnipotente, no caigas sobre mí, porque eres demasiado grande para mi debilidad, y mi entero ser no podría soportarla! Ten piedad de mí, Señor, y no me dejes caer en la desesperación, sino que, por el contrario, concédeme que respire lleno de esperanzas. Si yo cometí faltas que merecen que me condenes, tú posees en tu misericordia los medios para salvarme. Tú, oh Señor, no quieres la muerte de los pecadores, ni te alegras viéndolos morir en el crimen 164, sino que, por el contrario, para que los muertos vivieran aceptaste tú la muerte, y tu muerte acabó con la muerte de los pecadores. Así pues, si con tu muerte les devolviste la vida, no me dejes morir tú, cuya vida es eterna. Tiéndeme desde lo alto de los cielos tu mano auxiliadora, y líbrame del poder de mis enemigos. No permitas que se gocen sobre mí y digan: Le hemos devorado 165. ¿Quién podrá alguna vez, oh buen Jesús, desconfiar de tu misericordia? Cuando éramos tus enemigos nos redimiste con tu sangre, y nos reconciliaste con Dios 166. He aquí que protegido por la sombra de tu misericordia me presento ante el trono de tu gloria pidiendo perdón. Clamaré y llamaré a tu puerta, hasta que tengas piedad de mí. Si tú nos llamaste a la gracia del perdón cuando no te lo pedíamos, ¿podrás negárnoslo ahora cuando te lo pedimos con tanto ardor?

No recuerdes, oh Jesús dulcísimo, tu justicia contra este pecador; recuerda, por el contrario, tu benignidad hacia esta criatura tuya. Olvida la ira contra el culpable, y ten piedad del desventurado. Olvida la soberbia que sólo puede irritarte, y mira sólo en mí al miserable que te implora. Pues quien dice Jesús, dice Salvador. Levántate, pues, oh Jesús, para venir en mi ayuda, y di a mi alma: Yo soy tu salvación 167. Mucho confío, Señor, en tu bondad, porque tú mismo me enseñas a pedir, buscar y llamar 168. Instruido por tus palabras vengo a pedir, buscar y llamar. Pero tú, oh Señor, que nos ordenaste pedir, dígnate acoger nuestra petición; tú que nos aconsejaste buscar, haz que nuestra búsqueda no resulte vana; tú que nos enseñaste a llamar, ábrenos cuando llamamos. Fortifícame, porque soy débil, devuélveme al buen camino, porque estoy perdido, resucítame, porque estoy muerto. Dígnate según tu beneplácito dirigir y gobernar todos mis sentidos, pensamientos y acciones, para que sólo te sirva a ti, para que sólo viva para ti, y para que me entregue enteramente a ti. Tú eres el Creador, y por eso me debo a ti. Sé que te dignaste redimirme y te hiciste hombre por mi salvación, y por eso, si lo tuviera, te debería dar algo superior, porque tú eres mayor que aquel por quien te entregaste a ti mismo. Pero yo no puedo ofrecerte más que a mí mismo, e incluso lo que tengo, sólo te lo puedo ofrecer mediante el auxilio de tu gracia. Recíbeme, pues, y atráeme hacia ti, a fin de que sea enteramente tuyo por la obediencia y por el amor, como yo lo soy por mi naturaleza, oh Dios, que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Capítulo 40. RECOMENDACIÓN DE SÍ MISMO

Señor Dios omnipotente, Dios trino y único, que estás en todas las cosas y que existes antes de todas, y que estarás siempre en todas; Dios bendito por los siglos, te recomiendo hoy y por siempre mi alma y mi cuerpo, y todos los órganos por los cuales veo, oigo, gusto, huelo y toco; te encomiendo todos mis pensamientos y mis aflicciones, mis palabras y mis acciones, todo lo que está fuera de mí y todo lo que está en mí, como mis sentimientos, inteligencia, mi memoria, mi fe, mi creencia en ti, mi perseverancia; todo lo pongo, Señor, en tus manos, para que te dignes conservarlo día y noche, en todas las horas y en todos los momentos.

Escucha mi plegaria, oh Trinidad Santa, y líbrame de todo pecado, de todo escándalo, de todo pecado mortal, de todas las insidias y emboscadas de los demonios y de los enemigos visibles e invisibles. Te lo pido por las oraciones de los patriarcas, por los méritos de los profetas, por el sufragio de los apóstoles, por la constancia de los mártires, por la fe de los confesores, por la castidad de las vírgenes y por la intercesión de todos los santos que fueron aceptos a ti, desde el comienzo del mundo. Arroja de mí la jactancia de la mente, y aumenta la compunción de mi corazón; rebaja mi soberbia, e inspírame la verdadera humildad. Concédeme el don de lágrimas, y ablanda mi corazón, más duro que el pedernal. Líbrame, Señor, de las trampas de mis enemigos, y otórgame la gracia de ser siempre fiel a tus mandamientos, y enséñame a hacer únicamente tu voluntad, porque tú eres mi Dios 169. Concédeme, Señor, un sentido recto y una inteligencia perfecta, para que pueda merecer toda la grandeza de tu bondad. Haz que te pida lo que te es agradable a ti, oh Dios, y útil para mi salvación. Otórgame la gracia de derramar lágrimas sinceras, y haz que sólo te pida lo que tú me puedes conceder. Si tú me rechazas pereceré; si me miras viviré; si buscas en mí la justicia, seré un muerto maloliente, si me miras con ojos de misericordia, cualquiera que sea mi grado de corrupción, me harás salir del sepulcro. Quita de mí lo que odias en mí, inspírame el espíritu de castidad y de continencia, para que nada te ofenda de lo que yo puedo pedirte. Líbrame de todo lo nocivo para mi salvación, y concédeme todo lo conveniente para la misma. Concédeme, Señor, la medicina, con la que se pueden curar mis heridas. Dame, Señor, tu temor, la compunción del corazón, la humildad de la mente y la conciencia pura. Haz que siempre esté animado de una verdadera caridad fraterna, y que recordando mis propias faltas no indague las faltas de otros. Perdona a mi alma; perdón por mis extravíos, perdón por mis pecados, perdón por mis crímenes. Ven a robustecer mi debilidad, a curar mis enfermedades, a sanar mis males, y a devolverme la vida. Concédeme, Señor, un corazón que te tema, una mente que te ame, una inteligencia que te comprenda, unos oídos que te oigan. Ten piedad de mí, Señor, ten piedad de mí. Desde lo alto de tu morada mírame benignamente, y disipa las tinieblas de mi espíritu con un rayo de tu eterno resplandor. Otórgame la gracia de poder distinguir el bien del mal, y de estar siempre vigilante y atento en la elección que he de hacer. Te pido, Señor, el perdón de mis pecados, y te suplico que me concedas esa gracia en el nombre del único que me puede ayudar en el tiempo de mi aprieto y de mi angustia.

Virgen santa e inmaculada, María, madre de Dios, dígnate interceder por mí ante aquel del que tú mereciste ser templo. San Miguel, San Gabriel, San Rafael, santos coros de los ángeles, de los arcángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los evangelistas, de los mártires, de los confesores, de los sacerdotes, de los levitas, de los monjes, de las vírgenes y de todos los justos: en el nombre de quien os eligió y de cuya contemplación disfrutáis me atrevo a pediros que os dignéis interceder ante Dios por un miserable pecador para que pueda escapar de las fauces del demonio dispuesto a devorarme, y para que merezca ser librado de la muerte eterna. Dígnate, Señor, según tu clemencia y tu benignísima misericordia, concederme la vida perpetua.

Oh Señor Jesucristo, haz que la concordia y la unión reinen entre los sacerdotes. Concede la paz y la tranquilidad a los reyes, a los obispos, a los príncipes de la tierra que juzgan con equidad o justicia. Te ruego también, Señor, por toda la santa Iglesia católica, por los hombres y por las mujeres, por los religiosos y los seglares, por todos los gobernantes de los pueblos cristianos, por todos los creyentes que trabajan por tu amor, a fin de que obtengan la gracia de perseverar en la práctica del bien. Señor, rey eterno, concede a las vírgenes la castidad, a los consagrados a Dios la continencia, la santidad de la vida a los casados, el perdón a los penitentes, el sustento a los huérfanos y a las viudas, la protección a los pobres. Concede a los peregrinos el retorno a la patria, el consuelo a los que lloran, el descanso eterno a los fieles difuntos, a los navegantes la llegada al puerto de la salvación. Otorga a los perfectos la gracia de perseverar en la perfección, a los imperfectos el hacerse mejores, a los que viven todavía en el crimen y en la iniquidad que se corrijan prontamente. Oh dulcísimo y piadosísimo Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo y Redentor del mundo, confieso que soy el más grande y miserable de todos los pecadores; pero tú, Padre omnipotente, cuya misericordia es infinita y que te muestras compasivo con todos los hombres, no permitas que sea yo el único que se vea privado de los efectos de tu misericordia. Y tú, santa e indivisible Trinidad, que eres siempre y en todas partes el solo y mismo Dios, haz que mi alma te tema y te ame por encima de todo, y que no tenga más voluntad que la tuya. Sobre todo eres tú, Padre omnipotente, bendito y glorioso en todos los siglos, a quien yo imploro a favor de todos los que se acuerdan de mí en sus oraciones, o se recomiendan a las mías, por más indignas que éstas sean; te ruego por todos aquellos a cuyo celo o caridad debo algún servicio, por los vinculados a mí por la sangre y por la amistad, tanto vivos como difuntos; concédeles a todos tu misericordia y ser preservados de la perdición eterna. Dígnate también conceder tu auxilio a todos los cristianos que todavía peregrinan sobre la tierra, y a los fieles que ya has llamado a ti, concédeles el perdón de sus faltas y el descanso eterno. Te pido también con todas las fuerzas de mi alma, a ti Señor, que eres el Alfa y la Omega (el principio y el fin), que cuando llegue la última hora de mi vida actúes como juez misericordioso y como mi abogado contra las pérfidas acusaciones y trampas del demonio, mi antiguo enemigo, y me hagas partícipe, en tu santo paraíso, de la compañía de los santos y de tus ángeles, oh Dios que eres bendito por los siglos de los siglos. Así sea.

Capítulo 41. ACCIÓN DE GRACIAS Y DESEO ARDIENTE DE AMAR A DIOS

Señor Jesucristo, Redentor mío, mi única misericordia y salvación, yo te alabo y te doy gracias. Aunque esas gracias no corresponden a tus beneficios, y aunque carecen de la devoción y de la unción de tu amor, mi alma te las ofrece humildemente, y aunque no son como debieran ser, te las presento según la medida de mi debilidad. Tú eres la única esperanza de mi corazón, el único apoyo de mi alma, y el único auxilio en mi enfermedad; que tu bondad omnipotente supla los esfuerzos impotentes de mi tibieza y de mi debilidad.

¡Vida mía y único objeto de mis pensamientos y de mis aspiraciones; aunque todavía no he merecido amarte como es mi deber, deseo, por lo menos, amarte tanto como yo puedo hacerlo! ¡Luz de mi alma, tú conoces lo profundo de mi conciencia, porque ante ti están todos mis deseos 170 y si hay en mí alguna buena voluntad es a ti a quien se debe! Si lo que tú inspiras es un bien, oh Señor, como querer amarte es el soberano bien, haz que yo pueda cumplir lo que tú quieres, y haz que sea digno de amar como tú lo ordenas. Te alabo y te doy gracias por el deseo que me inspiraste. Te ofrezco alabanzas y plegarias para que el beneficio gratuito de tu gracia no resulte infructuoso para mí. Termina en mí lo que ya has comenzado, y haz que yo pueda cumplir lo que, previniéndome con tan gran bondad, me has hecho desear. Oh Dios misericordiosísimo, cambia la tibieza de mi corazón en un ferventísimo amor hacia ti.

¡Oh Dios clementísimo, mi plegaria, y el recuerdo y la meditación de tus beneficios no tienen otra finalidad que encender en mí el fuego de tu amor! Tu bondad, oh Señor, me creó de la nada, tu misericordia me purificó del pecado original Pero, después de esa purificación en las aguas bautismales, me sumergí en el fango de otros muchos pecados, y tú me sufriste, me alimentaste y me esperaste con paternal paciencia. Si aguardas a que me corrija de mis faltas, mi alma aguarda también la inspiración de tu gracia para arrepentirse sinceramente de sus inquietudes y para llevar en adelante una vida santa. ¡Oh Dios que me has creado y me has alimentado, y que has sufrido tanto por mí: ven en mi ayuda! Mi alma tiene sed y hambre de ti; a ti te desea, por ti suspira y aspira solamente a ti. Y como un huérfano privado de la presencia de su amantísimo padre, le llora sin cesar y abraza ardientemente su faz querida, así también yo pensando en tu pasión, Señor, y recordando los golpes, bofetadas y demás ultrajes sufridos por mí, así como tus heridas y tu muerte sobre la cruz, tu cuerpo embalsamado y depositado en el sepulcro, tu gloriosa resurrección, tu admirable ascensión a los cielos, y todas las cosas que creo con inquebrantable fe, derramo lágrimas abundantes y gimo en este destierro que me separa de ti. Mi único consuelo está en tu segundo advenimiento, que deseo ardientemente para contemplar la gloria de tu rostro.

¡Ay de mí que no pude ver al Señor de los ángeles, rebajándose al nivel de los hombres para elevar a los hombres al rango de los ángeles, cuando Dios ultrajado por los pecadores moría para darles la vida! ¡Pobre de mí que no pude presenciar ni llenarme de estupor ante esa escena de inestimable piedad y amor! ¿Por qué, oh alma mía, no pudiste estar presente, y sentir el más vivo dolor viendo el costado de tu Salvador atravesado por la punta de la lanza, contemplando los pies y las manos de quien te creó, atravesados por clavos, y mirando cómo la sangre manaba abundantemente del divino cuerpo de tu Redentor? ¿Por qué no te embriagaste de lágrimas amargas, cuando él fue abrevado con amarguísima hiel? ¿Por qué no participaste del dolor de esa virgen tan pura, tan santa, dignísima Madre de Dios, y benignísima Madre nuestra? Oh Señora mía misericordiosísima, ¿qué lágrimas manarían de tus castos ojos cuando veías a tu inocente Hijo único, atado, flagelado y crucificado en presencia tuya? ¡Cuán abundantes y amargas serían las lágrimas que inundarían tu rostro, a la vista de ese Hijo amadísimo, tu Dios y tu Señor, limpio de todo pecado, y sin embargo colgado en la cruz, y con la carne recibida en tu seno tan cruelmente desgarrada por los impíos! ¡Qué suspiros y qué sollozos saldrían de tu pecho, cuando desde lo alto de la cruz te dijo señalando a su discípulo: Mujer, he ahí a tu hijo, y luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre 171! ¡Recibiste entonces al discípulo en lugar del Maestro, y al siervo en lugar del Señor! ¡Ojalá con el feliz José hubiese podido yo bajar a mi Señor de la cruz, embalsamar tu divino cuerpo, depositarlo en el sepulcro o al menos acompañarlo hasta el lugar de la sepultura, testimoniando de ese modo mi amor y mi profundo respeto por tan precioso y excelente muerto! ¡Pluguiera a Dios que yo hubiera estado entre las piadosas mujeres, lleno de pavor a la vista de los ángeles, que brillaban con un celeste resplandor y que anunciaban, oh Señor, tu gloriosa resurrección! ¡Cuán grandes hubieran sido mi gozo y mi consuelo al escuchar esa noticia tan vivamente esperada y deseada con tan grande ardor! ¡Ojalá hubiera yo escuchado de la boca de los ángeles estas palabras: No temáis; buscáis a Jesús crucificado; resucitó, no está aquí! 172 Oh Jesús benignísimo, suavísimo y serenísimo, ¿cuándo me compensarás por no haber sido testigo de la bienaventurada incorruptibilidad de tu cuerpo, por no haber cubierto con besos los lugares de tus heridas, y las marcas de los clavos que atravesaron tus manos y tus pies, por no haber regado con lágrimas de júbilo esas señales incontestables de la verdad de tu cuerpo?

Oh Jesús admirable, inestimable e incomparable, ¿cuándo me consolarás y pondrás fin a mi dolor?, pues mi dolor es indecible mientras peregrino lejos de mi Señor. ¡Ay de mí, ay de mi alma, Señor; te apartaste de mí tú que eras el consolador de mi vida, sin despedirte ni siquiera de mí! Cuando subiste al cielo, antes de abandonar a tus discípulos, les diste tu bendición, y yo no estuve presente. Elevadas las manos, ascendiste al cielo sobre una nube 173, Y yo no lo vi. Los ángeles prometieron que volverías un día y yo no los oí.

¿Qué diré? ¿Qué haré? ¿Adónde iré? ¿Dónde buscaré al que amo y dónde podré encontrarlo? ¿Quién dirá a mi amado que languidezco de amor por él? Terminó la alegría de mi corazón y mi risa se convirtió en llanto. ¡Mi alma y mi cuerpo desfallecieron, oh Dios de mi corazón, y mi única herencia por toda la eternidad! Mi alma rehúsa toda consolación que no venga de ti, Señor Dios, único que puedes endulzar mis penas. Y sin ti, oh Dios mío, ¿qué son para mí el cielo y la tierra? A ti solamente quiero, en ti sólo espero, solamente te busco a ti. A ti te dijo mi corazón: He buscado la belleza de tu rostro, Señor; la buscaré siempre, y tú no apartes nunca tu vista de mí. Oh amador benignísimo de los hombres, a ti está encomendado el pobre, y tú serás el auxilio del huérfano. Mi defensor más seguro, compadécete de este huérfano abandonado; ya no tengo padre, y mi alma vive desolada como una viuda. Recibe las lágrimas que mi alma derrama como una esposa privada de su esposo, y como un huérfano que ha perdido a su padre; recibe esas lágrimas que ella te ofrece hasta que vuelvas a su lado. Dígnate presentarte ante mi alma, me sentiré consolado; que yo te vea y seré salvado. Muéstrame tu gloria, y mi gozo será perfecto 174. Mi alma tiene sed de ti, Señor, y mi carne siente de diversos modos ese mismo deseo. Mi alma sedienta suspira por Dios, fuente de agua viva; ¿cuándo vendré y apareceré ante la faz de mi Dios? 175 ¿Cuándo vendrás a mí, mi único consolador al que estoy aguardando? ¿Cuándo podré verte, único objeto de mis deseos y de mi gozo? ¿Cuándo podré saciarme con la contemplación de tu gloria 176, de la que estoy hambriento? ¡Oh, si me pudiera embriagar con la abundancia de tu celestial morada por la que suspiro, y con los torrentes de tus delicias de las que estoy sediento! 177 Que mis lágrimas constituyan día y noche mi único alimento, hasta el día en que me digan: aquí está tu Dios 178 y hasta el día en que oiga decir: «alma, aquí está tu esposo». Entretanto, oh Dios mío, que mi alma se alimente sólo de suspiros y de sollozos; que sólo beba sus lágrimas y se reconforte con sus dolores. En ese tiempo vendrá sin duda mi Redentor, porque es bondadoso, y no tardará en llegar porque es piadoso. A él la gloria por los siglos de los siglos. Así sea.

Fuente: Agustinus.it

lunes, 5 de mayo de 2025

San Agustín - Misericordia Divina - Capítulos 37 y 38


 


MEDITACIONES

Traductor: P. TEODORO CALVO MADRID

Libro único

Capítulos 37 y 38


Capítulo 37. ORACIÓN A JESUCRISTO PARA OBTENER LA GRACIA DE VERLO

Señor Jesús, Señor piadoso, Jesús bueno, que te dignaste morir para redimirnos de nuestros pecados, y que resucitaste para nuestra justificación; te ruego por tu gloriosa resurrección que me resucites del sepulcro de todos los vicios y pecados, y que me concedas participar diariamente en la misma resurrección, o liberación de mis pecados, para que así sea digno de participar verdaderamente en tu resurrección gloriosa. ¡Jesús dulcísimo y benignísimo, amantísimo y queridísimo, el más precioso y deseable, el más amable y el más bello; tú subiste a los cielos con triunfo y con gloria, estás sentado a la derecha del Padre! Rey todopoderoso, lleva mi alma al cielo, atráela con el suave olor de tus perfumes, y haz que ayudada y sostenida por ti nunca desfallezca en su peregrinar sobre la tierra. Los labios resecos de mi alma tienen sed de ti; llévala al torrente de tus delicias para que goce de una saciedad eterna. Llévala hacia ti, fuente viva, para que apague su sed, en la medida de lo posible, en las aguas que producen vida y salvación eterna. Pues tú mismo dijiste con tu santa y bendita boca: Si alguno tiene sed, que venga a mí, y beba 134. ¡Oh fuente de vida, concede a mi alma sedienta beber siempre de ti, para que según tu promesa santa y veraz fluyan aguas vivas del centro de mi corazón! 135 Fuente de vida, llena mi mente con el torrente de tus delicias, y embriaga mi corazón con la sobria ebriedad de tu amor, a fin de que olvidado de las cosas vanas y terrenas, solamente te recuerde a ti, según lo que está escrito: Me acordé de Dios y mi alma se llenó de alegría  136.

Concédeme el Espíritu Santo, significado en aquellas aguas que prometiste dar a los que tuvieran sed. Que mi único objetivo y mi único deseo consistan en llegar a esa morada celestial, donde nos dice la fe que tú mismo ascendiste cuarenta días después de tu resurrección, a fin de que mientras mi cuerpo está todavía sujeto a la miseria presente, mi espíritu esté todo entero contigo en pensamientos y en deseos, y mi corazón esté junto a ti, mi único tesoro, único deseable, único incomparable, único digno de mi más ardiente amor. En el inmenso diluvio de esta vida, donde somos constantemente combatidos por las tempestades que nos rodean por todas partes, no encontramos ningún puerto seguro, ni ningún lugar elevado donde la paloma pueda posarse sin miedo. En ninguna parte hay paz segura ni reposo tranquilo, sino que en todas partes hay guerras y litigios y enemigos; fuera de nosotros sólo hay combates, y dentro de nosotros temores.

Como por la parte del alma pertenecemos al cielo, y por la del cuerpo a la tierra, nuestro cuerpo corruptible hace sentir su peso sobre nuestra alma. Y mi alma que no siente mucho afecto por mi cuerpo, del que es compañera, languidece y cae agotada de fatiga en los caminos donde se encuentra extraviada. Las vanidades del mundo donde vive la han llenado de heridas. Tiene hambre y sed, y yo nada puedo ofrecerle, porque yo mismo soy pobre y estoy obligado a mendigar mi propio alimento. Pero tú, Señor, Dios mío, eres la fuente inagotable de todos los bienes, y distribuyes con generosidad los alimentos de la patria celestial; concede, pues, a mi alma fatigada el alimento que necesita, devuélvela al buen camino y cura sus heridas. He aquí que está delante de la puerta, y llama con insistencia: ábrela con mano misericordiosa, te lo ruego por las entrañas de tu misericordia, que te hizo descender del cielo a la tierra; mándala que entre y se acerque a ti, repose en ti, se alimente de ti, oh pan celestial de vida y de salvación, a fin de que este alimento divino le devuelva su vigor y su fuerza y pueda así elevarse hasta el cielo, y desde el fondo de este valle de lágrimas sea llevada por las alas de sus piadosos deseos hasta los gozos eternos del paraíso.

Te ruego, Señor, que des a mi espíritu alas como de águila, a fin de que pueda alzar el vuelo y llegar, sin pararse, hasta tu espléndida morada y hasta la mansión de tu gloria. Que allí, en tus abundantes pastos y junto a las aguas abundosas, saboree en la mesa de los ciudadanos de la patria celestial los alimentos reservados para tus elegidos. ¡Oh Dios mío, descanse en ti mi corazón, que es como un ancho mar agitado por las tempestades! Tú que imperaste a los vientos y el mar, e hiciste surgir una gran tranquilidad 137, ven y camina sobre el oleaje de mi corazón, para que todo en mí se vuelva tranquilo y sereno, de modo que yo te pueda poseer como a mi único bien, y contemplarte como la luz de mis ojos, sin turbación y sin oscuridad. Que mi alma, oh Dios mío, liberada de los tumultuosos pensamientos de este siglo, se acoja a la sombra de tus alas y encuentre a tu lado un lugar de refrigerio y de paz, donde exultante de alegría clame con el profeta: En la paz de mi Dios dormiré y descansaré 138. Que mi alma, oh Dios mío, se duerma, y que en ese sueño pierda la memoria de todo lo que está debajo del cielo, y solamente se despierte para pensar en ti, según lo que está escrito: Yo duermo, y mi corazón vela 139. El alma sólo puede tener paz y seguridad, oh Dios mío, bajo las alas de tu protección. Que permanezca siempre en ti, y que sea calentada por tu divino fuego. Haz que se eleve sobre sí misma, que te contemple y que cante tus alabanzas con transportes de júbilo. Que estos deleitosos dones tuyos constituyan mi consuelo en las tormentas de esta vida, hasta que llegue a ti, que eres la paz verdadera, y donde no hay arcos, ni escudos, ni espadas, ni guerras, sino solamente suma y verdadera seguridad, tranquilidad segura, seguridad tranquila, felicidad alegre, eternidad feliz y bienaventuranza eterna, y visión bienaventurada de ti, y alabanza tuya por los siglos de los siglos. Así sea.

Oh Cristo Señor, poder y sabiduría del Padre, que pones en las nubes tu morada, y que caminas sobre las alas de los vientos, que haces de tus ángeles espíritus y ministros tuyos del fuego abrasador, te ruego y te suplico insistentemente que me concedas las ágiles plumas de la fe y las veloces alas de las virtudes, con las que pueda elevarme a la contemplación de las cosas celestiales y eternas. Se una, te lo suplico, mi alma a ti, y me reciba tu mano derecha. Me eleve sobre las cimas más altas de la tierra, y me nutra con los alimentos de la herencia celestial, por los que suspiro día y noche durante mi triste exilio sobre esta tierra, en el que mis miembros mortales quitan a mi alma todo su vigor y fuerza.

Dios mío, líbrame de las tinieblas y del peso de esta carne terrestre. Detén a mi alma errante, que se aparta sin cesar del único camino que conduce a ti. Concédele la gracia de elevarse hasta tu celeste morada, para que iluminada por los rayos de tu luz divina desprecie las cosas terrestres, aspire a las cosas del cielo, odie el pecado y ame la justicia. Pues ¿qué hay más grande y más dulce, en medio de las tinieblas y de las amarguras de esta vida, que suspirar sin cesar por las delicias infinitas de la bienaventuranza eterna, y preocuparse únicamente de los medios para llegar allí donde ciertamente podremos disfrutar de los gozos eternos?

¡Oh Dios dulcísimo y benignísimo, amantísimo y queridísimo, el más precioso y el más deseable, el más amable y hermoso!, ¿cuándo llegaré a verte? ¿Cuándo apareceré ante tu presencia? ¿Cuándo me saciaré de tu belleza? ¿Cuándo me sacarás de esta cárcel tenebrosa, para bendecir y confesar tu nombre, sin tener que arrepentirme de mis faltas? ¿Cuándo llegaré a tu magnífica y maravillosa morada, en cuyos tabernáculos los justos celebran sin cesar tu gloria con cánticos de gozo y de triunfo? Bienaventurados los que habitan en tu casa, Señor, porque te alabarán por los siglos de los siglos 140. Felices y realmente felices los que tú has elegido, y que ya tienen parte en esa herencia celestial, Tus santos, oh Dios, florecen ante tus ojos como los lirios. Están llenos de la abundancia que reina en tu morada, y beben del torrente de tus delicias 141, porque tú eres, oh Señor, la única fuente de vida. Ven ya la luz en tu luz, hasta el punto de que ellos mismos convertidos en luz, que de ti solo recibe su resplandor, brillan como soles en tu presencia. ¡Cuán admirables, cuán hermosos y deliciosos son los tabernáculos de tu mansión! Mi alma, aunque manchada por el pecado, sólo desea llegar hasta allí, porque yo, oh Señor, he amado siempre la belleza de tu casa y el lugar en que reside tu gloria 142. Sólo te pido una cosa, Señor: habitar en tu casa todos los días de mi vida 143.

Como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así mi alma tiene deseo de ti, Dios mío. ¿Cuándo llegaré y cuándo apareceré ante ti, y cuándo veré a mi Dios, del que tiene sed mi alma? 144 ¿Cuándo le veré en la tierra de los vivientes? Pues en esta tierra de muertos no puede ser visto con los ojos mortales. ¿Qué haré, miserable de mí, oprimido por las cadenas de mi mortalidad; qué haré? Mientras vivimos en el cuerpo peregrinamos lejos de Dios 145. Pues no tenemos aquí abajo una ciudad permanente, sino que buscamos la ciudad futura, ya que nuestro derecho de ciudadanía está en los cielos 146. ¡Ay de mí, que mi peregrinación se ha prolongado, y habité con los habitantes de Cedar, y mi alma vivió como extranjera durante largos años!  147¿Quién me diera alas como de paloma, para volar y descansar? 148 Pues para mí nada hay tan dulce como vivir con mi Dios, y es bueno para mí estar unido a Dios 149.

Concédeme, Señor, que mientras viva en este cuerpo frágil, esté unido a ti, según está escrito: Quien está unido a Dios, forma un espíritu con él 150. Concédeme alas para que yo pueda elevarme hasta ti, y contemplarte sin cesar, y como nada hay feliz sobre la tierra, conserva mi alma cerca de ti para que no se hunda en el abismo de este valle de tinieblas. Haz que la sombra de tierra no se interponga entre ella y tú, quitándole la vista de tu sol de justicia, y haz que no la rodeen las tinieblas impidiéndole elevar su mirada a las cosas de arriba.

Mi deseo más ardiente consiste en llegar a ese feliz estado de paz, de gozo y de luz eterna. Sostén mi corazón con tu mano, oh Señor, porque sin tu ayuda no podrá elevarse a lo que está por encima de ella. Tengo prisa de llegar a tu feliz mansión, donde reinan eternamente la paz y una tranquilidad inalterable. Sé tú el apoyo y la dirección de mi espíritu y gobiérnalo según tu voluntad, a fin de que dirigido por ti se eleve a la región de la abundancia, donde alimentas eternamente a Israel con tu santa verdad, y para que al menos con el pensamiento veloz pueda yo llegar hasta ti, suprema sabiduría que preside todas las cosas, y que todo lo conoce y gobierna.

Pero son muchas las cosas que impiden a mi alma volar hacia ti. Oh Señor, acalla todos los ruidos que surgen en mí, y haz callar a mi misma alma. Que mi alma se eleve sobre todo lo creado, y que se eleve sobre sí misma para llegar hasta ti. Haz que en ti solo, oh Creador, fije mi alma los ojos de su fe; y que tú solo seas en adelante el objeto de sus aspiraciones, pensamientos y meditaciones; que te tenga siempre presente ante los ojos y en el fondo de su corazón, como su verdadero y sumo bien y como su gozo interminable. Sin duda que hay muchas contemplaciones de las que un alma devota puede maravillosamente nutrirse, pero no hay ninguna en la que mi alma encuentre tanto sosiego y tanto gozo como en contemplarte a ti solo como único objeto de sus pensamientos. ¡Cuán grande es la abundancia de tu dulzura, oh Señor 151, y cuán maravillosamente inspiras a los corazones de los que te aman! ¡Qué admirable la suavidad de tu amor, del que disfrutan los que fuera de ti nada aman, nada buscan y nada desean pensar! ¡Bienaventurados los corazones de los que tú eres la única esperanza, y cuya única ocupación consiste en dirigirte sus plegarias a ti! Feliz quien en la soledad del silencio vela sobre sí constantemente día y noche, a fin de poder, viviendo todavía en este frágil cuerpo, pregustar tus inefables dulzuras.

Te ruego por las saludables heridas recibidas en la cruz por nuestra salvación y de las que manó la sangre preciosa que nos redimió, que bendigas también mi alma pecadora, por la que te dignaste morir; bendícela con un dardo inflamado y omnipotente de tu inmensa caridad. Porque la palabra del Señor es viva y eficaz y más penetrante que una espada de dos filos 152. ¡Oh flecha escogida entre todas, oh espada agudísima que puedes atravesar con tu poder el duro escudo del corazón humano, atraviesa mi corazón con el dardo de tu amor, para que te diga mi alma: Me has herido con tu amor, de modo que de esa herida de amor manen abundantes lágrimas día y noche!

Atraviesa, Señor, atraviesa mi alma endurecida con el dardo más poderoso de tu amor; atraviésala hasta lo más íntimo de su ser, para que mi cabeza y mis ojos se conviertan en una fuente inagotable de lágrimas. Que el ardiente deseo de contemplar tu belleza les haga derramar lágrimas día y noche, sin que nunca, en esta vida presente, pueda gustar el menor consuelo, hasta el día en que sea digno de verte en tu celestial morada, oh amado y divino esposo, mi Dios y mi Señor; que allí a la vista de tu gloria y de la belleza infinita de tu rostro lleno de dulzura y majestad, pueda adorarte humildemente con todos los elegidos que te aman, y gritar con ellos, lleno de júbilo y de exultación: Lo que deseaba ya lo veo, lo que esperaba ya lo tengo, lo que anhelaba ya lo poseo. Ya estoy unido para siempre en el cielo con aquel a quien amé con todas mis fuerzas viviendo sobre la tierra, y a quien había entregado todo el amor de mi corazón. A quien me adherí con todo mi amor, a ese mismo lo alabo, lo bendigo y lo adoro, pues él es el Dios omnipotente que vive y reina por los siglos de los siglos. Así sea.

Capítulo 38. PLEGARIA EN LA AFLICCIÓN

Ten piedad de mí, Señor: compadécete misericordiosamente; compadécete de este miserabilísimo pecador que tantas cosas indignas ha hecho y tantos males ha merecido padecer, que ha pecado asiduamente, y diariamente ha sido castigado por ti. Considerando lo mucho que he pecado, encuentro que el castigo sufrido es bien ligero en comparación con lo grave de mis faltas. Tú, Señor, eres justo, y todos tus juicios son únicamente justicia y verdad. Justo y recto eres tú, Señor Dios nuestro, y en ti no hay iniquidad. No hay ni injusticia ni crueldad en los castigos que tú infliges a los pecadores, oh Dios omnipotente y misericordioso. Cuando todavía no existíamos, nos sacaste de la nada por tu omnipotencia, y cuando estábamos perdidos por nuestras faltas nos salvaste de la perdición por un admirable efecto de tu benevolencia y de tu caridad. Lo sé y estoy cierto de que no se debe atribuir al azar todo lo que turba y agita nuestra vida, sino que tú solo, oh Señor, eres quien dispones y gobiernas todas las cosas según tus impenetrables designios. Tú solo tienes cuidado de todas las cosas, y cuidas especialmente de tus siervos que han puesto toda su esperanza en tu misericordia. Por eso te ruego y te su plica insistentemente que no me trates según la gravedad de mis pecados, por los que merecí tu ira, sino según la grandeza de tu misericordia, que es superior a todos los pecados del mundo. Tú, Señor, que infliges externamente el castigo, concédeme siempre una indeficiente paciencia interior, a fin de que mi boca no cese nunca de alabarte. Ten piedad de mí, Señor, ten piedad de mí, y ayúdame en todo lo que sabes que es útil a mi cuerpo y a mi alma. Tú que sabes todas las cosas, tú que todo lo puedes, y tú que vives por los siglos de los siglos. Así sea.

Fuente: Agustinus.it

sábado, 3 de mayo de 2025

San Agustín - Misericordia Divina - Capítulos 35 y 36

 



MEDITACIONES

Traductor: P. TEODORO CALVO MADRID

Libro único
Capítulos 35 y 36
Capítulo 35. FERVIENTE PLEGARIA A JESUCRISTO

¡Oh Jesús, redención 

nuestra, amor y deseo, Dios de Dios, ven en ayuda de tu servidor! A ti te invoco, y a ti clamo con gran voz desde el fondo de mi corazón. Te invoco con todo el ardor de mi alma. Penetra en mi alma y hazla digna de ti, a fin de poseerla pura y sin mancha; porque al Señor, que es la misma pureza, se debe una morada tan pura como él mismo. Santifícame, pues soy un vaso que tú mismo hiciste; limpia mi corazón de todo mal, y llénalo con tu gracia, y haz que se conserve siempre así, para que siempre y por toda la eternidad sea un templo digno de ti.

¡Oh Jesús dulcísimo, benignísimo, amantísimo, queridísimo, preciosísimo; tú eres más dulce que la miel, más blanco que la leche y que la nieve, más suave que el néctar, más precioso que las piedras preciosas y que el oro, y eres más querido para mí que todas las riquezas de la tierra y que todos los honores del mundo! ¿Qué digo, mi Dios, mi única esperanza, y mi inmensa misericordia? ¿Qué digo yo, dulzura divina, que nunca engaña, y en la cual únicamente se encuentran la felicidad y la seguridad? ¿Qué digo cuando digo tales cosas? Digo lo que puedo, pero no digo lo que debo. ¡Ojalá pudiera decir las cosas que cantan en sus himnos los coros de los ángeles! ¡Cuán a gusto me derramaría yo totalmente en tales alabanzas! ¡Con cuánta devoción cantaría en el seno de tu Iglesia triunfante esas celestes y melodiosas canciones a la alabanza y a la gloria de tu nombre! Pero ya que no puedo hacerlo, ¿deberé guardar silencio? Pero, ¡ay de los que callan cuando hay que hablar de ti, que haces hablar a los mudos, y que haces elocuentes las lenguas de los niños más pequeños! ¡Ay de los que no hablan de ti, porque los mismos que hablan son mudos cuando celebran tus alabanzas!

¿Quién podrá alabarte dignamente, oh inefable poder y sabiduría del Padre? Verbo encarnado, que todo lo puedes, y a quien nada es desconocido, aunque no puedo encontrar palabras suficientes para explicar lo que eres tú, te alabaré, sin embargo, según lo permite mi debilidad, hasta que me concedas la gracia de llegar a tu divina morada, donde podré finalmente celebrar tu gloria como tú lo mereces y como yo lo debo hacer.

Por eso te suplico humildemente que atiendas menos a lo que yo digo que a lo que yo quisiera decir, porque mi ardiente deseo es hablar de ti como conviene a tu grandeza, ya que a ti se debe toda alabanza, todo cántico de amor y todo honor. Pero tú, oh Señor, que conoces los pensamientos más secretos de mi corazón, sabes muy bien que eres para mí más querido, más agradable y más precioso, no solamente que la tierra y todo lo contenido en ella, sino también más que el cielo y todo lo que está en él. Pues te amo más que al cielo y a la tierra, y más que a todas las cosas que en ellos se contienen; aún más, solamente por amor de tu nombre, que nunca pasa, pueden ser amadas las cosas perecederas. Yo te amo, Dios mío, con gran amor, y todavía deseo amarte más. Concédeme amarte todo lo que quiero y lo que debo, a fin de que tú seas el único objeto de mis pensamientos y meditaciones, para que todo el día sólo piense en ti, y piense también en ti durante el sueño nocturno; que mi espíritu se entretenga siempre contigo, y mi mente hable contigo, y que mi corazón sea iluminado por la luz de tu santa visión. Sé mi guía que me haga progresar en la virtud, y merecer ver finalmente en Sión al Dios de los dioses 120al que ahora sólo veo en enigma y como en un espejo, y al que entonces podré contemplar cara a cara y conocerlo como él me conoce a mí 121Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios 122Felices los que habitan en tu casa, Señor, pues te alabarán por los siglos de los siglos 123.

Te ruego, pues, Señor, por todas tus misericordias, por las que nos libraste de la muerte eterna, ablanda mi corazón, más duro que la piedra y que el hierro, con tu sacratísima y poderosa unción. Purifica mi alma con el sincero dolor de haberte ofendido, a fin de que pueda ofrecerme cada hora como una víctima viviente. Haz que mi corazón esté siempre arrepentido y humillado delante de ti, con abundancia de lágrimas. Haz que deseándote solamente a ti, esté como muerto al mundo, y que la grandeza de tu amor hacia mí, y el temor saludable de tu nombre santo, me haga olvidar todas las cosas frágiles y perecederas de la tierra. De modo que las cosas temporales no me causen en adelante dolor ni alegría, ni temor, ni amor; y de manera que ni la prosperidad me corrompa, ni la adversidad me deprima. Y como tu amor perfecto es fuerte como la muerte, haz que el ardor y la dulzura inefable de ese amor, se apoderen totalmente de mi alma y la separen de todo afecto por las cosas terrenas, a fin de que sólo se una a ti y tú seas el objeto único de sus pensamientos, y como su más dulce alimento. Descienda, Señor, descienda, te suplico, a mi corazón tu olor suavísimo. Haz que penetre en el tu amor más dulce que la miel, como un maravilloso e inefable perfume que eleve todos mis deseos hacia las cosas celestiales, y que haga derramar a mi corazón lágrimas abundantes, que salten, como un agua saludable, hasta la vida eterna. Pues tú, Señor, eres inmenso, y sin medida debes ser amado y alabado por los que redimiste con tu preciosa sangre, oh amador benignísimo de los hombres.

Señor clementísimo, y juez justísimo a quien el Padre concedió todo el poder de juzgar 124, según los designios impenetrables de tu sabiduría y de tu justicia, tú permites, como bueno y justo, que los hijos de este siglo, es decir, los hijos de la noche y de las tinieblas, deseen, amen y busquen los bienes y los honores perecederos de la tierra con más ardor que te amamos a ti tus servidores, creados y redimidos por ti. Si entre los hombres los que están unidos por una amistad perfecta apenas pueden soportar la ausencia del otro; si la esposa tiene tal afecto a su marido que, en la grandeza de su amor, no tiene alegría ni reposo cuando está ausente la persona amada, cuya separación le produce una continua tristeza, ¿con qué afecto y diligencia debemos amarte a ti, Señor, nuestro único y verdadero Dios, el divino y maravilloso esposo de nuestra alma, unida a ti por los vínculos de la justicia, de la fe y de la misericordia, a ti que nos amaste y salvaste sufriendo por nosotros tantos y tan crueles suplicios?

Aunque las cosas de aquí abajo tengan también sus deleites y atractivos, sin embargo no deleitan ni atraen del mismo modo que tú, Dios nuestro. Pues en ti se deleita el justo, porque tu amor es suave y tranquilo, y los corazones por él poseídos los llena de dulzura, suavidad y serenidad. Por el contrario, el amor del mundo y de la carne es un amor lleno de ansiedad y de turbación, que no permite vivir tranquilas a las almas donde penetra, solicitándolas continuamente con sospechas, turbaciones y temores de toda clase. Tú eres, pues, el único deleite de los justos, y con razón, pues en ti reina un gran reposo y una vida imperturbable. Quien entra en ti, oh buen Señor, entra en el gozo de su Señor, y ya no sentirá ningún temor, sino que se sentirá óptimamente en el ser óptimo, diciendo: Este es el lugar de mi reposo por los siglos de los siglos; aquí habitaré porque lo he elegido 125, y también: El Señor es mi Pastor, y nada me faltará, pues me ha colocado en un lugar de abundantes pastos 126.

¡Oh dulce Cristo y buen Jesús, te ruego que llenes siempre mi corazón con tu amor inextinguible y con tu continuo recuerdo, de modo que, como llama viva, arda totalmente en la dulzura de tu amor, y que este nunca sea extinguido en mí por las aguas impetuosas del mal! Haz, dulcísimo Señor, que te ame solamente a ti, y que mi alma te desee solamente a ti, y sea así librado del peso de los deseos carnales y de la grave carga de las concupiscencias terrenas, que la asedian y oprimen, a fin de que, libre de todos los obstáculos, pueda yo correr detrás del aroma de tus celestes perfumes, hasta que, guiado por tu gracia, merezca llegar cuanto antes hasta ti, y gozar sin sentirme nunca saciado de la contemplación de tu belleza. Pues no caben a la vez en el mismo pecho esos dos amores, de los cuales uno es bueno y otro malo, uno dulce y otro amargo. Y por eso si alguno ama otro objeto distinto de ti, oh Dios mío, no tiene verdadero amor hacia ti. ¡Oh amor de dulzura, oh dulcedumbre de amor, amor exento de toda pena y lleno siempre de deleite, amor puro y sincero que permanece por los siglos de los siglos, amor que siempre ardes y nunca te apagas; oh dulce Cristo, oh buen Jesús, Dios mío, mi amor; enciéndeme totalmente con tu fuego, con tu amor, con tu suavidad y tu delectación, con tu gozo y exultación, con tu deleite y tu deseo, con ese deseo que es santo y bueno, casto y puro, tranquilo y seguro! Haz que lleno totalmente de la dulzura de tu amor, y abrasado totalmente en tu divino fuego, te ame, oh Señor mío, con todas las fuerzas de mi corazón y con todo lo que hay de más íntimo en mí. Concédeme que a ti solo te tenga en el corazón, en los labios y delante de mis ojos, ahora y en todos los lugares, de modo que no quede ningún espacio en mí para otros amores extraños. Escucha mi voz, Dios mío; escucha mi voz, única luz de mis ojos, escucha lo que te pido, y haz que te lo pida de modo que me oigas. Piadoso y clemente Señor, que mis pecados no te hagan inexorable para mí, sino que tu infinita bondad reciba las súplicas de tu siervo. Cumple mis votos y mis deseos, te lo pido por el nombre y por la intercesión de tu gloriosa Madre, mi protectora ante ti, juntamente con todos los santos. Así sea.

Capítulo 36. ORACIÓN A CRISTO PARA PEDIR EL DON DE LÁGRIMAS

Señor Jesús, Verbo del Padre, que viniste al mundo para salvar a los pecadores, te suplico por las entrañas de tu misericordia que te dignes purificar mi vida, mi conducta y mis costumbres; haz que desaparezca de mí todo lo que pueda desagradarte o dañarme, y dame a conocer lo que a ti te agrada y a mí me beneficia. ¿Quién, fuera de ti, puede hacer puro a quien fue concebido en la impureza? Tú eres el Dios omnipotente y de piedad infinita, que justificas a los impíos y vivificas a los muertos, y cambias a los pecadores para que dejen de serlo. Quita, pues, de mí todo lo que pueda desagradarte, porque ninguna de mis imperfecciones puede escapar a tu mirada. Extiende la mano de tu misericordia para quitar de mi corazón todo lo que puede ofender a tu mirada. Tú conoces, Señor, mi salud y mi enfermedad; te suplico que conserves aquélla, y que cures ésta. Sáname, oh Señor, y seré verdaderamente sano; sálvame y seré verdaderamente salvado. Pues sólo a ti pertenece curar a los que están enfermos, y conservar sanos a los que ya has curado. Tú puedes, con un solo acto de tu voluntad, enderezar lo que está caído, y alzar de las ruinas lo que se había derrumbado. Pues si te dignas esparcir la buena semilla en el campo de mi corazón, es menester que antes la mano de tu piedad arranque las espinas de mis vicios.

¡Oh Jesús dulcísimo, benignísimo, amantísimo y queridísimo, preciosísimo, el más deseable, el más digno de amor y el más bello de todos: te ruego que extiendas sobre mi corazón la abundancia de tu dulzura y de tu amor, a fin de que desaparezcan de mí todos los pensamientos y deseos terrestres y terrenales, y tú seas el único objeto de mi amor, y solamente tú estés siempre en mis labios y en mi corazón! Graba con tu dedo en mi corazón el dulce recuerdo de tu nombre melifluo de modo que no seas borrado por ningún olvido. Escribe en las tablas de mi corazón tus deseos y tus justificaciones, a fin de que tenga siempre y en todas partes ante mis ojos tu bondad infinita y tus santos mandamientos. Abrasa mi alma con el fuego divino que tú hiciste descender sobre la tierra, para que se extendiera y encendiera más y más 127. De ese modo, derramando lágrimas, podré ofrecerte todos los días el sacrificio de un espíritu contrito y de un corazón roto por el arrepentimiento. ¡Dulce Cristo y buen Jesús, responde a mis más férvidos deseos y a mis votos más ardientes, encendiendo en mi alma el fuego de tu casto y santo amor, y que ese fuego se apodere de mi ser y me posea enteramente! Que cual signo de mi amor hacia ti, torrentes de lágrimas fluyan sin cesar de mis ojos, y que sean además un testimonio de tu amor hacia mí. Que sean como un lenguaje proveniente de mi alma, con el que te diga cuánto te amo, pues es la grandeza de tu amor hacia mí lo que las hace fluir.

Me acuerdo, oh piadoso Señor, de aquella piadosa mujer, que fue a tu templo a pediros un hijo, y de la cual dice la Escritura que después de tantas plegarias y de tantas lágrimas derramadas para obtener dicha gracia, los rasgos de su rostro no se alteraron 128. Pero, recordando tan gran virtud, y tan gran constancia, y considerando mi debilidad y bajeza, me siento abrumado de dolor y de confusión. Si esa mujer, para obtener un hijo, lanzó tantos suspiros y derramó tantas lágrimas, ¿cuánto más deberá suspirar quien busca a Dios, quien ama a Dios y quien desea llegar hasta él? ¿Cuánto más deberá gemir y llorar día y noche quien quiere tener a Jesucristo como solo y único objeto de su amor? Lo admirable sería que sus lágrimas no constituyeran día y noche el único alimento de su alma. Mira, pues, oh Señor, y compadécete de mí, porque se han multiplicado los dolores de mi corazón. Concédeme tu consuelo celestial, y no desprecies el alma pecadora, por la que tú mismo sufriste la muerte. Que tu amor haga derramar a mi alma lágrimas que puedan romper las cadenas que atan al pecado, y la llenen de tu gozo celeste, a fin de que si no merezco ocupar en tu reino un puesto igual al de los verdaderos y perfectos monjes, cuyos ejemplos no puedo imitar, sí pueda al menos ocupar un humilde lugar entre las santas mujeres.

Me viene también a la mente la admirable devoción de otra mujer, que te buscaba con piadoso amor yacente en el sepulcro, y que alejados los discípulos de la tumba, ella no se alejaba, sino que estaba allí sentada, triste y apenada, y derramaba continuamente muchas lágrimas 129. Y toda bañada de lágrimas se levantaba para buscarte más y más, y no apartaba su mirada de tu sepulcro, con la esperanza de ver al que buscaba con ardiente deseo. Había visto varias veces tu tumba, pero esto no era suficiente para quien tanto te amaba, pues el mérito del bien obrar exige la perseverancia. Como nadie te había amado tanto como ella, y ella misma amando lloraba, y llorando buscaba, y buscando perseveraba. Y por eso fue la primera en merecer encontrarte, verte y hablarte. Y además de esto fue la primera en anunciar a los mismos discípulos tu gloriosa resurrección, obedeciendo a tu precepto y a tu clemente amonestación: Vete y di a mis hermanos que se vayan a Galilea, y allí me verán 130. Así pues, si una mujer, cuya fe no era todavía perfecta, porque te buscaba entre los muertos a ti que estabas lleno de vida, derramó tantas lágrimas y con tal perseverancia, ¿con cuánta mayor perseverancia en el dolor y en las lágrimas deberá buscarte un alma que cree en ti y que confiesa claramente que tú eres su Redentor, sentado en lo más alto del cielo y dotado de poder y dominio sobre el universo entero? ¿Cuáles deberán ser los gemidos y las lágrimas de esa alma que te ama sinceramente, y cuyo único deseo es contemplar tu rostro?

¡Único refugio y única esperanza de los miserables, que nunca imploran en vano tu misericordia! Todas las veces que tú eres el objeto de mis pensamientos, de mis palabras, de mis escritos, de mis conversaciones, de mis recuerdos, y siempre que me presento ante ti para ofrecerte un sacrificio de alabanza o para dirigirte mis plegarias, concédeme la gracia, te lo pido por tu santo nombre, de que pueda derramar dulces y abundantes lágrimas, y de que esas lágrimas sean el único alimento de mi alma durante el día y durante la noche. Pues tú mismo, Rey de la gloria, y Maestro de todas las virtudes, nos enseñaste de palabra y con el ejemplo a gemir y a llorar, cuando nos dijiste: Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados 131. Tú lloraste a tu amigo difunto 132 y derramaste lágrimas ante la ruina futura de la ciudad de Jerusalén 133. Te ruego, oh buen Jesús, por tus santas lágrimas y por tu misericordia, con las que te dignaste remediar maravillosamente nuestra perdición, que me concedas la gracia de las lágrimas deseada y pedida fervientemente por mi alma, porque es una gracia que sólo puedo obtener por un don de tu bondad. Por tu Santo Espíritu, que ablanda los corazones más duros de los pecadores y les hace compungirse hasta derramar lágrimas, te pido que me concedas la gracia de las lágrimas, como se la concediste a mis padres, cuyos ejemplos debo imitar, para que llore sobre mí durante toda mi vida, como ellos lloraron sobre sí mismos día y noche. Por los méritos y las plegarias de los que te agradaron y te sirvieron con fidelidad, ten piedad del más indigno y del más miserable de tus servidores, y concédeme, te lo suplico, la gracia de tus lágrimas. Que esté totalmente bañado en lágrimas, y que ellas constituyan día y noche el único alimento de mi alma. Que mi arrepentimiento sea un fuego ardiente que haga de mí un holocausto digno de ser ofrecido a ti. Y que mi corazón sea como un altar donde yo me inmole enteramente, y que el olor de ese sacrificio te sea agradable a ti, oh Dios mío. Haz que mis ojos derramen torrentes de lágrimas que purifiquen esa víctima de toda mancha.

Aunque, con el auxilio de tu gracia, me he ofrecido enteramente a ti, sin embargo, a causa de mi debilidad, todavía sigo ofendiéndote con demasiada frecuencia. Concédeme, pues, Señor, el don de las lágrimas, don que jamás desearé y pediré en demasía, oh Dios bendito y amable, y que esas lágrimas sean testimonio de amor hacia ti, y testimonio de gratitud por tu misericordia. Prepara para tu siervo ese banquete celestial, al que yo pueda asistir continuamente y en el que pueda saciar todas mis necesidades. Concédeme también, según tu piedad y bondad, ese cáliz tuyo de saciedad y de gloria, a fin de que pueda apagar en él mi sed, y olvidándome de todas las miserias y vanidades del mundo, tú seas el único objeto de mis pensamientos, y el único amor de mi corazón y de mi alma. Escucha, Dios mío, escucha, oh luz de mis ojos, y oye lo que te pido, y concédeme que te lo pida de modo que me oigas. Piadoso y bondadoso Señor, que el exceso de mis pecados no te haga inexorable para mí, sino que tu divina bondad acoja favorablemente las súplicas de tu siervo. Cumple mis votos y mis deseos por las plegarias y por los méritos de la gloriosa Virgen María, Nuestra Señora, y por la intercesión de todos los santos. Así sea.

Fuente: Agustinus.it

miércoles, 30 de abril de 2025

San Agustín -Misericordia Divina - Capítulos 33 y 34

 



MEDITACIONES

Traductor: P. TEODORO CALVO MADRID

Libro único
Capítulos 33 y 34
Capítulo 33. PLEGARIA A DIOS PARA PODER ALABARLO DIGNAMENTE

Sólo a ti se deben alabanzas e himnos de gloria. A ti los ángeles, a ti los cielos y todas las Potestades celestes te cantan himnos, y celebran sin cesar tus alabanzas, cantándote como criaturas al Creador, como siervos al Señor, como soldados al Rey. ¡Oh santa e indivisible Trinidad, todas las criaturas te ensalzan, y todos los espíritus te alaban!

¡Oh Señor, los santos y los humildes de corazón, los espíritus y las almas de los justos, todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial, los órdenes y los coros de los espíritus bienaventurados te adoran humildemente y cantan sin cesar tu eterna gloria! Todos los habitantes de la patria celestial te alaban de modo magnífico y admirable; que te alabe también el hombre, porque también él es una de tus excelentes criaturas.

Aunque yo soy un hombre miserable y pecador, deseo también alabarte, y ansío amarte con gran amor. Porque tú, oh Dios, eres mi vida, mi fortaleza y mi gloria. Permíteme, pues, que te alabe; ilumina mi corazón con tu luz divina, y pon en mis labios palabras dignas de ti, a fin de que mi corazón pueda meditar tu gloria, y mi boca pueda celebrar sin cesar tu grandeza. Pero como la boca del pecador nunca podrá alabarte dignamente 104, y yo soy un hombre de labios impuros 105, Fuente de toda santidad, dígnate santificar mi alma y mis sentidos, y hazme digno de poder alabarte como tú lo mereces. Recibe bondadosamente este sacrificio de mis labios, como una ofrenda de mi corazón y de mi amor dedicada a ti. Que te sea agradable este sacrificio, y que suba como olor de suavidad hasta la presencia de tu divina majestad. Que tu recuerdo y tu inefable dulzura llenen por sí solos mi alma entera, y la enciendan en el amor de las cosas invisibles. Haz que pueda elevarse desde las cosas visibles a las invisibles, desde las cosas terrestres a las celestiales, desde las temporales a las eternas; que pase por todas estas cosas hasta llegar a la visión admirable de tu ser.

¡Oh eterna verdad, oh verdadera caridad, oh amada eternidad! Tú eres mi Dios, y a ti suspiro noche y día; tengo ansia de ti, hacia ti tiendo, y hasta ti deseo llegar. Quien te conoce a ti, conoce la verdad, y conoce la eternidad 106. Tú eres la verdad que todo lo preside; tú eres el que veremos como eres, una vez terminada esta vida ciega y mortal, en la cual nos preguntan: ¿Dónde está tu Dios? Yo digo: ¿Dios mío, dónde estás? A veces respiro en ti, cuando mi alma desborda de alegría, confesando y celebrando tu gloria y tu grandeza. Pero pronto vuelve a estar triste, porque vuelve a caer en sí misma como en un abismo, o más bien porque siente que todavía ella misma es un abismo. Entonces exclamo con esa misma fe que tú encendiste en mí para alumbrar mis pasos en la noche: ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas? Espera en el Señor 107, pues su palabra es luz para mis pies; espera y persevera hasta que pase la noche que es la madre de los malvados, y hasta que pase la ira del Señor, esa ira de la que fuimos hijos alguna vez. Pues fuimos algún tiempo tinieblas, y lo seremos mientras no pasen totalmente esas tinieblas cuyos residuos todavía arrastramos en el cuerpo muerto por el pecado; y hasta que nazca el día, y se alejen las tinieblas, espera alma mía en el Señor. Me levantaré con la aurora para contemplar a mi Dios 108, y encontrar en esa inefable contemplación mi gozo y mi salvación. El mismo Dios vivificará, por el Espíritu Santo que habita en nosotros, nuestros cuerpos mortales 109, a fin de que nos convirtamos en luz; mientras que ahora sólo estamos salvados en la esperanza, El nos convertirá de hijos de la noche y de las tinieblas en hijos del día y de la luz 110. Pues éramos antes tinieblas, pero ahora somos luz en ti, oh Dios nuestro 111; Y sin embargo todavía conocemos por la fe y no visiblemente. Pues la esperanza que se ve deja de ser esperanza 112

Alábente, oh Señor, los coros inmortales de tus santos ángeles, y glorifiquen tu nombre todas las Virtudes supracelestiales. Todos éstos no tienen necesidad, como nosotros, de leer las Sagradas Escrituras para conocer tu santa e indivisible Trinidad. Os contemplan sin cesar, y esa contemplación es para ellos como un libro divino, en el que leen, sin necesidad de sílabas temporales, qué es lo que quiere tu eterna voluntad. Ese libro es el único objeto de sus meditaciones y de su amor. Lo leen sin cesar, y no olvidan jamás lo que han leído. Con esa lectura, y con el amor que les inspira conocen tus inmutables designios. Es un libro que nunca se cierra, sino que está siempre abierto ante sus ojos, porque tú, oh Señor, eres para ellos ese divino libro, y así lo serás eternamente. Bienaventuradas y muy bienaventuradas las Virtudes de los cielos que pueden alabarte santa y purísimamente en un inefable éxtasis de dulzura y de gozo. El objeto de su gozo es también el objeto de sus alabanzas, porque no cesan de ver lo que pueden alabar y lo que les hace felices. Pero nosotros no te podemos alabar dignamente, pues estamos oprimidos por el peso de nuestra carne mortal, y estamos lejos de ti en este lugar de peregrinación, y nos apartan constantemente de ti las múltiples distracciones mundanas. Porque sólo te conocemos por medio de la fe, y no por visión directa; mientras que los espíritus celestiales te conocen cara a cara, y no mediante la fe, y de ahí que nuestras alabanzas sean tan diversas de las suyas. Sin embargo, a pesar de esa diferencia, los cielos y la tierra ofrecen sin cesar un sacrificio de alabanza a ti que eres el Dios único y el Creador de todas las cosas. Y esperamos también que, gracias a tu misericordia, nos reuniremos un día con esos espíritus bienaventurados, con los que podremos contemplarte y alabarte eternamente.

Concédeme, Señor, que mientras viva en este cuerpo frágil, te alabe mi corazón y te cante mi lengua, y que todos mis huesos digan: Señor, ¿quién hay semejante a ti? Tú eres el Dios omnipotente, a quien servimos y adoramos como trino en las personas, y uno en la sustancia de la deidad; Padre no engendrado, Hijo unigénito del Padre, y Espíritu Santo, que procede de ambos y en ambos permanece; santa e indivisible Trinidad, y un solo Dios omnipotente. Cuando todavía no existíamos, tú nos sacaste de la nada con tu poder. Cuando estábamos perdidos por el pecado, tú nos salvaste por tu misericordia y por tu maravillosa bondad. No permitas, te lo suplico, que paguemos con ingratitudes todos los beneficios con que nos has colmado, y no consientas que seamos indignos de tus misericordias. Te pido, te suplico y te ruego que aumentes en nosotros la fe, la esperanza y la caridad. Concédenos la gracia de que esta fe sea inquebrantable y eficaz en sus obras, y que estas obras correspondientes a la sinceridad y a la grandeza de nuestra misma fe nos permitan, con tu divina misericordia, llegar a la vida eterna, y que contemplando tu gloria tal como es, podamos adorar tu majestad, y podamos cantar con todos los que tú mismo hayas hecho dignos de ver tu inmensa belleza: Gloria al Padre que nos hizo, gloria al Hijo que nos redimió, gloria al Espíritu Santo que nos santificó, gloria a la suma e indivisible Trinidad, cuyas obras son inseparables, y cuyo imperio dura eternamente. A ti se deben la alabanza, el himno de honor, y toda la gloria. A ti la bendición, y el esplendor; a ti la acción de gracias, y el honor; y el poder y la fortaleza se deben a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Así sea.

Capítulo 34. CONFESIÓN DEL PECADOR QUE SE RECONOCE INDIGNO DE ALABAR A DIOS

Perdóname, Señor, perdóname misericordiosamente, perdóname y ten compasión; perdona mi ignorancia y perdóname mis muchas imperfecciones. No me rechaces por razón de mi temeridad, pues soy un siervo tuyo, indigno de dirigirte mis plegarias. Haz que sea un siervo fiel, y no un criado inútil y malvado. Pues siento mi miseria cuando, sin un profundo y sincero arrepentimiento de mis faltas, sin derramar torrentes de lágrimas, y sin amor y sin el respeto que te debo, me atrevo a alabarte, a bendecirte y a adorarte a ti, Dios nuestro omnipotente, terrible y temible: Pues si los ángeles, adorándote, alabándote, tiemblan en un sublime éxtasis, ¿cómo siendo yo un miserable pecador me atrevo a presentarme ante ti para ofrecerte un sacrificio de alabanzas, sin sentir pavor en mi corazón, sin palidecer de miedo, sin que mis labios tiemblen, sin que todo mi ser se llene de horror, sin llorar y gemir delante de ti? Quisiera hacerlo así, pero no puedo hacerlo por mí mismo: y como el poder no corresponde a mis deseos, me admiro vehementemente cuando con los ojos de la fe veo cómo eres un Dios terrible. Pero ¿quién podrá hacer esto mismo sin el auxilio de tu gracia? Nuestra salvación depende únicamente de tu misericordia. ¡Qué miserable soy, y cuán insensata es mi alma al no sentirse llena de pavor cuando se presenta ante ti y alaba tu grandeza! ¡Miserable de mí, que tengo tan endurecido el corazón, que mis ojos no derraman un incesante río de lágrimas, cuando un indigno servidor osa hablar a su divino Maestro, un hombre a su Dios, una criatura débil a su Creador, un ser hecho con el lodo de la tierra al Dios que le sacó de la nada! 113 Aquí me pongo, Señor, en tu presencia, y lo que pienso de mí en el fondo de mi corazón lo comunico a tus oídos paternales. Tú que eres tan misericordioso y tan magnífico en tus premios, hazme partícipe de tus bienes a fin de que pueda servirte dignamente, porque nosotros sólo te podemos servir y agradar con el auxilio de tu gracia. Te ruego que hieras mis carnes con tu temor, y que mi corazón se alegre y tema tu santo nombre. ¡Ojalá te tema mi alma pecadora como te temía aquel santo varón que decía: He temido siempre a Dios como a las olas encrespadas suspendidas sobre mí! 114 Oh Dios dador de todos los bienes, haz que jamás celebre tus alabanzas sin derramar torrentes de lágrimas, sin que mi corazón sea puro y mi alma esté llena de alegría, a fin de que amándote lo suficiente para alabarte dignamente, guste y saboree las dulzuras que sólo se encuentran en ti, según lo que está escrito: Gustad y ved cuán suave es el Señor: dichoso el varón que espera en él  115bienaventurado el pueblo que sabe alabarle y regocijarse en Dios 116); Dichoso el varón que espera de ti su auxilio, y que en este valle de lágrimas ha resuelto en su corazón elevarse hasta el lugar que el Señor ha establecido 117bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios 118bienaventurados los que habitan en tu casa, Señor, por los siglos de los siglos te alabarán  119.

Fuente: Agustinus.it

lunes, 28 de abril de 2025

San Agustín - Misericordia Divina -Capítulos 31 y 32

 



MEDITACIONES

Traductor: P. TEODORO CALVO MADRID

Libro único
Capítulos 31 y 32

Capítulo 31. INVOCACIÓN A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

La fe que en tu bondad me concediste para mi salvación es la que te invoca, oh Señor; porque el alma fiel vive de la fe, y ya posee en esperanza lo que algún día verá en la realidad.

Te invoco, oh Dios mío, con toda la pureza de mi conciencia, con todo el ardor de la fe que tú me diste por tu dulce amor, y mediante la cual, después de haber disipado las tinieblas que rodeaban mi espíritu, me hiciste llegar al conocimiento de tu eterna verdad. Esa fe, oh Señor, la llenaste tú de suavidad y dulzura, haciéndome renunciar, por el inefable dulzor de tu amor, a los falsos gozos de este mundo que dejan detrás de sí tantas amarguras.

Oh bienaventurada Trinidad, te invoco con alta voz y con el sincero amor de la fe, con la que (mediante la luz de tu gracia) alimentaste y alumbraste mi alma desde mi más tierna infancia, y que fortaleciste después con las instrucciones de la santa Iglesia, nuestra madre. Yo te invoco, oh Trinidad bienaventurada, bendita y gloriosa, Padre, Hijo y Espíritu Santo; Dios único, Señor consolador de las almas: caridad, gracia y celestial inspiración. Padre eterno, Verbo engendrado por el Padre, Espíritu Santo, divino regenerador; luz verdadera, luz verdadera de la luz, iluminación verdadera; fuente, río y riego; Padre eterno, principio de todo ser creado; Verbo eterno por el que todo ha sido creado; Espíritu Santo en el que todo ha sido creado. Todo viene del Padre, todo existe por el Hijo, todo existe por el Espíritu Santo. Tú eres la vida por esencia, oh Padre todopoderoso; Verbo increado, tú eres la vida engendrada desde toda la eternidad; tú eres, oh Espíritu Santo, el vínculo y el centro de todo lo viviente. Padre omnipotente, tú existes por ti mismo; Hijo divino, tú has sido engendrado por el Padre; Espíritu Santo, tú procedes del Padre y del Hijo. Por sí mismo el Padre es el que es; por el Padre el Hijo es el que es; por el Padre y el Hijo el Espíritu Santo es el que es. El Padre es verdadero, el Hijo es la misma verdad, el Espíritu Santo es también la verdad. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen, pues, una misma esencia, un mismo poder y una misma bondad.

Capítulo 32. INVOCACIÓN A DIOS

Dios es la suma y verdadera felicidad, y desde él, por él, y en él son felices todos los seres que son felices. Dios es la verdadera y suma vida, desde el cual, por el cual y en el cual viven todas las cosas que viven verdadera y felizmente. Dios es el bien y la belleza, y desde él, por él y en él es bueno y hermoso todo lo que es bueno y hermoso. Dios con su verdad nos excita, con su esperanza nos levanta, con su caridad nos une a sí mismo. Dios nos manda que le pidamos a él mismo, y nos concede encontrarle, y nos abre cuando llamamos a su puerta 103. Alejarse de Dios es caer, acercarse es levantarse; morar en él es gozar de una seguridad inalterable. A Dios sólo se le pierde por el error y el pecado; no se le puede buscar sin haber sido iluminado por él, ni se le puede encontrar sin haber sido purificado de toda mancha. Conocerte a ti, oh Dios, es vivir, y servirte es reinar; alabarte es proporcionar al alma el gozo y la salvación. Yo te alabo con la boca y con el corazón, y con toda la fuerza y el ardor de que soy capaz. Yo te bendigo y te adoro, doy gracias a tu misericordia y a tu bondad por los beneficios con que me has colmado, y elevo mi voz hacia ti para cantar el himno de tu gloria: «Santo, Santo, Santo». Te invoco, oh Trinidad bienaventurada, para que vengas a mí, y me conviertas en templo digno de tu gloria. Ruego al Padre por el Hijo, y al Hijo por el Padre, y al Espíritu Santo por el Padre y el Hijo, para que limpies mi alma de todos los vicios que la manchan, y plantes en ella todas las santas virtudes. Dios inmenso, de quien todo procede, por quien todas las cosas visibles e invisibles han sido creadas, por el cual y en el cual únicamente subsisten: tú estás fuera de las cosas para abarcarlas, dentro para llenarlas, sobre ellas para gobernarlas, y debajo de ellas para sostenerlas; cúbreme, pues, con tu protección, porque yo soy obra de tus manos, y toda mi esperanza y mi confianza está en tu misericordia.

Te suplico que me socorras donde estoy, y en todas las partes donde pueda estar, ahora y siempre, dentro y fuera, antes y detrás, arriba y abajo, y alrededor, de modo que los enemigos no encuentren lugar para tenderme sus trampas. Tú eres el Dios omnipotente, protector y guardián de todos los que esperan en ti, y sin el cual nadie está seguro y libre de peligros. Tú eres el único y verdadero Dios del cielo y de la tierra, y sólo tú puedes hacer cosas grandes, maravillosas, inescrutables y sin número.

Fuente: Agustinus.it