MEDITACIONES
Traductor: P. TEODORO CALVO MADRID
Libro único
Capítulo 33. PLEGARIA A DIOS PARA PODER ALABARLO DIGNAMENTE
Sólo a ti se deben alabanzas e himnos de gloria. A ti los ángeles, a ti los cielos y todas las Potestades celestes te cantan himnos, y celebran sin cesar tus alabanzas, cantándote como criaturas al Creador, como siervos al Señor, como soldados al Rey. ¡Oh santa e indivisible Trinidad, todas las criaturas te ensalzan, y todos los espíritus te alaban!
¡Oh Señor, los santos y los humildes de corazón, los espíritus y las almas de los justos, todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial, los órdenes y los coros de los espíritus bienaventurados te adoran humildemente y cantan sin cesar tu eterna gloria! Todos los habitantes de la patria celestial te alaban de modo magnífico y admirable; que te alabe también el hombre, porque también él es una de tus excelentes criaturas.
Aunque yo soy un hombre miserable y pecador, deseo también alabarte, y ansío amarte con gran amor. Porque tú, oh Dios, eres mi vida, mi fortaleza y mi gloria. Permíteme, pues, que te alabe; ilumina mi corazón con tu luz divina, y pon en mis labios palabras dignas de ti, a fin de que mi corazón pueda meditar tu gloria, y mi boca pueda celebrar sin cesar tu grandeza. Pero como la boca del pecador nunca podrá alabarte dignamente 104, y yo soy un hombre de labios impuros 105, Fuente de toda santidad, dígnate santificar mi alma y mis sentidos, y hazme digno de poder alabarte como tú lo mereces. Recibe bondadosamente este sacrificio de mis labios, como una ofrenda de mi corazón y de mi amor dedicada a ti. Que te sea agradable este sacrificio, y que suba como olor de suavidad hasta la presencia de tu divina majestad. Que tu recuerdo y tu inefable dulzura llenen por sí solos mi alma entera, y la enciendan en el amor de las cosas invisibles. Haz que pueda elevarse desde las cosas visibles a las invisibles, desde las cosas terrestres a las celestiales, desde las temporales a las eternas; que pase por todas estas cosas hasta llegar a la visión admirable de tu ser.
¡Oh eterna verdad, oh verdadera caridad, oh amada eternidad! Tú eres mi Dios, y a ti suspiro noche y día; tengo ansia de ti, hacia ti tiendo, y hasta ti deseo llegar. Quien te conoce a ti, conoce la verdad, y conoce la eternidad 106. Tú eres la verdad que todo lo preside; tú eres el que veremos como eres, una vez terminada esta vida ciega y mortal, en la cual nos preguntan: ¿Dónde está tu Dios? Yo digo: ¿Dios mío, dónde estás? A veces respiro en ti, cuando mi alma desborda de alegría, confesando y celebrando tu gloria y tu grandeza. Pero pronto vuelve a estar triste, porque vuelve a caer en sí misma como en un abismo, o más bien porque siente que todavía ella misma es un abismo. Entonces exclamo con esa misma fe que tú encendiste en mí para alumbrar mis pasos en la noche: ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas? Espera en el Señor 107, pues su palabra es luz para mis pies; espera y persevera hasta que pase la noche que es la madre de los malvados, y hasta que pase la ira del Señor, esa ira de la que fuimos hijos alguna vez. Pues fuimos algún tiempo tinieblas, y lo seremos mientras no pasen totalmente esas tinieblas cuyos residuos todavía arrastramos en el cuerpo muerto por el pecado; y hasta que nazca el día, y se alejen las tinieblas, espera alma mía en el Señor. Me levantaré con la aurora para contemplar a mi Dios 108, y encontrar en esa inefable contemplación mi gozo y mi salvación. El mismo Dios vivificará, por el Espíritu Santo que habita en nosotros, nuestros cuerpos mortales 109, a fin de que nos convirtamos en luz; mientras que ahora sólo estamos salvados en la esperanza, El nos convertirá de hijos de la noche y de las tinieblas en hijos del día y de la luz 110. Pues éramos antes tinieblas, pero ahora somos luz en ti, oh Dios nuestro 111; Y sin embargo todavía conocemos por la fe y no visiblemente. Pues la esperanza que se ve deja de ser esperanza 112
Alábente, oh Señor, los coros inmortales de tus santos ángeles, y glorifiquen tu nombre todas las Virtudes supracelestiales. Todos éstos no tienen necesidad, como nosotros, de leer las Sagradas Escrituras para conocer tu santa e indivisible Trinidad. Os contemplan sin cesar, y esa contemplación es para ellos como un libro divino, en el que leen, sin necesidad de sílabas temporales, qué es lo que quiere tu eterna voluntad. Ese libro es el único objeto de sus meditaciones y de su amor. Lo leen sin cesar, y no olvidan jamás lo que han leído. Con esa lectura, y con el amor que les inspira conocen tus inmutables designios. Es un libro que nunca se cierra, sino que está siempre abierto ante sus ojos, porque tú, oh Señor, eres para ellos ese divino libro, y así lo serás eternamente. Bienaventuradas y muy bienaventuradas las Virtudes de los cielos que pueden alabarte santa y purísimamente en un inefable éxtasis de dulzura y de gozo. El objeto de su gozo es también el objeto de sus alabanzas, porque no cesan de ver lo que pueden alabar y lo que les hace felices. Pero nosotros no te podemos alabar dignamente, pues estamos oprimidos por el peso de nuestra carne mortal, y estamos lejos de ti en este lugar de peregrinación, y nos apartan constantemente de ti las múltiples distracciones mundanas. Porque sólo te conocemos por medio de la fe, y no por visión directa; mientras que los espíritus celestiales te conocen cara a cara, y no mediante la fe, y de ahí que nuestras alabanzas sean tan diversas de las suyas. Sin embargo, a pesar de esa diferencia, los cielos y la tierra ofrecen sin cesar un sacrificio de alabanza a ti que eres el Dios único y el Creador de todas las cosas. Y esperamos también que, gracias a tu misericordia, nos reuniremos un día con esos espíritus bienaventurados, con los que podremos contemplarte y alabarte eternamente.
Concédeme, Señor, que mientras viva en este cuerpo frágil, te alabe mi corazón y te cante mi lengua, y que todos mis huesos digan: Señor, ¿quién hay semejante a ti? Tú eres el Dios omnipotente, a quien servimos y adoramos como trino en las personas, y uno en la sustancia de la deidad; Padre no engendrado, Hijo unigénito del Padre, y Espíritu Santo, que procede de ambos y en ambos permanece; santa e indivisible Trinidad, y un solo Dios omnipotente. Cuando todavía no existíamos, tú nos sacaste de la nada con tu poder. Cuando estábamos perdidos por el pecado, tú nos salvaste por tu misericordia y por tu maravillosa bondad. No permitas, te lo suplico, que paguemos con ingratitudes todos los beneficios con que nos has colmado, y no consientas que seamos indignos de tus misericordias. Te pido, te suplico y te ruego que aumentes en nosotros la fe, la esperanza y la caridad. Concédenos la gracia de que esta fe sea inquebrantable y eficaz en sus obras, y que estas obras correspondientes a la sinceridad y a la grandeza de nuestra misma fe nos permitan, con tu divina misericordia, llegar a la vida eterna, y que contemplando tu gloria tal como es, podamos adorar tu majestad, y podamos cantar con todos los que tú mismo hayas hecho dignos de ver tu inmensa belleza: Gloria al Padre que nos hizo, gloria al Hijo que nos redimió, gloria al Espíritu Santo que nos santificó, gloria a la suma e indivisible Trinidad, cuyas obras son inseparables, y cuyo imperio dura eternamente. A ti se deben la alabanza, el himno de honor, y toda la gloria. A ti la bendición, y el esplendor; a ti la acción de gracias, y el honor; y el poder y la fortaleza se deben a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Así sea.
Capítulo 34. CONFESIÓN DEL PECADOR QUE SE RECONOCE INDIGNO DE ALABAR A DIOS
Perdóname, Señor, perdóname misericordiosamente, perdóname y ten compasión; perdona mi ignorancia y perdóname mis muchas imperfecciones. No me rechaces por razón de mi temeridad, pues soy un siervo tuyo, indigno de dirigirte mis plegarias. Haz que sea un siervo fiel, y no un criado inútil y malvado. Pues siento mi miseria cuando, sin un profundo y sincero arrepentimiento de mis faltas, sin derramar torrentes de lágrimas, y sin amor y sin el respeto que te debo, me atrevo a alabarte, a bendecirte y a adorarte a ti, Dios nuestro omnipotente, terrible y temible: Pues si los ángeles, adorándote, alabándote, tiemblan en un sublime éxtasis, ¿cómo siendo yo un miserable pecador me atrevo a presentarme ante ti para ofrecerte un sacrificio de alabanzas, sin sentir pavor en mi corazón, sin palidecer de miedo, sin que mis labios tiemblen, sin que todo mi ser se llene de horror, sin llorar y gemir delante de ti? Quisiera hacerlo así, pero no puedo hacerlo por mí mismo: y como el poder no corresponde a mis deseos, me admiro vehementemente cuando con los ojos de la fe veo cómo eres un Dios terrible. Pero ¿quién podrá hacer esto mismo sin el auxilio de tu gracia? Nuestra salvación depende únicamente de tu misericordia. ¡Qué miserable soy, y cuán insensata es mi alma al no sentirse llena de pavor cuando se presenta ante ti y alaba tu grandeza! ¡Miserable de mí, que tengo tan endurecido el corazón, que mis ojos no derraman un incesante río de lágrimas, cuando un indigno servidor osa hablar a su divino Maestro, un hombre a su Dios, una criatura débil a su Creador, un ser hecho con el lodo de la tierra al Dios que le sacó de la nada! 113 Aquí me pongo, Señor, en tu presencia, y lo que pienso de mí en el fondo de mi corazón lo comunico a tus oídos paternales. Tú que eres tan misericordioso y tan magnífico en tus premios, hazme partícipe de tus bienes a fin de que pueda servirte dignamente, porque nosotros sólo te podemos servir y agradar con el auxilio de tu gracia. Te ruego que hieras mis carnes con tu temor, y que mi corazón se alegre y tema tu santo nombre. ¡Ojalá te tema mi alma pecadora como te temía aquel santo varón que decía: He temido siempre a Dios como a las olas encrespadas suspendidas sobre mí! 114 Oh Dios dador de todos los bienes, haz que jamás celebre tus alabanzas sin derramar torrentes de lágrimas, sin que mi corazón sea puro y mi alma esté llena de alegría, a fin de que amándote lo suficiente para alabarte dignamente, guste y saboree las dulzuras que sólo se encuentran en ti, según lo que está escrito: Gustad y ved cuán suave es el Señor: dichoso el varón que espera en él 115; bienaventurado el pueblo que sabe alabarle y regocijarse en Dios 116); Dichoso el varón que espera de ti su auxilio, y que en este valle de lágrimas ha resuelto en su corazón elevarse hasta el lugar que el Señor ha establecido 117; bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios 118; bienaventurados los que habitan en tu casa, Señor, por los siglos de los siglos te alabarán 119.
Fuente: Agustinus.it
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