viernes, 3 de enero de 2014

3 de enero, día del culto al Santísimo y Dulce nombre de Jesús

El dulce nombre de Jesús
Por Jesús Villarroel Fernández, O.P.

       
   Al cumplirse los ocho días tocaba circuncidar al niño y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción. Una de las cosas que más preocupa a los santos es no morir en gracia o, con otras palabras, endurecerse en los últimos momentos. A los que no lo son les preocupa poco. Parece un contrasentido ya que, si toda la vida lo han deseado y lo han trabajado con violencia, como dice el evangelio, no van a fallar en la última hora. Sin embargo hay mucho en nosotros de bioquímica y nadie sabe hasta dónde podrá soportar sus dolores. Eso sin contar las asechanzas del demonio que se pueden recrudecer en esa hora. De hecho en la piedad cristiana y en la teología hay una preocupación real y se ora para alcanzar una buena muerte o la gracia de la perseverancia final.

            Esto que os cuento lo he visto en alguna persona y su mejor antídoto era pronunciar el nombre de Jesús. Mi maestro de novicios, que era un gran devoto, nos hablaba con frecuencia de la devoción al dulce nombre de Jesús, sobre todo el 3 de enero que es el día que tradicionalmente se viene celebrando la fiesta. Yo sentí mucho que despareciera después del Concilio en el calendario romano pero ha sido de nuevo reintroducida en la tercera edición del Misal romano actual. Siempre me cayó bien esta celebración, entre otras cosas porque me llamo Jesús. Sin embargo, el mayor aprecio y el descubrimiento vivencial de este nombre me ha llegado vía monjas contemplativas donde he dado muchos ejercicios espirituales. Son varias en las que he visto la conjunción de ciertas aprensiones y la pronunciación ungida del nombre de Jesús, según aquello que dice: El que invocare el nombre del Señor, se salvará (Rm 10, 13)   

En cierta ocasión me consultaba una sus ansiedades en este sentido. Le hablé de que eran escrúpulos hasta que me di cuenta de que era algo más. Su manera de conjurar el temor era repetir el nombre de Jesús. Me lo escenificó maravillosamente. Cuando estoy turbada repito rápido Jesús, Jesús, Jesús; cuando me voy calmando, lo hago más lento Jesús….. Jesús…… Jesús. A veces me acuesto y lo digo lentamente y cuando me despierto todavía lo sigo diciendo. ¿Habré estado toda la Noche? Me despierto con una placidez que no es mía… Este nombre maravilloso ha actuado dentro de mí. Yo le dije: claro, mujer, la alabanza y la unción liberan y pacifican y el salmo dice que el Señor lo da a sus amigos mientras duermen.

Esta monjita padecía de temor de Dios. A primera vista parece que estamos ante una arbitrariedad.  
Si estás toda la vida activando un deseo y una práctica ¿por qué te va a fallar el final? Yo le expliqué: mira lo que te pasa no es miedo a Dios sino más bien el don de temor de Dios que no es miedo servil a Dios sino miedo a perderlo. El miedo a la condenación de los que viven despreocupados es de otra índole. La Biblia no ve mal el temor bueno e, incluso, dice que es el principio de la sabiduría. Es un temor-don infundido por el  Espíritu Santo. Al suceder este don en nuestra psicología puede suscitar aprensión acerca del momento final. Suele ser un momento de gran purificación del espíritu para crecer en fe. El mejor, antídoto es la pronunciación ungida del nombre de Jesús. Si el Señor te lo ha dado, vive feliz pronunciando ese nombre y si no te lo ha dado vocalízalo todas las veces que puedas que te hará bien.

Ninguna Orden religiosa se puede adjudicar la devoción al nombre de Jesús. Desde que San Pedro le dijo al tullido: No tengo oro ni plata pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesús, el Nazareno, echa a andar (Hch,3, 6), desde ese momento, la pronunciación del nombre de Jesús no es una devoción, es un kerigma. Tiene un poder especial, que las devociones más bien rebajan. Jesús dijo: Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre os lo concederé para que el Padre sea glorificado en el Hijo (Juan 14, 13). Estamos, pues, a nivel de kerigma, es decir, de anuncio básico en el que se basa el Cristianismo. Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado (Hch 2, 36)

A mí el kerigma que más me llega sobre el nombre de Jesús es el de Pablo en la carta a los Filipenses 2, 9-11: Por lo cual Dios le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que está sobre todo nombre, para que al oír el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre”. La palabra identitaria y base de un gran movimiento actual como es la Renovación carismática es: El Señor, es el Señor, que toda rodilla se doble y confiese que Jesús es el Señor. No hay otra palabra que produzca más Espíritu Santo, que más unción derrame sobre cualquiera que la oiga con oídos de sencillez. Ninguna otra frase nos produce más contacto con el Espíritu Santo que decir: Jesús es el Señor y yo me arrodillo ante él. Haced la prueba y decid lentamente : “Jesús es el Señor”.

¿Qué temor o aprensión puede tener uno cuando oye decir a Pablo: El que invocare el nombre del Señor se salvará? (Rm 10, 13). No empieces a razonar diciendo: “Ya, pero para eso hay que estar preparado, hay que hacer muchos sacrificios y obras buenas”… Ya lo estás planteando mal. Primero invoca, coge confianza, no te mires a ti mismo, mírale a él. Jesús significa: Dios salva. No eres tú el que salvas ni el que te vas a salvar. Nadie puede decir Jesús es el Señor si no es movido por el Espíritu. Si, en verdad, el Espíritu Santo se mueve en ti y no debes dudarlo sino prestarle atención; a lo primero que va es a que tengas fe y ores desde ella.

El nombre en hebreo significa misión. La misión de Cristo es salvar y por eso le pusieron Jesús que significa salvador. Los cristianos han venerado siempre de una forma especial el «nombre» del Señor Jesús, proclamándolo en su vi­da y con su propia vida. En los monasterios desde el siglo XII se ha celebrado con gran sentimiento y fervor el nombre de Jesús. Hay un himno precioso “Jesu, dulcis memoria”, atribuido a San Bernardo, 1153, que canta con excelso lirismo el nombre de Jesús. Dice entre otras cosas:

Nil canitur suavius

Nil auditur profundius

Nil cogitatur dulcius

Quem Jesús, Dei Filius

O sea:

Nada más suave se canta

Nada más profundo se oye

Nada más dulce se piensa

Que Jesús, Hijo de Dios


            Más tarde con el advenimiento de los frailes, hubo entre los mendicantes una devoción explosiva hacia el nombre de Jesús. Los Franciscanos, más adaptados a las devociones, brillaron en este culto al nombre de Jesús. Destaca entre ellos San Bernardino de Siena (1444),  magnífico y ungido predicador del Nombre de Jesús. Incorporan esta fiesta a su calendario en el año 1530. Sin embargo es de notar que los pontífices encomiendan  la propagación de esta devoción a los dominicos como sucedió con el papa Gregorio X, que se había formado en París con los grandes maestros de la Orden dominicana. Con una bula del 20 de septiembre del año 1274, encargó oficialmente a los frailes Predica­dores la promoción de la alabanza y veneración del santísimo nom­bre de Jesús. A pesar de grandes devotos individuales no parece que la Orden en general hiciera mucho caso al Papa. Los dominicos siempre han sido muy reacios a cierto devocionismo. Crearon y propagaron el rosario porqué en él se anuncian los grandes misterios de la salvación más que como devoción a María. Pese a todo, la primera cofradía del Santísimo Nombre de Jesús es creación de los frailes dominicos. Se considera como primera la que fray Andrés Díaz fundó en Portugal el año 1423. No obstante, cuatro siglos más tarde, el papa Pío IV (1659-1665), tuvo que encargar de nuevo oficialmente a los dominicos la pro­moción del culto al santo nombre de Jesús. Entonces, ya coaccionados, sí que aumenta en la Orden la predicación y organización de esta devoción y ya en el año 1686 la admiten en el calendario de fiestas propias de la Orden.

   
  Desde los mismos inicios de la Orden de Predicadores se dan a ella muchos frailes que profesaron un amor especial al dulcísimo nombre del Salvador. Se cuenta que santo Domingo tenía siempre en sus labios este nombre tan santo y en sus viajes cantaba, otro de los bellos himnos medievales al nombre de Jesús: “Jesu, nostra redemptio”. El sucesor de Santo Domingo, beato Jordán de Sajonia escribe que fray Enrique, originario de Maastricht (Holanda) y amigo y compañero suyo en la vocación dominicana, siendo prior de Colonia el año 1229, predicaba la de­voción al nombre de Jesús de forma que, cuando los fieles le oían pronunciar este nombre les llevaba hasta las lágrimas. Del beato Enrique Susón, uno de los grandes místicos renanos, se cuenta que tatuó a fuego en su pecho el nombre de Jesús.

Hoy en día la devoción al Dulce Nombre de Jesús tiene que verse desde otro perfil. En tiempos de cristiandad en la que todos creían o, al menos, se vivía en una cultura cristiana, la devoción era devoción y el Espíritu Santo actuaba dando a cada uno su don correspondiente. Todo sobre la base de una fe común y generalizada. La devoción en este caso sirve para crecer, para intimar más y para aumento de gracia y de mérito. Es una forma de intensificar el amor a Dios.

Santo Tomás hace un análisis del poder del nombre de Jesús. En primer lugar dice que otorga el perdón de los pecados. Os escribo a vosotros hijos porque se os han perdonado los pecados por su nombre (1 Jn 2, 12). San Agustín añade: “Qué es Jesús sino salvador? Luego sé Jesús para mí. No, Señor, no quieras fijarte en mi mal de modo que olvides tu bien”. En segundo lugar da la gracia de la salud. Tu nombre, un ungüento que se vierte (Ct 1,3) El aceite es un lenitivo en el dolor; así también lo es el nombre de Jesús. De ahí que San Bernardo diga: “Tienes, alma mía, un antídoto escondido en un vasito de nombre Jesús, eficaz para toda suerte de venenos”.

En tercer lugar da la victoria a los que son tentados. El nombre del Señor es torre fuerte (Pr 18,10). Echarán demonios en mi nombre (Mc 16, 17) Y volvieron los discípulos contentos y dijeron a Jesús: “Señor, hasta los demonios se someten en tu nombre”. En cuarto lugar nos da fuerza y confianza para pedir la salvación. Se dice: Si pedís algo al Padre en mi nombre os lo dará (Jn 16, 23). Jesús es salvador y no sólo lo es cuando nos concede lo que pedimos sino también cuando no lo hace: pues también nos salva cuando nos niega lo que él ve que pedimos contrario a nuestra salvación. Bien conoce el médico si el enfermo pide algo contrario o favorable a su salud.

En los tiempos actuales hay menos fe; a la mayoría no les vale la catequesis sobre el nombre de Jesús. Lo consideran como parte de una cultura religiosa poco relacionada con la vida de ahora. El poder, la fuerza, la motivación la buscan en otra parte. Hablo de los que todavía conservan la fe. La catequesis procede con ideas y el convencimiento religioso está de baja. Santo Tomás estaba convencido de lo que decía y los que le escuchaban o leían, lo mismo. Hoy, necesitamos otro profetismo, otros carismas del Espíritu que puedan llevar a la gente no a un convencimiento sino a un quebrantamiento. La valoración del nombre de Jesús nos tiene que ser dada.

Hoy es el Espíritu quien tiene la palabra porque la cultura religiosa que tanto ayudaba a la fe se nos ha ido. Hoy tiene que ser fe a la intemperie. Tampoco será para mal ya que seguro que hay una gran necesidad de purificación. Lo que no podemos negar es la palabra de Dios. Vosotros los que lleguéis hasta aquí leyendo este artículo, seguro que deseáis de corazón experimentar el poder del nombre de Jesús. Pedidlo y lo disfrutaréis. Si no os interesa, no llegaréis hasta aquí. Si habéis llegado consideradlo una gracia. A mí me interesa mucho porque veo escondido en ese nombre un amor infinito. Como en la Renovación se canta, a veces, (con la música de Amazing Grace) el Jesús, Jesús, Jesús…… terminando en lenguas, que podamos hacerlo así en los momentos decisivos de nuestra vida.



miércoles, 1 de enero de 2014

Santa María, Madre de Dios: 1º de enero



Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

La Solemnidad de Santa María Madre de Dios es la primer Fiesta Mariana que apareció en la Iglesia Occidental, su celebración se comenzó a dar en Roma hacia el siglo VI, probablemente junto con la dedicación –el 1º de enero– del templo “Santa María Antigua” en el Foro Romano, una de las primeras iglesias marianas de Roma.

La antigüedad de la celebración mariana se constata en las pinturas con el nombre de “María, Madre de Dios” (Theotókos) que han sido encontradas en las Catacumbas o antiquísimos subterráneos que están cavados debajo de la ciudad de Roma, donde se reunían los primeros cristianos para celebrar la Misa en tiempos de las persecuciones.

Más adelante, el rito romano celebraba el 1º de enero la octava de Navidad, conmemorando la circuncisión del Niño Jesús. Tras desaparecer la antigua fiesta mariana, en 1931, el Papa Pío XI, con ocasión del XV centenario del concilio de Éfeso (431), instituyó la Fiesta Mariana para el 11 de octubre, en recuerdo de este Concilio, en el que se proclamó solemnemente a Santa María como verdadera Madre de Cristo, que es verdadero Hijo de Dios; pero en la última reforma del calendario –luego del Concilio Vaticano II– se trasladó la fiesta al 1 de enero, con la máxima categoría litúrgica, de solemnidad, y con título de Santa María, Madre de Dios.

De esta manera, esta Fiesta Mariana encuentra un marco litúrgico más adecuado en el tiempo de la Navidad del Señor; y al mismo tiempo, todos los católicos empezamos el año pidiendo la protección de la Santísima Virgen María.

El Concilio de Éfeso

En el año de 431, el hereje Nestorio se atrevió a decir que María no era Madre de Dios, afirmando: “¿Entonces Dios tiene una madre? Pues entonces no condenemos la mitología griega, que les atribuye una madre a los dioses”. Ante ello, se reunieron los 200 obispos del mundo en Éfeso –la ciudad donde la Santísima Virgen pasó sus últimos años– e iluminados por el Espíritu Santo declararon: “La Virgen María sí es Madre de Dios porque su Hijo, Cristo, es Dios”. Y acompañados por todo el gentío de la ciudad que los rodeaba portando antorchas encendidas, hicieron una gran procesión cantando: "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén".

Asimismo, San Cirilo de Alejandría resaltó: “Se dirá: ¿la Virgen es madre de la divinidad? A eso respondemos: el Verbo viviente, subsistente, fue engendrado por la misma substancia de Dios Padre, existe desde toda la eternidad... Pero en el tiempo él se hizo carne, por eso se puede decir que nació de mujer”.

Madre del Niño Dios

“He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra”

Es desde ese fiat, hágase que Santa María respondió firme y amorosamente al Plan de Dios; gracias a su entrega generosa Dios mismo se pudo encarnar para traernos la Reconciliación, que nos libra de las heridas del pecado.

La doncella de Nazareth, la llena de gracia, al asumir en su vientre al Niño Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, se convierte en la Madre de Dios, dando todo de sí para su Hijo; vemos pues que todo en ella apunta a su Hijo Jesús.

Es por ello, que María es modelo para todo cristiano que busca día a día alcanzar su santificación. En nuestra Madre Santa María encontramos la guía segura que nos introduce en la vida del Señor Jesús, ayudándonos a conformarnos con Él y poder decir como el Apóstol:

“vivo yo más no yo, es Cristo quien vive en mí”

Fuente: aciprensa



Fuente: www.pueblodemaria.com