sábado, 8 de diciembre de 2018

8 de diciembre: Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María (Fiesta de precepto)


“YO SOY LA INMACULADA CONCEPCIÓN”

Así se identificó la Santísima Virgen María a Santa Bernardita en sus apariciones en Lourdes, Francia en 1858. Hoy en día este nombre no parece extraordinario, pero el que la Virgen haya usado precisamente el término de “Inmaculada Concepción” para responder quién era Ella a una campesinita de un pequeño poblado del sur de Francia, fue en aquel momento algo muy especial. Y fue muy especial por que justamente cuatro años antes el Papa Pío IX había declarado el dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María.

















¿En qué consiste ese dogma que cada 8 de diciembre celebramos los Católicos como una de las Fiestas grandes de la Iglesia? Significa que María fue preservada desde el primer instante de su existencia, desde su concepción en el vientre de su madre Santa Ana, del pecado original y de sus consecuencias. Pero el privilegio de la Madre de Dios no se queda allí, sino que sabemos que fue también llena de gracia desde el primer momento de su existencia. Fue “inmaculada” desde su “concepción”.


Dios deseó, entonces, que la Virgen María, la que iba a ser su Madre, fuera concebida en estado de gracia y santidad, libre de las consecuencias del pecado original de nuestros primeros progenitores. Eso significa que María no estuvo nunca sometida a la esclavitud del demonio, ni tenía inclinación al mal, ni oscurecimiento de su entendimiento, consecuencias del pecado original, con las cuales todos los demás mortales somos concebidos. Tampoco estaba sujeta a dos consecuencias adicionales, cuales son el sufrimiento y la muerte. Ella, por cierto, experimentó estas dos cosas, no porque estuviera sujeta a ellas, sino que las padeció como colaboración para nuestra salvación. El anuncio de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios se encuentra muy al comienzo de la Biblia (Gen. 3, 9-15.20) cuando al ser descubiertos Adán y Eva en su pecado de rebeldía contra Dios, el Creador acusa a la serpiente, es decir, a Satanás, y le anuncia:

“Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la suya; y su descendencia te aplastará la cabeza”.


"Su descendencia aplastará
 la cabeza del demonio"

Con María comienza la lucha entre la descendencia de la Mujer (Jesucristo) y la de la serpiente, lucha que se resolverá con la victoria definitiva del que es descendiente de la Virgen y también Hijo de Dios.

De allí que en el momento de la Anunciación, cuando tuvo lugar la concepción del Hijo de Dios, el Arcángel Gabriel saludara a María con aquel “llena de gracia” (Lc. 1, 26-38). ¡Claro! Ella es “llena de gracia” porque está llena de la Gracia misma que es Dios y porque nunca el pecado la tocó. De otra manera no hubiera podido ser saludada así. Es la mayor prueba de la Inmaculada Concepción de María.


"Salve llena de Gracia"

La Santísima Virgen María es la primera redimida. Es redimida, inclusive, antes de la llegada de su Hijo, el Redentor. Con Ella comienza la redención, porque nos trae al Salvador del mundo. De allí que San Pablo (Ef. 1, 3-6.11-12) alabe a “Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en El, con toda clase de bienes espirituales y celestiales ... para que fuéramos santos e irreprochables a sus ojos”.

Ese maravilloso plan divino ya se sucedió en María por ese privilegio inmensísimo de su concepción sin mancha, pero también -y muy especialmente- por su sí constante y permanente a la Voluntad Divina. Ese mismo plan se va realizando en cada uno de nosotros también con nuestro sí constante y permanente. Para ello el Bautismo ha borrado el pecado original y, además, tenemos a lo largo de nuestra vida todas las gracias necesarias para poder dar nuestro sí en todo momento, como Ella lo dio. 

Que así sea. 
Fuente: BUENA NUEVA Círculo Bíblico


Ave, María

Santa María  
Madre de Dios 
y Madre nuestra, 
De los asesinos de tu Divino Hijo,
De quienes, salvajes, 
nos burlamos de Él 
y comerciamos sus vestidos, 
hoy nos atrevemos a pedirte: 
¡Ruega por nosotros! 

Ruega por nosotros ahora, 
En el duro y vertiginoso vivir actual, 
¡Invoca a Dios! 

Dile que sus pobres pecadores son malos, 
que envenenaron su propio mundo.

Dile que son tontos, 
que buscan la Felicidad en la senda errada. 

Y pídele al Señor que,
cerca del momento final,
vayamos por el camino de la Verdad. 

Que en la hora de nuestra muerte 
un ángel luminoso nos susurre: 
"Ven, tu Padre te aguarda. 
El Paraíso que una vez, cegado, buscaste en la tierra, 
hoy está al alcance de tus manos".

Entonces te veremos abrazarnos,
en nuestros labios brillará una dulce, 
postrer sonrisa.
Y la gente dirá: 
"En vida, nunca pareció tan feliz". 





martes, 4 de diciembre de 2018

Novena a la Virgen de Guadalupe


El 12 de diciembre la Iglesia celebra la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Emperatriz de América y Patrona de México, que dejó su imagen desde ese día en una sencilla “tilma” como señal del Amor de Dios para creyentes y no creyentes.
Cercanos a esta gran solemnidad mariana les dejamos una Novena para pedir la intercesión de la Virgen María ante Dios.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Acto de Contrición
"Señor mío, Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, creador y redentor mío, por ser vos quien sois, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido. Propongo enmendarme y confesarme a su tiempo y ofrezco cuanto hiciere en satisfacción de mis pecados, y confío por vuestra bondad y misericordia infinita, que me perdonaréis y me daréis gracia para nunca más pecar. Así lo espero por intercesión de mi Madre, nuestra Señora la Virgen de Guadalupe. Amén".
Primer Día
"¡Oh Santísima Señora de Guadalupe! Esa corona con que ciñes tus sagradas sienes publica que eres Reina del Universo. Lo eres, Señora, pues como Hija, como Madre y como Esposa del Altísimo tienes absoluto poder y justísimo derecho sobre todas las criaturas.
Siendo esto así, yo también soy tuyo; también pertenezco a ti por mil títulos; pero no me contento con ser tuyo por tan alta jurisdicción que tienes sobre todos; quiero ser tuyo por otro título más, esto es, por elección de mi voluntad.
Ved que, aquí postrado delante del trono de tu Majestad, te elijo por mi Reina y mi Señora, y con este motivo quiero doblar el señorío y dominio que tienes sobre mí; quiero depender de ti y quiero que los designios que tiene de mí la Providencia divina, pasen por tus manos.
Dispón de mí como te agrade; los sucesos y lances de mi vida quiero que todos corran por tu cuenta. Confío en tu benignidad, que todos se enderezarán al bien de mi alma y honra y gloria de aquel Señor que tanto complace al mundo. Amén.
Se dicen las intenciones de la novena y se reza un Padrenuestro, un Ave María y un Gloria.
Oración de San Juan Pablo II a la Virgen de Guadalupe
¡Oh Virgen Inmaculada
Madre del verdadero Dios y Madre de la Iglesia!
Tú, que desde este lugar manifiestas
tu clemencia y tu compasión
a todos los que solicitan tu amparo;
escucha la oración que con filial confianza te dirigimos,
y preséntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor nuestro.
Madre de misericordia, Maestra del sacrificio escondido y silencioso,
a ti, que sales al encuentro de nosotros, los pecadores,
te consagramos en este día todo nuestro ser y todo nuestro amor.
Te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos,
nuestras alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores.
Da la paz, la justicia y la prosperidad a nuestros pueblos;
ya que todo lo que tenemos y somos lo ponernos bajo tu cuidado,
Señora y Madre nuestra.
Queremos ser totalmente tuyos y recorrer contigo el camino
de una plena fidelidad a Jesucristo en su Iglesia:
no nos sueltes de tu mano amorosa.
Virgen de Guadalupe, Madre de las Américas,
te pedimos por todos los obispos, para que conduzcan a los fieles por senderos
de intensa vida cristiana, de amor y de humilde servicio a Dios y a las almas.
Contempla esta inmensa mies, e intercede para que el Señor infunda
hambre de santidad en todo el Pueblo de Dios, y otorgue abundantes
vocaciones de sacerdotes y religiosos, fuertes en la fe
y celosos dispensadores de los misterios de Dios.
Concede a nuestros hogares
la gracia de amar y de respetar la vida que comienza.
Con el mismo amor con el que concebiste en tu seno
la vida del Hijo de Dios.
Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, protege a nuestras familias,
para que estén siempre muy unidas, y bendice la educación de nuestros hijos.
Esperanza nuestra, míranos con compasión,
enséñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos
a levantarnos, a volver a Él, mediante la confesión de nuestras culpas
y pecados en el sacramento de la penitencia,
que trae sosiego al alma.
Te suplicamos que nos concedas un amor muy grande a todos los santos sacramentos
que son como las huellas que tu Hijo nos dejó en la tierra.
Así, Madre Santísima, con la paz de Dios en la conciencia,
con nuestros corazones libres de mal y de odios,
podremos llevar a todos la verdadera alegría y la verdadera paz,
que vienen de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo,
que con Dios Padre y con el Espíritu Santo,
vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Fuente: Aciprensa

Te alabo, Padre, por haber revelado estas cosas a los pequeños



 Junto al Papa Benedicto XVI reflexionamos sobre la oración de Jesús de alabanza al Padre por “por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños”. 

En esa oportunidad, Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana. (Mt 11,25-30).


Los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 11, 25-30 y Lc 10, 21-22) nos transmitieron una «joya» de la oración de Jesús, que se suele llamar Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Se trata de una oración de reconocimiento y de alabanza, como hemos escuchado. En el original griego de los Evangelios, el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como «te doy gracias» (Mt 11, 25 y Lc 10, 21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas: la primera es «reconocer hasta el fondo» —por ejemplo, Juan Bautista pedía a quien acudía a él para bautizarse que reconociera hasta el fondo sus propios pecados (cf. Mt 3, 6)—; la segunda es «estar de acuerdo». Por tanto, la expresión con la que Jesús inicia su oración contiene su reconocer hasta el fondo, plenamente, la acción de Dios Padre, y, juntamente, su estar en total, consciente y gozoso acuerdo con este modo de obrar, con el proyecto del Padre. El Himno de júbilo es la cumbre de un camino de oración en el que emerge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo y se manifiesta su filiación divina. Esto es clave para poder entender el texto que compartimos hoy.

Jesús se dirige a Dios llamándolo «Padre». Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de ser «el Hijo», en íntima y constante comunión con él, y este es el punto central y la fuente de toda oración de Jesús.

Tal vez en este día podamos detenernos para distinguir en qué me siento realmente hijo del Padre Dios, qué aspectos de mi vida se saben abrazados por la paternidad de Dios y entonces allí me descubro serenamente pequeño para alabarlo y bendecirlo. Y en qué la rebeldía, la falta de aceptación de mis límites, no vivo como hijo del Padre, sino en el enojo y en la no compresión.

Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Jesús, por tanto, afirma que sólo «el Hijo» conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas —como experimentamos todos en nuestras relaciones humanas— comporta una comunión, un vínculo interior, a nivel más o menos profundo, entre quien conoce y quien es conocido: no se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en toda su oración, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con él: sólo estando en comunión con el otro comienzo a conocerlo; y lo mismo sucede con Dios: sólo puedo conocerlo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión con él. Por lo tanto, el verdadero conocimiento está reservado al Hijo, al Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18), en perfecta unidad con él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, al estar en íntima comunión del ser; sólo el Hijo puede revelar verdaderamente quién es Dios.

La aceptación y el querer lo que el Padre quiere, en el mundo de la aceptación, de la sencillez y de la pobreza es donde también la buena noticia puede llegar. Es un pedirle al Padre que siga abrazando a todos con su ternura. La alabanza de Jesús se constituye en un clamor al Padre para que continúen la obra que están haciendo. Esta buena noticia solo es recibida por los pequeños porque saben en brazos del Padre, así como Él lo está en este vínculo de mutuo conocimiento.

Al nombre «Padre» le sigue un segundo título, «Señor del cielo y de la tierra». Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). Orando, él remite a la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto de la creación. Jesús se inserta en esta historia de amor, es su cumbre y su plenitud. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura queda iluminada y revive en su más completa amplitud: anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero a través de la expresión «Señor del cielo y de la tierra» podemos también reconocer cómo en Jesús, el Revelador del Padre, se abre nuevamente al hombre la posibilidad de acceder a Dios.

Esta es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo. Dice el Catecismo de la Iglesia católica: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)» (n. 2603). De aquí deriva la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»: junto con Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, llegando así a ser sus hijos también nosotros. Jesús, por lo tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos aquellos que el Padre quiere hacer partícipes de él; y aquellos que acogen este don son los «pequeños».

Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez» que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de la montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, ni siquiera de Dios.

Es interesante también señalar la ocasión en la que Jesús prorrumpe en este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo es la alegría porque, no obstante las oposiciones y los rechazos, hay «pequeños» que acogen su palabra y se abren al don de la fe en él. El Himno de júbilo, en efecto, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan Bautista, uno de los «pequeños» que reconocieron el obrar de Dios en Cristo Jesús (cf. Mt 11, 2-19), y el reproche por la incredulidad de las ciudades del lago «donde había hecho la mayor parte de sus milagros» (cf. Mt 11, 20-24). Mateo, por tanto, ve el júbilo en relación con las expresiones con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y la de su acción: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: lo ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt 11, 4-6).

Hemos gustado por un momento la riqueza de esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu, podemos dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, «Abbà». Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de los «pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos, sino que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle. La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así alivio en el cansancio de nuestro camino.

Padre Javier Soteras

Material en base a la Catequesis del Papa Benedicto XVI en la Audiencia General del 7 de diciembre del 2011

Fuente: Radio María