sábado, 3 de abril de 2021

Sábado Santo: Nuestra Señora de la Soledad

 


Carlo María Martini

Cardenal Arzobispo de Milán

 

NUESTRA SEÑORA DEL SÁBADO SANTO

 

Carta Pastoral para el año 2000-2001

 

 

He reflexionado así sobre el sentido que puede tener este “sábado del tiempo” que es el Gran Jubileo. El Jubileo – según el texto fundante de Levitico 25,8-17 – es, en efecto, el “sábado de los sábados”, el “sabático de los sabáticos”, el año que llega después de siete semanas de años y participa por lo tanto de la sacralidad del sábado, el día del reposo de Dios y de sus creaturas. Es el año de la proclamación de la primacía absoluta del Señor sobre la vida y sobre la historia, de la restauración del orden de justicia y de paz entre los hombres y en la creación, según el designio del Eterno. Pide reequilibrar todas las desarmonías acumuladas en el tiempo: pide el reposo de los campos, la restitución de los bienes a sus primitivos propietarios, la condonación de las deudas, la liberación de los esclavos. Es un descanso que expresa el sentido religioso del tiempo, una pausa que reclama el dominio de Dios sobre el cosmos y sobre las vicisitudes humanas.

 

En el año jubilar, entonces, hacemos memoria del precioso don del “sábado” al pueblo de Israel, cuya fe es la santa raíz de la Iglesia (Rom 11,16.18), y redescubrimos la santidad del tiempo, envuelto en la bendición de Dios. Esto nos permite mirar confiadamente sobre las vicisitudes de la historia, porque nos recuerda que el Dios de la alianza es fiel y no se cansa de cuidar a su pueblo en camino hacia la patria prometida.

 

Pero para nosotros, cristianos, hay otro “sábado” en el centro y el corazón de nuestra fe: es el Sábado santo, engastado en el triduo pascual de la muerte y resurrección de Jesús como un tiempo denso de sufrimiento, de espera y de esperanza.

 

Es un sábado de gran silencio, vivido en el llanto de los primeros discípulos que tienen aún en el corazón las imágenes dolorosas de la muerte de Jesús, leída como el fin de sus sueños mesiánicos. Es también el sábado de María, virgen fiel, arca de la alianza, madre del amor. Ella vive su Sábado santo en las lágrimas, pero a la vez en la fuerza de la fe, sosteniendo la frágil esperanza de los discípulos. Me pareció que una reflexión sobre el “Sábado santo”, así como lo han vivido los apóstoles y sobre todo María, nos podría ayudar a vivir el último tramo del año jubilar devolviéndonos visión y aliento, permitiéndonos reconocernos peregrinos en el “sábado del tiempo” hacia el domingo sin ocaso.

 

Es en este sábado – que está entre el dolor de la Cruz y el gozo de la Pascua – que los discípulos experimentan el silencio de Dios, el abatimiento de su aparente derrota, la dispersión debida a la ausencia del Maestro, que a los hombres les parece que está prisionero de la muerte. Es en este Sábado santo que María vela en la espera, cuidando la certeza en la promesa de Dios y la esperanza en la potencia que resucita a los muertos.

 

Quisiera que entremos en la gracia del Jubileo pasando a través de la puerta del Sábado santo: en los discípulos reconoceremos la desorientación, las nostalgias, los miedos que caracterizan nuestra vida de creyentes en el escenario de fin de siglo y del inicio del milenio; en la Virgen del Sábado santo leeremos nuestra espera, nuestras esperanzas, la fe vivida como continuo paso hacia el Misterio. María, virgen fiel, nos hará redescubrir la primacía de la iniciativa de Dios y de la escucha creyente de su Palabra; en la esposa de las bodas mesiánicas podremos percibir el valor de la comunión que nos une como Iglesia mediante el pacto sellado por la sangre de Jesús y profundizaremos la esperanza del Reino que debe venir; María, madre del Crucificado, nos conducirá a repensar la caridad, por la cual Él se entregó a la muerte por nosotros, la caridad que es el distintivo del discípulo y de donde nace la Iglesia del amor.

 

Los discípulos y María, en su Sábado santo, nos ayudarán a leer nuestro paso de siglo y de milenio para responder con verdad, esperanza y amor a la pregunta que llevamos dentro: ¿adónde va el cristianismo? ¿adónde va la Iglesia que amamos? Quisiera comunicarles la respuesta presente en mi corazón: estamos en el “sábado del tiempo”, es decir, en el tiempo santificado por la acción de Dios, tiempo santo en el cual se recapitula el camino cumplido y se abre el futuro de la promesa, ya que vendrá para todos el “octavo día” del retorno del Señor Jesús. Es cuanto estamos llamados a vivir particularmente en este año de gracia del Jubileo, no fuera, sino dentro de las contradicciones de la historia.

 

Meditaremos sobre el Sábado santo partiendo ante todo de la perspectiva de los discípulos perdidos (capítulo I), luego desde la perspectiva de María Madre de Jesús (capítulo II), para iluminar con la visión y la fuerza inspiradora de María las preguntas de los discípulos y las de nuestra poca fe (capítulo III).

 

Para los creyentes esta mirada al Sábado santo quisiera ayudar a responder a la doble pregunta, presente en muchos de nosotros al inicio de este milenio: ¿dónde estamos? ¿adónde vamos?

 

Para los no creyentes reflexivos – unidos por las mismas preguntas – quizá podría ser la ocasión para escuchar el testimonio de la fe sobre el sentido de este tiempo y sobre el sentido de la historia no como esquema ideológico, sino como fruto de reflexión sufrida y por lo tanto como soplo purificador, impulso a investigar, a esperar, a escuchar la Voz que habla en el silencio a quien busca con honestidad.

 

I

En el silencio y en el extravío del Sábado santo

 

            Nos representamos ante todo la actitud que prevalece en los discípulos el día después de la muerte de Jesús, para luego interpretar nuestro tiempo a la luz de esta experiencia suya.

 

A.     El desconcierto de los discípulos

 

Me parece que la vivencia de los discípulos en el sábado posterior a la crucifixión del Maestro es de una gran pérdida. ¿Por qué están tan perdidos?

Porque su Señor y Maestro ha sido asesinado, su llamado a la conversión no ha sido escuchado, las autoridades lo han condenado y no se ve vía de escape o sentido positivo en tal acontecimiento. Se ha producido, a partir de la Cena pascual, un sucederse vertiginoso de hechos impredecibles que los ha sorprendido y dejado mudos. Como los dos discípulos que caminan hacia Emaús el primer día de la semana, tienen el corazón triste (Lc 24,17); las anticipaciones que habían tenido (las predicciones de la Pasión hechas varias veces por Jesús), los gestos fuertes que hasta ahora los habían sostenido (los milagros del Maestro, su amor mostrado en la Última Cena) han desaparecido de la memoria. Se tiene la impresión de que Dios ha quedado mudo, que no habla, que no sugiere más líneas interpretativas de la historia. Es la derrota de los pobres, la prueba de la justicia no existe.

 

A esto se añade la vergüenza por haber huido y por haber renegado del Señor: se sienten traidores, incapaces de afrontar el presente. Falta toda perspectiva de futuro, no se ve cómo salir de una situación de catástrofe y de derrumbe de las ilusiones, están ausentes hasta los signos que comenzarán a sacudirlos a partir de la mañana del domingo (como las mujeres en el sepulcro vacío, cf. Lc 24,22-23).

 

B.     ¿Pero por qué detenerse en el Sábado santo?

 

Mas aquí surge la pregunta: ¿por qué detenerse en el Sábado santo? ¿No estamos ya en el tiempo del Resucitado? ¿Por qué no dejarnos inspirar sobre todo por el Domingo de Pascua? ¿Por qué reflexionar sobre la “pérdida” de los discípulos después de la muerte de Jesús y no en cambio sobre su gozo cuando lo encuentran viviente (cf. Jn 20,20: “Y los discípulos se alegraron al ver al Señor”)?

 

Es verdad: estamos ya en el tiempo de la resurrección, el cuerpo glorioso del Señor llena con su fuerza el universo y atrae hacia sí toda creatura humana para revestirla de su incorruptibilidad. Nuestra actitud fundamental debe ser la alegría pascual.

 

Y sin embargo, la luz del Resucitado, percibida por los ojos de la fe, se mezcla aún con las sombras de la muerte. Estamos ya salvados en la fe y en la esperanza (Rom 8,24), ya resucitados con Jesús en el bautismo en cuanto al hombre interior, pero nuestra condición exterior permanece ligada al sufrimiento, a la enfermedad y a la declinación. El pecado está vencido en su fuerza inexorable de destrucción, pero continúa comprometiendo innumerables situaciones humanas y llenando la historia de horrores. Se oprime a los pobres, triunfan los prepotentes, se desprecia a los mansos.

 

Nos encontramos en una situación semejante a la de los dos discípulos de Emaús en la mañana de Pascua. Jesús ha resucitado, las mujeres han encontrado el sepulcro vacío, los ángeles han dicho que no se lo ha de buscar entre los muertos (Lc 24,2-6.22-23), pero su corazón aún está oprimido: son “necios y tardos de corazón para creer la palabra de los profetas” (Lc 24,25). Somos semejantes a los apóstoles en el Cenáculo, que ya han oído hablar de la resurrección pero están aún encerrados en la casa por el miedo (Jn 20,19).

 

En otras palabras, el tiempo que vivimos es aquel en el cual la “buena noticia” del Señor resucitado es recibida por algunos y es rechazada por otros, y debe abrirse camino entre la desconfianza y el rechazo. Jesús crucificado ya está en la gloria del Padre y es Señor de los tiempos (“He recibido todo poder en el cielo y en la tierra”, Mt 28,18), pero la evidencia de su resurrección y la gloria de su triunfo permanecen velados y se contemplan con la mirada de la fe, superando el trauma del Viernes santo y el extravío del Sábado, para acoger el designio misterioso de la salvación justamente a través de la cruz (“¿No era necesario que el Cristo soportara estos sufrimientos para entrar en su gloria?, Lc 24,26). Estamos, pues, en el régimen de la fe y de la esperanza, en el que es necesaria la apertura de la mente para recibir la “buena noticia” (“entonces les abrió la mente a la inteligencia de las Escrituras”, Lc 24,43) y el ensanchamiento de los horizontes para esperar “contra toda esperanza” (Rom 4,18) frente a la condición de muerte que reina en la humanidad. En efecto, “el último enemigo a ser aniquilado será la muerte” (1Cor 15,26).

 

Estamos en un tiempo que se define “del ya y del todavía no”: Jesús está ya resucitado y glorioso, su gracia comienza a transformar los corazones y las culturas, pero todavía no se trata de la victoria final y definitiva que se dará solo con el retorno del Señor al final de los tiempos. Por lo tanto, los sentimientos de extravío y de miedo de los primeros discípulos en el Sábado santo deben ser contrastados y vencidos con la fe y la esperanza de María. Tratemos, entonces, de darnos cuenta de cuanto en nuestro tiempo está signado por la desconfianza, para someterlo a la gracia de la alegría pascual.

 

C.     Nuestro modo de vivir este sábado de la historia

 

En la inquietud de los discípulos me parece poder reconocer las inquietudes de tantos creyentes de hoy, sobre todo en Occidente, a veces perdidos frente a los así llamados signos de la “derrota de Dios”. En este sentido, nuestro tiempo podría verse como un “Sábado santo de la historia”. ¿Cómo lo vivimos? ¿Qué cosa nos vuelve un poco perdidos en el contexto actual de nuestra situación? Una suerte de vacío de la memoria, una fragmentación del presente y una carencia de imagen del futuro.

 

1.       Ante todo la memoria del pasado se ha vuelto débil. En realidad no faltan recuerdos que podrían sostener y dar aliento: existe en nuestro contexto europeo y nacional la memoria de un gran camino cristiano ligado a símbolos prestigiosos y lugares de gran sugestión – basta pensar en las grandes catedrales, en lugares como Roma, Asís, etc. – Son muchas las huellas que la tradición judeo-cristiana ha dejado en el modo de concebir la vida, de honrar la dignidad de la persona, de promover la auténtica libertad; la presencia del cristianismo ha signado nuestra historia con vestigios indelebles.

Pero esta memoria se ha debilitado en el plano de la vivencia cotidiana. Muchos ya no pueden integrarla en su experiencia, como para extraer de ella comprensión segura del presente y confianza para el futuro. El avance lento pero progresivo del secularismo (en formas diferentes según los diversos ámbitos de vida) suscita la pregunta: ¿adónde estamos yendo? Crece la dificultad de vivir el cristianismo en un contexto social y cultural en el cual la identidad cristiana ya no está protegida y garantizada, sino desafiada: en no pocos ámbitos públicos de la vida cotidiana es más fácil decirse no creyente que creyente; se tiene la impresión de que el no creer se da por descontado, mientras que el creer tiene necesidad de justificación, de una legitimización social ni obvia ni descontada.

 

2.       Si la memoria de las raíces del pasado se hace débil, la experiencia del presente se vuelve fragmentaria y prevalece el sentido de la soledad. Cada uno se siente un poco más solo.

Esta soledad se encuentra ante todo en el nivel de la familia: las relaciones entre los cónyuges y las relaciones entre padres e hijos entran fácilmente en crisis y cada uno tiene la impresión de tener que arreglarse por sí mismo.

Disminuye la capacidad de incorporación de las grandes agencias sociales e incluso de la parroquia, en particular en lo que respecta a los jóvenes. No pocos movimientos parecen dar señales de envejecimiento o al menos de no suficiente recambio generacional.

Se fragmentan las agrupaciones políticas y los varios intentos de coalición sufren por el retorno de los individualismos de grupo. Aún allí donde múltiples realidades de voluntariado actúan con éxito y dedicación, se encuentra una cierta incapacidad de dejarse coordinar para una acción más eficaz, de entrar “en red”.

Se sigue de esto una autorreferencialidad que encierra en sí mismos individuos y grupos. En este contexto no asombra el crecimiento de una indiferencia ética general y de un cuidado convulsivo de los intereses y privilegios propios.

Nos hallamos dentro de un gran movimiento de globalización, que parecería corresponder a la tendencia hacia la manifestación de la fraternidad y unidad del género humano que nace de la revelación bíblica. Sin embargo, este proceso de universalización de los intercambios de bienes, de valores y de personas se da en el cuadro de un neoliberalismo y de un neocapitalismo que castiga y margina a los más débiles y aumenta el número de los pobres y de los hambrientos de la tierra.

 

3.       El esfuerzo de vivir e interpretar el presente se proyecta sobre la imagen de futuro de cada uno, que resulta desteñida e incierta. Del futuro se tiene más miedo que deseo. Signo de esto es la dramática disminución de la natalidad, así como el descenso de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

Una metáfora del miedo al futuro se encuentra en la inclinación creciente de los jóvenes a vivir y divertirse de noche. Uno se aferra al instante fugaz, olvidando las incertezas y las turbaciones del día, evitando la confrontación con un hoy y un mañana comprometedores (¿no habrá también aquí un reclamo para leer, en la tradición cristiana de la Vigilia Pascual y de las otras grandes vigilias y adoraciones nocturnas, una posibilidad, hasta ahora poco explorada, de ofrecer respuestas de significado a la inquietud que se expresa aquí?)

También aquella gran visión de futuro que se expresa en el fenómeno de la mundialización permite prever para el mundo del mañana más bien una unidad de dominio de los más fuertes y de los más ricos, una unidad de la torre de Babel (cf. Gen 11,1-9) que una unidad de comunión de bienes, una unidad de Pentecostés y de la primitiva comunidad de Jerusalén (cf. Hech 2-4).

 

 

II

El Sábado santo de María

 

            El Viernes santo, después de la muerte de Jesús, el discípulo Juan “tomó a María consigo” (Jn 19,27), en su corazón y en su casa. No resulta fácil imaginar lo que quiere decir esto: ¿se trata de una casa en Jerusalén? ¿O de un simple lugar de apoyo para los peregrinos de Galilea a Jerusalén en ocasión de la Pascua?

            Trato de entrar en esta casa donde la Madre de Jesús vive su “Sábado santo” y de iniciar, con el permiso de Juan, un diálogo con ella. Un diálogo hecho ante todo de contemplación de su modo de vivir este momento dramático.

            Contemplo a María: permaneció en silencio al pie de la cruz en el inmenso dolor de la muerte del Hijo y permanece en silencio en la espera sin perder la fe en el Dios de la vida, mientras el cuerpo del Crucificado yace en el sepulcro. En este tiempo que está entre la oscuridad más densa – “se oscureció toda la tierra” (Mc 15,33) – y la aurora del día de Pascua – “a la madrugada del primer día después del sábado... cuando salía el sol” (Mc 16,2) – María revive las grandes coordenadas de su vida, coordenadas que resplandecen desde la escena de la Anunciación y caracterizan su peregrinación en la fe. Justamente así ella nos habla al corazón, a nosotros, peregrinos en el “Sábado santo” de la historia.

 

1.       El sábado del silencio de Dios, Tú eres y permaneces la “Virgo fidelis” y nos obtienes la “consolación de la mente”.

¿Qué nos dices, Madre del Señor, desde el abismo de tu sufrimiento? ¿Qué sugieres a los discípulos desorientados?

Me parece que tú nos susurras una palabra, semejante a la que un día pronunció tu Hijo: “¡Si tuvieran fe como una semilla de mostaza...!” (Mt 17,20).

¿Qué quieres comunicarnos? Tú querrías que nosotros, partícipes de tu dolor, participáramos también de tu consolación. Tú sabes, en efecto, que Dios “nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que también nosotros podamos consolar a los que están en toda clase de aflicción con la consolación con la cual nosotros somos consolados por Dios” (2Cor 1,4).

Es la consolación que viene de la fe. Tú, María, en el Sábado santo eres y permaneces la “Virgo fidelis”, la Virgen creyente, tú llevas a cumplimiento la espiritualidad de Israel, alimentada de escucha y de confianza.

Pero ¿cómo obra la consolación que viene de la fe? Esta asume formas diversas y una de ellas – de la cual hoy tenemos tanta necesidad – puede ser llamada la “consolación de la mente”. ¿De qué se trata?

Es un don divino muy simple, que permite intuir como en una mirada única la riqueza, la coherencia, la armonía, la cohesión, la belleza de los contenidos de la fe. Un teólogo contemporáneo, Hans Urs von Balthasar, la llamaba “percepción de la forma” (“Schau der Gestalt”), intuición del vínculo que une entre sí todas las verdades de salvación y devela su proporción y fascinación. Frente a la evidencia del sufrimiento y de la muerte, que tiende a aplastar el corazón, esta intuición se presenta como una gracia del Espíritu Santo que hace resplandecer tanto la “gloria de Dios” que ilumina con la luz de la verdad hasta los ángulos más tenebrosos de la historia. Es la gracia de percibir la gloria de Dios que se manifiesta en el conjunto de los gestos con los que el Padre se da al mundo en la historia de la salvación y, en particular, en la vida, muerte y resurrección de Jesús. Es el don de presagiar detrás y debajo de los acontecimientos de la fe los vestigios del misterio de la Trinidad.

La “consolación de la mente” (o “consolación intelectual”) se tiene cuando los gestos y las palabras consignadas en las Escrituras se relacionan con otros gestos y palabras de la revelación: quien recibe esta gracia siente que cada piedrecita del mosaico ilumina las vecinas y se compone con las más lejanas en un diseño convincente y fulgurante. Entonces ya no se queda uno bloqueado en la oración frente a uno u otro de los momentos singulares de la historia de salvación, incapaz de ver la relación y el encadenamiento de un hecho o una palabra singular con todas las otras; la mente advierte una luz que la inunda, el corazón se dilata, la oración brota como de un fresco manantial.

Es la gracia de la visión sintética y mística del plan de Dios que a Ti, María, se ha comunicado por las palabras del ángel Gabriel cuando resumía en tu presencia el destino del hijo de David (“Será grande y llamado Hijo del Altísimo... su reino no tendrá fin”, Lc 1,32-33). Es la gracia de contemplación unitaria de las constantes del obrar divino que Tú has cantado en el Magnificat (Lc 1,40-55). Es el ejercicio del recuerdo meditativo de los hechos salvíficos que Tú, María, has practicado desde el principio. “María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19); “Su madre conservaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2,51).

Cada uno de nosotros, cuando recibe esta gracia, aunque sea sólo un indicio de ella, vive algo semejante a lo que vivieron los tres discípulos en el monte de la Transfiguración. Contemplando a Jesús con Moisés y Elías, y oyéndolos hablar del “éxodo” de Jesús a Jerusalén (cf. Lc 9,21), ellos intuyen los lazos profundos que vinculan los miles de episodios narrados en las Escrituras y perciben la fuerza de unidad que los reúne y lleva a cumplimiento en la Pasión y Resurrección del Señor. Es una apertura de los ojos y del corazón que da un sentido profundo de satisfacción y de paz. Entonces, también las sombras y las tragedias de este mundo se revelan como atravesadas por la luz de amor, de compasión y de perdón que proviene del corazón del Padre. Se percibe algo de la verdad de las bienaventuranzas, el corazón se abre a la esperanza de justicia, a la visión de la victoria de los pobres y oprimidos de esta tierra.

Un santo que ha gozado de esta gracia de manera extraordinaria la describe así: “se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento... y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas... recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto, como en aquella vez sola.” (S. IGNACIO DE LOYOLA, Autobiografía, n. 30)

Nosotros no sabemos, María, qué tipo de consolación profunda te ha sostenido en tu Sábado santo. Pero estamos seguros de que Quien te ha concedido tan grandes dones en momentos decisivos de tu existencia te ha sostenido también en aquel día, en continuidad con todas las gracias precedentes. La fuerza del Espíritu, presente en ti desde el inicio, te ha sostenido en el momento de la oscuridad y de la derrota aparente de tu Jesús. Tú has recibido el don de poder confiarte hasta el fondo en el designio de Dios y has reconocido en tu intimidad su potencia y su gloria. Así, tú nos enseñas a creer también en las noches de la fe, a celebrar la gloria del Altísimo en la experiencia del abandono, a proclamar la primacía de Dios y a amarlo en sus silencios y en las derrotas aparentes. Intercede por nosotros, Madre, para que no nos falte jamás aquella consolación de la mente que sostiene nuestra fe y haz que de una semilla de mostaza brote un árbol capaz de ofrecer refugio a los pájaros del cielo (cf. Mt 13,31-32).

 

2.       Tú, en el sábado de la desilusión eres la Madre de la esperanza y nos obtienes la “consolación del corazón”.

¿Qué nos dices aún, María, desde el silencio que te envuelve? Te escucho repetir, como un suspiro, la palabra de tu Hijo: “Con su perseverancia salvarán sus vidas” (Lc 21,29).

La palabra “perseverancia” puede traducirse también con “paciencia”. La paciencia y la perseverancia son las virtudes del que espera, de quien aún no ve y sin embargo continúa esperando: las virtudes que nos sostienen frente a los “burlones y sarcásticos, que gritaban: `¿Dónde está la promesa de su Venida? Desde el día en que nuestros padres cerraron los ojos todo permanece como al principio de la creación” (2Pe 3,3-4).

Tú, María, has aprendido a aguardar y a esperar. Has aguardado con confianza el nacimiento de tu Hijo proclamado por el ángel, has perseverado creyendo en la palabra de Gabriel aún en los períodos largos en los que no pasaba nada, has esperado contra toda esperanza bajo la cruz y hasta el sepulcro, has vivido el Sábado santo infundiendo esperanza a los discípulos perdidos y desilusionados. Tú obtienes para ellos y para nosotros la consolación de la esperanza, la que se podría llamar “consolación del corazón”.

Si la “consolación de la mente” comporta una iluminación del intelecto y una “apertura de los ojos” (cf. Lc 24,31), la “consolación del corazón” (cf. Lc 24,32) – o “consolación afectiva” – consiste en una gracia que toca la sensibilidad y los afectos profundos, inclinándolos a adherir a la promesa de Dios, venciendo la impaciencia y la desilusión. Cuando el Señor parece retrasarse en el cumplimiento de sus promesas, esta gracia nos permite resistir en la esperanza y no decaer en la guardia. Es la “esperanza viva” de que habla Pedro (cf. 1Pe 1,3), es la “esperanza contra toda esperanza” de que habla Pablo a propósito de Abraham (cf. Rom 4,18), el cual “no dudó de la promesa de Dios, por falta de fe, sino al contrario, fortalecido por esa fe, glorificó a Dios, plenamente convencido de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete” (Rom 4,20-21).

Tú, Madre de la esperanza, has tenido paciencia y paz el Sábado santo y nos enseñas a mirar con paciencia y perseverancia aquello que vivimos en este sábado de la historia, cuando muchos, incluso cristianos, están tentados de no esperar más en la vida eterna y ni siquiera en el retorno del Señor. La impaciencia y el apuro característicos de nuestra cultura tecnológica hacen que nos resulte insoportable cualquier retraso en la manifestación develada del designio divino y de la victoria del Resucitado. Nuestra poca fe al leer los signos de la presencia de Dios en la historia se traduce en impaciencia y fuga, exactamente como les ocurrió a los dos de Emaús que, aún puestos frente a algunas señales del Resucitado, no tuvieron la fuerza de esperar el desarrollo de los acontecimientos y se fueron de Jerusalén (cf. Lc 24,13 ss.).

Nosotros te pedimos, Madre de la esperanza y de la paciencia: ruega a tu Hijo que tenga misericordia de nosotros y nos venga a buscar en el camino de nuestras fugas e impaciencias, como lo ha hecho con los discípulos de Emaús. Ruega que una vez más su palabra nos haga arder el corazón (cf. Lc 24,32).

Intercede por nosotros para que vivamos en el tiempo con la esperanza de la eternidad, con la certeza de que el designio de Dios sobre el mundo se cumplirá en su momento y nosotros podremos contemplar con gozo la gloria del Resucitado, gloria que está ya presente, aunque de manera velada, en el misterio de la historia.

 

3.       Tú, en el sábado de la ausencia y de la soledad, eres y permaneces la Madre del amor y nos obtienes la “consolación de la vida”.

En este momento, María, arriesgo una última pregunta: ¿Qué sentido tiene tanto sufrimiento tuyo? ¿Cómo puedes permanecer mientras los amigos de tu Hijo huyen, se dispersan, se esconden? ¿Cómo logras dar sentido a la tragedia que estás viviendo? Me parece que tú nos respondes de nuevo con las palabras de tu Hijo: “Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12,24).

El sentido de tu sufrimiento, María, es por tanto la generación de un pueblo de creyentes. Tú el Sábado santo te nos presentas como madre amorosa que engendra sus hijos a partir de la cruz, intuyendo que ni tu sacrificio ni el de tu Hijo son vanos. Si Él nos ha amado y se ha dado a sí mismo por nosotros (cf. Gal 2,20), si el Padre no lo ha escatimado, sino que lo ha entregado por todos nosotros (cf. Rom 8,32), Tú has unido tu corazón maternal a la infinita caridad de Dios con la certeza de su fecundidad. De allí ha nacido un pueblo, “una multitud inmensa... de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7,9); el discípulo amado que te ha sido confiado al pie de la cruz (“Mujer, he ahí a tu hijo”, Jn 19,26) es el símbolo de esta multitud.

La consolación con la que Dios te ha sostenido el Sábado santo, en la ausencia de Jesús y en la dispersión de sus discípulos, es una fuerza interior de la cual debemos ser conscientes, pero cuya presencia y eficacia se mide por sus frutos, por la fecundidad espiritual. Y nosotros, aquí y ahora, María, somos los hijos de tu sufrimiento.

La percepción de una fuerza que nos ha acompañado en momentos duros, incluso cuando no la sentíamos y nos parecía no poseerla, es una esperanza vivida por todos nosotros. Nos parece a veces estar abandonados de Dios y de los hombres, y sin embargo, releyendo luego los acontecimientos, nos damos cuenta de que el Señor continuaba caminando con nosotros, más aún, nos llevaba en sus brazos. Nos sucede un poco como a Moisés sobre el monte Horeb: sólo cuando ya había pasado (cf. Ex 33,19-22) pudo ver algo de la gloria de Dios, que tanto deseaba contemplar (“¡Muéstrame tu gloria!, Ex 33,18).

Una consolación así obra en nosotros y nos sostiene eficazmente, aún sin una iluminación consciente de la mente o una moción percibida de los afectos del corazón; ella obra dándonos la fuerza de resistir en la prueba cuando todo alrededor es oscuridad. La llamo “consolación sustancial” porque toca el fondo y la sustancia del alma, mucho más profundamente que todos los movimientos superficiales y conscientes; o bien “consolación de la vida” porque sus efectos se expresan en la vida cotidiana, permitiéndonos estar de pie en los momentos más duros (“resistir en el día malvado”, Ef 6,13), cuando la mente parece envuelta por la niebla y el corazón está cansado.

Tú conoces, María, probablemente por experiencia personal, cómo la oscuridad del Sábado santo puede penetrar hasta el fondo del alma aun en el compromiso total de la voluntad al designio de Dios. Tú nos obtienes siempre, María, este consuelo que sostiene el espíritu sin que tengamos conciencia, y nos darás, a su debido tiempo, la visión de los frutos de nuestro “aguantar”, intercediendo por nuestra fecundidad espiritual. ¡Uno nunca se arrepiente de haber seguido amando! Entonces nos daremos cuenta de haber vivido una experiencia semejante a la de Pablo que escribía a los corintios: “En nosotros obra la muerte, pero en ustedes la vida” (2Cor 4,12).

Tú, María, eres la Madre del dolor, tú eres la que no cesa de amar a Dios a pesar de su ausencia aparente, y la que en Él no se cansa de amar a sus hijos, cuidándolos en el silencio de la espera. En tu Sábado santo, María, eres el ícono de la Iglesia del amor, sostenida por una fe más fuerte que la muerte y viva en la caridad que supera todo abandono. ¡María, consigue para nosotros el consuelo profundo que nos permita amar aún en la noche de la fe y de la esperanza y cuando nos parece que ya ni siquiera se ve el rostro del hermano!

Tú, María, nos enseñas que el apostolado, la proclamación del Evangelio, el servicio pastoral, el compromiso de educar en la fe, de engendrar un pueblo de creyentes, tiene un precio, se paga caro: es así que Jesús nos ha adquirido: “Ustedes saben bien que fueron rescatados de la vana conducta heredada de sus padres, no con bienes corruptibles, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1Pe 1,18-19). Dónanos la íntima consolación de la vida que acepta de buen grado pagar, en unión con el corazón de Cristo, este precio de salvación. ¡Haz que nuestra pequeña semilla acepte morir para dar mucho fruto!

 

 

III

 

Hacia el octavo día, en el sábado del tiempo

 

En la primera parte de la carta les he propuesto reconocernos en la desorientación vivida por los discípulos el día siguiente a la muerte de Jesús. En la segunda he querido contemplar con ustedes la fe, la esperanza y la caridad de Nuestra Señora del Sábado santo. En esta parte final quisiera poner juntos los dos momentos precedentes para hacerlos interactuar y tratar de comprender cómo la luz del testimonio de María y las consolaciones que nos obtiene de su Hijo iluminan nuestras inseguridades y orientan nuestro camino.

Si el encuentro con los discípulos asustados y tristes nos ha permitido reconocer la realidad de nuestros temores, de las resistencias que advertimos en nosotros y a nuestro alrededor y de nuestras culpas, la fe, la esperanza y la caridad de María pueden ayudarnos a comprender que el tiempo – también nuestro tiempo – es como un único y gran sábado, en el que vivimos entre el “ya” de la primera venida del Señor y el “todavía no” de su retorno, como peregrinos hacia el “octavo día”, el domingo sin ocaso que Él mismo vendrá a abrir al fin de los tiempos.

 

1.      La mirada de fe sobre el pasado

 

Los discípulos del Sábado santo llevan en sí la memoria de cuanto han vivido con el Maestro. Pero se trata de un recuerdo cargada de nostalgia y fuente de tristeza porque todo lo que aguardaban y esperaban con Él y a través de Él parece irremediablemente perdido.

Nosotros también llevamos impresas las huellas de una imborrable memoria cristiana: basta pensar en nuestra cultura signada por los grandes valores de la tradición bíblica, comenzando por la idea de “persona” y del sentido del “tiempo”, entendido como historia orientada hacia un cumplimiento prometido y esperado. Nuestros espacios vitales están llenos de huellas de esta memoria: desde las obras de arte, tan a menudo de tema religioso, hasta nuestras iglesias, al Duomo que es símbolo no sólo de la iglesia local, sino de la misma identidad civil ambrosiana.

 

Como para los discípulos en camino hacia Emaús, totalmente inmersos aún en su Sábado santo, la memoria de estas raíces podría ser para nosotros simple objeto de nostalgia y quizá de un poco de tristeza: por tanto, una memoria ineficaz, incapaz de suscitar arranques y empresas nuevas ricas de generosidad y de pasión. Nuestra Señora del Sábado santo vive en cambio la memoria como lugar de profecía: recuerda para esperar, revisa el pasado para abrirse al futuro, en la certeza de que Dios es fiel a sus promesas y que cuanto ha obrado en ella por el nacimiento del Hijo eterno en el tiempo, lo obrará análogamente por el renacimiento de Él y de sus hermanos de la muerte a la vida sin ocaso.

 

María “conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2,51). Ella, que bien merece la alabanza evangélica “¡Mujer, qué grande es tu fe!” (Mt 15,28), sabe conjugar el pasado de las maravillas del Señor con el futuro que sólo Él sabe suscitar. Su cántico de alabanza, el Magnificat, expresa en pasado (“ha desplegado la potencia de su brazo...”, Lc 1,51ss) sus certezas para el futuro. Nuestra Señora del Sábado santo nos enseña a recuperar la memoria no sólo como elemento de tradición, sino más bien, y fuertemente, como estímulo para el progreso. En la escuela de su fe rica de esperanza, deberíamos preguntarnos: ¿de qué manera valorar, actualizándolas para el presente, las grandes tradiciones del pasado de la Iglesia?

 

Pienso en el patrimonio de arte de nuestras iglesias y me pregunto sobre cómo podría convertirse en medio de anuncio en un mundo que siente tanto la necesidad de la Belleza que salva.

 

Pienso – para limitarme a otro ejemplo significativo – en la riquísima tradición de los Oratorios, orgullo justificado de nuestra historia de fe, y me pregunto de qué modo podrían corresponder siempre mejor a las inquietudes y desafíos de las generaciones jóvenes, en busca de alternativas a la monotonía de los deberes del día en noches dilatadas, llenas de los ruidos fuertes de las discotecas, con gestos y signos ilusorios y indescifrables en general para los adultos.

 

Y pienso de modo particularísimo en aquel lugar privilegiado de la memoria de las mirabilia Dei, de las obras admirables de Dios, que es la Sagrada Escritura. La gracia de una “consolación de la mente”, que ayude a leer el sentido global de los acontecimientos de este mundo se halla en estrecha relación con la lectura orante de la Biblia, con la lectio divina. El que es fiel a la lectura de las Escrituras en actitud de fe recibe del Espíritu Santo el don de pasar con gozo y confianza a través de los enigmas de la historia, recogiendo en todo la manifestación del plan de Dios para la salvación del hombre.

 

2.      La esperanza que abre al futuro

 

            Los discípulos viven el Sábado santo en el temor y el miedo de lo peor. Porque el futuro parece reservarles derrotas y humillaciones crecientes. En cambio, María vive una esperanza confiada y paciente; ella sabe que las promesas de Dios se cumplirán.

 

            También en el sábado del tiempo en que nos encontramos es necesario redescubrir la importancia de la espera; la ausencia de esperanza es quizá la enfermedad mortal de las conciencias en la época signada por el fin de los sueños ideológicos y de las aspiraciones vinculadas a ellos.

 

            A la indiferencia y a la frustración, a la concentración sobre el puro goce del instante presente, sin espera de futuro, puede oponerse como antídoto solamente la esperanza. No aquella esperanza fundada sobre cálculos, previsiones y estadísticas, sino la esperanza que tiene su único fundamento en la promesa de Dios. De nuevo Nuestra Señora del Sábado santo irradia luz sobre la tarea que nos toca y que se ha hecho posible por el don del Espíritu del Resucitado, el cual nos toca interiormente con la “consolación del corazón”. Se trata de irradiar en torno a nosotros, con actos simples de la vida cotidiana – sin forzar –, el gozo interior y la paz, frutos de la consolación del Espíritu.

 

            Creer en Cristo, muerto y resucitado por nosotros, significa ser testigos de esperanza con la palabra y con la vida.

 

            Con la palabra: no debemos temer tocar los grandes temas objeto de la esperanza última, demasiado a menudo removidos de nuestro lenguaje: la vida eterna y el conjunto de los novísimos que se conjugan con ella (muerte, juicio, infierno, purgatorio; cf. para esto la carta pastoral “Estoy a la puerta”).

 

            Con la vida: estamos llamados a poner signos creíbles e inequívocos de la luz que los valores últimos echan sobre los valores penúltimos, haciendo elecciones de vida sobrias, pobres, castas, inspiradas por la humildad y la paciencia de Cristo. Son estas elecciones, cada vez más compartidas, las que imprimen a la tendencia general hacia la globalización los correctivos necesarios para hacer de sus procesos no una raíz mortífera de exclusión y marginación de los siempre más pobres, sino una surgente de inclusión progresiva de todos en la participación solidaria en el intercambio de los bienes producidos. También aquí nos resulta modelo y ayuda la “mujer fuerte” (cf. Prov 31,10) del Sábado santo, que ha demostrado saber esperar contra toda esperanza y creer en la imposible posibilidad de Dios más allá de toda evidencia de su derrota.

 

 

 

 

 

3.      La caridad que reunifica el presente

 

El Sábado santo es para los discípulos la experiencia de un presente grávido de tensiones y ellos lo viven advirtiendo sobre todo la gran soledad en la cual los ha dejado la muerte de Jesús, del que era la roca de su comunión.

 

No resulta difícil reconocer que esta experiencia de soledad se extiende entre los cristianos de hoy. Puede ser sentida ante todo a nivel personal, allí donde se experimentan las laceraciones del corazón frente a la ausencia de futuro, a la falta de sentido, a la incapacidad del diálogo. Pienso luego en los procesos de fragmentación que atraviesan tantas veces la vida familiar, como también en las dificultades de agrupación vividas en las comunidades parroquiales y en los mismos movimientos y asociaciones, hasta el astillarse de la vida política, signada por la separación entre representación y representatividad (los representantes elegidos por el pueblo frecuentemente no representan los reales necesidades e intereses del pueblo) y – hacia adentro del mundo católico – por la dispersión que siguió el final de la unidad política de los católicos.

 

María logra guardar no sólo la memoria de la comunión, sino la caridad para vivirla en el presente. Está con los discípulos, los conforta, los vuelve a reunir, los anima haciéndoles gustar los frutos de la “consolación de la vida” que engendra comunión, en el tiempo del silencio de Dios y de la aparente derrota del Amor crucificado ella es elemento de cohesión, testimonio de amor compasivo y de proximidad operativa; en el Cenáculo se dispone, ya llena del Espíritu Santo, a recibir con los discípulos el don del nuevo inicio hecho posible por la resurrección de Jesús. En la escuela de María no podemos dejar de preguntarnos cómo vivir nuestra condición presente en la luz que el Resucitado proyecta sobre el sábado del tiempo en el cual nos encontramos. En efecto, en el “camino-peregrinación eclesial a través del espacio y el tiempo, y más aún a través de la historia de las almas, María está presente” (JUAN PABLO II, Redemptoris Mater, n. 25).

 

A nivel de la existencia personal la escuela de María puede ayudar a vencer la tentación de la angustia, para jugarse la propia vida con ímpetu y confianza ante el Eterno: se trata de redescubrir la vida misma como vocación a la cual corresponder en la fe en Dios y en la fidelidad que Su fidelidad hacen posible. Solamente en esta perspectiva el discernimiento vocacional, tan necesario a los individuos y a las urgencias de la comunidad, encuentra su ambiente adecuado. Es abriéndose en la oración, con Nuestra Señora, a la gracia de la “consolación de la vida” que resulta posible perseverar y ser fieles hasta la muerte a la palabra dada al consagrarse a Dios.

           

En cuanto a la comunión familiar me parece que la luz de la caridad de María pide reencontrar y evangelizar cada vez más – a tiempo y a destiempo – la caridad conyugal y en la familia, cual soplo inspirador capaz de motivar ya sea la respuesta a la vocación matrimonial ya sea la fidelidad, nueva cada día, a la alianza sellada en el sacramento nupcial. Sin un amor de gratuidad, alimentado en las surgentes de la gracia, es imposible poder vivir en continuidad el don recíproco que la vida matrimonial exige y gastarse con sacrificio personal para que la vida de la familia sea vivida como lugar de libertad, de crecimiento, de verdad. El desafío de la crisis de las relaciones conyugales y familiares no puede afrontarse y superarse sino mediante el perdón recíproco repetido y la solicitud de la caridad inspirada por el Evangelio.

           

Análogamente, la comunión en la vida eclesial – en todos los niveles, de la parroquia a la diócesis, de los movimientos a las asociaciones – pide el ímpetu de la caridad de Nuestra Señora del Sábado santo: todos debemos recibirnos y perdonarnos a ejemplo del Señor. El Papa nos ha dado un testimonio extraordinario con las peticiones de perdón en nombre de toda la Iglesia y con el perdón ofrecido personalmente a quien atentó contra él.

 

            Es necesario ejercer el diálogo entre nosotros y con todos. Pienso en la necesidad de un impulso incesante creativo y operante en la vida de los organismos colegiales parroquiales y diocesanos, donde la presencia de los agentes pastorales laicos cada vez mejor animados, sostenidos y formados, será determinante. Pienso – en la perspectiva de la Iglesia universal de la cual no podemos dejar de sentirnos parte viva – en la urgencia de afrontar y resolver juntos a nivel verdaderamente católico los grandes desafíos de la vida de hoy, tanto a nivel mundial, cuanto más específicamente en nuestra sociedad europea (en este sentido se dirigía el tercer “sueño” de que he hablado en mi intervención en el Sínodo europeo de octubre último). Pienso en la promoción del diálogo ecuménico – la reciente declaración de Augsburg sobre la justificación entre católicos y luteranos es un fruto precioso; pienso en el diálogo interreligioso que aparece cada vez más como una urgencia ineludible, no simplemente con motivo de la presencia creciente entre nosotros de inmigrantes pertenecientes a mundos religiosos diversos del nuestro, sino también por la responsabilidad que los creyentes en Dios de todas las denominaciones tienen en conjunto de dar testimonio de Su primacía sobre la vida y sobre la historia, contribuyendo así a fundar y comportamiento compartido, éticamente responsable hacia los otros.

 

            El diálogo y la caridad que debe inspirarlo con una urgencia también en la relación entre sociedad civil y representantes políticos: nos lo ha recordado la última Semana Social de los Católicos Italianos, celebrada en Nápoles en noviembre último, que ha focalizado la relación necesaria, en la debida distinción, entre mediación política, instituciones y sociedad civil en el país. Si en el pasado prevalecía una lógica pasiva de la delegación, hoy asistimos frecuentemente a una separación preocupante entre política y vida eclesial, entre ética y servicio público, entre intereses personales e intereses colectivos. También en el “sábado de la política” es necesario hacer resplandecer algún rayo del domingo de la resurrección. Hará falta educar tanto en el ejercicio de la caridad política como en el diálogo entre las agrupaciones – que forman el tejido de la sociedad civil y que muchas veces son expresiones de la comunidad eclesial – y los que se comprometen en la mediación política o son llamados al servicio del bien común en las instituciones. Finalmente, en la relación entre el hombre y la creación se debe discernir y recorrer vías de reconciliación: la laceración de la persona en sí misma y en sus relaciones se refleja en el desequilibrio en el cual frecuentemente se vive la relación entre historia y naturaleza. La crisis ecológica consiste exactamente en el desequilibrio inducido entre los tiempos biológicos y los tiempos impuestos por el hombre: éste – con los medios tecnológicos y científicos de que hoy dispone – puede modificar, en modo rápido e irreversible, lo que la naturaleza ha producido en milenios y muchas veces millones de años. Un uso sobrio de las posibilidades de la técnica se revela cada vez más urgente y necesario para todos en el proceso creciente de globalización: también aquí la conciencia de estar en el sábado del tiempo y no en el día del cumplimiento nos debe inducir a elecciones equilibradas, en las cuales el saber y el poder se revelen capaces de automoderación en vistas al crecimiento de la calidad de la vida de todos y para todos.

 

            Confío, para estos caminos, en la capacidad creadora y ejemplar de nuestros jóvenes que saben mirar el ejemplo de María y que quisiera como llamar a recogimiento para que asuman en este contexto sus responsabilidades para el futuro.

 

4.      ¿Dónde estamos? ¿A dónde vamos?

 

Estamos por tanto en el sábado del tiempo, encaminados hacia el octavo día: entre el “ya” y el “todavía no” debemos evitar absolutizar el hoy, con actitudes de triunfalismo o, al contrario, de derrota. No podemos detenernos en la oscuridad del Viernes santo, en una especie de “cristianismo sin redención”; no podemos tampoco apurar la plena revelación de la victoria de Pascua en nosotros, que se cumplirá en la segunda venida del Hijo del hombre.

 

Estamos invitados a vivir como peregrinos en la noche iluminada por la esperanza de la fe y caldeada por la autenticidad del amor: el año jubilar es, en este sentido, una nueva aurora que, entre la memoria renovada de las maravillas de Dios y la espera de su cumplimiento definitivo, alimenta el compromiso, renueva el ímpetu, nos hace sentir resguardados en el seno del Padre junto a Cristo (cf. Col 3, 3), con María, como María, en el Sábado santo de su fe rica de caridad.

 

Entonces, el sábado del tiempo aparecerá a nuestros ojos como ya signado por los colores del alba prometida, y la pálida luz de los días que pasan se iluminará con los primeros rayos del día que no pasa, el octavo y el último, el primero de la vida eterna de todos los resucitados en el Resucitado.

 

Cada año la celebración del Triduo pascual nos acompaña y nos ilumina en este itinerario de memoria. En la riqueza de las palabras y de los gestos, orienta cada vez a la Iglesia a leerse en el marco del plan de salvación entero, a entender en qué dirección orientarse, qué futuro prefigurar. Los invito a celebrar el Triduo pascual en este clima espiritual, preparándolo cuidadosamente, en continuidad con los pasos con que en estos años lo estamos revalorizando, para volverlo a ganar en el conocimiento de nuestras comunidades.

 

Nuestra celebración, radicada dentro de una tradición litúrgica rica como es la nuestra ambrosiana, se vuelve entrada en el “sábado del tiempo” recapitulado en la Pascua de Jesús, para abrevar en su riqueza de sentido, para vivir la gracia que de él se libera. Encaminémonos cada vez más convencidos a celebrar y a vivir con esta sensibilidad todos los tiempos litúrgicos, a partir del dominical. Allí reencontraremos cada vez una ayuda para superar el desconcierto que nos invade y a vivir de la gracia luminosa que ha esclarecido el Sábado santo de María.


Fuente: Mercaba.org



 

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