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sábado, 2 de marzo de 2019

El desierto en el camino hacia el corazón de Dios

“Él te condujo por el desierto, y en esa tierra seca y sin agua ha hecho brotar para ti un manantial de agua de la roca dura” (Dt 8,15).


Te invito a entrar en una experiencia de Jesús en el desierto: en soledad de comunión, en el silencio del encuentro, en la presencia amorosa de Dios en ti, y la tuya en Él.

El desierto te expone, en desnudez total, ante el misterio de Dios que envuelve. Nada ni nadie podrá interferir tu encuentro, “lo verás cara a cara, y llevarás su nombre en tu frente” (Ap 22,4). Sé consciente de que el lenguaje del Amor te es revelado como don del Espíritu que te capacita para entenderlo y vivirlo.
El desierto es el lugar del despojo del propio yo. La inmensa aridez que te rodeará, hará desaparecer de ti todas aquellas cosas que no son imprescindibles en tu vida. Desnudará tu alma, y te despojará de todo, incluso de lo que consideras como más amado.

Te acercará al encuentro con Dios, porque la vaciedad en la que vivirás, te hará plenamente disponible para Él, postrado ante el misterio insondable de su voluntad.

El desierto es indispensable para todo aquel que busca a Dios, fijos los ojos en Jesús, alentado por la nostalgia que el Espíritu hizo nace en ti gracias al don del agua que te dio vida.

El desierto te libera, te deja desnudo delante de Él, te ayuda a comprender las cosas desde dentro, desde otra perspectiva que todo tiene en Dios.

En el desierto la oración se simplifica mucho: descubres que orar es ser simplemente tú, ante Él. Porque nada ni nadie te condiciona, te limitarás a estar, en la transparencia de tu realidad ante Dios, al que buscas porque lo añoras, con un amor cada vez más fuerte. Y aprendes a vivir con un amor confiado, abandonado, en medio del desierto, y sumergido en el mar del Amor… consumido por su agua.

El Pueblo de Israel caminó por el desierto durante cuarenta años. Moisés vivió en él antes de acoger la misión que Dios le quería confiar.

Jesús fue al desierto para enfrentarse a los cuarenta días de tentación y de prueba, en los que se preparó para la predicación del Reino, después de haber vivido en la plena voluntad del Padre que lo había enviado al mundo, para ser Palabra visible y cercana del Amor Salvador de Dios.

María vive sus años de Nazaret, en el silencio de una vida oculta en la sencillez de lo cotidiano, como un tiempo largo de desierto en el que se prepara para acoger el misterio del proyecto de amor del Padre para ella, en el Espíritu.

Pablo cruza el desierto en el camino de conversión a Damasco. Allí experimenta la fuerza de la luz que, deslumbrándole, le hace caer del caballo e iniciar un intenso proceso de conversión.

El desierto también es indispensable para ti. Será un tiempo de gracia, ya que es una etapa por la cual ha de pasar todo aquel que quiera dar fruto en Dios. Descubrirás la necesidad del silencio, de la interiorización y de la renuncia a todo lo superfluo, para que Dios pueda construir en ti su Reino y hacer crecer, en cada uno, el espíritu interior, la vida de intimidad con Dios, en el diálogo directo con Él.

El Espíritu que te ha conducido al desierto, te llevará a mantenerte en una comunión interior en la fe, la esperanza y la caridad.

Después, purificado por la fe, alentado por la esperanza confiada, y transformado por el Amor que te invade, podrás dar fruto, en la medida en la que tu ser interior se ha dejado convertir al Amor.

En el silencio de María, en el abandono confiado en las manos del Padre, en la comunión sincera y cordial con los hermanos, “manteniendo tu mirada en Jesús”, entra en el camino interior del desierto, porque necesitas andar por sendas de paz y de encuentro hacia el océano de Amor que es Dios.

Senderos de silencio
El objetivo de tus primeros pasos, en esta experiencia espiritual que estás iniciando, es sencillo y claro: En la serenidad y en la paz, busca el silencio. Reencuéntrate con la unificación interior en Él.

Tu camino se desenvuelve habitualmente en un entorno de actividad, más o menos intensa. Desde tu opción por Jesús se supone que lo vives todo en una perspectiva de fe. Ahora, se te va a pedir que te reencuentres con el núcleo central de tu opción de vida, que es Él, y en una actitud de amor, vives en disponibilidad tu relación fraterna, y el don que haces de ti mismo en la cotidianeidad de tu tierra. Todo ha de ser expresión de un mismo y único amor que se vive en ti.

En él vives en la armonía y el equilibrio interior, en la paz y la serenidad del alma. No olvides el objetivo final: ser coherente con tu opción de vida y las exigencias que comporta. Tu coherencia tendrá su raíz en el amor, y su fruto será también la ofrenda que haces de ti mismo.

Podrás afirmar: Amor… Amor… Amor… sólo quiero dar amor, comunicarlo. Sólo quiero amar… entrar a descubrir el misterio que encierra el Amor.

Es el corazón de la vida, es el alma del silencio: abres tu vida al Misterio del proyecto de Dios para ti. En el silencio, el Espíritu correrá el velo que lo cubre.

Déjate guiar por Él. Porque el encuentro con el amor, muchas veces, se hace en una ruta de pura fe, en el que, aunque no lo sientas, estás viviendo en la ruta del amor.

De este amor que vives y experimentas en tu encuentro “cara a cara” con el Señor Jesús, nacerá como un manantial de agua que, después, revertirá en bondad, comprensión, compasión y ternura en tu relación con los demás.

En el itinerario de tu corazón hacia Dios, el desierto será indispensable para ti.
Entra en él, a pie descalzo, disponible para encontrar la voluntad de Dios para ti, en el misterio del Reino.

“No debáis nada a nadie, sólo sois deudores en el amor” (Rm 13,8)

jueves, 23 de julio de 2015

Nunca dudes de su presencia


Cuando entres en el camino de la oración, piensa que merced a la gratuidad del amor del Padre has sido invitado a introducirte en el encuentro de comunión y de amor con Él.

Él te ha llamado porque quiere que conozcas su rostro de amor, Cristo Jesús, y junto a Él, con Él y en Él puedes entrar en la gran fiesta de comunión que es la Trinidad.

La Santa Trinidad te acoge en su seno. Allí tú, envuelto en presencia, inundado de amor, vives en la comunión incesante, participas en el proyecto salvador, compartes la plenitud de vida.

La Santa Trinidad está en tu corazón. Acógela con amor, sé testigo del don de ser habitado por Dios por medio de la misericordia, la comprensión, la ternura y la disponibilidad con las que acoges a los hermanos.

Expresa el don de Dios en tu disponibilidad para el servicio y el compromiso con los más necesitados. Son siempre los predilectos de Dios y han de ser, también, los tuyos.

Verás que, en la oración, Él va conduciendo tu alma y tu vida a vivir siempre en la presencia. Él vive en ti, Él quiere transformarte con su amor. Vive tú siempre en Él, abandónate a la obra del Espíritu en tu alma.

Nunca digas “No” al amor. Nunca dudes de su presencia. Abre tu alma y tu vida a los dones del Espíritu Santo. Para ello, vete haciendo la ruta del silencio con paciencia. Busca el silencio pero, sobre todo, espéralo, pues el silencio verdadero, el silencio interior, es un don del Espíritu Santo.

Que no falten en tu vida espacios de atención y escucha en los que te abandones al amor. Cuando ores, habla al Señor, pero nunca olvides que debes escucharlo. Él quiere hablarte al corazón para indicarte, incesantemente, las sendas que Él quiere que recorras en la vida.

Calla a ti mismo, calla a tus cosas, calla a tus proyectos. Vive sumergido en el proyecto de amor que Dios tiene para ti. Acepta todo cuando vayas recibiendo del Señor y de los hermanos en la vida.

En el Espíritu Santo, vive en la entrega plena y total a la voluntad del Padre.

Confía en el Espíritu, que te irá conduciendo hacia la realización plena del amor de Dios en tu vida. Busca en todo ser en Él y vivir en Él.

Que día a día puedas crecer en amor. Por ello, déjate de palabras, despójate de oraciones, que tu vida toda sea una oración inagotable, pues estás plenamente en la onda del Espíritu Santo.

No desees la oración para sentirla. Añora la súplica que sale de la vida y te envía, nuevamente, al compromiso de la vida. Para ello, que tu día se desenvuelva siempre en la alabanza, la acción de gracias y la súplica.

Alaba, sí, alaba al Señor. Que todos tus pasos vayan construyendo una ruta de alabanza, pues te mueves en Dios y por Él, vives en Él gracias al don del Espíritu Santo que mora en ti.

Nunca dudes de su presencia. Él siempre está. Busca reconocer sus pasos en la vida, su bondad y su ternura derramada en la creación y en los hombres.

Con Él serás capaz de transformar el mundo. Si estás lleno de la paz del Espíritu en tu alma, serás, aunque no te lo propongas, testigo y sembrador de paz.

Si eres nómada, viajero de geografías y culturas, y permites que los vientos de Dios rocen e impregnen tu piel y lleguen hasta la médula de tus huesos, serás testigo de la presencia de Dios en el mundo.

Si tu patria y tu casa es el camino, si vives en la añoranza de la verdadera Patria (el rostro del Señor), si no te instalas ni estableces tu domicilio en la provisionalidad de todo aquí en la tierra, estarás diciendo, con la palabra de tu vida, que todo ha de ser una gran peregrinación hacia el encuentro con Dios. Serás, entre tus hermanos, sacramento del encuentro en el Amor. Después ya podrás decir que este milagro no es obra tuya, sino obra del Espíritu que te habita.

Si te sabes buscado y sientes que una presencia está brotando en lo más hondo de tu ser como don inefable, inmaculado, transparente, podrás ofrecer a tus hermanos la invitación a dejarse invadir por el Espíritu que ya los habita. Ayudarás a descubrir el tesoro escondido en el amplio campo del alma, en las inmensas estepas de la tierra, en el corazón del bullicio en el que suele desenvolverse la vida de los hombres.

Si descubres que de ti nace una fuente, como un río donde todos pueden beber hasta saciarse, entenderás que ha sido el Señor quien ha llenado tu alma de esta agua viva que salta hasta la eternidad de vida que todos añoran. Esta vida que tú pudiste intuir en el Monte de Dios.

Si crees que en el más extraño de los rostros alguien aguarda veladamente a desvelarse y en tu disponibilidad lo acoges con la paz y la alegría con la que esperas cada amanecer, ayudarás a sembrar en el mundo la semilla de la esperanza.

Si sientes que de tu corazón brota a borbotones el torrente de la súplica; si el Espíritu te ha llenado de solidaridad y compasión, no apagues la llama de la súplica, no ceses de orar, intercede por todos y por todo. Que en tu alma tengan cabida todos, y que tu súplica alcance a todos los que peregrinan bajo el amplio techo del cielo.

Si en los éxodos cotidianos sabes que Él está ahí, que tú también estás ahí en las horas de calma y en el estruendo de la agitación, no olvides que esta realidad se produce en tu alma gracias al don del Espíritu. Abandónate a su influencia y piensa que has de ser testigo del Señor Jesús. Has contemplado su rostro en el Tabor: Él es el Hijo de Dios hecho hombre, que vive en la vida de los hombres y comparte sus inquietudes y problemas, sus ilusiones y esperanzas por amor. Siéntete invitado a ser testigo de Cristo. Hazlo con la encarnación y compromiso con el que vives tu relación con los hermanos.

Si nada te retiene ni eres prisionero de nadie. Si vives libre y desasido para atarte al compromiso de Cristo que se entrega en la cruz, recuerda que Él te liberó para que vivas en una plena y total libertad de entrega, en un abandono incondicional en las manos del Padre.

Si redimes el amor perseguido y encarcelado en los egoísmos y en los odios, en las opresiones y en las guerras, en las luchas y las falsas treguas, irás haciendo camino para que el Amor sea conocido, amado, buscado y deseado como cumbre final de toda ansia de amor.

Si descubres que todos los latidos, el del mar, el de las estrellas, el del fuego, el de la tierra entera es tu latido, tu único latido, verás que todo te lleva a reconocer que el alma de todos los latidos de la naturaleza y de la creación es el amor de Dios.

Si olvidas tu edad, las debilidades de tu cuerpo y la flaqueza de tu alma. Si te dejas absorber hacia dentro, vivirás la plenitud del encuentro primero que ha de realizase en tu vida: el encuentro contigo mismo y el encuentro con el Señor que está en la raíz de tu alma. Pudiste contemplar su rostro en el Tabor.

Si en lugar de inventariar diferencias te das cuenta de que, a la luz de tu mirada, se van borrando todas las separaciones y todo regresa a la unidad original, vete pensando que estás abriendo camino para que cada hermano pueda descubrir que el aliento que lo mueve todo es el soplo del Espíritu del Dios Amor.

Pudiste contemplar el rostro de Cristo Transfigurado en el Monte de Dios. En Cristo Jesús, el Señor, en el Espíritu Santo, que todo lo vivifica y en el Padre del amplio cielo de la misericordia puedes encontrarte a ti mismo. Lo encuentras a Él, se va realizando tu encuentro con los hermanos, y vas caminando hacia el “nosotros” de la comunión de todas las criaturas en Dios.

Abandónate en las manos del Padre.

Vive inundado por la presencia del Hijo.

Que el Espíritu Santo guíe y acompañe y mueva toda tu vida.

Que María, rostro femenino de Dios, misericordia convertida en ternura materna te conduzca hacia el corazón de la Trinidad.

Dios siempre está. En él, por Él y con Él vives y te renuevas en el encuentro de amor.


Fuente: abandono.com