miércoles, 28 de marzo de 2018

Los dolores morales de Cristo


Dice Fulton Sheen, en “Vida de Cristo”:

“Sólo hay un pasaje en la historia de nuestro Señor en que se nos diga que entonó un cántico, y ello fue después de la última cena, cuando salió de la casa para encaminarse hacia la muerte, y sufrir su agonía y congoja en el huerto de Getsemaní. “Y cuando hubieron cantado un himno, salieron al monte de los Olivos”. Mc 14, 26

Los cautivos de Babilonia colgaron sus arpas en los sauces porque sus corazones eran incapaces de hacerles entonar un cántico en tierra extraña. El manso cordero no abre la boca cuando es conducido al matadero, pero el verdadero Cordero de Dios, cantó lleno de gozo ante la perspectiva de la redención del mundo. (...)
“Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea”. Mt 26, 32. “Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba hágase tu voluntad”. Mt 25. 39

En esta plegaria estaban envueltas sus dos naturalezas, la divina y la humana. Él y el Padre eran uno; no se trataba de «Padre nuestro», sino de «Padre mío». Seguía inquebrantable la conciencia del amor de su Padre. Pero, por otro lado, su naturaleza humana sentía miedo a la muerte como castigo por el pecado. La natural aversión que el alma humana experimentó ante el castigo que el pecado merece fue sobrellevada por la divina sumisión a la voluntad del Padre. (…)

Esta escena queda envuelta en el halo de un misterio que ninguna mente humana puede penetrar de un modo adecuado. Sólo podemos suponer de una manera vaga el horror psicológico de los momentos progresivos de temor, ansiedad y tristeza que le dejaron postrado antes de que se hubiera descargado un solo golpe sobre su cuerpo. Se ha dicho que los soldados temen más la muerte antes de la hora cero del ataque, que durante el ardor de la batalla. La lucha activa suprime el temor a la muerte, temor que se presenta al ánimo cuando uno lo contempla en la inactividad. (…) Es muy verosímil que la agonía en el huerto le ocasionara mayores sufrimientos incluso que el dolor físico de la crucifixión, y quizá sumió a su alma en regiones de más obscuras tinieblas que ningún otro momento de la pasión, con la excepción tal vez de cuando en la cruz clamó: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46)

Sus sufrimientos humanos eran completamente diferentes de los de un simple hombre, puesto que, sobre tener inteligencia humana, Jesús poseía una inteligencia divina. (…) En el caso de nuestro Señor debemos mencionar dos cosas que le diferencian de nosotros.
Primeramente, lo que predominó en su mente no era el dolor físico, sino el mal moral o el pecado.

Había ciertamente ese natural temor a la muerte debido a su naturaleza humana, pero no era un temor tan vulgar como éste el que dominaba en su agonía. Era algo mucho más mortal que la muerte.

Sobre su corazón gravitaba el peso del misterio de la iniquidad del mundo. En segundo lugar, además de su entendimiento humano, que se había desarrollado por medio de la experiencia, poseía el entendimiento infinito de Dios, que conoce todas las cosas y ve como presente tanto el pasado como el futuro.

Los pobres humanos llegan a estar tan acostumbrados al pecado, que no se dan cuenta de su horror. Los inocentes comprenden el horror del pecado mucho mejor que los pecadores. La única cosa de la que el hombre nunca aprende algo por experiencia es pecar. Un pecador se infecta con el pecado. Llega a compenetrarse tanto con el pecado, que incluso puede considerarse a sí mismo virtuoso, de la misma manera que el que tiene fiebre puede creer que no está enfermo. Únicamente la persona virtuosa, que se encuentra fuera de la corriente del pecado, es la que puede mirar hacia el mal de la misma manera que un médico observa una enfermedad, y comprende todo el horror del mal.

Lo que nuestro Señor contempló en aquellos momentos de agonía no eran precisamente los -azotes que le darían los soldados o los clavos con que taladrarían sus manos y sus pies, sino más bien el terrible peso del pecado del mundo y el hecho de que el mundo se disponía a renegar de su Padre al rechazarle a Él, su divino Hijo.

¿Hay ciertamente algo peor que la exaltación de la propia voluntad
contra la amorosa voluntad de Dios, el deseo de ser un dios para sí mismo, tachar de locura la sabiduría de Jesús, y su amor de falta de ternura? La aversión que sentía no era por el duro lecho de la cruz, sino hacia la participación que el mundo tenía en construirla. Quería que el mundo pudiera ser salvado de perpetrar: la más negra acción jamás llevada a cabo por los hijos de los hombres, la de matar a la Bondad Suprema, a la Verdad y al Amor. 

Los grandes caracteres y las grandes almas son como las montañas: atraen las tormentas. Sobre sus cabezas retumban los truenos; en torno a sus cimas brillan los relámpagos y lo que parece ser la ira de Dios. Allí, en aquellos momentos, se encontraba el alma más solitaria y triste que el mundo había conocido, el Señor en persona. Más alto que todos los hombres, alrededor de su cabeza parecía azotar la tormenta de la iniquidad. Parecía un camafeo en el que se hubiera resumido la historia de toda la humanidad, el conflicto entre la voluntad de Dios y la voluntad del hombre. Darse cuenta de cómo experimentó Dios la oposición de las voluntades humanas, es algo que trasciende el poder humano. Tal vez lo que más se aproxima a ello es lo que un padre siente ante el extraño poder de la obstinada voluntad de sus hijos, que se oponen y desprecian la persuasión, el cariño, la esperanza o el temor del castigo. Un poder tan intenso reside en un cuerpo tan ligero y en una mente tan pueril; sin embargo, es la débil imagen de los hombres cuando han pecado voluntariamente. 

¿Qué otra cosa es el pecado, sino un principio independiente de sabiduría y una fuente de felicidad que trabaja por su cuenta, como si no hubiera Dios? El Anticristo no es sino el desarrollo incontrolado de la propia voluntad. Éste fue el momento en que nuestro Señor, en obediencia a la voluntad de su Padre, tomó sobre sí las iniquidades del mundo y se convirtió en víctima expiatoria. 

Sintió toda la agonía y tortura de aquellos que niegan la culpa o pecan impunemente y no hacen penitencia. Era el preludio de la terrible deserción que Él había de soportar y pagar a la justicia de su Padre, la deuda debida por nosotros; ser tratado como un pecador. Fue tratado como un pecador aunque en Él no había pecado. Fue esto lo que ocasionaba su agonía, la agonía más grande que jamás ha visto el mundo.

Así como los que sufren miran el pasado y el futuro, también el Redentor miraba el pasado y todos los pecados que en todo tiempo se habían cometido; miraba también el futuro, todo pecado que se cometería hasta el fin del mundo. No era el pasado dolor lo que traía al momento presente, sino más bien todo acto manifiesto de maldad y todo oculto pensamiento vergonzoso. Allí estaba el pecado de Adán, cuando como cabeza de la humanidad perdió para todos los hombres la herencia de la divina gracia; allí estaba Caín, teñido con la sangre de su hermano; allí estaban las abominaciones de Sodoma y Gomorra; la ingratitud de su propio pueblo, que había adorado a las falsas deidades; la grosería de los paganos, que se habían revelado incluso contra la ley natural; todos los pecados: los
pecados cometidos en el campo, que hicieron sonrojarse a la naturaleza entera; los pecados cometidos en la ciudad, en la fétida atmósfera de pecado de la ciudad; pecados de los jóvenes, por los cuales estaba traspasado el tierno corazón de Jesús; pecados de los viejos, que ya debían haber dejado la edad de pecar; pecados cometidos en la obscuridad, donde se creía que no llegaba la mirada de Dios; pecados cometidos a la luz y que hacían incluso estremecer a los malvados; pecados que se resisten por su horror a toda descripción, demasiado terribles para que se les pueda nombrar:  ¡Pecado! ¡pecado! ¡pecado! (...)

Vio los votos matrimoniales quebrantados, las mentiras, las calumnias, los adulterios, los homicidios, las apostasías... Todos estos crímenes se acumularon en sus manos como si hubieran sido cometidos por Él. Los malos deseos pesaban sobre su corazón cual si Él los hubiera concebido. Las mentiras y los cismas gravitaban sobre su mente como si de ella fueran producto. En sus labios parecía haber blasfemias como si realmente las hubiera proferido. Desde los cuatro puntos cardinales las pútridas miasmas del pecado del mundo venían, sobre Él a modo de inundación; como un nuevo Sansón, tomó sobre sus espaldas toda la culpa del mundo como si fuera culpable, pagando la deuda en nuestro nombre a fin de que pudiéramos una vez más tener acceso al Padre. Se estaba preparando mentalmente, por así decir, para el gran sacrificio, poniendo sobre su alma sin pecado los pecados de un mundo delincuente. "Para la mayoría de los hombres el peso del pecado es algo tan natural como el de los vestidos que llevan, pero para Jesús el contacto de lo que los hombres tan fácilmente aceptan era la más terrible de las agonías. " (...)

Él pecado se halla en la sangre. Todos los médicos lo saben: incluso los no iniciados pueden darse cuenta de ello. La embriaguez brilla en los ojos, en las mejillas. La avaricia está escrita en las manos y en la boca. La lujuria aparece también en los ojos. No hay libertino, criminal, fanático o perverso que no tenga su odio o su envidia impresos en cada centímetro de su cuerpo, en cada célula de su cerebro.

Si el pecado está en la sangre, debe ser derramado. (...)

Cualquier alma puede imaginar, aunque no sea más que vagamente, la clase de lucha que Jesús tuvo que librar aquella noche de luna en el huerto de Getsemaní. Todo corazón sabe algo de esto. Nadie llega a cierta edad sin que haya reflexionado sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea, y sin  conocer la terrible tensión que el pecado ha causado en su alma. Las faltas y locuras cometidas no se borran del registro de la memoria; las píldoras somníferas no pueden imponerles silencio; los psicoanalistas no pueden suprimirlas con sus explicaciones. Puede que la alegría propia de la juventud las haga perderse en un recuerdo vago, desdibujado, pero nunca faltarán instantes de silencio, en un lecho de enfermo, en noches de insomnio, en alta mar, un momento de tranquilidad, un instante en que la inocencia se refleja en el rostro de un niño, cuando estos pecados, como espectros o fantasmas, aparecerán con todo su horror en nuestras conciencias. (...) 

Por terribles que sean las agonías y torturas de un alma, no serán más que una gota perdida en el océano de la culpa humana que el Salvador sintió como propia en el huerto. “
Fulton Sheen, “Vida de Cristo”, Nº 41


Coloquio: Oh Corazón de Jesús, Oh Vos todo amor, os ofrezco estas humildes oraciones por mí mismo y por todos aquellos que se unen en espíritu a mí para adoraros. Oh Santísimo Corazón de Jesús me propongo renovar estos actos de adoración por mí mismo, miserable pecador, y por todos aquellos que se han asociado a vuestra adoración hasta el último suspiro. Os encomiendo, Oh Jesús, la Santa Iglesia vuestra querida Esposa y nuestra dulce Madre, a los que practican la justicia, todos los pobres pecadores, los afligidos, los moribundos y todo el género humano. No sufráis que vuestra sangre se haya derramado en vano por ellos, y dignaos aplicar sus méritos al alivio de las benditas almas del purgatorio, en particular por aquellos que en su vida os han devotamente adorado. (P. Hurtado)

Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo...


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