sábado, 31 de marzo de 2018

Sábado santo: la soledad y el dolor de María, madre del Amor crucificado

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Sermón del siervo de Dios, el agustino recoleto padre Mariano Gazpio (+1989) –cuyo proceso de beatificación-canonización está en su andadura–, que invita a contemplar a la virgen María, en pie junto a la Cruz, unida al sacrificio redentor de su Hijo Jesús y como consoladora de los afligidos.

"Stabant autem iuxta crucem Jesu mater eius et soror matris eius Maria Cleophæ et Maria Magdalena. Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena" (Jn 19, 25).

El sagrado Evangelio, con la sencillez y sublimidad propia del Espíritu Santo, nos presenta a nuestro divino Redentor, Cristo Jesús, pendiente de la cruz y, en expresión del apóstol San Pablo, "ofreciendo al eterno Padre plegarias y súplicas con grande clamor y lágrimas".

A la vez nos presenta a María santísima, madre de Jesús, acompañada del discípulo amado san Juan, de María de Cleofás y de María Magdalena, puesta de pie junto a la cruz de Jesús con santa modestia y gravedad, atenta a cuanto su amado Hijo hacía y decía, fija su mente en el divino misterio que se realizaba, y tomando con el corazón traspasado de pena y de dolor pero en todo sumisa a la divina voluntad y repitiendo desde lo íntimo de su ser como en otro tiempo: "Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum - He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra", la parte que le correspondía en aquella divina ofrenda y santo sacrificio. (...).

Mucha e importante es la materia que nos ofrece este inolvidable misterio, pero tan solo voy a hablarles brevemente del martirio de María santísima, de su conformidad con la divina voluntad y de su oficio de consoladora de los afligidos. 

Imploremos antes la ayuda de la divina gracia 
por mediación de nuestra Reina y Señora, 
saludándola con el ángel… Ave María.


Martirio de María santísima
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Las palabras, que un día dirigió en Jerusalén el anciano Simeón a la madre de Jesús, "Mira, este niño está destinado para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para blanco de contradicción, y una espada traspasará tu propia alma", cumpliéronse fielmente durante toda la vida de nuestro Señor Jesucristo y sobre todo en el tiempo de su sacratísima pasión y muerte de cruz.

Quién podrá apreciar y comprender, fuera de Dios, nuestro Señor, la extensión, la profundidad y la amargura de los sufrimientos del corazón de la santísima virgen María, al ver a Jesús niño perseguido por el rey Herodes, al no encontrar a su hijo Jesús entre los suyos a la vuelta de Jerusalén pasada la fiesta, al contemplar a Jesús en su casita de Nazaret ignorado de todos y por tanto tiempo; y en la vida pública, viendo a Jesús pasar por todas partes haciendo el bien y, sin embargo, ser espiado y criticado, blasfemado y perseguido por escribas y fariseos, príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo; y en el tiempo de su pasión y muerte de cruz lo ve escupido y abofeteado, escarnecido y vilipendiado, flagelado y coronado de espinas como rey de burlas, pospuesto a Barrabás, condenado a muerte, cargando él mismo con la cruz a cuestas, crucificado y pendiente de la cruz.

Otra causa además, amadísimos fieles, contribuía a aumentar su pena y dolor sin límites: ver la situación que tomaba su propio pueblo, el pueblo llamado de Dios, el pueblo de los patriarcas y de los profetas, que, cifrando su gloria en el Esperado de las gentes, en el anunciado Mesías, ahora, lleno de odio y enloquecido, clama y grita contra Jesús: "Crucifícale, crucifícale… Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos…"

El apóstol san Pablo, enamorado del misterio de Cristo crucificado, exclamaba diciendo: "No soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí"; pues este santo apóstol, al palpar en su predicación evangélica la incredulidad y dureza de corazón de los judíos, con gran sentimiento y pena nos dice en su epístola a los Gálatas: "estoy poseído de una profunda tristeza y de continuo dolor en mi corazón, hasta desear yo mismo el ser apartado de Cristo por mis hermanos, los israelitas"; consideren ahora, amadísimos fieles, qué tristeza, angustia y congoja sentiría el bondadoso corazón de María santísima al presenciar este crimen tan horrendo de su pueblo, esta apostasía tan cínica de su gente, por lo cual la divina Justicia le enviaría un castigo ejemplar y "tribulación tal que no la hubo semejante desde el principio del mundo".

Esta fue la espada de dos filos que traspasó el alma de esta Virgen dolorosísima, a quien con sobrada razón nuestra santa madre Iglesia titula en la letanía con el nombre de "Regina martirum, Reina de los mártires".

"Mide la grandeza de sus dolores y tormentos", dice san Jerónimo, por la grandeza de su amor y de aquí infiere que, habiendo amado María santísima a su hijo Jesús más que todos los mártires, debió padecer al pie de la cruz más dolor que todos ellos. Además advierte que "los mártires lo fueron muriendo por Cristo, pero la madre de Jesús lo fue sufriendo juntamente con Cristo".

"No se admiren, amadísimos fieles, exclama san Bernardo, que se diga que María, madre de Jesús, fue mártir en el alma, pues la fuerza del dolor traspasó su santísima alma, y con sobrada razón la llamamos Reina de los mártires".

El martirio de la santísima virgen María fue lento, pues duró toda su vida; fue penosísimo por ser martirio del corazón; y fue intensísimo en proporción al amor que profesaba a Cristo Jesús, su Hijo amado y único, su Creador y Redentor, su Dios y Señor, su Vida, su Amor.

La caridad infinita que nos profesaba el Hijo de María hízole morir en una cruz por librarnos del pecado y de la muerte eterna, y alcanzarnos la dicha de ser hijos de Dios con derecho a la patria celestial; y la caridad de María, madre de Dios, le condujo al martirio del corazón por amor a su Hijo y compasión de todo el género humano. Agradezcamos a Cristo Jesús tal fineza de amor y a María, nuestra madre, su generosísima compasión. Veamos ahora cómo soportó esta Virgen dolorosísima el martirio del corazón.

Conformidad con la voluntad de Dios: Leemos en la epístola [de san Pablo] a los Hebreos estas palabras: "El Hijo de Dios, al entrar en el mundo, dice a su eterno Padre: Heme aquí que vengo, según está escrito de mí… para cumplir, oh Dios, tu voluntad"; y en el evangelio de san Juan dice Jesús a sus apóstoles: "mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado y dar cumplimiento a su obra"; en la oración del Huerto repetidas veces dice Jesús a su eterno Padre: "Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya"; y poco antes de morir dijo: "Todo se ha cumplido", a saber, "se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz". La norma o regla de vida de nuestro Señor Jesucristo fue la obediencia, "factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis", como dice el apóstol san Pablo.

De igual manera, la norma o regla de vida de la santísima Virgen fue la expresión dirigida al arcángel san Gabriel, dando su consentimiento para ser Madre de Dios: "Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum - He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra".

La Madre de Dios durante toda su vida, copiando en sí todas y cada una de las virtudes que su divino hijo Jesús practicaba en la vida retirada de Nazaret, en la vida pública de evangelización y en su sacratísima pasión, cumplió perfectísimamente la voluntad del Altísimo; por eso la invoca nuestra santa madre Iglesia en la letanía con el título de "Speculum justitiæ - Espejo de justicia", en que se refleja perfectamente la vida y virtudes del divino maestro Jesús.

María santísima, estando al pie de la cruz de su Hijo, supo entrelazar admirablemente sus angustias y aflicciones, sus penas y dolores, su admirable martirio del corazón, con el ejercicio de virtudes sublimes y caridad suma de Dios y del prójimo. En medio de tantas injurias, desprecios, sarcasmos y tormentos, que veía sufrir a su divino Redentor, Cristo Jesús, esta Virgen Dolorosa, asemejándose al divino maestro, muestra profunda humildad, heroica paciencia, inalterable fortaleza, completa resignación a la voluntad de Dios y compasión del género humano ilimitada, diciendo en su bondadoso corazón al eterno Padre a una con Jesucristo, rogando por todos los pecadores: "Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que hacen".

Nuestro divino Redentor, que en la última cena se nos da como manjar y bebida, que en su sacratísima pasión derrama por nosotros toda su preciosísima sangre, que estando pendiente en la cruz ruega encarecidamente a su Padre por nosotros pecadores, no contento aún de tales finezas de amor para con el hombre, estando para morir y dirigiéndose al discípulo amado san Juan, mostrándole a su amadísima madre, le dice: "Ecce mater tua" y a María santísima le dice: "Ecce filius tuus", constituyendo a la santísima virgen María en refugio de los pecadores y consoladora de los afligidos. ¿Cabe mayor amor en Jesús y en María?

Veamos cómo ha cumplido siempre este oficio de consoladora de afligidos esta madre dolorosísima.

Consoladora de afligidos: Los apóstoles, los discípulos del Señor, aquellas piadosas mujeres que seguían al divino Maestro, todos aquellos fieles de la primitiva Iglesia, en las horas de prueba y de tribulación, ¿dónde encontraron alivio a sus penas, consuelo a su aflicción, consejo a sus dudas, sino en María, madre de Jesús, y madre cariñosa de todos los apenados y atribulados?

Qué escenas tan tiernas y consoladoras presentaría el Cenáculo los días del viernes santo, sábado santo y domingo de Resurrección, en que la santísima Virgen consolaría a cada uno de los apóstoles, de los discípulos, de las piadosas mujeres, recordándoles las enseñanzas del divino maestro, animándoles a esperar el gran triunfo de la Resurrección, prometido por nuestro señor Jesucristo al predecirles su pasión y muerte, terminando siempre con esta sentencia: "et tertia die resurget - y resucitará al tercer día", palabras que la santísima Virgen las conservaba en su corazón sacratísimo.

Después de la Resurrección de Jesús, de su Ascensión a los cielos y de la venida del Espíritu Santo, la virgen María fue la maestra de los apóstoles y de los discípulos del Señor, la compañera de las piadosas mujeres, la madre de toda la naciente Iglesia, el paño de lágrimas de todos los atribulados; y, subida en cuerpo y alma a los cielos, ha continuado siendo no solo la reina y señora de todo lo creado, sino la madre de misericordia y la consoladora de todos cuantos acuden a ella solicitando alguna gracia.

Si estudiamos con detención la liturgia de la santa madre Iglesia, notamos en seguida la piedad y confianza de todas las almas buenas de todos los tiempos, para con esta singular criatura, digna madre de Dios y madre nuestra.

¿Y por qué nuestra santa madre Iglesia tiene tanto cuidado en enseñar a sus fieles desde la más tierna edad, además del Padre nuestro, dos oraciones dedicadas a nuestra amadísima madre celestial, a saber, el Ave María y la Salve, y los cristianos de todo el mundo sienten verdadero fervor al recitar estas dos santas oraciones, sino por ser María el "consuelo de los afligidos" en sus necesidades, tribulaciones y angustias, como lo testifican sus gracias y favores concedidos en todo lugar y tiempo?

Cuántas veces, amadísimos fieles, habréis recitado con fervor y confianza la oración atribuida a san Bernardo, "Acordaos, oh piadosísima Madre, que jamás se oyó decir que ninguno de cuantos han acudido a vuestra protección, implorando vuestra asistencia y reclamando vuestro socorro, haya sido abandonado de vos"; y la razón nos la da mi gran padre san Agustín al decirnos: "como es mejor que todos los santos, así es más solícita de nuestro bien que todos ellos".

Acudamos, amadísimos fieles, con entera confianza y filial amor en todas nuestras necesidades a esta madre de misericordia, consoladora de afligidos; imitemos su paciencia, su resignación y conformidad con la voluntad divina, y de ese modo sentiremos la ayuda de Dios, nuestro Señor, y la consolación espiritual, concedida por mediación de María santísima.

Han oído brevemente cómo María santísima es reina de los mártires por haber sufrido al pie de la Cruz el martirio del corazón; han visto cómo aprendió de Jesús la conformidad con la voluntad de Dios, nuestro Señor; y últimamente han visto qué maternalmente cumple su oficio de consoladora de afligidos…

Oh madre dolorosísima… Grandes favores y prerrogativas os concedió el Altísimo en su milagrosa concepción y grandes aflicciones habéis soportado con vuestro divino hijo Jesús el día de su memorable pasión y muerte… proporcionándoos el Altísimo de esta manera una corona de inmensa gloria para que, así como estuvisteis sufriendo las ignominias de vuestro divino Hijo en la tierra, participéis hoy en el cielo de sus triunfos y sus glorias… Alcanzadnos también a todos nosotros, tus hijos, la gracia de seguir vuestros santos ejemplos en vida, para conseguir en el cielo la dicha de cantar por eternidad de eternidades las misericordias de Dios, nuestro Señor, y vuestras glorias. 

Gracia que a todos les deseo.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén".



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