Perdón
Desde la duermevela de mi alma,
tantas veces vendida
a precios irrisorios,
pude distinguir,
acechándote,
el lazo de la ingratitud.
Tú marchabas hacia el Gólgota por mi
causa; yo solo supe esconderme. Desde entonces derrapo, cargado de culpas y de
cruces, con tal de soslayar tu Santa Cruz.
Sin tenerme en
cuenta ese pecado, suplicaste al Eterno un perdón incomprensible, bajo la
excusa de que no sabíamos lo que hacíamos.
Sabíamos, Señor.
Yo estuve agazapado
en Getsemaní. Tu persistencia en la plegaria más triste de todos los tiempos me
dejó estupefacto. También vi la mortaja de sangre en la que se convirtió tu
llanto. Un frío letal se apoderó de mi sórdido escondite. “No caerá sobre mí”, especulé,
con la impunidad del ánimo empedernido.
Enseguida llegó
Judas a entregarte. Los tuyos se dispersaron. Yo me posicioné en el bando de
los que iban a llevar a cabo la más grande traición jamás consumada.
Ya en el Pretorio,
después de lavarme las manos junto con las de Pilatos, me dirigí a la columna
de tu flagelación y até las tuyas con mis gravísimas faltas. Fui uno de los más
diligentes soldados; esos que, borrachos de maldad, clavaron en tu sagrada
cabeza una corona de brutales espinas. Tú callabas. No estuve ajeno, Señor.
Hubo muchas espinas mías en tu sádica coronación. Más de las que pueden
soportar mis recuerdos.
De pronto, reparé
en la presencia de tu Madre. El agobio de sus lágrimas cayó sobre mi aridez y
Ella recogió el vaso sombrío de mi alma. Pero su suavidad se estrelló contra mi
armadura.
La Babel en que se
había convertido tu martirio por las calles de Jerusalén era insoportable. Tú te
alejabas hacia tu último ocaso. Corrí para alcanzarte; fue fácil, tus pasos
eran tan patéticos como lentos. Aproveché tu caída para sentarme en el madero y
transportarme en él. No me importó, eras hombre muerto.
Con la conciencia
desligada llegué sin molestias al escenario final. Ni tu amarga soledad ni el
estrés de tu suplicio me movieron a compasión. Allí aporté martillazos,
indiferencia y cinismo, en exceso, Señor.
En cambio, me
desesperó que te arrancaran la ropa pegada a tus escalofriantes heridas. Pero abandoné
ese atisbo de sentimiento para participar del reparto de tus vestidos y del
sorteo infame de tu manto.
Quebrantada la
tierra,
junto con tus
vestidos
se ha rasgado el
Cielo.
Apenas agua y
sangre
llevas por abrigo.
Yo te evitaba. Aun
así, Tú me miraste a los ojos, me llamaste por mi nombre y mi armadura cayó.
Y fuiste,
en el árbol
sometido,
Perdón que se
derrama
y se recoge.
Quieras Tú,
dulcísimo Jesús, aceptar este desagravio y despertar mi alma; arrancarla del
sopor infame de esta noche aciaga, revestirla de tu perdón y dejarla habitar en
cada una de tus llagas.
Sé que me esperas,
como en Emaús, cálido y atento. Y yo, arrebatado por una tierna corazonada, te
suplicaré: “Quédate conmigo, Señor, porque está atardeciendo y el día ya ha
declinado”.
Delrosario Carmel
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