jueves, 17 de abril de 2025

PERDÓN - Jesús en el Jueves Santo

Perdón

 

Desde la duermevela de mi alma,

tantas veces vendida

a precios irrisorios,

pude distinguir,

acechándote,

el lazo de la ingratitud.

 

        Tú marchabas hacia el Gólgota por mi causa; yo solo supe esconderme. Desde entonces derrapo, cargado de culpas y de cruces, con tal de soslayar tu Santa Cruz.

Sin tenerme en cuenta ese pecado, suplicaste al Eterno un perdón incomprensible, bajo la excusa de que no sabíamos lo que hacíamos.

Sabíamos, Señor.

Yo estuve agazapado en Getsemaní. Tu persistencia en la plegaria más triste de todos los tiempos me dejó estupefacto. También vi la mortaja de sangre en la que se convirtió tu llanto. Un frío letal se apoderó de mi sórdido escondite. “No caerá sobre mí”, especulé, con la impunidad del ánimo empedernido.

Enseguida llegó Judas a entregarte. Los tuyos se dispersaron. Yo me posicioné en el bando de los que iban a llevar a cabo la más grande traición jamás consumada.

Ya en el Pretorio, después de lavarme las manos junto con las de Pilatos, me dirigí a la columna de tu flagelación y até las tuyas con mis gravísimas faltas. Fui uno de los más diligentes soldados; esos que, borrachos de maldad, clavaron en tu sagrada cabeza una corona de brutales espinas. Tú callabas. No estuve ajeno, Señor. Hubo muchas espinas mías en tu sádica coronación. Más de las que pueden soportar mis recuerdos.

De pronto, reparé en la presencia de tu Madre. El agobio de sus lágrimas cayó sobre mi aridez y Ella recogió el vaso sombrío de mi alma. Pero su suavidad se estrelló contra mi armadura.

La Babel en que se había convertido tu martirio por las calles de Jerusalén era insoportable. Tú te alejabas hacia tu último ocaso. Corrí para alcanzarte; fue fácil, tus pasos eran tan patéticos como lentos. Aproveché tu caída para sentarme en el madero y transportarme en él. No me importó, eras hombre muerto.

Con la conciencia desligada llegué sin molestias al escenario final. Ni tu amarga soledad ni el estrés de tu suplicio me movieron a compasión. Allí aporté martillazos, indiferencia y cinismo, en exceso, Señor.

En cambio, me desesperó que te arrancaran la ropa pegada a tus escalofriantes heridas. Pero abandoné ese atisbo de sentimiento para participar del reparto de tus vestidos y del sorteo infame de tu manto.

 

Quebrantada la tierra,

junto con tus vestidos

se ha rasgado el Cielo.

Apenas agua y sangre

llevas por abrigo.

 

Yo te evitaba. Aun así, Tú me miraste a los ojos, me llamaste por mi nombre y mi armadura cayó.

         

Y fuiste,

en el árbol sometido,

Perdón que se derrama

y se recoge.

 

Quieras Tú, dulcísimo Jesús, aceptar este desagravio y despertar mi alma; arrancarla del sopor infame de esta noche aciaga, revestirla de tu perdón y dejarla habitar en cada una de tus llagas.

Sé que me esperas, como en Emaús, cálido y atento. Y yo, arrebatado por una tierna corazonada, te suplicaré: “Quédate conmigo, Señor, porque está atardeciendo y el día ya ha declinado”.

 Delrosario Carmel


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