P. Mamerto Menapace
Este cuento relata la historia de un hombre que hacía ya unos años había abandonado a su familia y a sus amigos, y se había largado a linyerear.
Cierto día de fea llovizna, amargado y cansado, llegó nuestro amigo a la estación de ferrocarril, donde consiguió un permiso para pasar la noche. Comió un poco de estofado que le dio el sereno de la estación, y reconfortado preparó su cama: un trozo de plástico negro como colchón que evitaba la humedad. Se tapó con unas bolsas, se hizo la señal de la cruz y rezó el Padrenuestro, tal como se lo enseñara su madre. Tal vez fue el recuerdo de su madre el que lo hizo pensar en Dios, y como no tenía otro a quien quejarse, se las agarró con el Todopoderoso reprochándole su mala suerte. A él tenían que tocarle todas, parecía que el mismo Dios se las había agarrado con él haciéndolo cargar con todas las cruces del mundo. Y con estos pensamientos se quedó dormido. En un sueño, Dios le dijo: vea amigo, estoy cansado de que los hombres se me anden quejando siempre, parece que nadie está conforme con lo que yo le he destinado, así que desde ahora dejo que cada uno elija la cruz que quiera llevar, pero que después no me vengan con quejas, la que agarren la van a tener que llevar sin protesta. Acabo de recorrer el mundo quitando todas las cruces, y ya que está usted acá va a ser el primero en tener la oportunidad de elegir.
El hombre quedó sorprendido al ver que el galpón estaba lleno de cruces, de todos los tamaños, pesos y formas.
Miró primero para el lado que estaban las más chiquitas, pero le dio vergüenza pedir una tan chiquita, Buscó entonces entre las grandes, pero se desanimó enseguida porque se dio cuenta que no le daba el hombro para tanto. Fue entonces y se decidió por un tamaño medio, ni muy grande ni tan chica. Pero resulta que entre estas había unas muy pesadas de quebracho, y otras livianitas de cartón. Le dio no sé que agarrar una de juguete y tuvo miedo de no poder cargar una de las pesadas. Se quedó con una de peso regular. Pero todavía faltaba tomar otra decisión porque no todas las cruces tenían la misma terminación. Había lisitas y parejas, que se acomodaban perfectamente al hombro y había otras llenas de rugosidades y nudos que al menor movimiento podían sacar heridas.
Se decidió por fin y, tomando una de las medianas en tamaño, la que era regular de peso y tamaño, se dirigió a Dios diciéndole que elegía para su vida aquella cruz.
Dios lo miró a los ojos, y le preguntó si estaba seguro de su elección, que lo pensara bien para luego no arrepentirse y venir otra vez con quejas.
Pero el hombre se afirmó en lo hecho y garantizó que lo había pensado muy bien, que aquella cruz era justa para él.
Dios, casi riéndose, le dijo: esa cruz que usted eligió es la que ha venido llevando hasta el presente. Así que de ahora en adelante cargue su cruz y sígame, y déjese de protestas que yo sé bien lo que hago y lo que a cada uno le conviene para llegar bien a mi casa.
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