Por Mons. Uribe Jaramillo
“Estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz sea con vosotros”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, Yo también os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo, a quien perdonéis los pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos”
Señor Jesús, quiero proclamar tu Señorío, quiero glorificarte porque eres nuestra paz, quiero bendecirte porque Tú eres el único que regalas la paz verdadera. Gracias por la que diste a tus discípulos el día de tu Resurrección, gracias Señor porque en tu bondad quisiste quitar el miedo que había en ellos. “No temáis, les dijiste, la paz sea con vosotros”. Apiádate Señor de nosotros, también ahora. Tenemos miedo, Tú lo sabes, mucho miedo, Señor. Destruye con tu paz, con tu amor, con tu serenidad, el miedo que nos domina, el miedo que nos tiene enfermos. Señor, Tú eres nuestro Salvador, Jesús sálvanos del miedo, inúndanos de paz y concédenos la plenitud de tu Espíritu, para que experimentemos el gozo verdadero. Gracias Señor.
Estamos frente a la gran novedad para nosotros, como obra del Espíritu, que es el amor paternal de Dios, “Padre de misericordia y Dios de todo consuelo”, que nos llena de alegría en medio de nuestras tribulaciones. Estamos descubriendo por obra del Espíritu la gran novedad: “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y por los siglos”, como nos dice la epístola a los Hebreos, y estamos descubriendo la gran novedad que es el Espíritu Santo, cuyo amor y cuya acción estamos experimentando en nuestras vidas. Gracias al Señor por este beneficio. La Renovación nos permite creer que lo que hizo el Señor por su Espíritu el día de Pentecostés lo hace también ahora en la Iglesia. Ella está viviendo actualmente su nuevo Pentecostés, lo que necesitamos hacer ahora es preparar nuestras vidas para esa invasión del amor y de la bondad del Espíritu del Señor. No se trata pues de aprender la doctrina únicamente, se trata de algo más importante: experimentar en nosotros la acción amorosa del Señor, la curación que Él quiere hacer de nuestros cuerpos y especialmente de nuestros corazones, que están enfermos.
Cuando la gente que ha presenciado el prodigio de Pentecostés, dice con el corazón compungido, a Pedro y a los demás apóstoles: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” Pedro les contestó: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el Nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. La promesa es para vosotros y para vuestros hijos y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios Nuestro”.
El Señor es el Emmanuel, “Dios con nosotros”. Él nos busca siempre, pero quiero que nosotros salgamos también a su encuentro. Esto es lo que Él nos dice por su apóstol: “Convertíos, volveos hacia Mí, dejad vuestros malos caminos, abrazad el bien”. La palabra “metanoia” que significa “conversión” quiere decir “caminar hacia adelante, buscar a Jesús”, por eso la conversión es necesaria para nosotros constantemente. Con frecuencia las criaturas nos alejan del Señor y necesitamos volvernos hacia Él, convertirnos, es decir, necesitamos conocer con la luz del Espíritu nuestra realidad de pecadores, sentirnos manchados como en verdad lo estamos, para acercarnos con fe a Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y decirle: “Lávame más, Señor, límpiame de todo pecado, lávame con tu Sangre sacerdotal. Borra, destruye todas mis culpas”.
Una de las gracias que debemos pedir con frecuencia es la de sentir nuestra realidad de pecadores, la de sentirnos manchados para acercarnos con confianza a nuestro Padre y decirle: “He pecado contra el cielo y contra Ti”, para acercarnos con confianza a Jesús nuestro Salvador, para pedir que su Sangre limpie todas nuestras miserias.
Pero la Renovación nos está mostrando una cosa muy importante; no basta recibir el perdón de los pecados para disfrutar de la experiencia amorosa de Dios, necesitamos algo más: la curación interior, la sanación del corazón enfermo, para que éste pueda experimentar la efusión del amor del Señor. Además del perdón de los pecados, necesitamos la sanación interior, una curación interior que solamente puede realizar en nosotros el amor de Dios, que sólo puede efectuar en nosotros la paz de Cristo.
Encontramos a personas que después de grandes esfuerzos por disfrutar del amor del Señor, continúan en una sequedad tremenda. Ellos a veces se preocupan y piensan: Todo esto se debe a falta de generosidad, a falta de arrepentimiento del pecado, por no haberle dado al Señor lo que me pide, pero muchas veces la causa es muy distinta. Se trata de personas que están bloqueadas por el miedo y por el odio. Los canales, podríamos decir, que llevan el amor del Señor están bloqueados por el pavor, por los recuerdos dolorosos, por la falta de perdón interior.
Este miedo y este odio impiden que llegue a ellos el río del Espíritu, que llegue a ellos el raudal de la paz. El plan del Señor es darnos su paz en plenitud: “Haré descender sobre ella, como un río, la paz”, son sus palabras a través de Isaías. Él nos habla también de su Espíritu en forma de “ríos de agua viva” que deben inundarnos, que deben llenarnos de frescura, que deben llenarnos de pureza y de fecundidad. Él quiere darlo todo a torrentes. Hablando de su Espíritu ha dicho: “Lo derramaré sobre toda carne”, pero Él también añade: “Abre tu boca y Yo la llenaré”.
Depende mucho también de nuestra capacidad de recibir, depende también mucho de nuestra situación personal. El Señor quiere darnos en plenitud, pero también tiene en cuenta nuestras limitaciones; y son el odio y el miedo los que limitan en gran parte la comunicación del amor, de la paz, de la suavidad del Señor. Por eso, la experiencia del Señor en nosotros es, a veces, muy tenue; podríamos decir “imperceptible”.
El relato del Evangelio de San Juan que oímos hace poco, nos demuestra cómo el Señor, antes de dar su Espíritu, destruye el miedo que se ha apoderado de los apóstoles. “No temáis, les dice, no temáis”, se lo dice dos veces; y solamente cuando ha efectuado esta curación interior del miedo, les dice: “Recibid el Espíritu Santo”. Únicamente en ese instante, están preparados, después de recibir la curación interior, para recibir el don del Espíritu.
Es preciso antes, que nos convenzamos de la necesidad que tenemos de curación interior, este es el primer paso. Para esto, se requiere conocer un poco la realidad de nuestro mundo interior enfermo. Hoy afortunadamente contamos con el rico aporte de la psicología. Los psicólogos nos hablan ahora de lo que ellos llaman “los cuatro principales demonios que nos atormentan”. Ellos son: el miedo, el odio, el complejo de inferioridad y el complejo de culpa. Claro, que nuestros problemas no se limitan a estos cuatro, pero estos son los principales.
La experiencia me demuestra que tal vez el peor de todos esos “demonios”, empleando el término psicológico, es el del MIEDO. Cuando el niño nace, teme solamente dos cosas: una caída y los ruidos fuertes. En ese momento no conoce todavía los peligros y por eso sus temores son muy limitados, pero pronto empiezan a acumularse en él los miedos por todo lo que va sufriendo y por los peligros que va descubriendo. Si efectuásemos una prueba entre las distintas personas que nos acompañan, encontraríamos cómo en cada una de ellas se ha acumulado una serie de miedos, verdaderamente grande. Hallaríamos miedos tan infantiles, llamémoslos así, como el que tienen por ejemplo muchas mujeres a los ratones, y en los hombres encontraríamos otros por el estilo. Lo que sucede es que, al tratarse precisamente de miedos que delatan nuestro infantilismo, generalmente los ocultamos o, por lo menos, procuramos ocultarlos. El hecho indiscutible es que todos hemos acumulado miedo y que todos estamos enfermos de miedo.
Tal vez, no hemos caído en la cuenta de que quizá muchos de nosotros hemos acumulado miedo al Señor. ¿Por qué tanta dificultad para entregarnos totalmente a Cristo? ¿Por qué, eso que podríamos llamar “pavor”, para hacerle nuestra entrega total? Seguramente porque, en el fondo, tememos que Él nos va a pedir mucho, que nos va a exigir esto o aquello, que nos va a pedir “algo” a lo cual nos sentimos íntimamente apegados, porque en realidad nos va a exigir la inmolación de los que, en realidad, son nuestros ídolos, y esto es demasiado costoso. Toda entrega amorosa es exigente, toda entrega amorosa entraña un riesgo. En lo humano, hay que inmolar muchas cosas cuando se realiza la unión matrimonial, hay que renunciar a muchos gustos personales para disfrutar del beneficio de esta unión santificada por el Señor. En lo espiritual sucede lo mismo, la entrega amorosa al Señor exige la inmolación de los ídolos, pero debemos tener seguridad de que Aquel, a quien nos entregamos, es el Señor, es el fiel, es el infinitamente bueno, el que nunca ni cansa ni secansa, el que no va a traicionarnos. Solamente cuando hablamos de Cristo podemos exclamar: ¡Sé a quien he creído, sé en quien he confiado!, esto no podemos decirlo de ninguna de las criaturas, solamente podemos afirmarlo del Señor, de Jesús. Pero Cristo es el Señor y puede disponer de nosotros y de nuestro yo como lo desee, como quiera.
Esto es lo que nos causa pavor, lo que nos produce miedo, el reconocimiento del Señorío del Señor, nos pone frente a nuestra realidad, a nuestra realidad de siervos, a nuestras limitaciones, a la obligación que tenemos de “amar al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”, al deber que tenemos de demostrar prácticamente el Señorío del Señor con la destrucción de los ídolos que se oponen a su gloria. La entrega amorosa que hacemos al Señor nos pone en posesión de Cristo, en posesión de su Espíritu, en posesión de sus riquezas. Por eso merece bien la pena sacrificar todo lo que Él nos pida para lograr esta bendición.
Recordemos que, como nos dice el evangelista S. Lucas, después de que Cristo recibe en el Jordán la Unción del Espíritu, su poder, es conducido por este mismo Espíritu hacia el desierto para allí ser tentado por el demonio. Al Jordán, le sigue el desierto con sus privaciones y sus tentaciones pero, Cristo triunfa allí porque tiene el poder del Espíritu, por eso al final el demonio se aleja de Él y los ángeles se acercan para servirle. Entregarse a Cristo es, entregarse a un futuro desconocido pero, a un futuro que está en sus manos, en sus manos amorosísimas. No sabemos lo que Él va a disponer para nosotros y en nosotros pero, tenemos la seguridad de que es el Señor, es el Amor y es la Fidelidad. Pero, a pesar de ese concepto que tenemos del Señor, como no sabemos qué nos va a quitar, donde nos va a conducir, qué va a ser de nosotros, de qué va a privarnos, nos causa miedo. Yo soy el primero en experimentar este miedo, es muy difícil superarlo, solamente cuando poseamos la plenitud del Espíritu, cuando recibamos la fuerza de Él, entonces desecharemos este miedo que tanto nos perjudica y que desafortunadamente impide muchas veces la entrega, generosa, alegre y sobre todo, total al Señor.
Solamente cuando logremos, con la gracia del Espíritu, dominar este miedo a Jesús nos entregaremos totalmente a Él y Él se entregará también a nosotros. Solamente entonces, le abriremos la puerta de nuestro corazón y Él entrará. En el Apocalipsis nos ha dicho: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”, pero solamente abriremos la puerta a Cristo cuando perdamos el miedo al Señor.
Por eso, lo primero que tenemos que hacer es ORAR, para que desaparezca de nosotros ese miedo al Señorío de Cristo. Es preciso orar mucho por esta intención. Si algunos han superado ya esta etapa, si algunos pueden afirmar que no temen al Señor, están en una situación sumamente positiva y ventajosa, pero seguramente muchos necesitamos orar por esta necesidad, la liberación del miedo, que en una u otra forma, nos impide entregarnos al Señor.
Para esto necesitamos recordar las palabras de Cristo: “Yo soy, no temáis”. En la medida en que adquiramos seguridad en la presencia de Cristo en nuestras vidas y fe en su amor, desaparecerá de nosotros el miedo a todo, pero primero el miedo a Él.
Recordemos cómo Jesús sanó ante todo el miedo de sus apóstoles. A pocas personas encontramos dominadas por el miedo, como estos apóstoles que habían vivido muy cerca de Jesús. Por ello, en el momento de la Pasión, por ejemplo, huyen cuando Cristo cae en manos de sus enemigos. Él lo había ya profetizado: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”.
Pero como solamente es Él el que sana del miedo, solamente Cristo sana del miedo al comunicarnos su Espíritu, por eso Él el día mismo de su Resurrección adelanta esta curación interior de los apóstoles: “Yo soy, no temáis”. Es Él también quien por su Espíritu sana en nosotros el miedo que hemos acumulado en este terreno. Por eso, los apóstoles quedaron curados plenamente del miedo únicamente el día de Pentecostés, hasta ese momento, habían estado con las puertas cerradas. Solamente salen al balcón ese día para predicar a Cristo, para ser testigos de Cristo. ¿Por qué?. Porque como nos dicen los Hechos de los Apóstoles, “Se llenaron todos de Espíritu Santo”. Esta plenitud del Espíritu es distinta de la recepción del Espíritu, ellos lo habían recibido el día de la Resurrección, pero la plenitud del Espíritu, con su poder total, solamente la adquieren el día de Pentecostés. También nuestra sanación interior del miedo, y del miedo a Cristo, será una realidad cuando recibamos la plenitud del Espíritu, cuando quedemos llenos también del Espíritu del Señor, cuando seamos bautizados en Él. Esta es la verdad que estamos descubriendo actualmente por medio de la Renovación Carismática.
Uno de los primeros efectos de la Efusión del Espíritu es la seguridad interior. La fuerza del Espíritu destruye en nosotros el miedo, que es debilidad, en cambio adquirimos entusiasmo por Cristo. El Señor, antes dé la Ascensión, les dice a los apóstoles: “Recibiréis el poder del Espíritu y seréis mis testigos hasta los confines de la tierra”. Antes de Pentecostés, los apóstoles no pueden dar testimonio de Cristo porque tienen miedo. Pensemos en el caso de S. Pedro; a pesar de sus promesas de fidelidad, promesas que eran sinceras cuando las hizo, durante la Pasión niega a Cristo y aún con juramento y delante de una esclava: “No conozco a ese hombre”, dice. Y ¿por qué este cambio?. Porque en ese momento Pedro está dominado por el miedo, no puede ser testigo de Jesús; conoce a Jesús y ama a Jesús, pero tiene miedo y por esto no puede dar testimonio del Señor ni puede confesar al Señor. Pero este Pedro, que niega al Señor delante de una esclava, el día de Pentecostés lo proclamará con alegría y con valor, lo hará sin miedo y esto sucederá en los meses y en los años siguientes, nada lo detendrá, será el testigo fiel del Señor. ¿Por qué este cambio?.Porque el Espíritu del Señor al colmarlo el día de Pentecostés lo sanó del miedo, le dio seguridad interior, lo llenó de fortaleza y lo convirtió en testigo del Señor Jesús.
La gran necesidad que tiene ahora la Iglesia, la gran necesidad del mundo en este momento es la de testigos de Jesús. Hay muchos predicadores del Señor, hay muchas personas que pueden hablar de Él, pero son pocas las que se atreven a dar testimonio del Señor, a ser sus testigos en los ambientes difíciles. En un medio universitario, por ejemplo, las personas en la conversación exponen criterios anti-evangélicos, la gran necesidad de la época presente es la existencia de testigos de Cristo, pero esto lo lograremos únicamente cuando el Espíritu del Señor, al derramarse en nosotros, nos quite el miedo, nos libere del temor, nos de seguridad, nos llene de fortaleza. Cuando Cristo nos da seguridad en Él, empieza también a darnos seguridad en nosotros y a confiar en los demás.
Él nos sana primero del miedo que le tenemos, pero quiere sanarnos después del miedo que nos tenemos y del miedo que tenemos a los demás. Es mucho el miedo que hemos acumulado respecto a nosotros mismos y mucho también, el que tenemos a otras personas. La serie de fracasos que hemos experimentado a lo largo de nuestras vidas nos ha llenado de inseguridad, nos ha hecho cada vez menos firmes, menos seguros. La inseguridad es uno de los distintivos de nuestra época.
No tenemos seguridad frente al futuro, porque el pasado está lleno de fracasos y solamente cuando tengamos seguridad frente al futuro lo conquistaremos, progresaremos, cumpliremos las metas señaladas, llegaremos a feliz puerto. “El que no espera vencer, ya está vencido”, dice el dicho, allí está encerrada una gran verdad. Los fracasos que nos han proporcionado personas desde los primeros años de nuestra existencia, los que hemos tenido por imprudencia, por falta de previsión, por distintos fallos, nos han llenado de miedo. Esta es la realidad, pero también existe la verdad de la sanación de Cristo, Él puede sanar este miedo que tenemos en nuestro interior respecto a nosotros, Él puede curarnos de esta inseguridad. Solamente Él, por su Espíritu, puede llenarnos de fortaleza.
Y es mucho el miedo que hemos acumulado respecto a distintas personas, que por una u otra causa, por una u otra actuación, nos han impresionado desfavorablemente, han creado en nosotros complejo de inferioridad, nos causan miedo con sus amenazas, con su misma presencia muchas veces. De este miedo también puede y quiere sanarnos el Señor.
JESÚS, que es nuestra paz, empieza a sanar del miedo desde antes de su nacimiento. Por medio del ángel, tranquiliza a José: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo concebido en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados”. Despertó José del sueño e hizo como el ángel del Señor le había mandado y tomó consigo a su esposa.
El día de su nacimiento en Belén, por medio del ángel sana también el miedo de los pastores. El ángel les dijo: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador que es el Cristo Señor”. Cuando los ángeles dejándoles se fueron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: “Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado”. Ya sin miedo y llenos de alegría, pudieron acercarse al portal y realizar allí el encuentro maravilloso con el Señor.
Pero hay un hecho sumamente elocuente para manifestar el poder de sanación interior, de sanación del miedo, que tiene el Señor Jesús. Nicodemo es un fariseo, magistrado judío, que va a buscar a Jesús, pero “de noche”. Va a hablar con el Señor, pero no lo hace de día, teme las burlas de sus compañeros, por eso busca la oscuridad. Es de noche, cuando se dirige a la casa de Jesús y cuando tiene el diálogo con Él.
Nicodemo es un hombre dominado por el miedo pero, el Señor que es la paz, es la seguridad, es la fortaleza, dialoga con este hombre dominado por el miedo, le habla de su Espíritu, del nuevo nacimiento: “El que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios; lo nacido de la carne es carne, lo nacido del espíritu es espíritu”. A través de aquel diálogo, el Señor penetra en el corazón medroso de Nicodemo y lo sana totalmente. La curación interior de Nicodemo es tan completa que, poco después, cuando los fariseos quieren condenar a muerte a Jesús, cuando incluso reclaman a los guardias por qué no han traído prisionero a Cristo, Nicodemo les dice: “¿Acaso nuestra ley condena a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace?”. Ellos le respondieron: “¿También tú eres de Galilea?, indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta”, y se volvieron cada uno a su casa.
Aquel hombre con su valor confunde a quienes quieren perder a Cristo, los obliga a volver a su casa y algo más admirable todavía; el Viernes Santo, cuando Cristo ha sido crucificado, cuando todos, incluso sus discípulos, lo han abandonado, Nicodemo, en compañía de José de Arimatea, se presenta ante Pilatos para pedirle el cuerpo de Jesús. Es un hombre que ya no tiene miedo, porque Jesús lo había sanado. Como señal de gratitud y como demostración de aprecio, él ahora quiere honrar al Señor dando sepultura a su cuerpo.
Pero lo que debe llenarnos de alegría y de esperanza es saber que Jesús es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Que ese Jesús que sanó el miedo que había en José, que había en los pastores, que destruyó el que oprimía a Nicodemo y que muchas veces adelantó un proceso de curación del miedo en sus apóstoles, puede y quiere realizar el mismo favor en beneficio de nosotros. Él también quiere destruir el miedo que nos domina y nos enferma, Él también puede hacerlo ahora y lo hará si nosotros nos acercamos a Él con fe y con humildad. Sería un mal para nosotros descubrir la serie de temores que nos oprimen y aún las consecuencias terribles que tienen sobre nuestro ser, si no estuviésemos convencidos de que tenemos una solución en Cristo, que es la solución de todos los problemas: el temor a fracasar, a la sexualidad, a defendernos, a confiar en los demás, a pensar, a hablar, a la soledad y a tantas otras cosas. Todo ello, tienen en Cristo nuestro Señor la gran solución, la pronta solución.
El apóstol S. Juan escribió en su Epístola unas palabras llenas de Verdad y con un profundo significado psicológico: “El amor perfecto echa fuera el temor, porque el temor supone castigo y el que teme no es perfecto en el amor”. Aquí encontramos la gran solución para la enfermedad interior del miedo: el amor paternal de Dios, el amor fraternal y salvador de Cristo, el amor del Espíritu que mora en nosotros. En la medida en que nos dejemos abrazar por el amor de Dios, en esa misma medida irá desapareciendo el temor que hay en nosotros. Y cuando el amor de Dios llegue a ser perfecto en nosotros el temor será arrojado fuera.
La Renovación Carismática nos coloca de una manera muy clara frente al amor del Señor, frente al amor del Espíritu y estamos experimentando la verdad de aquellas palabras de S. Pablo a los Romanos: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Por eso, muchas personas cuando tienen la experiencia del Espíritu, cuando se dejan invadir por este Río de Agua Viva, cuando se dejan de veras abrazar por su amor, se van viendo liberadas de los recuerdos dolorosos en todos los campos, pero concretamente en el del miedo. Este es uno de sus grandes beneficios, no lo sabremos apreciar nunca debidamente.
Un psicólogo americano ha escrito: “A menos que podamos aceptar que el amor de Dios nos envuelve ahora con todas nuestras faltas, debilidades y limitaciones, no seremos mejores mañana, ni siquiera un ápice de lo que somos hoy; a menos que podamos creer en un Dios que es Amor no podremos llegar a ser honestos. El temor siempre nos separará del poder curativo”. Pero el método concreto y fácil para recibir de una manera progresiva, a través de un proceso, la curación interior del miedo como don de Cristo, es acercarnos a Él con fe, creer verdaderamente que Él está resucitado en nosotros y con nosotros, que Él es el Salvador, el Salvador del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres. Que Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos.
Después de este acto de fe, nosotros en horas especiales nos dedicamos a recorrer toda nuestra vida con Cristo, a recorrer todos los momentos dolorosos, penosos, en el campo del miedo; a repasar todos aquellos recuerdos medrosos que nos han ido enfermando paulatinamente. Pero, ¿para qué? No para amargarnos nuevamente con ellos, no para acumular temor, sino para detenernos con Cristo delante de cada una de estas escenas, de cada uno de esos acontecimientos que nos causaron pavor o miedo, para pedirle que derrame su paz, que comunique seguridad, que borre con su presencia amorosísima el trauma que dejó en nosotros ese acontecimiento doloroso. No se trata de no recordar ya aquella escena, sino de recordarla con tranquilidad, de recordarla con paz, seguros como estamos de que el Señor, el Salvador, la ha curado, la ha sanado perfectamente.
En este proceso de sanación del miedo, como manifestación del amor de Cristo y de su Espíritu, es muy conveniente hacer un inventario de las personas a quienes, por una u otra causa, tememos más. De las cosas que nos causan más miedo, de lo que interiormente nos hace sentir más inseguridad. Todo esto ¿para qué?. Para también, de una manera concreta, pedirle al Señor en la oración que sane el miedo que tenemos a “Fulano de tal”, a “Zutano”, a tal o cual superior, a tal o cual compañero, a tal o cual enemigo, para pedirle que destruya el miedo que tenemos, por ejemplo, a determinada enfermedad, a montar en avión, a ira tal o cual lugar, a enfrentarnos con tal o cual circunstancia… El Señor que se interesa concretamente por todo lo nuestro irá destruyendo esos distintos miedos, irá aumentando a través de un proceso maravilloso nuestra curación interior y cada día recobraremos más seguridad en nosotros, tendremos más seguridad en los demás, pero todo como fruto de la seguridad en Cristo, de la seguridad en su amor, en su poder y en su fidelidad.
A lo largo de este proceso irá creciendo en nosotros el amor al Señor y ese amor, recordémoslo, irá echando fuera el temor. Para que este proceso de curación del miedo tenga más eficacia en nosotros es muy importante emplearla visualización. Visualizar por el recuerdo las escenas, las personas, los acontecimientos que nos causaron miedo y visualizar la presencia de Jesús en ese momento y su acción tranquilizadora en cada uno de nosotros. Bill dice que “es difícil, por no decir imposible, que una curación o cambio se realice sin una imagen mental”. Con los ojos de la mente nosotros deberíamos mirarnos e imaginarnos tal como quisiéramos ser. Si constantemente tenemos presente esta imagen y la reiteramos, tenderemos a ser semejantes a esta imagen. Mediante una imaginación positiva nuestra vida puede convertirse en una revelación y desarrollo continuos, ello dependerá en definitiva de la integridad de nuestra personalidad y no de palabras ni de frases hechas.
Encontramos que la oración afirmativa es más poderosa que la oración de petición, y esto por razones obvias. La oración positiva nos sitúa del lado de la voluntad de Dios, trae y traduce de lo invisible a lo visible de nuestras vidas aquello que implica santidad, perfección e integridad. Por eso, visualizar la acción de Cristo que está con nosotros, que al presentarse nos dice: “Yo soy, no temáis”, que nos ofrece su brazo protector, que nos invita a descansar en su regazo, es un elemento y un método de sanación maravilloso.
Tenemos que pedir la gracia de que nuestra fe en Cristo sea una fe verdaderamente viva, una fe actuante, una fe que abarque toda nuestra persona, una fe que nos lleve a experimentar realmente la presencia y la acción amorosa del Señor en nuestras personas y a lo largo de todas nuestras vidas.
Puede servirnos mucho seguir la terapia que los Dres. Parker y Johns, aconsejan en su obra “La oración en la psicoterapia”.
Primero, reconocemos al Dios de amor dentro de nosotros mismos como el poder curativo del miedo y director de nuestras vidas.
Segundo, conscientemente nos despojamos de cualquier cualidad negativa, motivo, impulso, sentimiento, pensamiento, que no queremos.
Tercero, invitamos a este poder divino, a este amor del Señor, para que llene el vacío que nuestro despojo ha creado.
Cuarto, en los tiempos específicos de oración y durante el día tendremos delante de nosotros los mismos pensamientos e imágenes positivas, sanas, plenas, estando seguros que solamente ellos y ellas están de acuerdo con la voluntad de Dios acerca de sus criaturas.
Quinto, cuando oramos creemos que hemos recibido aquella ayuda especial que hemos pedido y actuamos como si la hubiéramos recibido.
Sexto, meditamos en Dios como Amor, en el mandamiento de Jesús de amar y buscamos la entrada a este círculo de perfección. El amor de Dios, el amor a nosotros como hijos de Dios y el amor del prójimo como a nosotros mismos.
Séptimo, escuchamos y esperamos un cierto sentido de victoria, una cierta sensación de presencia que nos dice: “Yo estoy aquí, todo está bien, no temáis”.
Octavo, ya se ha cumplido. ¡Gloria a Dios en las alturas! Te damos gracias, Señor, porque eres la paz, porque eres nuestro Salvador.
Si seguimos esta técnica, realmente no podemos fallar al fin de cuentas, ¿por qué?; porque Dios no puede fallar. Si nosotros nos despojamos de todo lo negativo, de lo destructivo, de todo lo que esté distorsionando y aceptamos lo positivo, el amor de Dios, la paz de Dios, nuestra victoria está asegurada y no puede ser de otra manera. Dios no puede retener el bien, Él lo comunica constantemente, entonces lo que se requiere es que nosotros quitemos el impedimento y recibamos el río del amor, el torrente de la paz del Señor, el perdón, el amor, la confianza, la fe y la paz brotarán en nosotros como de una fuente inextinguible y siempre presente, si nosotros podemos hacernos a un lado y damos cabida al Espíritu del Señor que quiere colmarnos, que quiere cambiarnos y que quiere dirigirnos.
También podemos pedir al ministerio, la sanación del miedo, que tanto daño nos hace. Muchas veces el Señor quiere comunicar su salvación por medio de otras personas a quienes escoge como ministros suyos. En este campo de la sanación del miedo, el Señor usa con frecuencia ese medio. Nosotros con humildad nos acercamos a personas que han recibido este carisma, nos ponemos a orar con ellas, pedimos la gracia de discernir, de descubrir las causas y fuentes principales de nuestro miedo interior y luego pedimos la oración para esta liberación. Estas personas guiadas por el Espíritu del Señor orarán como Él les sugiera, irán descubriendo quizá causas que están ocultas, irán viendo con claridad dónde está el principal problema en el campo del miedo. Su súplica, unida a la nuestra, alcanzará aquello que nosotros necesitamos, anhelamos y ahora pedimos con humildad.
Los efectos del ministerio de sanación interior, aparecen en esta Renovación Carismática cada día con mayores posibilidades, es algo verdaderamente asombroso lo que se está consiguiendo. Causa verdadera alegría ver cómo van cambiando muchas vidas, cómo se van curando interiormente a través de este ministerio de sanación interior. ¡Ojalá que esta luz llegue a muchas personas y que crezca el número de equipos de personas consagradas a este ministerio que tanto glorifica al Señor y que tantos beneficios reportan para las personas!.
Sí, reconozcamos que estamos enfermos, quizá muy enfermos interiormente de miedo, reconozcamos que el miedo se ha ido acumulando en nosotros y nos impide muchas veces entregarnos al Señor, servir generosamente a los hermanos, llevar una vida tranquila. Pero reconozcamos también, con la gracia del Señor, que Él puede sanar este mal y puede calmar todas las tempestades que el miedo levante en nosotros. Recordemos lo que nos dice el evangelista S. Mateo: “Subió después Jesús a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto, se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas llegaban a cubrir la barca, pero Él estaba dormido. Acercándose, pues, se acercaron diciendo: Señor, sálvanos que perecemos. Díceles: ¿Por qué estáis con miedo, hombres de poca fe?. Entonces, se levantó e increpó a los vientos y al mar y sobrevino una gran bonanza, y aquellos hombres maravillados decían: ¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen?”.
Señor Jesús, que yo nunca recorra el mar de la existencia solo, que yo te lleve siempre en mi vida y en mi barca, que yo disfrute siempre, Señor, de tu compañía amorosísima, que cuando arrecie la tempestad, cuando el miedo levante olas que amenacen sumergirme, yo te mire, Señor, yo te invoque con fe y con confianza. Que Tú, Señor, ordenes a esos vientos y a ese mar que se calmen, que no me destruyan, que no me atormenten. Señor, tú eres la paz, Tú dijiste: “Mi paz os dejo, mi paz os doy”, dime estas palabras, Señor: “Te doy mi paz, te dejo mi paz”. Destruye, Señor, el miedo y el odio que se han acumulado en mí, disipa tantos temores infundados que me atormentan, calma Señor la tempestad que con frecuencia se levanta en mi interior, que se manifieste tu paz, Señor, en mi vida, que aparezca tu Señorío, que Tú domines mis emociones, que Tú me tranquilices interiormente. Tú eres mi paz, Tú eres la paz, Tú eres el Amor. Gracias, Señor, porque me amas, gracias Señor porque me curas, gracias Señor porque me salvas. ¡Bendito seas, Señor, gloria a Ti Señor!
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