Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él en la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: ¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres? (Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa llevaba lo que iban echando) Entonces Jesús dijo: Déjala: lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis. Una muchedumbre de Judíos se enteró de que estaba allí y fueron no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús.
Reflexión:
Durante estos días que comenzamos la Semana Santa vamos a ir escuchando en la Primera Lectura los cuatro cánticos del siervo sufriente.
Son profecías que nos van anunciando quién es el Señor y nos van describiendo también cómo es su corazón, qué hay en el corazón del Señor y nos van a evidenciar el día de hoy una de las características más importantes del Señor, su misericordia.
Jesús no ha venido a condenar, sino ha venido a salvar lo que estaba perdido. Dice la Primera Lectura: “no quebrará la caña resquebrajada, la mecha humeante no la apagará”. Y es que Jesús no ha venido a condenar al pecador, no ha venido a señalar al que se ha caído. Más bien ha venido a perdonar.
La mecha que ya está casi por apagarse, no ha venido a terminar de extinguirla. Sino por el contrario, ha venido a darle esperanza y a encenderla nuevamente con su misericordia. La caña resquebrajada no ha venido a terminar de romperla apoyando su peso sobre ella, sino ha venido a curarla.
Jesús con su misericordia ha venido a traernos la esperanza, a enseñarnos que podemos confiar en Él. Por eso dice el salmo que hemos leído hoy: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?”.
Eso es lo que María ha experimentado el día de hoy en el Evangelio que hemos leído. Ha experimentado el amor, la misericordia y la condescendencia de Dios.
Hace muy pocos días, Jesús acaba de resucitar a su hermano Lázaro y en muestra de gratitud invitan a Jesús a su casa a cenar y María realiza un gesto realmente hermoso. Unge con un perfume carísimo los pies del Señor. “Un valor de trescientos denarios”, dice Judas.
Es decir, esto era el salario de todo un año debido a un obrero y digo que es bellísimo porque expresa lo grande e infinita que es la misericordia de Dios. Realmente vemos que no tiene precio.
Cuando alguien ha experimentado la grandeza de su amor, descubre que es una medida que sobrepasa todo lo humano. Probablemente en la memoria de María resonaban las palabras del salmista: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”.
No hay medida, ¿cómo podré pagárselo al Señor? Humanamente no hay medida que sea suficiente. Su misericordia es infinita. En esta Semana Santa tengamos como María también un corazón agradecido. Que la gratitud a Dios inflame el amor de nuestro corazón.
Ofrezcámosle también al Señor el buen perfume de nuestras obras buenas, de nuestra caridad, de nuestra misericordia y que este amor inunde también con su fragancia toda la habitación a todas las personas que están con nosotros.
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