domingo, 11 de agosto de 2019

Santa Clara de Asís

SANTA CLARA DE ASÍS (1193/94 - 1253)
Virgen, fundadora de las clarisas.

por Julio Herranz, o.f.m.



Una lectura críticamente afinada de las fuentes biográficas y de los escritos de Clara de Asís, nos permite definir a grandes rasgos la personalidad de esta mujer, a quien los Ministros generales de la familia franciscana describían así, en su carta «Clara de Asís, mujer nueva», escrita con ocasión del octavo centenario del nacimiento de la Santa: «De personalidad fuerte, valerosa, creativa, fascinante, dotada de extraordinaria afectividad humana y materna, abierta a todo amor bueno y bello, tanto hacia Dios como hacia los hombres y hacia las demás criaturas. Persona madura, sensible a todo valor humano y divino, que está dispuesta a conquistarlo a cualquier precio» (5).

Añádase a ello su honda experiencia espiritual, su condición de fundadora -por la que ha dejado a la Iglesia la Orden de las Hermanas Pobres o clarisas, presente en los cinco continentes y formada en la actualidad por unas 18.000 hermanas- y que es la primera mujer en conseguir, tras una larga lucha, la aprobación pontificia de una Regla propia y el insólito «privilegio de la pobreza». Todo ello nos permite pensar que nos hallamos ante una mujer y Santa de talla excepcional.

Es verdad que históricamente Santa Clara ha quedado en segundo plano frente a la figura descollante de San Francisco de Asís -a quien ella reconoce como padre, «fundador y plantador» de su orden, y del que se considera a sí misma «pequeña planta» (Testamento, 48-49)-, y que a ello ha contribuido también la gran discreción y humildad de la Santa; «pero los otros -como decía Paul Sabatier- no han tenido con ella la debida consideración, tal vez por una inútil prudencia, o por cierta rivalidad entre las varias fundaciones franciscanas... Sin estas reticencias, Clara se encontraría entre las más grandes figuras femeninas de la historia» (P. Sabatier: Études inédites, París, 1932, 12).

INFANCIA Y PRIMERA JUVENTUD

 Clara nació en Asís, pequeña ciudad italiana de la Umbría, en el año 1193 ó 1194, en el seno de una de las familias de la nobleza ciudadana, del matrimonio Favarone de Offreduccio y Ortolana. El domicilio familiar, el espacio propio de la vida de la mujer de la aristocracia, se encontraba en el corazón de la ciudad: la plaza de la catedral de San Rufino.

De su educación humana y religiosa se hizo cargo su madre, una mujer fuerte que lograba integrar la gestión de la casa con sus peregrinaciones -una de las expresiones del resurgir religioso de los siglos XII y XIII- a Roma, Tierra Santa, Santiago de Compostela y diversos santuarios de Italia; que cuida personalmente la atención a los numerosos pobres existentes en una población de rápido crecimiento demográfico, por el gran flujo migratorio que surge del paso de los señores feudales a las ciudades libres, del campo a la ciudad. De su madre recibe Clara su espíritu emprendedor, su delicadeza y sensibilidad, su preocupación religiosa y por los pobres, y el gusto por la oración, ya en su juventud, como se desprende del testimonio de los testigos del Proceso de canonización de la Santa.

Las fuentes biográficas guardan silencio sobre todo lo que se refiere a la formación recibida en el hogar familiar o fuera de él. Cabe suponer que, dado su origen noble, su formación cultural iría más allá de lo que era habitual, especialmente para una mujer, cosa que parecen corroborar sus escritos, aunque es evidente la presencia en ellos de la mano de colaboradores. Es de suponer también que, según las costumbres de la época, fuera educada en las tareas de hilar y tejer, arte que cultivó especialmente la Santa en sus últimos años, cuando la enfermedad la mantuvo postrada, «confeccionando corporales para las iglesias del valle y de los montes de Asís» (Proceso 1,11). Y hay que pensar asimismo que recibiría una educación en las formas y la cultura cortesanas, y por ello en las gestas de los héroes y los santos, y que, llegada la edad oportuna, sería preparada para el matrimonio con algún otro miembro de la nobleza, y que, desde los ideales de la mujer-esposa, tratarían de inculcar en ella actitudes como el sometimiento, la prudencia, el silencio, la reserva y la humildad.

Siendo todavía niña, la guerra en Asís entre pueblo y burguesía contra la vieja nobleza feudal obligó a la familia de Clara a exiliarse, hacia 1201 ó 1202, en la vecina ciudad de Perusa, siendo ello ocasión para que el pueblo y la burguesía de Asís le declararan la guerra. El ejército asisiense fue derrotado en la batalla de Collestrada, y Francisco de Bernardone (Francisco de Asís) hecho prisionero, siendo liberado un año más tarde, después del pago de su rescate. Firmada la paz entre Asís y Perusa, la familia de Clara regresa a Asís, hacia 1205.

A su vuelta Clara hubo de hacerse poco a poco a su ciudad, que tanto había cambiado en los últimos años. En seguida comenzó a oír hablar de algo que iba a influir de manera decisiva en su vida: la conversión del joven Francisco, «el rey de la juventud de Asís», hijo del rico comerciante Pedro Bernardone, exponente significativo de la burguesía naciente: renunciando a su vida fácil, había comenzado una vida de penitencia, retiro y oración, conviviendo con los pobres y leprosos, a los que ayudaba generosamente con los bienes de su familia. Poco después de su llegada, la propia Clara oyó, y hasta tal vez fue testigo en la plaza donde se alzaba el domicilio familiar, de la renuncia de Francisco ante el obispo a todos los bienes e incluso a sus vestidos en manos de su padre.

Recluida en el hogar familiar, según era propio de las jóvenes de la aristocracia, Clara siguió siempre con un secreto interés los rumores populares sobre los pasos del joven convertido. A sus oídos llegó la noticia, que ella recuerda más tarde en su Testamento, de que restaurando la ermita de San Damián había dicho a los que por allí estaban: «Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, porque en él vivirán unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial» (Testamento, 13-14). Supo también Clara que inmediatamente se habían unido a Francisco algunos otros jóvenes de la ciudad: unos, miembros de la vieja nobleza, otros, de la nueva burguesía, y otros, finalmente, gentes del campo, artesanos..., y que, conseguido del papa Inocencio III el reconocimiento oficial de su forma de vida y regla, se habían establecido en la ermita de Santa María de los Ángeles, actuando como predicadores pobrísimos itinerantes, predicando en iglesias y plazas, y viviendo del trabajo de sus manos y de la limosna.

De la vida de Clara en estas fechas da fe en el Proceso de canonización uno de los sirvientes de la casa paterna, quien dice que, «aunque la corte de su casa era una de las mayores de la ciudad y en ella se hacían grandes dispendios, los alimentos que le daban como en gran casa para comer, ella los reservaba y ocultaba, y luego los enviaba a los pobres... Y ella llevaba bajo los otros vestidos una áspera estameña de color blanco. Dijo también que ayunaba y permanecía en oración, y hacía otras obras piadosas, como él había visto» (Proceso 10,1-5). Entre los pobres a los que llega su solidaridad están también Francisco y sus primeros compañeros en Santa María de los Ángeles.

Entretanto, la familia de Clara pretende unirla en matrimonio «según su nobleza, con hombres grandes y poderosos. Pero la joven, que tendría entonces aproximadamente 18 años, no pudo ser convencida de ninguna manera, porque quería permanecer virgen y vivir en pobreza» (Proceso 19,2).

TRAS LOS PASOS DE FRANCISCO DE ASÍS



Clara quedó fuertemente impresionada por la «conversión» de Francisco, cuya forma de vida le interrogaba profundamente, y, poco a poco, durante unos cinco años, fue madurando en ella la idea de compartir su «forma de vida y pobreza». Con este fin se encontró en varias ocasiones con el Santo, haciéndolo a escondidas, dadas las lógicas resistencias del ambiente familiar y la necesidad de mantener a salvo la «buena fama» de una mujer de su clase. Clara le informó de su propósito, que Francisco alentó; por lo que, en la noche del Domingo de Ramos de 1212, después de haber vendido los bienes de su dote para el matrimonio y distribuido lo recabado entre los pobres [?], Clara se fugó de la casa paterna, y, en Santa María de los Ángeles, donde la esperaban Francisco y sus compañeros, el Santo aceptó su consagración a Dios.

Francisco la llevó seguidamente al monasterio benedictino de San Pablo de las Abadesas, en Bastia Umbra, uno de los más importantes y ricos de la comarca, con el fin de defenderla frente a la más que probable ira de la familia, y a la espera de clarificar cuál había de ser su forma de vida y su participación en la vida de su fraternidad. Conocedores de su paradero, los familiares -que, tal vez, hubieran podido aceptar de ella una opción por la vida monástica, pero que considerarían, sin lugar a dudas, una bajeza inaceptable su opción «franciscana»- quisieron sacarla por la fuerza del monasterio, cosa que no lograron tanto por la firmeza de Clara y el hecho de hacer constar su consagración a Dios, como por el derecho de asilo de que gozaba el monasterio.

Después de una breve estancia en San Pablo, Clara pasó a la comunidad de Santo Ángel de Panzo, a las puertas de Asís, donde un grupo de mujeres religiosas vivían vida común. Buscaba con ello una forma de vida más conforme a la que llevaban Francisco y sus hermanos. Estando en Santo Ángel se le unió su hermana Inés, Santa Inés de Asís, que, en las manos de Francisco, se consagró también a Dios. En breve se les unieron otras compañeras, y, según el testimonio de la Santa en su Testamento, todas ellas prometieron voluntariamente obediencia a Francisco (Testamento 24-25).

Pocas fechas más tarde Clara y sus primeras hermanas se establecieron en San Damián -por lo que se las conocerá en seguida como damianitas-, y recibieron de Francisco la «Forma vitae», con la que tenía lugar su plena incorporación a la fraternidad franciscana, después de sus tanteos monásticos y penitenciales. De ello da fe la propia Clara en su Regla, cuando dice: «Y considerando el bienaventurado padre [Francisco] que no temeríamos pobreza alguna, ni trabajo, ni tribulación, ni afrenta, ni desprecio del mundo, sino que, al contrario, todas estas cosas las tendríamos por grandes delicias, movido a piedad escribió para nosotras la forma de vida» (RCl 6,2-3), «con el propósito, sobre todo -añade la Santa en su testamento- de que perseveráramos siempre en la santa pobreza» (TestCl 33).

LA LARGA LUCHA POR «EL PRIVILEGIO DE LA POBREZA»

Aunque en los últimos decenios habían comenzado a surgir en Italia y otros lugares del mundo cristiano comunidades de mujeres religiosas con ideales más o menos similares a los de las hermanas de San Damián, la forma de vida de éstas chocaba con los modelos preexistentes y comúnmente aceptados de vida religiosa. Por esto, es más que probable que se vieran rodeadas durante algún tiempo de una cierta incomprensión general, así como de la actitud prudente y recelosa de la autoridad eclesiástica que, en el Concilio Lateranense IV (1215), prohibía nuevas formas y comunidades religiosas al margen de las reglas tradicionales, teniendo en el punto de mira, sobre todo, las nuevas comunidades religiosas femeninas, que no raras veces habían ido surgiendo sin una regla precisa y hasta sin el reconocimiento del obispo respectivo.

Como consecuencia de ello, Clara y sus hermanas se vieron obligadas a aceptar la Regla benedictina, poco acorde con la forma de vida y pobreza de San Damián. Pero la Santa no se resignó a ello, y para salvaguarda de la originalidad de su inspiración y de las peculiaridades de su vida religiosa en pobreza-minoridad, fraternidad y contemplación, solicitó y consiguió del papa Inocencio III, salvadas las lógicas resistencias, el insólito privilegio, llamado Privilegio de la pobreza, de poder vivir sin privilegios, sin rentas ni posesiones, siguiendo las huellas de Cristo pobre. Entretanto Francisco dejó totalmente en manos de Clara el gobierno de su comunidad, pasando a ser su abadesa, cargo que ella asumió, según escribe su primer biógrafo, «porque la obligó el bienaventurado Francisco» (Leyenda 12).

La decisión del Lateranense IV no fue óbice, sin embargo, para que algunos eclesiásticos siguieran alentando las nuevas comunidades religiosas femeninas, como es el caso del cardenal Hugolino, quien consiguió poner bajo la protección de la Santa Sede a algunas de estas comunidades, a las que ayudó para que consiguieran terrenos en los que construir sus casas-monasterios, y rentas con las que asegurar su vida. El mismo Hugolino redactó para ellas unas «Constituciones» como legislación propia al lado de la Regla benedictina, con las que se trataba de salvaguardar su inspiración, al tiempo que insistía en su opción de clausura. Aunque las diferencias existentes entre estas comunidades y la de San Damián eran claras, comenzando por el aspecto exterior del lugar donde habitaban Clara y sus hermanas -más parecido a los eremitorios de los hermanos de Francisco que a un sólido monasterio-, en 1219, estando Francisco en Oriente, el cardenal Hugolino puso a la comunidad de San Damián bajo las Constituciones por él elaboradas. Pero la Santa no se sintió a gusto con ellas, pues aunque en temas de pobreza podía hacerse fuerte con su Privilegio de la pobreza, no le bastaba esto para hacer valer la originalidad franciscana de su inspiración.

En el Proceso de canonización (6,6; 7,2) leemos un particular relativo a estas fechas, de excepcional importancia a la hora de entender la novedad del ideal de vida religiosa de Clara y sus hermanas: cuando se enteró del martirio de los primeros Hermanos Menores en Marruecos (año 1220, 16 de enero), expresó su deseo de ir allí para sufrir también ella el martirio en testimonio de la fe.

El 29 de noviembre de 1223, el papa Honorio III aprobaba, mediante bula, la Regla de Francisco para los Hermanos Menores, con lo que Clara comenzó a soñar con acogerse a ella, liberándose de la Regla benedictina y las Constituciones hugolinianas. Pero por el momento hubo de soportar la tensión de la espera, al tiempo que veía a Francisco aquejado por un sinnúmero de dolencias y, lo que para él y ella era peor, abatido y angustiado porque una parte de sus hermanos parecía haber olvidado la primitiva radicalidad evangélica de la pobreza y la humildad. En los primeros meses de 1225, antes de emprender viaje a Rieti en busca de cuidados médicos, el Santo quiso despedirse de las hermanas de San Damián. El agravarse de sus muchas dolencias le obligó a permanecer allí algunas semanas, circunstancia que ofreció a Clara la oportunidad de ayudar a Francisco a liberarse de las garras de la noche de su espíritu. «Por una de esas intuiciones, propias y frecuentes en las mujeres más entusiastas y más puras -escribe Paul Sabatier-, Clara había penetrado hasta el fondo en el corazón de Francisco, y se había sentido arrebatada por la misma pasión que él; lo fue hasta el fin de su vida. No sólo defendió a Francisco y su inspiración frente a los demás, lo defendió frente a él mismo. En esas horas sombrías del desaliento, que turban tan profundamente las almas más bellas, y esterilizan los más grandes esfuerzos, Clara se encontró a su lado para mostrarle el camino seguro» (P. Sabatier, Francisco de Asís, Barcelona, 1986, 154). Y recobrada la paz de su espíritu, Francisco, hecho físicamente todo él una llaga y casi ciego, compuso entonces la primera parte del Cántico de las criaturas y su Exhortación cantada para Clara y sus hermanas, invitándolas a perseverar, con gozo y alegría, en su forma de vida y pobreza.

En la tarde del 3 de octubre de 1226, moría Francisco en Santa María de los Ángeles. Al día siguiente tuvo lugar el traslado de su cuerpo a la iglesia de San Jorge. A su paso por San Damián, Clara y sus hermanas pudieron darle su último adiós. La muerte del «padre Francisco», a quien Clara había considerado siempre su «columna», su «único consuelo después de Dios» y su «apoyo» (TestCl 38), supuso para ella un gran vacío; pero lejos de alejarla de su propósito, avivó en ella el fuego de la fidelidad al camino evangélico franciscano.

LA PRIMERA MUJER FUNDADORA, 
AUTORA DE UNA REGLA

El 16 de julio de 1228, el cardenal Hugolino, ahora papa Gregorio IX, presidió en Asís la ceremonia de canonización de San Francisco, aprovechando la ocasión para visitar a Clara, a quien profesaba una profunda estima. Quiso urgirla para que aceptara propiedades con las que asegurar la vida del monasterio; pero «Clara se le resistió con ánimo esforzado y de ningún modo accedió. Y cuando el pontífice le responde: "Si temes por el voto, nos te desligamos del voto". Le dice ella: "Santísimo padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo"» (Leyenda 14). Y la Santa consiguió arrancar entonces del Papa la confirmación del privilegio de la pobreza, que más tarde extendió a otros de los monasterios surgidos según el modelo y la inspiración de San Damián.

En los años siguientes, Clara tuvo que asumir una cierta soledad en su lucha, agudizada por el sufrimiento de ver divididos a los Hermanos Menores en la interpretación de los ideales de Francisco, que, en la complementariedad de su vocación, eran también los suyos. Pero la fe de Clara y su amor inquebrantable a la herencia de Francisco hizo que San Damián se convirtiera en el santuario de la fidelidad a los orígenes franciscanos, y Clara en la mejor intérprete del franciscanismo.

La enfermedad apareció en seguida en el horizonte de la Santa, y se hizo su compañera de camino en medio de la monotonía de lo cotidiano, rota ocasionalmente por algún que otro suceso excepcional, como el ingreso en San Damián, hacia 1229, de Beatriz, la hermana pequeña de Clara, y, poco después, de su madre Ortolana; o el asalto a San Damián, en 1240, de las tropas sarracenas, pagadas por el emperador Federico II, que pretendía imponer su autoridad en Asís: Clara «manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la caja de plata donde se guardaba con suma devoción el Cuerpo del santo de los santos... Y de inmediato los enemigos se escaparon deprisa por los muros que habían escalado» (Leyenda 22). Al año siguiente, un nuevo suceso bélico vino a turbar la paz de San Damián: Asís era asediado por Vital de Aversa, al frente de las tropas imperiales; y la ciudad se vio liberada del asedio por la oración de Clara y sus hermanas.

Imperturbablemente fiel, con el ardor del enamorado, a su forma de vida evangélica y pobreza, tras las huellas de Cristo Siervo, Clara siguió anhelando poder acogerse a la Regla de Francisco, cosa que consiguió parcialmente en 1247, con la Regla o forma de vida dada por Inocencio IV para la Orden de San Damián, por la que la Regla de San Benito era sustituida por la de San Francisco en la fórmula de la profesión, al tiempo que pasaban a ser norma legal las modificaciones autorizadas hasta entonces a las damianitas en relación con las Constituciones hugolinianas. Mas tampoco pudo Clara quedar satisfecha con la nueva regla, que no recogía adecuadamente su ideal evangélico franciscano, y autorizaba la posesión de toda clase de bienes en común; por lo que las hermanas de San Damián, haciendo valer su privilegio de la pobreza, no se sintieron obligadas a su observancia.

La Regla de Inocencio IV encontró también fuertes resistencias en algunos otros monasterios, por lo que, tres años más tarde, el mismo papa declaraba que no era su intención imponerla, ocasión que aprovechó Clara para presentar a la aprobación pontificia su propia Regla franciscana, redactada teniendo como base la Regla de Francisco y los escritos del Santo para las hermanas de San Damián. En septiembre de 1252, el cardenal Rainaldo, en su condición de cardenal protector de la Orden de los Hermanos Menores y de la Orden de San Damián, aprobó en nombre del papa, para el solo monasterio de San Damián, la Regla de Clara.

Desde hacía algunos meses la enfermedad mantenía postrada en el lecho a la Santa; haciendo temer en más de una ocasión su próxima muerte, Clara dictó su Testamento. En el proceso de canonización, las hermanas de San Damián narran un hecho prodigioso que habría tenido lugar en la nochebuena de ese mismo año: forzada la Santa a permanecer en cama, no pudo participar de la liturgia de la nochebuena; lamentándose afectuosamente de ello ante el Señor, pudo ver desde su propio lecho a los Hermanos Menores que celebraban la Eucaristía en la basílica de San Francisco en Asís, y unirse a su celebración. Es ésta la razón por la que el papa Pío XII la nombró, en 1958, patrona de la televisión.

En los primeros días de agosto de 1253, el papa Inocencio IV visitó a la Santa en su lecho de muerte, ocasión que aprovechó ella para pedir la aprobación pontificia de su Regla para la Orden de Hermanas Pobres, cosa que le fue concedida, mediante bula, el 9 de agosto. En el pergamino original, en la parte superior del mismo, se lee, escrito por el propio papa: «Hágase según se pide»; y al final del mismo: «Por las razones conocidas por mí y por el [cardenal] protector del monasterio, hágase según se pide». En el exterior del mismo pergamino puede leerse también: «Clara la tocó y la besó muchas veces».

MUERTE Y GLORIFICACIÓN

Ahora sí podía descansar en paz: paz para su débil y frágil cuerpo, y paz para su vigoroso espíritu, que buscó siempre, por encima de todo, «seguir la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo» (RCl 12), y tuvo como su mayor delicia el encuentro con Aquel de quien dice, en su última carta a Santa Inés de Praga, que «su amor enamora, su contemplación reanima, su benignidad llena, su suavidad colma, su recuerdo ilumina suavemente, su perfume hace revivir a los muertos y su visión gloriosa hace dichosos a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial» (4 CtaCl 11-13). En su serena y confiada agonía, se le oyó decir, refiriéndose a sí misma: «Ve segura, porque llevas buena escolta para el viaje. Ve, porque aquel que te creó te santificó, y, guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Bendito seas, Señor, porque me creaste» (Leyenda 46).

Dos días más tarde, el 11 de agosto de 1253, moría Clara en San Damián, y al día siguiente era enterrada en la iglesia de San Jorge en Asís. Presidió los funerales el papa Inocencio, quien «en el momento en que iban a comenzar los oficios divinos y los hermanos iniciaban el de difuntos..., dice que debe rezarse el oficio de vírgenes, y no el de difuntos, como si quisiera canonizarla aún antes de que su cuerpo fuera entregado a la sepultura»; intervino entonces el cardenal Rainaldo invitando a la prudencia, y se dijo la misa de difuntos (Leyenda 47).

A la muerte de la Santa eran numerosos los monasterios de la Orden de San Damián -no menos de veinte en la península Ibérica-, que con la Regla de Urbano IV (1263) será en adelante reconocida como «Orden de Santa Clara».

Pocas semanas después de su muerte comenzó en Asís la recogida de testimonios para su canonización. Hasta nosotros han llegado las actas del proceso, que fueron la fuente principal para la redacción de la biografía oficial de la Santa (Leyenda de Santa Clara), atribuida al franciscano Tomás de Celano, primer biógrafo de San Francisco. En agosto de 1255 tuvo lugar la canonización de Clara de Asís en la catedral de Anagni: era la primera mujer que sin ser de estirpe regia, subía desde hacía siglos al honor de los altares. En 1260 se efectuó el traslado de sus restos a la basílica que lleva su nombre en Asís.

ESCRITOS: PROYECTO DE VIDA Y ESPIRITUALIDAD

Hasta nosotros han llegado, además de su Regla, otros escritos de Clara en su calidad de «abadesa y madre» y fundadora, como son: el Testamento, y la Bendición a sus hermanas. Se conservan también cuatro Cartas, de lo que parece que fue su numerosa correspondencia epistolar, destinadas a Santa Inés de Praga o de Bohemia, hija del rey Otocar, la cual, después de renunciar al matrimonio con el emperador Federico II, en 1234 se hizo damianita en el monasterio de San Francisco por ella misma fundado en Praga. Aunque tradicionalmente se ha atribuido también a Clara una carta destinada a Ermentrudis de Brujas -quien, conocedora de la forma de vida de las hermanas de San Damián, habría viajado hasta Italia con el propósito de encontrarse con ellas, y fundado después un monasterio bajo la Regla de Santa Clara-, la crítica actual mantiene serias dudas sobre su autenticidad, al menos en su forma actual.

Aunque se trata, evidentemente, de un conjunto breve de escritos, que tal vez no sea tal en relación con su contexto histórico, es suficientemente significativo y plural, hasta el punto de permitir introducirnos en la experiencia humana y espiritual de esta mujer excepcional.

En su Regla se sirve como base, incluso literalmente, de la Regla de Francisco, sin que por ello sea, en modo alguno, una copia de la misma, como tampoco lo es su proyecto y forma de vida. Y así, si por una parte, en dependencia directa de Francisco, encontramos definida en ella, la identidad franciscana de su proyecto y forma de vida: el seguimiento, en fraternidad, de la pobreza y humildad de Cristo, en el recinto de la familia franciscana y en la comunión eclesial; por otra parte, la Regla define también con especial acierto la originalidad e incluso audacia evangélica, la singularidad y complementariedad de la Orden de Hermanas Pobres: la vida franciscana en el marco de una comunidad monástica, igualitaria y fraterna, en la acogida, el silencio y la oración, como María, la Virgen creyente, mujer y madre. Escrita al final de sus días, la Regla de Clara es un reflejo de su larga y probada experiencia de vida religiosa franciscana, y rezuma un profundo humanismo y discreción.

Sus Cartas a Inés de Praga -a quien la Santa considera como «la mitad de su alma», pues en ella ardió la misma pasión por el seguimiento franciscano de Cristo en la pobreza incondicional, y sostuvo idéntica lucha por el «privilegio de la pobreza»- están cargadas de afecto y confianza, como expresión del papel determinante que el amor fraterno tiene en el proyecto de vida contemplativa de Clara, y son, al mismo tiempo, un eco fiel de la hondura excepcional de su experiencia espiritual y mística. Ésta encuentra su clave en la contemplación del «pobre y humilde» Jesucristo, y en el seguimiento alegre e incondicional de «sus huellas y pobreza»: «Míralo [a Cristo] hecho despreciable por ti -escribe en la segunda carta- y síguelo, hecha tú despreciable por él en este mundo. Reina nobilísima, mira atentamente, considera, contempla, con el anhelo de imitarle, a tu Esposo, el más bello de los hijos de los hombres, hecho para tu salvación el más vil de los varones» (2 CtaCla 19-20). Y como no podía ser menos, en su experiencia interior y mística tiene un protagonismo único la afectividad y el amor esponsal, de lo que dan fe las mismas cartas; como ejemplo, baste esta especie de grito que brota del corazón y la pluma de Clara en su última carta a Inés: «Dichosa en verdad, aquella a la que se ha dado gozar de este sagrado banquete [los desposorios con Cristo] y apegarse con todas las fibras del corazón a aquel cuya belleza admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales» (4 CtaCla 9-10).

Un último bloque de sus escritos lo forman el Testamento y la Bendición a sus hermanas. El primero, un escrito personalísimo y en cierto sentido autobiográfico, destinado a sus «queridísimas y amadísimas hermanas, presentes y futuras», es, en primer lugar, un memorial estimulante y agradecido al «Padre de las misericordias», por la vocación y elección, y por la vida evangélica de las hermanas de San Damián; y es también la expresión de su legado: deja su gratitud a Dios y al padre San Francisco, su amor apasionado a Cristo pobre y a las hermanas de San Damián, su profunda fe y amor a la santa madre Iglesia. La Bendición, que es prácticamente un unicum en la historia del cristianismo al estar escrito por una mujer, recoge la bendición de la Santa en su lecho de muerte a las hermanas de San Damián y a «todas las demás hermanas, presentes y futuras, que perseverarán hasta el fin en todos los demás monasterios» de su Orden.

Su lucha por el seguimiento radical de la pobreza y humildad de Cristo fue tan ardiente e inquebrantable, que fácilmente lleva al observador superficial a hacer de ella el centro polarizador y la clave única de comprensión de su experiencia humana y espiritual, y de su proyecto y forma de vida, en el que la pobreza-minoridad se integra, en equilibrio armónico e interdependencia, con la contemplación, la fraternidad y la misión-evangelización por el testimonio de vida y la acogida.

Pobre y humilde, Clara es también, y de manera determinante, una mujer de intensa oración, oración contemplativa, oración de escucha de la Palabra de Dios, a la que ella, convertida por la predicación de Francisco, concede un protagonismo excepcional en su experiencia religiosa; y para que nada obstaculice la escucha atenta de la palabra, prohíbe incluso el canto de la Liturgia de las Horas, para que la preocupación estética no sustituya nunca la escucha fiel de la palabra. «Era vigilante en la oración -dicen en el proceso de canonización las hermanas que convivieron con ella-, sublime en la contemplación, hasta el punto de que alguna vez, volviendo de la oración, su rostro aparecía más claro de lo acostumbrado y de su boca se desprendía una cierta dulzura» (Proceso 6,3).

Clara es también una mujer de la penitencia, en un contexto en el que hay una verdadera «cultura de la penitencia». En esto su palabra no siguió a su ejemplo, pues si para con las hermanas y en la Regla relativiza la praxis penitencial en relación con el monaquismo tradicional, por considerar que la primera y principal forma de penitencia de las hermanas es la radicalidad de forma de vida y pobreza, sin embargo, sus penitencias fueron tales que el propio San Francisco, mediando el obispo de Asís, la obligó a la moderación, que más tarde ella aconsejó a Inés de Praga: «Mas, como nuestra carne no es de bronce, ni nuestra resistencia es la de las piedras, sino que, por el contrario somos frágiles y débiles corporalmente, te ruego y suplico en el Señor, queridísima, que desistas, sabia y discretamente, del indiscreto e imposible rigor de las abstinencias que te has propuesto, para que viviendo alabes al Señor y le ofrezcas tu culto espiritual» (3 CtaCla 38-41). Con todo, porque la penitencia brota para ella del amor a Cristo y es, sobre todo, una dimensión del seguimiento de su pobreza y humildad, del compartir sus sufrimientos y su cruz, la penitencia, esto la mantuvo al reparo de todo perfeccionismo ascético y de todo desprecio de lo material.

Clara es además una mujer de exquisita y tierna caridad, cargada de afecto para con sus hermanas, lo que, sin duda, contribuyó grandemente a aliviar el peso de la pobreza común. Siguiendo a Francisco escribe en la Regla: «Y manifieste confiadamente la una a la otra su necesidad, porque si la madre ama y nutre a su hija carnal, ¡cuánto más amorosamente debe cada una amar y nutrir a su hermana espiritual!» (RCla 8,15-16). Pero así como su clausura no es puro cerramiento y aislamiento, y su comunidad no es un gueto, sino, muy al contrario, un espacio abierto en la acogida de los de fuera, también lo es su caridad, como lo prueba el hecho de ser éstos los destinatarios de una gran parte de los «milagros» que los testigos del Proceso de canonización atribuyen a Clara.

Como verdadera seguidora de Francisco vive la verdadera alegría en medio de la pobreza, y ambas, alegría y pobreza, son dos de las grandes constantes de sus cartas a Inés de Praga: la alegría que brota de la identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y humilde en Belén y en la cruz, la alegría de las bienaventuranzas.

Porque entró en lo hondo del misterio humano y en el corazón del Evangelio, Clara de Asís es una llamada permanente a correr la aventura de la fe, viviendo el radicalismo evangélico con alegría y sencillez; su lucha respetuosa pero tenaz por el reconocimiento de la originalidad de su vida y misión, es un estímulo para vivir creativa y responsablemente la propia comunión eclesial; su fraternidad y minoridad proclaman la urgencia de recrear los modelos de vida eclesiales y sociales, impregnándolos de un verdadero espíritu fraterno, y de una verdadera igualdad; el mismo signo profético de la clausura de Clara es una llamada al cristiano de hoy a reconocer la propia necesidad de concentrarse en Dios y en Cristo; y su «altísima pobreza» nos habla del primado del Dios Altísimo, no menos que de la comunión en la justicia y la solidaridad con la humanidad doliente y desgarrada por el hambre, la guerra, la marginación.

BIBLIOGRAFÍA:

I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, Madrid, BAC, 20004; J. Herranz - J. Garrido - J. A. Guerra, Los escritos de Francisco y Clara de Asís. Texto y comentario, Oñati (Guipúzcoa), 2001; M. Bartoli, Clara de Asís, Oñati (Guipúzcoa), 1992; F. Aizpurúa, El camino de Clara de Asís. Vida, escritos y espiritualidad de Clara, Ávila, 19932; AA. VV., Chiara di Assisi, Atti del XX Convegno della Società internazionale di studi francescani, Spoleto, 1993.

ICONOGRAFÍA:

Se la representa siempre vestida con hábito franciscano de color ceniza o marrón, al que se añade frecuentemente también un manto del mismo color, ceñida con el cordón, la cabeza cubierta con un velo blanco sobre el que va otro de color negro, y los pies descalzos o con sandalias. En la iconografía clariana de la primera hora los atributos característicos de la Santa son siempre los de abadesa y fundadora: la cruz o el báculo y el libro de la regla. En seguida se abrió paso el lirio, símbolo de la pureza y la virginidad, y en el siglo XIV comenzó a representársela llevando en la mano una custodia o un copón. Éstos serán en adelante los elementos que caracterizarán la figura de Santa Clara, privilegiando unos u otros según los lugares, el interés devocional y las corrientes artísticas.

[Julio Herranz, O.F.M., Santa Clara de Asís. Virgen, fundadora de las clarisas, patrona de la televisión, en J. A. Martínez Puche (Director), Nuevo Año Cristiano - 8. Agosto. Madrid, Edibesa, 20012, pp. 253-269]


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