En esta lectura el Señor Dios nos anima a convertirnos a él. “Israel, conviértete al Señor, Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado… Perdona del todo la iniquidad, recibe benévolo el sacrificio de nuestros labios”.
Bien sabemos la respuesta de nuestro Dios. “Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo merezcan, mi cólera se apartará de ellos. Seré rocío para Israel”.
“El profeta lanza el último grito de alarma para la conversión del pueblo, el retorno al único y verdadero Señor. Si tropezaron cayendo desde la firmeza de su fe, que se conviertan ahora retornando la firmeza primitiva”.
Así es nuestro Dios, hagamos lo que hagamos, también cuando vamos en contra de sus indicaciones, el siempre tiene la mano levantada para perdonarnos y amarnos constantemente hasta el final.
¿Qué mandamiento es el primero de todos?
Bien conocida es por nosotros la pregunta y la respuesta de este evangelio. Lo importante es que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. No se ama a Dios si no se ama al prójimo. No se ama al prójimo si no se ama a Dios.
Nuestra tentación es verlos separados. Por eso, Jesús insiste tanto en su unión. Esta unión es de lo más genuino de nuestro cristianismo. No sé si estaré en lo cierto, pero me parece que a todos nosotros nos es más fácil amar a Dios que amar a nuestros hermanos, nuestros prójimos.
Como en todos, también en este punto, sin la ayuda de Jesús, -“sin mí no podéis hacer nada”- no logramos vivir y cumplir estos mandamientos. Ya lo sabemos, pedir a Jesús su poderosa y divina ayuda.
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