“Queridos hijos, los invito a ser valientes, a no desistir, porque el bien más pequeño y el más pequeño signo de amor, vencen sobre el mal cada vez más visible. Hijos míos, escúchenme, para que el bien pueda vencer, para que puedan conocer el amor de mi Hijo. Esta es la dicha más grande: los brazos de mi Hijo que abrazan; Él, que ama el alma, Él, que se ha dado por ustedes y siempre y nuevamente se da en la Eucaristía; Él, que tiene palabras de vida eterna. Conocer su amor, seguir sus huellas, significa tener la riqueza de la espiritualidad. Esa es la riqueza que da buenos sentimientos y ve el amor y la bondad en todas partes. Apóstoles de mi amor, con el calor del amor de mi Hijo, sean como los rayos del sol que calientan todo en torno a sí.
Hijos míos, el mundo tiene necesidad de apóstoles del amor, el mundo tiene necesidad de muchas oraciones: pero de oraciones con el corazón y con el alma, y no solo de aquellas que se pronuncian con los labios. Hijos míos, tiendan a la santidad, pero en humildad; en la humildad que le permite a mi Hijo realizar, a través de ustedes, lo que Él desea.
Hijos míos, sus oraciones, sus palabras, pensamientos y obras, todo esto les abre o les cierra las puertas del Reino de los Cielos. Mi Hijo les ha mostrado el camino y les ha dado esperanza, y yo los consuelo y los aliento. Porque, hijos míos, yo he conocido el dolor, pero he tenido fe y esperanza. Ahora tengo el premio de la vida en el Reino de mi Hijo. Por eso, escúchenme: ¡tengan valor y no desistan! ¡Le doy las gracias!”
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