| 15 abril, 2022
Todo comienza con la pregunta de Pilato: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Jn 18,33). Jesús quiere que Pilato entienda que la pregunta es más seria de lo que cree, pero que tiene un significado solo si no repite simplemente una acusación de otros. Por eso, pregunta a su vez: «¿Dices esto por ti mismo, o te han dicho otros de mí?».
Trata de llevar a Pilato a una visión más elevada. Le habla de su reino, un reino que «no es de este mundo». El procurador solo entiende una cosa: que no se trata de un reino político. Si se quiere hablar de religión, él no quiere entrar en este tipo de asuntos. Por eso, pregunta con ironía evidente: «Entonces, ¿tú eres Rey?» «Jesús respondió: Tú lo dices: yo soy rey» (Jn 18,37).
Al declarar que es rey, Jesús se expone a la muerte; pero en lugar de disculparse negándolo, lo afirma fuertemente. Revela su origen superior: «Vine al mundo…»: por lo tanto, misteriosamente existía antes de la vida terrenal, viene de otro mundo. Vino a la tierra ser testigo de la verdad. Trata a Pilato como un alma que necesita luz y verdad y no como a un juez. Se interesa en el destino del hombre Pilato, más que en el suyo personal. Con su llamada a recibir la verdad, quiere inducirle a entrar en sí mismo, a mirar las cosas con un ojo diferente, a colocarse por encima de la contienda momentánea con judíos.
El procurador romano capta la invitación que Jesús le dirige, pero sobre este tipo de especulaciones es escéptico e indiferente. El misterio que barrunta en las palabras de Jesús le da miedo y prefiere terminar la conversación. Murmura dentro de sí, encogiéndose de hombros: «¿Qué es la verdad?» y sale del pretorio.
¡Qué actual es esta página del Evangelio! Incluso hoy, como en el pasado, el hombre se pregunta: «¿Qué es la verdad?». Pero, como Pilato, da la espalda distraídamente al que dijo: «He venido al mundo para dar testimonio de la verdad» y «¡Yo soy la Verdad!» (Jn 14,6).
A través de Internet he seguido innumerables debates sobre religión y ciencia, sobre fe y ateísmo. Una cosa me ha llamado la atención: horas y horas de diálogo, sin mencionar nunca el nombre de Jesús. Y si la parte creyente a veces se atrevía a nombrarlo y aducir el hecho de su resurrección de entre los muertos, inmediatamente se trataba de cerrar el discurso no pertinente al tema. Todo sucede «etsi Christus non daretur»: como si nunca hubiera existido en el mundo un hombre llamado Jesucristo.
¿Cuál es el resultado de ello? La palabra «Dios» se convierte en un recipiente vacío que cada uno puede llenar a su antojo. Pero precisamente por esta razón Dios se preocupó por dar contenido a su nombre mismo. «El Verbo se hizo carne». ¡La Verdad se hizo carne! De ahí el arduo esfuerzo por dejar a Jesús fuera del discurso sobre Dios: ¡Él quita al orgullo humano cualquier pretexto para decidir, él, lo que Dios es!
«¡Ah, ciertamente: Jesús de Nazaret!», se objeta. «¡Pero si alguno duda si ha existido!» Un conocido escritor inglés del siglo pasado —conocido por el gran público por ser el autor del ciclo de novelas y películas «El Señor de los Anillos», John Ronald Tolkien— en una carta, dio esta respuesta a su hijo que le presentaba la misma objeción:
Se necesita una sorprendente voluntad de no creer para suponer que Jesús nunca existió o que no dijo las palabras que se le atribuyen, pues son imposibles de inventar por cualquier otro ser en el mundo: «Antes de que Abraham existiera, yo soy» (Jn 8,58); y «El que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9).
La única alternativa a la verdad de Cristo, agregaba el escritor, es que se trata de «un caso de megalomanía demente y fraude gigantesco». ¿Podría tal caso, sin embargo, resistir veinte siglos de feroz crítica histórica y filosófica, y producir los frutos que ha producido?
Hoy se va más allá del escepticismo de Pilato. Hay quien piensa que ni siquiera se debe uno plantear la pregunta «¿Qué es la verdad?», ¡porque la verdad, simplemente, no existe! «¡Todo es relativo, nada es cierto! ¡Pensar lo contrario es una presunción intolerable!» Ya no hay espacio para «los grandes relatos sobre el mundo y la realidad», incluidos aquellos sobre Dios y sobre Cristo.
Hermanos y hermanas ateos, agnósticos o todavía en búsqueda (si hay alguien escuchando): no es un pobre predicador como yo quien ha pronunciado las palabras que estoy a punto de pronunciar; él es uno de vosotros, uno a quien muchos de vosotros admiráis, de quien escribís y de quien, tal vez, también os consideráis, de alguna manera, discípulos y continuadores: ¡Søeren Kierkegaard!
Se habla mucho —dice él—. de miserias humanas; se habla mucho de vidas desperdiciadas. Pero desperdiciada es sólo la vida de ese hombre que nunca se dio cuenta, porque nunca tuvo, en el sentido más profundo, la impresión de que hay un Dios y que él —precisamente él, su yo—, está ante este Dios.
Se dice: ¡hay demasiada injusticia, demasiado sufrimiento en el mundo como para creer en Dios! Es cierto, pero pensemos en cuánto más absurdo y desesperanzador se vuelve el mal que nos rodea, sin fe en un triunfo final del bien. La resurrección de Jesús de entre los muertos es la promesa y la garantía cierta de que el triunfo existirá, porque ya ha comenzado con Él.
Si tuviera el coraje de san Pablo, también yo debería gritar: «¡Os lo ruego: Dejaos reconciliar con Dios!» (2 Cor 5,20). ¡No desperdicies tampoco vuestra vida! No abandonéis este mundo como Pilato salió del Pretorio, con esa pregunta en suspenso: «¿Qué es la verdad?» Es demasiado importante. Se trata de saber si hemos vivido para algo, o en vano.
El diálogo de Jesús con Pilato ofrece, sin embargo, la ocasión para otra reflexión dirigida esta vez a nosotros los creyentes y hombres de Iglesias, no a los de fuera: «¡Tu gente y tus sacerdotes me han entregado!»: Gens tua et pontifices tradiderunt te mihi (Jn 18,35). ¡Los hombre de la Iglesia, tus sacerdotes te han abandonado; han descalificado tu nombre con crímenes horrendos! ¿Y deberíamos seguir creyendo en ti todavía?
También a esta terrible objeción me gustaría responder con las palabras que el mismo escritor recordado escribía al hijo:
Nuestro amor se podrá enfriar y nuestra voluntad rasguñar por el espectáculo de las deficiencias, la locura y los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que quien ha creído de verdad una vez abandone la fe por estas razones, y menos aún quien tiene algún conocimiento de la historia… Esto es cómodo porque nos empuja a apartar la vista de nosotros mismos y de nuestras faltas y encontrar un chivo expiatorio… Creo que soy tan sensible a los escándalos como lo eres tú y cualquier otro cristiano. He sufrido mucho en mi vida a causa de sacerdotes ignorantes, cansados, débiles y, a veces, incluso malos.
Por lo demás, era de esperar un resultado de este tipo. Comenzó antes de la Pascua con la traición de Judas, la negación de Simón Pedro, la huida de los apóstoles… ¿Llorar, entonces? Sí —recomendaba Tolkien al hijo—, pero por Jesús —por lo que debe soportar— antes que por nosotros. Lloramos –agregamos hoy– con las víctimas y por las víctimas de nuestros pecados.
Una conclusión para todos, creyentes y no creyentes. Este año celebramos la Pascua no con el sonido de las campanas, sino con el ruido en nuestros oídos de bombas y explosiones no lejanas de aquí. Recordemos lo que Jesús respondió una vez a la noticia de la sangre que Pilato había hecho correr, y del derrumbe de la torre de Siloé: «Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera» (Lc 13,5). Si no cambiáis vuestras lanzas en guadañas, vuestras espadas en arados (Is 2,4) y vuestros misiles en fábricas y casas, ¡todos pereceréis de la misma manera!
Los acontecimientos nos han recordado de repente algo. Los arreglos del mundo cambian de un día para otro. Todo pasa, todo envejece; todo —no sólo «la bendita juventud»—, falla. Solo hay una forma de escapar de la corriente del tiempo que arrastra todo detrás de ti: ¡pasar a lo que no pasa! ¡Pon tus pies en tierra firme! Pascua significa tránsito. Tengamos todos este año una verdadera Pascua: Venerados Padres, hermanos y hermanas: ¡pasemos a Aquel que no pasa! ¡Pasemos ahora con el corazón, antes de pasar un día con el cuerpo!
©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
Fuente: Infovaticana
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